jueves, 31 de mayo de 2007

Una manera distinta de vivir el fútbol

Ocurre que a veces, la vida te regala encuentros inesperados y, en la satisfacción de su conocimiento, te sientes en deuda con ella durante mucho tiempo. Casi sin querer, aunque termines dándote cuenta de que la llevabas buscando durante muchos años, encuentras gente que siente sus conceptos como una forma de vivir e intentas mostrarles tu mano deseando que ellos acepten el apretón y te añadan, para siempre, en el conjunto de su sociedad.

Para vivir el fútbol hace falta sentir pasión por el fútbol. Para sufrirlo, hace falta un gen arrebatador que permanece siempre por encima de los demás sentimientos. El hincha del Liverpool, además de todo eso, mantiene siempre el equilibrio espiritual antes, mediante y después de cada uno de los partidos que juega su equipo. Gane o pierda, sabrá compartir sus albricias y sus lágrimas con un abrazo, un guiño o un "otra vez será".

El otro día, Juan hablaba de los aficionados de los aficionados. Fue como descubrirme a mí mismo ante cada una de sus historias diarias, porque fue terminar de leer su texto y reconocerme como fan de sus andanzas y sus pasiones. Por eso, quería buscar un momento, dentro de mi ajeteadra vida de asalariado, para rendir un homenaje a ese grupo de hinchas que han conseguido, con sus palabras, que me encuentre a mí mismo. Y por ello, quería dedicar este puñado de letras a Javi, a Juan, a Lover, a Stubbins y a JFC 96, porque aún sin conocerles, siento que los conozco de toda la vida. En cada una de sus palabras y en su forma de sentirse aficionado reconozco todos los valores que siempre quise pronunciar y que nunca pude encontrar entre las gradas españolas.

Si para el aficionado de cualquier equipo, un mal futbolista es un estorbo para el club, para el aficionado del Liverpool es un miembro más de la comunidad al que hay que respetar y aplaudir por sus servicios al club. Por ello pudieron sufrir a Traoré sin el más mínimo murmullo de insatisfacción.

Si para el aficionado del cualquier equipo, la marcha de su mejor jugador es considerada una ofensa al escudo, para el aficionado del Liverpool es una circunstancia más en la trayectoria del club. Por ello pudieron decir adiós a Owen y a McManaman con lágrimas en los ojos y el corazón encendido por el agradecimiento.

Si para el aficionado de cualquier equipo, una victoria se convierte en el primer motivo para faltar a la educación, para el aficionado del Liverpool, su propia alegría se convierte en el espejo donde seguir mirándose cada mañana, porque son capaces de levantar los brazos al tiempo que agradecen al rival su disputa en la batalla. Por ello pudieron celebrar su remontada ante el Milan sin necesidad de reprochar a los italianos su regocijo en el descanso.

Si para el aficionado de cualquier equipo, una derrota es un momento inmejorable para desatar las iras, para el aficionado del Liverpool se convierte en el principal motivo para seguir luchando, porque saben que el que sabe levantarse saborea mejor los éxitos. Por ello pudieron despedir a su equipo, mientras se retiraba a los vestuarios del estadio olímpico de Atenas, con el alma en la garganta y recordándoles, una vez más, que nunca caminarán solos.

Parece como si fuesen capaces de vivir más allá del resultado, como si cada partido no fuese más que una excusa para juntarse, cantar, brindar y celebrar que siguen existiendo. Por eso, el Liverpool sigue viviendo, porque gracias a ellos el equipo ha regresado de sus peores años y ha vuelto a pasear su nombre por todos los rincones de Europa. Y cada letra de su nombre, el Liverpool pasea también el nombre de cada miembro de la grada kop, de media ciudad de Liverpool, de Javi, de Juan, de Lover, de Stubbins y de JFC 96 porque ellos también son el Liverpool. Perdón, rectifico, ellos son el Liverpool.

Y como para mí el fútbol no es cuestión de vida o muerte sino algo mucho más importante, quiero postrarme a sus pies y solicitar mi ingreso en una comunidad ilimitada, porque hoy, a mis treinta y un años, quiero convertirme en un nuevo liverpudlian. Aunque en realidad creo que lo llevo siendo toda mi vida.

lunes, 28 de mayo de 2007

La profesionalidad del futbolista

Imaginad que uno de vuestros ídolos os mira a la cara, analiza vuestra pasión hacia sus jugadas de ensueño, intenta acercarse hacia la tensión que sufrís ante cada víspera de partido y con la mayor displicencia os dice que él solo pelea una victoria por un buen puñado de euros ¿Cómo reaccionaríais?

En un ejemplo más cercano imaginad a vuestro padre, al que tanto adoráis y admiráis, contándole al viento que todos los abrazos que te regaló en la infancia, que cada vez que sacó la cara por ti, que cada una de sus acciones heroicas ante tus ojos las hizo porque había un señor de negro que le daba un maletín ¿Cómo os lo tomaríais?


Se trata de la misma sensación que yo experimento cuando escucho a algunos de los jugadores de mi equipo proclamar con descaro que ellos se dejan un poquito más de su piel sobre el césped si les ofrecen una suculenta prima por ganar. Es entonces cuando surge una nueva pregunta dentro de mi carrusel de dudas y me entran ganas de saber si el amor a unos colores lo lleva implícito la camiseta que se viste o el dinero que se obtiene por lucirla, si el ansia de victoria se presupone o se compra, si la profesionalidad existe o es un cuento chino que nos intentan hacer tragar desde septiembre hasta junio.


Como abonado del Getafe que soy, le lancé un deseo a mis amigos, durante el partido del sábado, arropado por sus miradas de complicidad: "Sólo espero que jueguen la final de copa con la misma intensidad que hoy y que un título les motive más que una prima".

