En fútbol, el ruido ha tomado una importancia tan relevante que, en
ocasiones, cuesta creer que no
tenga más relevancia que los goles. La
mediatización de lo banal nos ha convertido en consumidores de detalles
ignominiosos, burdas representaciones de un espectáculo que, a menudo,
representan los artistas fuera del escenario.
A consecuencia de este periodismo de papel cuché, nos hemos acostumbrado a
situar al personaje por encima de la persona y a esta, aún más, por encima del deportista. Sin que nadie se haya parado a explicarnos
que ser más o menos ególatra, prepotente o estúpido puede ser perfectamente
compatible con ser un competidor ejemplar.
A Cristiano le hemos calificado de tantas maneras que resulta imposible
imaginarlo como un tipo normal. Como ninguno de nosotros hemos compartido con
él ni un sólo segundo de su intimidad, dejaremos los juegos de calificación
para los profesionales de la información absurda y nos centraremos en lo que
realmente importa a los que nos gusta el fútbol por encima de las lisonjerías.
El papel de Cristiano en el fútbol actual tiene el mérito añadido de saberse
competidor contra el mejor futbolista de su generación. En cualquier otra
época, quizá, hubiese gobernado el fútbol con puño de acero y no hubiese
aceptado comparación alguna. Enfrentarse a Messi, sin embargo, es obligarse a
demostrar, a diario, que estar a la altura no es sólo una obligación sino un
sacrificio.
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