lunes, 26 de septiembre de 2016

Pichichis: Victorio Unamuno

A las oficinas del Athletic llegó un tipo que hablaba maravillas de un chico que jugaba en el Alavés. Era un imberbe de diecisiete años que iba al balón con la fe de los suicidas y remataba con la precisión de los cañoneros. Se llamaba Victorio, aunque todos le conocían por Unamuno. Un ilustre apellido vasco que, más allá de las letras, se había extendido hacia el fútbol.

De aquel niño que llegó desde Vitoria al hombre que se marchó a Sevilla seis años más tarde, habían sucedido cientos de partidos y decenas de goles. No tardó en convertirse en el delantero titular del Athletic Club de Bilbao, el, por entonces, mejor equipo del país y no tardó en conquistar la gloria vistiendo la camiseta con la que todos los niños vascos soñaban desde la cuna. Ganó dos ligas y cuatro copas y, poco a poco, se fue introduciendo en el imaginario colectivo de una afición que tendía a convertir a sus futbolistas en auténticos dioses.

Unamuno I, llamado así para distinguir su nombre de Vicente Unamuno, otro ilustre futbolista de la época rojiblanca, tuvo el honor de formar parte del primer once del Athletic de Bilbao en liga. Jugó como titular indiscutible durante un par de temporadas, hasta que apareció Bata; más rápido, más hábil, más expresivo, y la grada, y el club, se vieron obligados a elegir a uno de los dos. El ganador fue Bata y Unamuno hubo de marcharse al sur. Se consagró como futbolista vistiendo la camiseta del Betis y aún hoy vive algún hombre que, siendo niño, vivió el día en el que los verdiblancos se proclamaron campeones de liga con un triplete de su delantero centro. No resultó extraño, pues, que no tardase en convertirse en ídolo de aquel equipo, apodado Euskobetis debido a la cantidad de jugadores vascos que cohabitaron en la plantilla y entre los que Unamuno encontró su hábitat adecuado para sentirse como en casa.

No era el delantero más hábil de la liga pero era listo y sabía donde aparecer. Gustaba de jugar fuera del área por lo que no era extraño verle dar tantas asistencias como goles anotaba. Precisamente, aquellas fueron las cualidades que le convirtieron en un célebre juvenil del Deportivo Alavés y gracias a las cuales aterrizó en su querido Athletic. Allí comenzó a hacer historia el día que conquistó el primer doblete en la historia del club. Era la temporada 1930/31 y el Athletic dominaba el país con puño de hierro. Un dominio que prosiguió durante un par de temporadas más y tras el que el Unamuno se vio obligado a emigrar al sur. Se decidió por el Betis porque allí ya jugaban Urquiaga, Lecue, Larrinoa y Arqueta. Nunca se arrepintió de ello porque en Sevilla fue más ídolo que en Bilbao y porque allí sentó cátedra para darle al club la primera y única liga de su historia.

Todos los recuerdos se agolpaban en la vieja memoria de un tipo que, un día antes de cumplir los setenta y nueve, dijo adiós postrado en una cama y con su famosa pierna derecha amputada por encima de la rodilla. Víctima de la edad y la diabetes, el gran Unamuno se marchó dejando para ell recuerdo unas cifras de impresión. Ciento cuarenta y un partidos en liga y ciento un goles. Tres ligas y cuatro copas. Y un trofeo de máximo goleador de la liga que ganó en su regreso a casa.

Porque él ya había visto la muerte de cerca, al igual que todos los jugadores de su generación. La Guerra Civil, que estalló cuando tenía veintiséis años y se encontraba en el mejor momento de su carrera, le obligó a regresar a casa. Luchó y sobrevivió. Muchos no pudieron decir lo mismo. Cuando terminó el conflicto regresó la competición. Había mucho dolor, pero se guardaron muchos silencios. Unamuno ya no era rápido, pero seguía siendo listo. Regresó a San Mamés para volver a vestir la camiseta del Athletic y fue entonces cuando ganó su título de máximo goleador. Ya no era el mismo equipo. La guerra lo había roto y le estaba costando recomponerse. Unamuno sumó goles mientras el resto intentaban sumar juego. Por allí seguía Gorostiza, antes de salir repudiado camino de Valencia, aparecieron Gárate y Elizondo. Se intentaba resurgir, pero costó más de lo que hubieran deseado.