Sin intención de incidir en el caso particular del Getafe más que a modo de ejemplo, quiero decir, a riesgo de que me tachéis de romántico, que no me gustan los equipos que eluden el compromiso cuando ya no hay garbanzos en el plato, que no me gustan los equipos que solamente aprietan los dientes para venderse al color infame del dinero, que no me gustan los equipos que sólo arremeten contra el rival si tienen por delante el dulce caramelo de una prima. Porque en cada pugna, en cada gota de sudor derramada y en cada jugada culminada dejan a sus aficionados con la duda de lo que hubiese podido ocurrir en toda la temporada.

jueves, 24 de mayo de 2007

Cuando la victoria se convierte en una rutina

Igual que nuestro cuerpo precisa el agua como elemento vital ante la deshidratación, existen deportistas que sienten el deseo de victoria tan a flor de piel que cuando levantan una nueva copa delatan más satisfacción que locura en el filo de su gesto.

Cuando Maldini tenía veinte años utilizaba su velocidad como arma arrojadiza contra los atrevidos, cuando cumplió treinta supo utilizar como nadie las enseñanzas técnicas que aprendió de su maestro Baresi y ahora que tiene cuarenta tira de veteranía con tanta dignidad que muchos delanteros parecen pedir permiso justo en el momento de encararle.

Tras veintidós años en la élite, Paolo Maldini levantó anoche su quinta Copa de Europa y a los que sentimos el fútbol como un proceso de sentimientos aplaudimos su trayectoria, porque en su carrera obtenemos el fruto de una pasión y la fidelidad eterna a unos colores. En plena época de mercenarios y futbolistas convertidos en mercancías al mejor coste, nos sentimos orgullosos de vivir el fin de la carrera de un futbolista que jamás sucumbió a la tentación de las ofertas hipermillonarias.

Él vivió el resrugimiento del Milan, él protagonizó las mayores gestas del equipo y él fue artífice, con su presencia, de un equipo que pasará a la historia por jugar ocho finales de la Copa de Europa. Perdió tres, sí ¿Pero alguien se acordará de ello cuando pase el tiempo y nos preguntemos quién fue el mejor lateral izquierdo de la historia?

martes, 22 de mayo de 2007

El fútbol más allá de la vida y la muerte

De la misma manera que nos solemos acordar de Santa Bárbara solamente cuando nos encogemos por el sonido del trueno, cada vez que el Liverpool roza de nuevo la gloria, recordamos a Bill Shankly para volver a sacar el mito del cajón de nuestras mejores historias. De aquel tipo que se pasaba las horas hablando de fútbol encerrado en el cuarto de las botas de Anfield nos queda el rumor de centenares de anécdotas que, como una obra trascendental, comienzan en las carencias de su infancia junto a las minas de Glensbuck y terminan el día que su corazón decidió decir basta a tanta pasión por el fútbol.

Shankly, socialista convencido y futbolista por encima de todo, creyó rozar la gloria el día que debutó como internacional en el gran clásico contra Inglaterra, pero nunca pudo imaginar la enorme trascendencia que obtendrían cada una de sus palabras con el paso del tiempo. Cuando dejó el Liverpool en manos de sus sucesores, no había fraguado sólo éxitos sino el embrión de un equipo casi invencible. Por ello, las centralitas del club se colapsaron el día de su despedida. Por ello, las calles cercanas a Anfield siguen bebiendo su recuerdo en forma de cántico cada día de partido.

Como Shankly no entendía el fútbol como un concepto sino como una filosofía, cada vez que arengaba a sus jugadores le dejaba una sentencia a la posteridad. No se podía entender el fútbol sin pelota y no había pelota sino se buscaba el gol. "Primero métela en la red y ya discutiremos las alternativas más tarde". De esta manera zanjaba en un solo plumazo cualquier conato de duda.

Fiel consejero del destino, la vida de Shankly cambió el día que conoció a T.V. Williams. Bill quería hacer algo grande y Williams quería un Liverpool campeón, por ello sobraron las palabras y el acuerdo se consumó en un apretón de manos y una promesa de trabajo. De esta manera nació el primer manager de la historia del fútbol porque por el tamiz de Shankly pasaron todas y cada una de las circunstancias que hicieron crecer al equipo; analizaba, conversaba y proponía mientras apagaba su sed con el sabor de una buena cerveza en la mejor compañía.

Del Liverpool de Yeats al Liverpool de Keegan hubo un proceso de maduración que culminó con muchos sueños cumplidos y cientos de alientos derramados. Shankly tomó las riendas de un cojunto en descomposición y lo sacó de la segunda división para elevarlo a la categoría de gran equipo. Cuando comprobó que su trabajo había terminado decidió marcharse sin pedir nada más que el mismo apretón de manos que recibió el día que cruzó por ver primera el umbral de Anfield. Atrás dejó una sombra tan alargada como inolvidable, la sensación de que querer es poder y que poder es alegría para el pueblo. Para Shankly el fútbol lo era todo. Para Shankly el fútbol no era cuestión de vida o muerte sino algo mucho más importante.

La primera vez que quiso analizar el significado de la vida se dio cuenta de que ya había sido atrapado por la magia de la pelota. Cuatro de sus nueve hermanos ya caminaban hacia el profesionalismo y no quiso dejar pasar la ocasión para completar la tarea de aquel refrán que anuncia que no hay quinto malo.

Pasó sus peores años, como cualquier británico de la época, durante los cinco años que duró la lucha contra la Alemania de Hitler. Aún así, no dejó escapar el valor de aquella penitencia sin obtener una recompensa que le marcaría para siempre: vestir la camiseta del Liverpool. Lo hizo en contadas ocasiones y apenas para paliar el hambre de competición que se escondía tras la guerra, pero de allí nació una promesa que más tarde se haría realidad.

Como para Shankly era pecado obviar la historia del lugar donde se pace, amamantó su espíritu de la magia escondida en cada rincón de la ciudad. Por eso, cuando regresó años más tarde ya se sentía identificado con cada uno de sus objetivos. El primero y principal de todos era el de jugar para la gente. Se trataba de limpiar la conciencia y entregar en cada partido el último suspiro y la última gota de sudor. Como futbolista no alcanzó ni la mitad de los éxitos que obtendría como entrenador, pero siempre sintió la satisfacción de regresar a casa con el trabajo bien hecho, porque en fútbol, querer ganar es mucho más importante que conseguirlo.

