miércoles, 26 de enero de 2011

Sobreviviendo a la adversidad

United Road, Railway Road y Sir Matt Busby Way son las tres calles que abrazan la vieja estructura de Old Trafford, el estadio del Manchester United. La primera de ellas hace referencia al club, la segunda hace honor a la estación de ferrocarril situada junto al fondo sur y la tercera significa un respetuoso homenaje hacia el hombre que cambió la historia del equipo.

Matt Busby fue el entrenador que más años estuvo al frente del Manchester United (solamente Ferguson le supera en cuanto a número de partidos), el mentor de la Santísima Trinidad (Charlton, Best, Law) que ganó la primera Copa de Europa del fútbol inglés y uno de los pocos hombres que sobrevivieron al accidente aereo de Munich que, en el invierno de 1958, le costó la vida a veintitrés personas, ocho de ellos futbolistas del club.

En la misma avenida desde la que se puede contemplar la fachada principal del estadio, se erige la figura inmortal de Busby en forma de estatua de bronce. La imagen representa a un hombre feliz, bien vestido y con un balón en la mano. El mismo balón que le salvó de la pobreza cuando era apenas un juvenil que llevaba muchas horas de carga a sus espaldas trabajando bajo la mina junto a su padre. Gracias a su habilidad con la pelota, el Manchester City le alejó de aquella vida de infortunio para ofrecerle un contrato profesional, pero fue el otro equipo de la ciudad de Manchester, el United, el que le daría forma a su leyenda de hombre triunfal. Busby sobrevivió a la gran guerra contra Alemania y abandonó el fútbol como jugador para ponerse el traje de entrenador. Firmó por el Manchester United en 1945 solicitando, como conditio sine qua non, un contrato de cinco años para disponer del tiempo suficiente para formar un equipo competitivo y no verse absorbido por las urgencias. Y no fueron cinco, sino veinticinco, los años que dirigió al equipo sentado en un banquillo que abandonó en primera instancia en 1969 pero que tuvo que retomar un año más tarde para intentar salvar al equipo de un desastre que finalmente terminó por concretarse en 1974 con el descenso del equipo a manos del City (equipo en el que él había jugado) con un gol Denis Law (una leyenda del club). Pero entonces el ya no entrenaba a aquel equipo descompuesto tras la retirada de Charlton y la autodestrucción de Best.

A pesar de que Busby no dejó al equipo en la mejor situación posible y este, tras el descenso, tuvo que volver a reinventarse para regresar a la élite mundial, no son pocos los que afirman que sin no hubiese existido Busby, el Manchester pulularía en las divisiones inferiores del fútbol inglés. Él dotó al equipo de una identidad, echó mano de los chicos de la cantera para crear un conjunto de fieles jugadores y, de la mano de chicos como Byrne, Colman, Jones, Edwards, Whelan, Taylor, Pegg y Bent, bautizados por el pueblo como "Busby babes", el Manchester ganó títulos en su país y se codeó con los grandes de Europa. Un equipo que, roto por la desgracia acaecida en Munich, hubo de recomponerse para regresar a la élite solamente un lustro después cuando, en 1963, se proclamaran campeones de la FA Cup. Después llegaron la liga de 1967 y la Copa de Europa de 1968 para terminar por mitificar a un tipo que había llegado a la sede del club bajo la mirada recelosa de quien le examinaba como ex jugador de los grandes enemigos, Manchester City y Liverpool, y que ya no tendría otra salida que no fuese la de marcharse colmado de gloria y honores.

Después de llevar, por vez primera a suelo inglés, la Copa de Europa, Busby fue nombrado caballero de la orden del imperio británico por su majestad la reina Isabel. Eran días de gloria para un tipo que no sabría haber sobrevivido en la élite sin la inestimable ayuda de su compañero de fatigas, Jimmy Murphy. Murphy, que ejerció de alter ego de Busby durante los veinticinco años que duró su aventura en Old Trafford, era la mente lúcida que sondeaba los campos de barro de las categorías inferiores para descubrir talentos y presentárselos a Busby como los nuevos mesías del equipo. Era tal el control que Busby ejercía sobre la cantera del equipo que no dudaba en enviar a sus emisarios y ayudantes a cualquier rincón de las islas británicas. En una de aquellas excursiones, uno de sus lugartenientes, Bob Bishop, llegó a Belfast para fascinarse con un muchacho y enviar un telegrama urgente a la sede del club: "A la atención de Matt Busby. He encontrado un genio". Aquel genio se llamaba George Best, Busby viajó personalmente a Irlanda, cogió al joven del brazo y le hizo debutar en la liga inglesa. Pocos meses más tarde ya era el mejor jugador del mundo.

