En tiempos de analogía y sueños de papel, los niños crecíamos en la
calle, inventábamos juegos y, cuando llegaba el verano, coleccionábamos
cromos. No era una tarea sencilla; en primer lugar había que contar con
el beneplácito económico de nuestros padres. Los sobres costaban diez
pesetas, pero sumando de diez en diez, la colección se podía marchar a
un pico y no a todos los padres les hacía gracia lo que ellos
consideraban un despilfarro. Y, en segundo lugar, había que hacer frente, con resignación, a la colección de cromos repetidos que salían, en bucle y sin parar, un sobre tras otro.
Por eso, era común ver a cualquier chaval del barrio con un enorme taco
de cromos repetidos y abordándonos para comprobar si, entre los
nuestros, había alguno de los que a él le faltaban para la colección. Al
ritmo de "sile, sile, nole, nole", pasábamos los cromos con destreza e
íbamos intercambiándonos postales con el fin de terminar de rellenar un
álbum que, en la mayoría de las ocasiones, siempre terminaba con algún
hueco vacío.
Entre las estampas había auténticos adonis y estrellas del balompié. Nos fascinaban los últimos fichajes y presumíamos de cromo si nos tocaban tipos como Butragueño, Futre o Lineker. Pero en aquel fútbol de los ochenta también había tipos de perfil bajo y aspecto bizarro. Los hombres que perdían el pelo no se rapaban la cabeza buscando metrosexualidad y donde hoy vemos barbas hipsters entonces había bigotes poblados y viriles. Eran futbolistas que se manchaban de barro y bebían cerveza después de los partidos. No les importaba carecer de abdominales porque sólo se preocupaban de llegar al balón antes que el rival.
Entre aquellos tipos feotes y chaparros, destacaba un centrocampista que se desenvolvía sobre la banda derecha del Logroñés. Abadía, apodado "El Tato", era un futbolista cumplidor de bigote negro, calvicie prominente y piernas arqueadas. Se manejaba de maravilla sobre el barro de Las Gaunas en invierno y era un soldado abnegado durante la larga temporada. Entre sus logros, guarda en la memoria, un tiro de volea en el Bernabéu que acabó en gol el día que el Logroñés empató a dos en Chamartín y saltó la banca.
Entre las estampas había auténticos adonis y estrellas del balompié. Nos fascinaban los últimos fichajes y presumíamos de cromo si nos tocaban tipos como Butragueño, Futre o Lineker. Pero en aquel fútbol de los ochenta también había tipos de perfil bajo y aspecto bizarro. Los hombres que perdían el pelo no se rapaban la cabeza buscando metrosexualidad y donde hoy vemos barbas hipsters entonces había bigotes poblados y viriles. Eran futbolistas que se manchaban de barro y bebían cerveza después de los partidos. No les importaba carecer de abdominales porque sólo se preocupaban de llegar al balón antes que el rival.
Entre aquellos tipos feotes y chaparros, destacaba un centrocampista que se desenvolvía sobre la banda derecha del Logroñés. Abadía, apodado "El Tato", era un futbolista cumplidor de bigote negro, calvicie prominente y piernas arqueadas. Se manejaba de maravilla sobre el barro de Las Gaunas en invierno y era un soldado abnegado durante la larga temporada. Entre sus logros, guarda en la memoria, un tiro de volea en el Bernabéu que acabó en gol el día que el Logroñés empató a dos en Chamartín y saltó la banca.
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