Dentro de su particularidad, intentaba ahorrar a sus jugadores el agobio que suponían los momentos de prepartido y entonces era cuando cambia todo el discurso de la semana. De buenas a primeras comenzaba a contar historias de boxeo y cada futbolista abandonaba la tensión sin arrojar al vacío los deseos de victoria. Incluso era capaz de rizar mucho más el rizo en su propósito de encumbrar a sus muchachos por encima de los demás; cada vez que le pintaban la oportunidad, aprovechaba para ridiculizar al Everton por la vía de la palabra hiriente. Así, cada derby se convertía en un intento por callar la boca a Shankly. Craso error. A quien había que silenciar era a Anfield, porque Shankly ya lo había dicho todo.

Cuando Bill llegó a Liverpool se encontró un club que había dejado de creer en el éxito, quince años después dejó un equipo capaz de creer en todo. Para llevar a cabo una tarea tan ardua, Shankly concentró su trabajo en los futbolistas, pues ellos eran el verdadero patrimonio del club. Marcado por una infancia manchada por el polvo de una mina que casi consiguió quebrar su espalda, supo encontrar en sus raíces el mejor motor para motivarse a sí mismo. El éxito sabe mucho mejor cuando se alcanza desde la humildad. Y el que viene de abajo sabe mucho mejor todo lo que cuesta llegar arriba. Eran las ideas que siempre le acompañaron, las mismas que había intentado fraguar en Carlisle cuando se puso por vez primera el mono de entrenador.

Aunque siempre tuvo las ideas claras nunca fue de grandes discursos, prefería sentar cátedra desde la palabra concisa y el verbo directo. Por ello, tras su muerte, hubo tantas frases que recordaron su figura que poco a poco pasó de leyenda local a mito universal. Su legado ya era indestructible. Aunque él no estuviese, permanecía su concepto, su eco, su fútbol. Los años de penuria habían quedado definitivamente olvidados y la afición, repleta de orgullo y entusiasmo, podía repetir, en un mordaz homenaje hacia su memoria, que los peores momentos podían pasar simplemente por quedar segundos.

Como el pensador progresista que siempre fue, Shankly supo sorber como nadie el espíritu guerrero de la ciudad que le acogió como un padre. Consciente de que allí nadie obtuvo una libra sin arrastrar antes todo su esfuerzo, se proclamó instigador de las conciencias y elevó al altar revolucionario el color rojo de la camiseta, toda una reivindicación hacia los ideales que aprendió de pequeño mientras comprobaba como su padre se dejaba las manos y el alma entre los túneles de la mina. Allí ganó su primer pulso contra el destino y en sus palabras alcanzó el lazo afectivo de una ciudad que había esperado impaciente a alguien como él.

Como gran visionario dejó su primera sentencia cumplida el día que el Huddersfield no quiso retener a Dennis Law, su primer gran descubrimiento. Bill Shankly se dirigió a la planta noble del club con el paso tranquilo y el acento pausado y pronosticó: "Algún día, este chico será vendido por cien mil libras". El tiempo volvió a demostrar que a Shankly nunca le faltó la razón.

Y al igual que la razón, nunca le abandonó su pasión enfervorizada por el fútbol. En su idilio perpétuo con el balompié dejó incluso víctimas con la memoria repleta de muescas, sobre todo en su familia, más acostumbrada a tratar con un entrenador o con un aficionado que con un padre, un esposo o un abuelo. El más claro ejemplo de lo que iba a resultar el matrimonio para su sufrida esposa lo hizo constar el mismo día de su boda, cuando agarrado a su mano, obligó a Nessie a asistir a un partido de la segunda división.

Desde que debutó como futbolista profesional en Carlisle hasta que abandonó el banquillo del Liverpool, Shankly dedicó cuatro décadas al fútbol, como si quisiera regalarse a sí mismo el empleo diario que deseó desde niño. Cuando, por fin, quiso dedicarse a su familia, su espíritu se había abandonado por completo a los conceptos deportivos. Tras tantos años entregado a la enseñanza balompédica, le costó dejar de ser entrenador para convertirse en padre y por momentos llegó a temer el haber llegado tarde a la tarea de conseguirlo.

Pero como padre de sus futbolistas su principal misión fue la de acariciar la fibra motivadora. Para ello, les levantaba a primera hora de la mañana y les acompañaba en un paseo por las calles de Liverpool para que fuesen conscientes de la envidia que despertaba su situación privilegiada respecto a los trabajadores matutinos. Desde ahí, cada futbolista conocía su posición social y su misión en la vida: alegrar el día de cada uno de aquellos asalariados. Entre Shankly y los Beatles, Liverpool creció ante el mundo como una nueva ciudad, centro de un nuevo movimiento y de un nuevo concepto de afrontar los retos. Como la ciudad feliz en que se conviritió, el sabio entrenador siempre vivió marcado por el alboroto que significó la F.A. Cup conquistada en 1965 ante el Leeds United, porque en aquella victoria residía la certificación del progreso del equipo.

El error, como signo atenazador de esfuerzos físicos y mentales, era concebido por Shankly como una probabilidad más dentro del riesgo de jugar al fútbol. En su obsesión por desmitificar los temores dejó una nueva máxima en los anales del tiempo: "juega como si nunca pudieses cometer un error, pero no te sorprendas cuando lo hagas". Todos lo tenían claro, había que mirar hacia adelante y mucho más allá de las consecuencias. Ahí radicó su principal legado; en un equipo valiente, en un equipo sin complejos, en un equipo de fútbol en toda su definición.