Pese a su rendimiento, jamás consiguió ser internacional. No era fácil serlo en aquella época en la que apenas había partidos internacionales y no se permitían las sustituciones. Luis Regueiro era el delantero de moda en España y cuando Bata le tapó el hueco en su club, terminó haciéndolo también en la selección. No le sirvió tampoco ser un héroe en Sevilla. Pero él sabía que había mucho fútbol más allá de la camiseta de la selección. Rindió como pocos y aún hoy, en Sevilla, es considerado uno de los mejores jugadores que pasaron por la entidad. Allí fue capitán y emblema. No era la primera vez. Ya había sido emblema en el Aurrerá Vitoria, donde llegó recién cumplidos los quince años. Se batía el cobre contra los mayores y casi siempre ganaba sus duelos. Lo fue en el Alavés y también en el Athletic. Hasta que una competencia brutal le obligó a marcharse camino a una nueva aventura.

En una mirada alegre, recordó siempre el día que se proclamó campeón ante el Racing. En una mirada triste, recordó siempre como la Guerra Civil acabó con la mejor generación de futbolistas vascos. En una mirada global, el fútbol recordará para siempre al primo lejano de Don Miguel de Unamuno que eligió el fútbol en lugar de las letras. Nunca podría haber eclipsado a su pariente. Para el fútbol se necesita ingenio. Para las letras, además, hace falta ser un genio. La cátedra y la catedral son dos lugares diferentes. Uno combatió a las desigualdades y el otro, Victorio, solo fue un buen futbolista. Con menos se hubiese conformado más de uno.

lunes, 20 de junio de 2016

Pichichis: Isidro Lángara

Aún quedaba algún ciudadano de la vieja Buenos Aires, vecino de Almagro, que levantaba la cabeza extrañado cuando observaba a cientos de inmigrantes españoles caminando rumbo al estadio de San Lorenzo. Todos acudían en masa para ver al vasco. Ese hombre espigado y de mirada ladina que había decidido quedarse en América cuando en su España natal se había pronunciado el parte de la victoria. Eran tiempos difíciles, el chico había salido de España durante la guerra, junto a muchos otros compañeros futbolistas y ahora temía volver. Temía por su vida.

Para Isidro Lángara, Argentina era su segunda parada. Su estancia en México ya había sido exitosa. Aquel grupo de amigos vascos se habían asentado en la capital mexicana tras cruzar el charco y habían conseguido formar un equipo para jugar en la liga local. Era el Euskadi Club de Fútbol. Habían quedado segundos y él había anota una veinta de goles. Una barbaridad para un campeonato tan corto. Alguien, en Buenos Aires, le habló de él al presidente de San Lorenzo y fletaron un barco para ir a buscarle. Pero aquellos no habían sido sus primeros goles. El suyo, con el gol, era un idilio que había tocado techo vistiendo la camiseta azul del Oviedo, esa ciudad que, con los años, le sigue rindiendo tributo en forma de recuerdo inmortal.

Con tal intensidad brillaba su aureola en la capital asturiana que, cuando regresó, por fin, en 1946, lo hizo en loor de multitudes. Volvía el hijo pródigo y las calles se llenaron para recibir al héroe de la preguerra. El hermano de un ministro del gobierno le había pedido, en una comida nacional, que interpelase ante el Franco para que Lángara pudiera regresar a España sin represalias. La orden se firmó con los dientes prietos y la ciudad lo entendió como un gesto de buena voluntad. El ministro y su hermano, que eran ovetenses, presidieron el cortejo de bienvenida y en el estadio del equipo se vistió de corto, una vez más, el tipo que tantas veces les hizo soñar.

Cuando aún no se había formado la liga de fútbol, el Oviedo ganó hasta en cinco ocasiones el campeonato de Asturias con Lángara como principal estrella. Su abanico de remates era inmenso y sus recursos en el área interminables. Se generó la liga y el Oviedo quedó encuadrado en la segunda división. Allí permaneció tres años y Lángara hizo tantos goles que se ganó la llamada de la selección absoluta. Allí dejó cifras aún no igualadas; diecisiete goles en doce internacionalidades. Una media imposible de superar en los tiempos modernos.