Murphy murió un frío día de noviembre de 1989 y Busby lo hizo apenas cuatro años después. Ambos se marcharon en invierno, la misma estación que les vio nacer de nuevo cuando un avión procedente de Belgrado se había estrellado en Munich para advertirles que el destino puede ser tan impredecible como un partido de fútbol.

Aquel día de enero de 1994, Old Trafford guardó el más respetuoso de sus silencios en honor de su entrenador más querido. Igual que ocurrió el día en el que Busby les habló desde el hospital de Munich para calmar sus miedos; "Damas y caballeros, les hablo desde una cama en el hospital de Munich. Después del accidente sufrido hace aproximadamente un mes, les gustará saber que los jugadores que quedan y yo mismo nos estamos recuperando poco a poco". Aquellas palabras, dichas desde el dolor y la esperanza, nacieron desde la ignorancia de conocer que su más deslumbrante descubrimiento, Duncan Edwards, había muerto unos días antes. Igual que Edwards, Busby había sido un mediocentro de zancada ágil y amplio recorrido, igual que Edwards, Busby veía el fútbol como un tablero de juego donde el balón se desplazaba hacia la ficha mejor situada, igual que Edwards, Busby dejó el mundo para sobrevolar cada fin de semana sobre el cielo del teatro de los sueños.

Así rebautizó al estadio Bobby Charlton y así lo hubiese querido llamar sir Matt Busby. El entrenador que resucitó al Manchester en dos ocasiones para llevarlo a la cima, el primer gran mánager del fútbol inglés, el tipo al que muchos recordaron como un buen centrocampista y que pasó a la historia como un gran entrenador.

jueves, 13 de enero de 2011

El grupo salvaje

En las taquillas del vestuario había pistolas, machetes, navajas y hasta escopetas recortadas. Había que buscar muy al fondo para encontrar un par de botas, una espinillera o un frasco de lilimento. A menudo, Tommasso Maestrelli, el entrenador de aquella Lazio de los años setenta, llamaba a un aparte a Chinaglia y otras veces lo hacía con Martini. Nunca juntos, ni mucho menos revueltos. A ambos les decía lo que querían oir; "tú eres el mejor, chico", "tú eres el auténtico alma de este equipo", y ambos regresaban contentos y satisfechos al campo de entrenamiento, con la cabeza alta, con el ego hinchado. Chinaglia era el goleador y en la temporada que terminaron campeones se convirtió en cappocanioneri. Hoy vive en Estados Unidos y una orden de arresto pesa sobre sus espaldas. Martini se dedicaba a otras cosas, tenía más cabeza y sabía manejar mejor sus arrebatos. Hoy vive en Italia y se dedica activamente a la política.

De aquel equipo campeón del 74, Enric González escribió que "ha sido la única banda armada que ha ganado un scudetto". La definición no podría ser menos acertada. A menudo, después de los partidos, podía ser habitual ver a Giorgio Chinaglia sacando brillo a su querida Mágnum del cuarenta y cuatro. Junto a él, los siempre fieles compañeros de su clan, prestos a reir cada una de sus ocurrencias. Aquel equipo, dividido en dos, se convertía en una piña cada vez que saltaban al terreno de juego; aquel año, solamente perdieron cinco partidos y ganaron casi todo lo demás con un fútbol agresivo, vistoso y atrevido.

Uno de los clanes era el dirigido por Chinaglia y el otro estaba encabezado por Martini. Cada vez que el árbitro señalaba el final de los partidos regresaban a la enemistad, a las normas mafiosas y a las exigencias. Si no se cumplían, era fácil verse con una botella rota junto al cuello y una amenaza de muerte sobre la conciencia. Por ello, cada entrenamiento del equipo se convertía en una batalla campal donde se ponía en juego el orgullo. Podían estar jugando durante horas siempre y cuando ninguno de los dos equipos dijera "hasta aquí hemos llegado", algo que no ocurría casi nunca. Bajo la sombra de sus capos, dos tipos, el portero Pulici y el defensa Wilson, crecieron en aquel vestuario como cabezas pensantes y tipos de provecho. Ambos cursaron la carrera de derecho cuando dejaron el fútbol y ambos ejercieron la abogacía hasta que algún escándalo les colocó un tachón en sus respectivos expedientes.