En ello inicidió en gran medida su papel como motivador. No dejaba pasar la oportunidad a la hora de instigar a sus futbolistas y hacerles ver cual era el verdadero motivo de su profesión. Ningún jugador era un yo particular sino parte de un conjunto en vías de imbatibilidad, y si no entendían el concepto por las buenas, ya se encargaba él de inculcarlo al calor de una buena bronca. El pobre Tom Smith pudo comprobar la furia de su entrenador el día que pretendía saltar al campo con un vendaje sobre su rodilla maltrecha. "¡Quítate ese vendaje!", le recriminó. "¡Esa no es tu rodilla! ¡Es la rodilla del Liverpool!". Ese era Bill Shankly y esa era su filosofía. Una filosofía sencilla, candente y apasionada. Los que comulgaron con él agradecieron su paso por la ciudad colocando una estatua a las puertas de Anfield y grabando una leyenda que se convirtió en credo de la verdadera misión cumplida del entrenador. "Bill Shankly. 1913-1981. Hizo feliz a la gente" ¿Se puede decir algo mejor?

En el ejemplo de su verbo claro y conciso, vivió el consejo más claro que siempre dió a cada uno de sus futbolistas: "Pásale la pelota a la camiseta roja que tengas más cerca". Poco más se podría añadir. Si te equivocas, ya sabes que es cosa tuya. Si no vales, mejor te dedicas a otra cosa.

Que Shankly valía para el fútbol quedó patente el día que se vistió por primera vez de futbolista enfundado en la camiseta del Cronberry Eglinton, algo que se reafirmaba cada vez que afrontaba el instante previo a un partido de fútbol y obligaba a sus jugadores a recitar la frase que había grabada en el túnel de acceso al césped; "This is Anfield". Porque ningún futbolista debía olvidar nunca para quien jugaba, porque ningún adversario debía obviar nunca contra quién iba a jugar, porque en Anfield residía el verdadero espíritu del Liverpool. Un espíritu libre, convencido, tenaz, incansable. Un espíritu feliz.

Para cosechar el éxito, Shankly siempre se apartó del egocentrismo ya que lo consideraba un enemigo mortal a la hora de aplicar correctamente cada una de sus funciones. Por ello, ofreció toda su confianza al equipo técnico del club y entre todos ayudaron a empujar al equipo hacia arriba. Convencía y al mismo tiempo se dejaba convencer. Siempre el trabajo en equipo como auténtico motor hacia el éxito. Y como los jugadores no encontraban motivos de desunión en la infraestructura superior, se tornaban rápidamente en manejables para sus ejercicios de motivación. Ni la muerte podría suponer un obstáculo a la hora de sentirse embriagado por un reto. Lo dejó bien claro tras una de sus mejores victorias: "Ninguna enfermedad me hubiese mantenido alejado de este partido. Si hubiese estado muerto, hubiese hecho sacar la caja, ponerla en la grada y hacer un agujero en la tapa".

Aquel Liverpool acuñó un concepto que se convirtió en seña de identidad y denominación de origen en sus viajes por el mundo; "Passing Game". Se trataba de elevar a la máxima potencia la asociación entre futbolistas como el concepto más válido del fútbol. Los jugadores escuchaban las premisas, levantaban las rodillas del suelo y saltaban al campo para pasarse el balón unos a otros y circular en masa hacia la portería rival.

Shankly disputó su último partido como futbolista en Preston una templada tarde de 1947. Desde entonces, convivió con el entrenador que llevaba dentro y con el jugador que siempre quiso llegar a ser. Y como siempre deseó tener un entrenador que le enseñase a sentirse futbolista, no tardó mucho en volcarse en su tarea como educador, como motivador y como exponente de una nueva escuela de técnicos. En su innovación no dudó en aportar correcciones a cada uno de sus muchachos, les obligaba a comer juntos, incluso a viajar juntos al estadio en el mismo autobús, porque para ser un equipo había que sentirse como un equipo.

Antes de convertirse en el mesías de la ciudad, fue consciente de su regocijo al cerciorarse de que lo allí había encontrado no era un equipo de fútbol sino una familia. A base de entregarle tanto tiempo a sus muchachos sintió en su espalda el recelo de su verdadera familia, siempre solicitando un puñado de minutos más en cada momento de presencia. Pero nunca nadie dejó jamás de quererle porque él era padre, marido, entrenador y símbolo inmortal. Desde el día que abroncó a un policía por apartar del campo una bufanda con los colores del equipo, enamoró al Kop e inició con la mítica grada de Anfield una relación de compromiso mutuo que solo la muerte pudo separar.

Fue la misma relación de amor que inició con la pelota desde el primer momento en que la tuvo entre sus brazos. El fútbol de Shankly pasaba por la pelota y era la pelota la que debía buscar el gol. "La pelota nunca se cansa". Podían correr detrás de los rivales o hacer que los rivales corrieran detrás de ellos ¿Qué eligieron? En la historia está la respuesta.

Bill Shankly entrenó al Liverpool un total de 753 partidos a lo largo de quince temporadas. Tras su marcha, en 1974, quedó la sombra de un personaje popular y populista, un hombre que se acercó al pueblo y dejó que el pueblo se acercase a él, un tipo que asumió su condición de ídolo sin caer en la arrogancia de la fama, un amigo que cada tarde se sentaba a responder cada una de las cartas que recibía en su casa de Melwood. Tras su muerte, en 1981, quedó el recuerdo de un ser inmortal que aprendió a valorar la vida en el umbral de una mina, se fué el personaje que creció en Glenbuck y nació el mito que siempre estará ligado a un rincón aislado de Liverpool llamado Anfield Road.

lunes, 21 de mayo de 2007

Tuvieron lo que merecieron

De tanto marear la perdiz nos olvidamos de dilucidar si el Atlético debía ser víctima o verdugo. Toda la semana hilando debates y reabriendo viejas rencillas para acabar con una humillación que no gusta a nadie porque los que querían la victoria se ven dañados en su sensibilidad y los que querían la derrota se ven abocados a la vergüenza que supone ser aficionado a un equipo sin nervio, sin orgullo y sin carácter.