Cuando debuta, por fin, en primera, es un ciclón. Se convierte en máximo goleador de la categoría durante tres campañas consecutivas y, gracias a sus goles, el Oviedo se acomoda en los puestos altos de la tabla. Es el primer jugador en anotar un triplete en tres jornadas consecutivas, un hito que repetirá en dos ocasiones, los estadios se llenan para verle y en Oviedo no queda ni una entrada por vender. Cada partido merece la pena.

Con ese recuerdo regresó Lángara a Oviedo, pero habían pasado diez años desde su último partido y la edad no le permitía regresar al descaro de la juventud. Fue otro Lángara, más sabio, más astuto, pero más pesado. Había perdido velocidad y, aunque dejó un puñado de goles, su intento por regresar a la selección española se vio truncado con la llegada de Telmo Zarra al combinado nacional. Fueron dos años buenos, pero no espectaculares. Tras aquello, preso de su deseo de seguir disfrutando, regresó a México y despidió a Oviedo entre lágrimas. Allí le esperaban con los brazos abiertos y allí encontró su retiro dorado. Colgó las botas, se convirtió en entrenador y el fútbol perdió un goleador para ganar un sabio.

Los viejos hinchas de San Lorenzo aún recuerdan el día que vieron debutar a Lángara. Los niños de entonces son hoy ancianos de vivo recuerdo y huesos entumecidos. Les dijeron que en aquel barco que arribaba a puerto llegaba un vasco que hacía goles como rosquillas. Muchos le siguieron hasta Almagro. Aquella tarde, El Cuervo jugaba contra River. Al vasco le habían inscrito pero había llegado demasiado tarde para poder jugar. O eso creían. Se vistió de corto, saltó al campo y en veinte minutos hizo cuatro goles. Cuando salió entre aplausos, todos sabían que habían fichado a un tipo inmortal.

Aquel fue el techo de su aventura americana porque San Lorenzo era un equipo grande, con aspiraciones y con una gran masa social que le adoraba. Un techo que él creia haber alcanzado ya cuando había fichado por el Real Club España de México. Con este equipo ganaría los que serían sus únicos títulos. Un palmarés muy ralo para un tipo tan imborrable. Aunque es cierto que cuando se deja huella en los corazones, los títulos, en muchas ocasiones, solo son premios añadidos a la satisfacción.

Podía haber ganado más. Concretamente, podía haber alcanzado la gloria más absoluta. En su mejor momento viajó a Italia para disputar el mundial con la selección española. Tras un duro enfrentamiento contra el anfitrión, cayó lesionado y no pudo disputar el partido de desempate. Los que vieron aquello saben que fue un asalto a mano armada. El árbitro permitió una masacre y el parte de guerra dejó tantos heridos que España no supo afontar en condiciones el encuentro de repetición. Ganó Italia y los españoles regresaron llorando a casa sabiendo que se les había escapado la mayor oportunidad para tocar el cielo. Lo que no sabían es que lo que verdaderamente les esperaba era el infierno.

En julio de 1936 el ejército toma las cortes y se inicia una cruenta guerra entre hermanos que dividió a España en dos. Los futbolistas, en mitad del conflicto, hubieron de tomar partido por una de las dos facciones. Lángara regresó a su país vasco natal y, aunque en un principio luchó junto al ejército republicano, fue captado por una selección de jugadores para cruzar la frontera y jugar partidos amistosos en pos de reivindicar su soberanía. La selección de Euskadi llegó a París el veinticinco de abril de 1937 y un día después fueron alertados de una tragedia sin precedentes. La aviación del bando nacional había bombardeado Guernica hasta reducirla en escombros. Muchos lloraron de dolor. Muchos más de impotencia. Y todos juraron luchar por sus ideas más allá de una España que se desquebrajaba cubierta en sangre y lágrimas.

Llorar por Euskadi le dolió en el corazón. Él era un asturiano de adopción futbolística, pero su alma era vasca porque había nacido allí y allí había pasado su infancia. Cuando al presidente Carlos Tartiere, alma del Oviedo de preguerra, le hablaron de aquel muchacho de Pasajes, viajó para verlo golear. Pagó diez mil pesetas como compensación por el fichaje y se lo llevó bajo el brazo camino de Oviedo. Allí jugó durante casi diez años divididos en dos etapas. Entre todos, jugó más de un centenar de partidos y marcó ciento veintisiete goles. Los que le recordaron durante toda su vida aseguraron que había sido el mejor delantero español de la historia.