Aparte de los dos líderes y los dos universitarios, el grupo tenía a su particular pareja de bromistas. Ellos eran Re Cecconi y Ghedin, auténticos motores del grupo tanto fuera como dentro del terreno de juego, especialmente Re Cecconi, dotado de un especial talento para jugar al fútbol y que, desde el centro del campo, era el auténtico fabricante de sueños de un equipo que, tras los partidos, gustaban de celebrar las victorias probando la calibración de sus armas de fuego. No en vano, gustaban de practicar el tiro al blanco contra farolas o cristales desde las ventanas de sus habitaciones de hotel.

No hubo día para mayor festejo que aquel doce de mayo de 1974. Con el sol presidiendo el cielo de Roma, la Lazio le ganó por un gol a cero al Foggia y se proclamó campeón de la liga italiana por primera vez en su historia. El tanto, anotado por Chinaglia, le dio al delantero su mayor gloria y una fama inusitada que aprovechó para hacer caja y marcharse al Cosmos de Nueva York donde cruzaría sus egos con leyendas del fútbol como Pelé o Beckenbauer.

La marcha de Chinaglia, conocido como Long John por sus compañeros, dejó huérfano a un vestuario que, poco a poco, se fue descomponiendo hasta convertirse en una batalla de egos que terminó por estallar de la peor manera. Aquel grupo, lleno de tipos corruptos y violentos, fue retratado por el periodista Guy Chiappaverti en el libro "Balones y pistolas", donde dijo de ellos que se trataba de "un grupo de locos, salvajes y sentimentales, simpatizantes fascistas, pistoleros y paracaidistas, jugadores de azar y bailarines de club nocturno, con dos vestuarios; quien entraba en la habitación errónea corría el riesgo de encontrarse con la amenaza de una botella rota bajo el cuello”.

Aquella banda de delincuentes, fanáticos, pendencieros y ex combatientes, encabezados por Giorgio Chinaglia, pasó a la historia con el sobrenombre de "El grupo salvaje", y firmó su acta de defunción en un partido frente al Ipswich Town inglés en el que, tras caer goleados, la emprendieron a golpes contra rivales y árbitro para ser duramente sancionados por la Uefa y más duramente reprendidos aún por la opinión pública.

La tragedia alcanzó a aquel grupo de fascistas irredentos el día dieciocho de enero de 1977. Acompañado de su inseparable Ghedin, el "ángel rubio" Luciano Re Cecconi, se propuso gastar una broma a un viejo amigo suyo que regentaba una joyería en el centro de Roma. Ambos, disfrazados de atracadores y portando una pistola de juguete, entraron al establecimiento a voz en grito y simulando un atraco con el fin de asustar al joyero. Pero éste, alertado por los acontecimientos y hastiado por los atracos anteriores, sacó una pistola de verdad que escondía bajo el mostrador y desquebrajó dos tiros, a bocajarro, sobre el cuerpo de un Re Cecconi que se desplomó al suelo mientras exhalaba su último suspiro. La broma macarra se había tornado en tragedia, toda la afición de la Lazio lloró la muerte de su mejor futbolista e Italia entera se conmocionó con un hecho que terminó por poner un sello definitivo a aquel equipo de futbolistas sin arraigo social.

Un año antes, y en plena temporada, había fallecido Tommaso Maestrelli, el padre deportivo de aquel grupo de matones. Tras haber esquivado el quirófano en alguna otra ocasión y obsesionado por no abandonar a su suerte a sus chicos, un cáncer de estómago terminó por retirarlo del fútbol primero y de la vida después. Aquel hecho, unido a la marcha de Chinaglia, terminó por descomponer a aquel equipo inolvidable. Quince años después, y aún con el recuerdo en carne viva, el mediocentro de aquella Lazio, Mario Frustalupi, se dejaba la vida en una curva traicionera a la edad de cuarenta y ocho años.