No obtuvo el Atlético sino lo que se mereció. Durante la semana se fraguó un runrún que invalidó cualquier intención de derrota. Parecía que ganar al Barça era un pecado, parecía que la derrota se había convertido en obligación y en esperanza, pero lo que nadie quiso esperar es la paliza a la que el equipo fue sometido. De aquellos deseos llegaron estos goles y hoy, los que queremos buscar una explicación a cada uno de nuestros deseos, no encontramos sino nuestro propio arrepentimiento porque un lunes más volvemos a ser carne de cañón en el recochineo matutino.

Aquel jugador de dibujos animados

Lo dijo Valdano aquel día en el que se sintió devorado por su talento desde el banquillo local de Tenerife: "Romario es un jugador de dibujos animados". Lo reafirmamos todos y cada uno de nosotros cada vez que comprobábamos como el pequeño delantero brasileño iba depositando goles, magia y celebraciones austeras bajo el toldo dictador del tiempo.

Siempre fue un jugador distinto y por eso lo alabábamos tanto. Por eso alucinábamos con cada uno de sus intentos. Utilizaba con igual proporción de éxito la habilidad y el descaro. La habilidad se la daba su cuerpo fabricado para el éxito; con un tren inferior dibujado para aguantar cualquier intento de frenada, Romario encaraba, amagaba y pasaba de cero a cien en un segundo. Cuando querían agarrarle ya le encontraban celebrando el gol.

El descaro se lo daba su condición de superioridad. Consciente de que sus iniciativas eran regate seguro, aceleraba hacia el marco rival rompiendo cinturas y escuchando el sofoco de los defensas que esperaban, indelebles, una segunda oportunidad para redimir sus pecados. Siempre había segundas oportunidades pero casi nunca había venganzas consumadas porque Romario vivía un segundo por delante de los demás y cuando querían volver a alcanzarlo volvían a encontrarle celebrando el gol.

Y marcó tantos goles que entre todos le elevamos a la categoría de mito. Si no lo había conseguido era porque le faltaban grandes marcas y le faltaba un detalle que lo igualase al rey de tez tostada que inauguró con la camiseta del Santos la moda de salir a hombros del campo. Faltaba el gol número mil.

El día que se lo propuso muchos le tomaron por loco. Los que creíamos en él sabíamos que la proeza no era sino cuestión de tiempo porque a los que viven acostumbrados al gol, la tarea de ejecutar les resulta tan fácil como la de desenvolver un caramelo. El tiempo pasó y el gol número mil llegó. Los que sólo creen en números dirán que ahora Romario sí que es un grande. Los que creemos en fútbol hace tiempo le pusimos en el altar de los mejores futbolistas de la historia, porque en realidad no se trata solamente de marcar un gol, se trata de disfrutar un partido con una sonrisa dibujada en el rostro. Romario es de los pocos que lo ha conseguido y yo soy de los que entiendo y comparto la frase de Valdano.

viernes, 11 de mayo de 2007

Se puede ser muy grande siendo muy pequeño

Cuando apelamos a una remontada solemos caer en la fanfarronería y en el discurso fácil, muchas veces ni nosotros somos capaces de creer en nuestra propia palabra, pero como la vida sale adelante a golpes de ilusión, nos excitan tanto los retos que a menudo somos capaces de saltarnos el presente en nuestro deseo por alcanzar el futuro.

Todo eso es lo que le ocurrió ayer a toda la ciudad de Getafe. Entregada a su equipo de fútbol, fue capaz de alimentar un reto y desafiar a la lógica del talento desgarrando el aire con sus gargantas y asomando hacia el cielo el fleco de sus bufandas. Pero el equipo de fútbol fue más allá de las expectativas, desde el principio y en sus intenciones fue mucho más sensato que la multitud, pero también mucho más mordaz. "No hemos venido aquí a hacer milagros", parecieron decir. "Hemos venido a jugar al fútbol".


Salió el Getafe desde el inicio con cuatro centrocampistas. "Un insensato este Schuster", dirían algunos. "¿Cómo quiere remontar así?". Muy fácil. Se trataba de ejecutar un plan primordial para cumplir con éxito la misión de ganar al Barça: quitarle el balón. A raíz de ahí, si se hacían bien las cosas, podría ocurrir cualquier cosa, si llegaba un gol se iría a por el segundo y así sucesivamente.


No tardó mucho la grada en concienciarse con el milagro; no se había disputado un minuto del partido y Güiza ya encaraba a Jorquera con la mirada puesta en el arco, pero como la noche aún deparaba más emoción que goles, no quiso el delantero del Getafe poner de acuerdo a su cerebro con sus pies y la ocasión se quedó en un intento de regate.

El Barça, con sus mejores hombres en el campo, intentaba meterse en la película con algún intento de manoseo, pero cada una de sus intenciones no eran más que fuegos de artificio. Estaba claro que el papel protagonista en la obra de ayer estaba destinado a los hombres vestidos de azul.

Desde el centro, Celestini, Vivar y Casquero, maniataban a Xavi e Iniesta y fabricaban un fútbol sencillo pero preciso. Con sus dos conductores fuera de circulación, el Barça estaba sin corriente porque Edmilson, el tercer centrocampista, se encargaba de maniatarse a sí mismo. Por arriba, Güiza y Maris, intentaban desquebrajar la defensa azulgrana con constantes movimientos sin balón; el jerezano se desmarcaba desde fuera hacia adentro y construía un carril de aceleración para los laterales, y el letón lo hacía desde dentro hacia afuera suponiendo un soplido de alivio para la línea de creación. De esta manera, a los cinco minutos llegó la segunda ocasión para los azules cuando Güiza remataba alto un buen servicio de Maris desde la derecha.

Quien quiso creer que el Getafe jugaría sin bandas estaba muy equivocado. Como ni Vivar ni Cotelo son exteriores al uso, cada caída a posiciones centradas eran aprovechadas por Contra y Paredes para obligar al Barça a dar un pasito más atrás. Así, a la media hora, los azulgranas se encontraban totalmente acorralados y a merced de un equipo que cumplía las normas básicas de la épica: ilusión, empeño y fútbol.