Durante la disputa del mundial de 1934, aquel en el que terminaría lesionado por la agresividad del combinado italiano y la permisividad del árbitro, la gente hablaba maravillas de un delantero brasileño llamado Leónidas. Aquel genio que había goleado con hermosura en las rondas previas, provocó un alboroto en el país transalpino. La gente acudió al campo a verle jugar en el partido de octavos de final frente a una España casi desconocida. Habían ido a ver a Leónidas y terminaron sorprendidos por la variedad de Lángara en el remate. Dos goles y Brasil en la lona. Podía haber esperado más gloria, pero las circunstancias, siempre las circunstancias, volvieron a interponerse en su camino.

Cuando arribó a puerto, en la lejana Buenos Aires, antes de aquel recital ante River, equipo ante el que mostró especial saña goleadora, la gente desconocía la procedencia de aquel espigado vasco, pese a que ya había sido máximo goleador en España y en México. Terminada la temporada, y conseguido el hito de convertirse en máximo artillero en tres campeonatos diferentes, la gente terminó rendida a sus pies y la afición de San Lorenzo, abnegada ante su talento, le susurraba cánticos de sirena en pos de conseguir que jamás se alejase de su orilla.

Pero al lugar qué el añoraba no podía regresar. Había desplantado a Franco huyendo de españa para enrolarse en un equipo de claro carácter republicano. Había desplantado ya a Mussolini cuando no habían levantado el brazo en honor al himno italiano en el ya tan recordado mundial. Había desplantado a tantos porteros que no eran pocas las aficiones que deseaban no tenerle como contrario. Pero nunca se desplantó a sí mismo ni a sus principios.

Desde que debutara en primera división con el Oviedo, había salido máximo goleador en seis temporadas diferentes y con tres equipos distintos. Anotó veintisiete, veintisés y veintisiete goles en sus tres primeras temporadas en la máxima categoría. Fue máximo goleador en México con treinta y tres. Y anotó veintisiete y cuarenta goles las dos temporadas que fue máximo artillero de la liga argentina. Números de auténtico depredador. La anticipación de aquellos hombres que, con el tiempo, se conocieron como cracks.

Los hombres de honor necesitan un obstáculo para demostrar su valor, necesitan de la épica para entrar en la historia y necesitan de la admiración general para convertirse en leyenda. La historia del fútbol español está repleta de grandes goleadores, pero siempre habrá uno que fue el primero de todos. Isidro Lángara no fue un goleador cualquiera, fue el primer tipo, junto a Zamora, que puso a España en el mapa. El primer hombre de honor en perder una guerra contra el fascismo y ganar una guerra contra la palabra. Ganador de su propia guerra, se mantuvo en la élite mientras pudo y en los corazones de quienes le recordaron mientras duraron sus historias.

Aún hoy, algún viejo anciano de Buenos Aires, le comenta a su nieto que hubo un día en el que los inmigrantes españoles acudían al barrio de Almagro para ver golear al vasco. La inmortalidad se gana así, de boca en boca. De generación en generación.

jueves, 25 de febrero de 2016

Dixie

El día que el delantero estrella del Everton recibió una patada tan fuerte que le hizo perder un testículo, el chico fue consciente de que mantenerse en la élite no solamente iba a ser un trabajo conducido por la ilusión, sino que iba a necesitar grandes dosis de audacia y carácter si quería sobrevivir en la jungla.

Dixie Dean comenzó pateando ratas junto a las vías del tren para practicar el chut con ambas piernas. En tiempos de penuria, aquellos pequeños animales eran lo más parecido a una pelota en movimiento que el joven podía encontrar. Más allá de hacer carrera con un balón, la trascendencia de Dean fue mayor aún que su leyenda. Anotó cientos de goles, pero sobre todo dejó la impronta de un tipo al que había que imitar. Lo malo para el Everton fue que, en su caso, Dean se había convertido en un futbolista inimitable, por más que él hubiese pasado sus últimos años intentando peregrinar su palabra de oído en oído, haciendo el esfuerzo para que los jóvenes supiesen qué significado tenía la camiseta que vestían cada domingo.

Quizá por ello, para no ver más como aquella camiseta se ensuciaba de mala manera, el que fue considerado mejor jugador de la historia del Everton, decidió marcharse para siempre una tarde de marzo de 1980. El Liverpool había anotado el definitivo uno a dos en Goodison Park y el corazón de Dean decidió decir basta. Allí quedo su último suspiro, en la misma grada desde las que había escuchado las mayores ovaciones de su vida.