Tras la muerte de Maestrelli, el equipo que había vivido en una contínua guerra civil, dejó de jugar al fútbol y de enamorar a su afición. Llegaron años grises, en los que la gente solamente se pudo agarrar a los destellos del recién llegado Bruno Giordano (el mismo que años más tarde formaría una dupla inolvidable junto a Maradona en Nápoles) y a la magia apagada del fantasista Vincenzo D'Amico. Ambos terminaron por buscar un retiro más apacible y aquel grito de guerra; "Irriducibili", se fue apagando poco a poco en el vestuario hasta convertirse en el eco añorante de un grupo de ultras que fueron copando el fondo del Estadio Olímpico con el fin de hacer su particular homenaje a aquel equipo de descerebrados haciendo uso de la amenaza, la violencia y la extorsión.

Ellos fueron los que estuvieron detrás de las amenazas a la esposa de Claudio Lotito, presidente de la Lazio en el año 2006, y con las cuales incitaban al dirigente a vender el club a un supuesto grupo inversor húngaro que había puesto mucho interés en la compra del equipo. Lo que la policía terminó descubriendo es que tras aquel grupo fantasma, se encontraba Giorgio Chinaglia, quien se había inventado una oferta para hacerse con el control del club e intentar hacer sus macabros negocios como presidente en un lugar donde sigue siendo un ídolo casi mitificado.

Aparte de aquel número nueve tosco y de malas intenciones, la Lazio contó con su particular antagonista. Se trataba del número tres, Gigi Martini. Un tipo que, en el campo utilizaba los tacos y la fuerza para convertir el carril izquierdo en un campo de minas y que, fuera de él, convirtió en discurso permanente su ideología fascista hasta que, una vez abandonada la práctica del deporte, fue captado por la vida política alcanzando su lugar en un escaño del parlamento italiano como miembro de la Alianza Nacional, un partido de extrema derecha de cuya excisión nació el "Pueblo de la Libertad", liderado por Silvio Berlusconi.

Nadie, ya sea por lo bueno y, sobre todo por lo malo, podrá olvidarse jamás de aquellas dos bandas lideradas por Chinaglia y Martini, de aquella alineación formada por Pulici, Petrelli, Martini, Wilson, Oddi, Manini, Garlaschelli, Re Cecconi, Chinaglia, Frustaluppi y D'Amico, de aquel partido ante el Foggia y de aquella primavera de 1974. Aquel día de mayo, el primer grupo armado de la historia del calcio se proclamó campeón del Scudetto.

lunes, 10 de enero de 2011

Tirar del carro

Existen futbolistas que necesitan pocos partidos para consagrarse y mucho más para ir engrosando su leyenda. Los elitistas de la exigencia, esos que piden más sin saber si ellos mismos son capaces de sobreponerse a su cotidianidad, dicen que a Cristiano Ronaldo le hace falta un gran partido para consagrarse. Los que generalmente reprochan el valor de lo tangible, suelen obviar el precio de las victorias. El chico, más cómodo en los primeros planos que en las actuaciones secundarias, lleva más de cinco años asombrando al mundo con su velocidad de vértigo, su precisión de cirujano y su voracidad de caníbal del césped. Ligas, Copas de Europa y otros trofeos de brillo insigne no sirven a menudo para hacer florecer el genio de quien lleva a cuestas el peso de la ambición. Cristiano, más que títulos, lleva años levantando partidos con la inercia descomunal que le regala su físico y le ordena su orgullo.

Lo de anoche no fue si no un acto más en su costumbrista devenir diario. El Villarreal, un equipo fabricado a base de constancia, criterio y fiabilidad, desarboló al Madrid en una primera parte plena de fútbol. Un despliegue táctico y técnico digno de los mejores equipos del mundo teniendo en cuenta que estaba en el mejor escenario posible. Pero hay pocos grupos de buenos futbolistas, Barcelona aparte, que sean capaces de tumbar a este Madrid de Mourinho. Alcanzado el descuento de la primera parte, y en el típico detalle de equipo en racha, Cristiano anotaba su segundo gol y anulaba el recital amarillo para buscar la caseta en busca de un refuerzo moral con un empate a dos en el marcador.