Casquero primero y Paredes después avisaron de lo que vendría a continuación. Con el público entregado al esfuerzo de su equipo y el equipo entregado en su tarea de agradar, un remate mordido de Casquero lanzó el primer grito enfervorizado hacia el cielo de Madrid y puso al Getafe rumbo a un sueño. No tuvo que esperar mucho más la grada para volver a restregarse los ojos en símbolo de incredulidad; una serie de desaciertos dejaban a Güiza mano a mano con la gloria y el delantero expió todas sus culpas batiendo a Jorquera con la tranquilidad de los que saben como se hace su trabajo. Dos a cero y los ecos del deseo sobrevolando la noche getafense. El equipo de Schuster llegaba con la tarea cumplida al descanso y en los ojos de cada jugador azulgrana se notaba la incredulidad del cuento que les estaban redactando "¿De verdad estamos jugando un partido?".

Tras el bocata del descanso y la correspondiente charla de vestuario, salió Eto'o con los puños apretados y la voz alzada. Fue el único conato de arresto que mostró el Barça en todo el partido. Pocos minutos después de la reanudación se comprobó que no era más que demagogia y palabras de saco roto, el Barça no viajó ayer a Getafe para jugar al fútbol.

El fútbol era azul. Casquero y Vivar, omnipresentes, volvieron a emerger para desenmascarar las miserias de un equipo cada vez más agotado. Tras una buena internada de Cotelo por la derecha, Jorquera rechazó un remate a bocajarro de Güiza. No se iban a quedar aquí los intentos del delantero por escribir su pedacito de historia personal, minutos después, el portero catalán volvía a enfundarse su traje de salvador in extremis y dejaba al jerezano con su molde de ejecutor de sentencias en el mano a mano.

A aquellas alturas del partido todo el mundo sabía que la balanza estaba tan inclinada hacia el lado del milagro que solamente era cuestión de tiempo lanzarle al viento la proclama de la remontada. El público comenzó a afinar sus gargantas y Rijkaard, en una decisión difícil de entender, llenó el campo de delanteros. Parecía como si el técnico holandés supiera de antemano que el tercer gol no tardaría mucho en caer y que el Barça debía estar preparado para el desastre con toda su artillería.

Y el tercero llegó a balón parado. El Getafe ejecutó a perfección una de sus jugadas mejor ensayadas y Vivar Dorado se abrazó con la leyenda cabeceando a la red, libre de oposición, el caramelo ofrecido por Cosmin Contra. Quedaban veinte minutos para el final y el trabajo ya estaba hecho.

Los que pronosticaron que con el tercer gol llegaría el repliegue local y el acoso visitante volvieron a caer al pozo de los equivocados. Con un Barça herido y un Getafe crecido, Güiza volvió a quedarse solo ante Jorquera para firmar la sentencia de muerte. No falló esta vez el jerezano y mientras recorría el campo en una loca celebración plagada de lágrimas y euforia, el mundo entero volvió sus ojos hacia el sur de Madrid proclamando al viento los ecos de una leyenda.

Poco más dio el partido. El Getafe se creció en un rondo vitoreado por los olés del público y el Barça agachó la cabeza consciente del ridículo histórico al que estaba siendo sometido. Mucho se escribirá sobre el partido y la remontada que colocó a un equipo en la cima de la admiración perpétua, en Barcelona se hablará de vergüenza y falta de compromiso y en Getafe, los años marcarán el partido como el día en el que su equipo acarició los bordes del cielo. Aún parece un sueño. Hace cinco años recorrían España en busca de relanzar su prestigo en la segunda divisón B y ahora alcanzan la final de Copa y aseguran su participación en Europa por primera vez en sus historia.

El pitido final del árbitro puso de manifiesto que la fe sí mueve montañas, que el fútbol seguirá siendo grande mientras haya gente empeñada en reescribir la historia y que se puede llegar a ser muy grande aunque se sea muy pequeño.

jueves, 10 de mayo de 2007

Triunfar sin haber ganado nada (todavía)


¿El reconocimiento lo otorga el éxito o el empeño por conseguirlo? Para los resultadistas, embaucados por el destello del logro final pero ajenos totalmente a la esencia del intento, la verdad de toda conquista reside en aquella frase que circula de boca en boca y que se olvida completamente de las dificultades de la guerra; "la historia la escriben los vencedores".

Para mí, más acostumbrado a dejarme conquistar con fútbol que con celebraciones, el éxito reside en venir desde abajo y plantearle al mundo que se puede jugar bien al fútbol y luchar por todo sin necesidad de llamarse Real Madrid o Fútbol Club Barcelona. Por ello, y a pesar de que aún está a tiempo de perder la última batalla en cada uno de sus frentes, considero al Sevilla como el gran triunfador de la una temporada que poco a poco se va cerrando y nos va dejando su lista de ilustres campeones.

Para los equipos de medio presupuesto y carentes de urgencias históricas, los principios de temporada suelen servir para sembrar sus objetivos y los meses de junio sirven para calibrar la recompensa del esfuerzo. Nadie en Sevilla pudo imaginar, cuando el verano pasado se apresuraba a anunciarnos sorpresas, promesas y otras fábulas, que el equipo iba a jugar todos los partidos posibles esta temporada.

Para los grandes, acostumbrados a vivir en la opulencia que genera la magia de sus estrellas, el Sevilla ha supuesto un molesto grano en mitad de su frente que les ha impedido lucir ante el mundo su cartel de favorito sin intromisiones. Para los más humildes, el Sevilla se ha convertido en un ejemplo a seguir, en el resultado perfecto de una ecuación que comenzó a resolverse en las calderas de la segunda división.