Y es que Dean siempre fue de emociones fuertes. El día que un directivo del Everton llamó a su trabajo para comunicarle que querían firmarle un contrato, corrió las cuatro millas que le separaban del hotel Woodside para no hacer esperar a sus firmantes. Tales eran sus deseos de triunfar en el Everton que peleó durante toda su vida y contra las indicaciones médicas. Por ello, el día que, después de sufrir una fractura craneal le dijeron que se olvidase del fútbol, puso todo su empeño para volver a lo grande. Y lo hizo. Cuando se retiró había sumado treinta y siete tripletes. Nadie ha repetido semejante hazaña en el fútbol inglés.

Su despedida se tiñó acuosa por la cantidad de lágrimas derramadas. Dean era un hombre sensato y sabía que podía seguir jugando al fútbol, pero también sabía que ya no podía seguir dándole toda su calidad al Everton. Firmó por el Notts County y se dispuso a disfrutar sus últimos años sin la presión de verse como líder de un equipo obligado a ganarlo todo.

Dean había tirado la toalla pocos meses antes como jugador del Everton. En un duro partido disputado contra el Tottenham en FA Cup, había luchado como siempre pero había estado más desacertado que nunca. Las cosas cambiaron cuando, en el partido de desempate cedió su lugar a Tommy Lawton. El chico tardó pocos minutos en volver loca a la defensa rival y en sentenciar la eliminatoria. Aquel día, Dean se dio cuenta de que sus días en el Everton habían tocado a su fin y que había que darle el relevo a Lawton. Fue el día que rememoró su infancia, sus aficiones más reprochables y sus logros como futbolista.

Recordó el día que entró a trabajar en Wirral Ferrocarril acompañado de su padre. Tenía once años y tenía el convencimiento de que jamás tendría la oportunidad de ser un jugador de fútbol. Recordó aquellos días previos a un derbi cuando enviaba misivas a Leesh Scott, portero del Liverpool, preguntándole si era capaz de dormir sabiendo que se iba a enfrentar al mejor delantero del campeonato. Y recordó aquellas ocasiones, más de las reconocidas, en las que terminó la jugada regalando un gol al compañero mejor colocado. Fue un gran goleador, pero nadie debía olvidar que había sido también un magnífico asistente.

En su primera temporada en el Everton ya se había convertido en el ídolo de la gente. Su carácter, siempre competitivo, y su amor al color azul, le hicieron ser el tipo más querido de la ciudad. Educado en la calle y en la fábrica de ferrocarriles, no tuvo reparos en admitir que su escuela fue el fútbol. Allí aprendió a valorar el cariño, la fe y los logros. Quizá fue por ello que el día que anotó el gol que le convertía en el máximo goleador de la historia en una sola temporada, el estadio rugió como no lo había hecho nunca antes. Y hablamos de un club que, por aquel entonces, ya se había habituado al éxito no circunstancial.

El mayor susto de su vida lo tuvo en 1926 cuando un accidente de moto le causó una severa fractura en el cráneo. Lo primero que hizo tras volver a jugar fue anotar un gol de cabeza. Quería dejar claro que su testa no conocía el dolor y que su ímpetu no tenía barreras. Corrió el rumor, durante un tiempo, ante la incredulidad de que el tipo que días antes se había fracturado el cráneo, fuese capaz de seguir cabeceando pelotas con la firmeza de un titán, de que los cirujanos le había dejado incrustrada una placa de acero en la cabeza. Pero ya se encargó él de desmitificar la leyenda y dejar claro que lo suyo era ímpetu y no ciencia ficción.

En 1930, durante un amistoso disputado en Colonia, se fracturó dos dedos y su mayor pesar no fue el de no poder disputar partidos de fútbol, pues él daba por hecho que sería capaz de jugar sin un brazo, sino que se molestó por no poder echar sus vespertinas partidas de cartas. Lo banal, también, a veces, por encima de lo trascendental. De esta manera se convirtió en el tipo más querido al lado azul de la ciudad. Un hombre anuncio al que las marcas acudían y al que los aficionado adoraban cada vez que iba a anotando, uno a uno, hasta sumar diecinueve, los goles en los partidos disputados ante el Liverpool, archienemigo, siempre a batir, al otro lado de la ciudad.