Lo que aconteció en el segundo acto es más común de un relato de épica militar que de una crónica deportiva. Como si en el vestuario se hubiese tocado a rebato, el Madrid salió con todo a devorar a su rival. El Villarreal, que durante los primeros cuarenta y cinco minutos había desarbolado al Madrid, se veía incapaz de sobrepasar la línea de tres cuartos. Los blancos dieron un paso al frente y se encomendaron al ángel portugués que, un día más, volvió a cargar de oxígeno las bombonas de La Castellana. Porque este Madrid tiene dos buenas puntas de lanza, pero los detalles fastuosos de Ozil y Di María no bastan para derribar un muro, para la cruenta batalla hace falta artillería de primera y allá apareció Ronaldo para destrozar a un equipo que hubo merecido más y se marchó a Castellón con la sensación de haber sido arrollado por un tornado.

El tornado se llama Cristiano Ronaldo, tiene veinticinco años y un lustro por delante al máximo nivel. En el debe, muchos le reprochan no haber ganado aún un partido de los de verdad. En el haber, cuenta con un centenar de batallas ganadas por la mano. Batalla a batalla se gana la guerra, pasará el tiempo y la gente le recordará como aquel tipo que no se cansaba de ganar y en cuya espalda se apoyaban las esperanzas de su equipo. Cuando se apagan las luces, siempre hay un tipo con fuego en el alma dispuesto a alumbrar a su alrededor. Es lo que se llama tirar del carro. Es lo que hace Cristiano con este Madrid.

lunes, 3 de enero de 2011

Ocho minutos y una remontada

El quince de diciembre del año 2001, mientras el invierno atenazaba con sus uñas los parajes españoles y amenazaba con días blancos y hielos de tres meses, la prensa deportiva se hacía eco del runrún que por entonces recorría los despachos de la planta noble del Valencia Club de Fútbol. El equipo, más herido que impetuoso por sus últimos resultados aciagos, visitaba el estadio de Montjuic con la intención de rascar un punto y marcharse a las vacaciones navideñas con la sensación de que aún no estaba todo perdido. Para el consejo de administracion, con Jaime Ortí al frente, los días de Rafael Benítez como entrenador del equipo estaban cumplidos. Se le tendió una envenenada espada de Damocles sobre su cabeza y se le dio un partido más de plazo; o Montjuic o nunca. Y bien que pudo haber sido nunca.

Porque el Espanyol comenzó adelantándose en el marcador con gol de Palencia mediada la primera mitad y, en las postrimerías de la misma, Alex Fernández hizo el dos a cero para desesperación del entrenador madrileño. Benítez, que había llegado a Valencia como el sucesor de Cúper, fue sentenciado en el túnel de vestuarios. En una rápida conversación, los directivos que habían viajado a Barcelona acordaron cesarlo y buscar un nuevo capitán para la nave. Pero resulta que el fútbol también tiene caminos inexcrutables, que los gatos también tienen siete vidas y que la piel del oso no se vende hasta que se caza.

Fueron ocho minutos, los que transcurrieron desde el cincuenta y siete hasta el sesenta y cinco, los que necesitó el Valencia para anotar tres goles y remontar un partido que ya se había dado por perdido. Con el dos a tres final, el Valencia avanzó un puesto en la tabla, los jugadores se fueron de vacaciones conscientes de su valía y Rafa Benítez fue ratificado como entrenador del equipo. Los acuerdos, como los papeles garabateados, se los llevó el viento y el camión de la basura. No hizo falta un nuevo entrenador, ni una nueva reunión del Consejo, ni una nueva portada invocando al pesimismo. Desde esa decimoséptima jornada el Valencia solamente perdió tres partidos más, cantó el alirón en Málaga en la penúltima fecha y se catapultó hacia sus días de vino y rosas. Un par de años después, el equipo celebraba el doblete tras la consecución de la liga y la Copa de la Uefa y un año más tarde Rafa Benítez levantaba la copa de campeón de Europa como entrenador del Liverpool.Entonces ya era un tipo célebre y un entrenador de moda. Su historia había cambiado cuatro años atrás, una noche fría en Barcelona, cuando Rufete e Ilie habían anotado tres goles que habían salvado su pescuezo y catapultado su destino.