En mitad de la tempestad decidieron apostar por la calma. Cuando las heridas amenazaban a tomar el color de la gangrena, lamieron sus costras con los recursos de su cantera. Cuando la necesidad dio tres golpes en su puerta se vieron obligados a vender a sus mejores jugadores. Y cuando las apuestas comenzaron a situarles en el lugar reservado a los perdedores, resurgieron de sus cenizas invirtiendo su trabajo en el lugar más seguro: el criterio.

El Sevilla de hoy es el resultado de un proyecto macerado y de una conducción prudente y constante. Juande sabe qué pueden dar sus jugadores y los jugadores saben lo que quiere Juande. Todos saben lo que quiere media ciudad y la media ciudad ya tiene calmada su sed porque saben que en muchas peores se han visto. Su equipo jugará dos finales y peleará la liga hasta el final con Barcelona y Real Madrid ¿Se debe pedir más?

miércoles, 9 de mayo de 2007

El Madrid de las mil preguntas

¿Por qué el Madrid perdió los pies para recurrir la tarjeta de Beckham ante el Athletic y no hace lo mismo por la tarjeta vista ante el Sevilla si son igual de estúpidas e incoherentes? ¿Acaso ya saben que el Espanyol vendrá a perder al Bernabéu?
Si es así ¿Por qué es tan normal que el Espanyol no vaya a competir en el Bernabéu y la gente se echa las manos a la cabeza ante una posible derrota intencionada del Atleti en su partido contra el Barça?

Volviendo a Beckham ¿Por qué hace cinco meses comía pipas en la grada y ahora es imprescindible? ¿Acaso no había visto nunca Capello jugar a este chico?

Y hablando de Capello ¿Alguien cree que Capello ha tenido algo que ver en la resurrección del equipo? ¿Por qué Ramón Calderón se cuelga todas las medallas si todos sabemos que estuvo negociando hasta con el Papa buscándole un sustituto al italiano? Y sobre todo ¿Por qué no fue Guti titular en Munich? ¿Se le perdonan ahora a Capello todos los pecados?

Con respecto a Guti ¿Mejoró el Madrid ante el Sevilla porque salió Guti o porque quitaron a Raúl? ¿Volverá el Bernabéu a pitar a Guti cuando haga un partido regular?

¿Por qué los que pusimos a parir al Madrid cuando lo hacía mal callamos ahora que lo está haciendo bien? y ¿Por qué los que lo defendieron ahora sacan pecho como si hubiesen descubierto la fórmula de la Cocacola y en ellos estuviese la verdad absoluta de fútbol?

Y la pregunta del millón ¿Ganará el Madrid la liga?

El universo que envuelve a este equipo y la mediatización a la que está sometido son tan grandes, que a cada paso que da se le vierten un reguero de preguntas. La verdad la tienen el tiempo y el trabajo bien hechos y la respuesta a cada una de ellas está en cada uno de vosotros. Espero que me hagais partícipe de ellas.

martes, 8 de mayo de 2007

Un estadio, una copa y un equipo fabricados para la victoria


Sucedió una fría noche de julio de 1930. Era una noche fría porque los meses en los que aquí se asienta el sofocante calor del verano, en sudamérica se convierten en un crudo invierno deseoso de cortar las manos en una gélida ráfaga de aire. Uruguay y Argentina saltaron al campo con los dientes apretados y sin mirarse a los ojos. Sin palabras, ya estaba todo dicho.

Aquel partido significaba una revancha y una reivindicación. La revancha era para Argentina, quien se había visto agraviada por el poder uruguayo dos años antes, cuando habían arrojado todas sus gotas de sudor para subir al podio de los perdedores en la final de los juegos olímpicos celebrados en Amsterdam. La reivindicación era para Uruguay, quien seguía apostando a ganador en cada uno de sus duelos contra el resto del mundo.

Uruguay jugaba en casa porque así lo habían querido Jules Rimet y la divina providencia. El público, enfervorizado, abarrotaba cada rincón del estadio Centenario (construído expresamente para el evento) y con el pitido inicial de belga Langenus se olvidaron de un plumazo todos los intentos de boicot que estuvieron a punto de mandar al garete el primer campeonato mundial de selecciones.

Nadie discutía a Uruguay su supremacía a nivel mundial. En sus filas contaba con el capitán Nasazzi, un defensa que sabía conjugar los verbos luchar y jugar a la hora de disputar cada balón; el gran Leandro Andrade, un atleta que respetaba a la perfección las leyes de la armonía cada vez que ejecutaba un regate; Álvaro Gestido, el gigante del medio campo que devoraba cada balón; el zurdo Cea, un virtuoso de la pelota que dibujaba el peligro en cada una de sus aproximaciones; y Héctor Castro, manco de su mano izquierda y apodado el divino por su particular forma de meter cada balón y hacer disfrutar a cada uno de sus seguidores.

Por ello, nadie discutía la supremacía de Uruguay a nivel mundial... salvo Argentina. Por ello, y a pesar del gol del extremo Dorado en los primeros minutos del partidos y cuando más rugían las gradas del Centenario, a Argentina le dio por golpear dos veces en el rostro de su rival y se vistió de ilusión con una remontada que señalaba el camino del vestuario. Por un momento se olvidaron de la noche anterior, cuando una manada de piedras había estallado contra las ventanas de su hotel con la intención de lograr lo obvio; que no pudiesen pegar ojo. Varallo, Stabile y Ferreira, habían respondido a cada uno de los aplausos con lo único que sabían hacer: jugar al fútbol. Por ello, formaban parte de la mejor delantera del mundo.

Pero el segundo tiempo confirmó un desastre que nadie había pronosticado. Uruguay se conjuró para ganar y barrió del campo a una Argentina que con el paso de los años sigue relamiéndose las heridas. Porque el motor del equipo, Luis Monti, estuvo de paso en el encuentro, prestando su nombre y su cartel a la alineación argentina, pero aislándose de la pelota cada vez que el cuero circulaba por el centro del campo.

Porque Argentina respiraba con los goles de Varallo, Stabile y Ferreira, pero latía al ritmo que el enorme corazón de Luis Monti quería disponer. Pero Monti no estaba en el partido ¿Qué le pasaba a Monti? Asustado, agazapado y muerto de miedo ante las amenazas de muerte que había sufrido antes y durante el transcurso del partido, prefirió borrarse del mismo antes que ver como él o alguien de su familia sufría un daño inesperado. Con el transcurso del tiempo, Monti y el mundo supieron que era el mismo Mussolini quien se escondía detrás cada una de las amenazas, ansioso por nacionalizar a aquel fenómeno argentino y hacerle partícipe de una futura e invencible selección italiana.

Uruguay no despreció el caramelo y ante la ausencia del cerebro crecieron las figuras de Andrade y Gestido para zambullir a los argentinos en un baño de fútbol, sed de victoria y orgullo patrio. Minutos después, Varallo sintió crujir su rodilla y Argentina se entregó a una muerte lenta y dura. Cea, Iriarte y Castro certificaron, con tres golazos, el poder irrefutable de Uruguay y concedieron a Nasazzi el honor de ser el primer capitán en levantar la copa de la victoria alada. Un país que se puso en pié, una fiesta de nacional que entrelazó millones de sonrisas y un primer título mundial que colmaba los deseos de cada uno de sus habitantes.

lunes, 7 de mayo de 2007

El gol que consagró a un equipo y redimió a un club


Solo le faltaba aquel gol al Barça para convertirse en el mejor equipo de Europa. En realidad no hacía falta gol alguno para dejar constancia de su superioridad por encima del resto, el Barça jugaba distinto del mundo y el mundo le alababa. El tres cuatro tres, los laterales ofensivos, los interiores audaces, los extremos incisivos, los centrocampistas jugones. Eso era el Barça de Cruyff, un equipo ofensivo, audaz, incisivo y pregonero mundial del fútbol que todos soñamos desde pequeños. Por eso lo habían bautizado como el Dream Team.

Cuando Eusebio cayó al borde del área todos sabían que aquel lanzamiento era para Koeman y Koeman sabía que aquel regalo era su mejor pasaporte hacia la leyenda. No había sido falta, lo había notado en la mirada de Eusebio y en la manera de huir del barullo cuando los jugadores de la Sampdoria empezaron a comerse al árbitro. Pero ya no importaba nada de eso.

Koeman puso el balón sobre el césped, guiñó un ojo cómplice a Bakero y a Stoichkov y entre los tres planearon un lanzamiento imparable. Cuando el misil estalló en la red italiana medio Londres tembló contagiado por el estruendo de las gradas de Wembley. Todo el mundo olvidó el gran partido de la Sampdoria. Cruyff salió del banquillo con un gesto incrédulo y la ciudad de Barcelona dio carpetazo a todas sus pesadillas. Ya no había postes en Berna ni Duckadams en Sevilla. Había un equipo que reinaba, un ejemplo que insuflaba aire fresco y un club que exorcizaba, con un chut, todos sus demonios





viernes, 4 de mayo de 2007

La contundencia del terremoto, la furia del huracán, la prestación de un amigo


Como el terremoto que lo destruye todo, como una fuerza de la naturaleza que sube desde los pies y anuncia una catástrofe, como si el delantero rival sintiese en sus carnes el estertor de la guadaña, como si los defensas perdiesen su posición por temor a ser derribados por la fuerza de su carácter.

Como el huracán que arrasa allá por donde va, como una tempestad desatada para liberar de un soplo todas las promesas prisioneras, como si los contrarios sintiesen en su nuca el aliento de la destrucción, como si el balón viajase hacia sus pies por la inercia de su propia ambición.

Como el amigo fiel que presta su ayuda desinteresadamente, como la mano compañera que te empuja hacia el objetivo sin obligación de mirar atrás, como la ayuda necesaria que encuentra todo futbolista cuando siente el apuro de un balón que le quema en los pies, como la providencia que viaja montada en tu grupa cuando la última gota de aliento parece abandonarte.

Así es Daniel Alves. Un martillo pilón que machaca su banda de arriba a abajo, un coloso sin traje de superhéroe que cada partido se autoproclama como dueño de sus designios, un cazador que conoce de memoria su coto y va dejando víctimas heridas bajo el humo de su cañón, un alivio para sus compañeros, un as en la manga de su entrenador y un grito de delirio en cada rincón del Sánchez Pizjuán.

jueves, 3 de mayo de 2007

Cuestión de grandeza


Para los grandes retos no sirve cualquier amago. Para afrontar la gloria, para tocar con los dedos la fantasía de los sueños que nos invadieron de pequeño hay que tener una condición superior, una motivación extra y una manera de hacer las cosas distintas del resto de la gente.

A veces, cuando la rutina nos incomoda y creemos que no nos quedan más vajillas por romper, procedemos a dar un salto de categoría. Suele pasar cuando los sueños se cumplen y pasan de largo, cuando los retos más sencillos se convierten en costumbre y cuando son las altas pretensiones las que estimulan el hilo de nuestros convencimientos.

Al Milan de hoy le ocurre lo mismo que al Real Madrid de hace unos años. Hasta que los delirios de grandeza de Florentino hundieron en la miseria y el desconocimiento a un equipo acostumbrado a ganarlo todo, al Madrid, igual que al Milan, solo le motivaba la Copa de Europa, porque cada uno de sus jugadores, con más gloria que sueños en su espalda, sabía que la grandeza, el reconocimiento, los galardones y las renovaciones millonarias, derivan de las grandes empresas.

Por ello, era habitual ver a aquel Madrid perder cero a dos con el Alavés un sábado y aplaudirlo tres días más tarde después de conquistar Old Trafford o el Olímpico de Munich. Por ello, es habitual ver a un Milan desmotivado en una lucha desigual por el scudetto y, sin embargo, verlo días después apabullar a todo un líder de la liga inglesa. Jugará su octava final en dieciocho años. A grandes retos, grandes motivaciones. A grandes motivaciones, grandes partidos.