A pesar de la rivalidad, Dean se ganó el respeto de toda la afición red. Tal fue así, que a su muerte, el míto Bill Shankly llegó a decir que Dixie Dean formaba parte de la clase de gente importante como Beethoven, Shakespeare o Rembrandt. Casi nada. Y es que Dean principalmente encauzó su lucha con el objetivo de convertirse en leyenda del equipo al que aprendió a amar desde que era solamente un niño. Era un delantero fuerte, pero no exento de buenos movimientos. Se movía como los ángeles y se anticipaba como un demonio. Nadie olvidará la tarde en la que hizo un hat-trick al Arsenal para establecer, así, el record aún perdurable de sesenta goles en una sola liga.

Aparte de ser un enamorado de la camiseta que vestía, Dean era un hombre de principios firmes. Quizá fue por ello que no quiso firmar su primer contrato amateur con el New Brighton AFC, el equipo que presidían los dueños de Wirrar Ferrocarril, ya que se negaba a servir a los mismos jefes en el trabajo y en el ocio. Y fue por eso por lo que tendió una mano al joven Tommy Lawton cuando este subió al primer equipo del Everton en 1936. Eran los años del ocaso y Dean descubrió en Lawton unas magníficas condiciones con las que poder triunfar en el fútbol. Le adoptó bajo su manto protector y le enseñó sus mejores secretos para que, el día que él decidiese salir del club, el chico estuviese suficientemente preparado para sustituírle.

Sus principios, su fútbol y sus increíbles saltos, aún rememorados en la consciencia de quienes escucharon las historias de boca de sus abuelos, también se traducieron en títulos. Uno no solamente se convierte en leyenda de un club a base de esfuerzo y goles. En 1933 el Everton se alzó con la Copa Inglesa por segunda vez en su historia. Pero la mayor gloria se consigue en los escenarios más desfavorecedores. Poco antes, el equipo había descendido a la segunda división y, lejos de marcharse en busca de más fama y fortuna, Dean permaneció fiel a sus colores. Anotó más goles que partidos jugó en la segunda categoría y el equipo regresó a la élite con más fuerza. Muchos de aquellos goles fueron con la cabeza, y fueron los que le hicieron más famoso, pero Dean contaba, además, con un cañón en la pierna derecha. Quizá por ello, cuando, con sesenta y nueve años, tuvo que verse forzado a la amputación de la misma, alguien llegó a sugerir que ella extremidad no podía quedarse en manos de la ciencia sino que debería formar parte de un museo futbolístico.

El declive definitivo le condujo a la ciudad de Asthon. En la pequeña ciudad inglesa aún le recuerdan con cariño. Jugó un par de años, lento y pasado de peso, pero lo hizo por amor y diversión. Y por seguir siendo un padre para los más jóvenes. Antes, justo después de abandonar el Everton, se había enrolado en las filas del Sligo Rovers, un modesto equipo irlandés al que condujo a ganar el doblete en 1939. Era una muesca más con la que engrosar su leyenda. Aunque la verdadera leyenda la había escrito nueve años antes, cuando el Everton había descendido a segunda y Dean se había negado a abandonar el equipo a pesar de contar con numerosas y cuantiosas ofertas para permanecer en la primera división inglesa. Allí descubrió el lado más oscuro del fútbol; jugadores renegados por haber perdido el tren que jugaban con fiereza y pocas miras. Dean recibió mucho a lo largo de su carrera, pero era tal su ímpetu que jamás consiguieron amilanarle. Es más, cuanto más le pegaban mejor jugaba. Una personalidad tan brutal que caló en lo más hondo de los aficionados rivales. Una vez preguntado Bill Shankly por Dixie Dean, dejó claro su posición: "Fue, sin duda, el mejor delantero de la historia".

Un delantero que dejó una marca de trescientos diez goles en liga inglesa aún no alcanzado hasta el día de hoy. El tipo que, cuando ganaba títulos, dejaba su impronta y se hacía valer por encima de sus compañeros. Aquellos que le llamaban "Dixie", primero en tono despectivo y más tarde cariñoso, al ser su parecido físico al de los inmigrantes de color llegados de norteamérica en los años de la depresión y que eran conocidos como dixies por el populacho inglés. Aquel hombre de tez morena y pelo ensortijado, ganó casi en solitario la FA Cup de 1933, anotando al menos un gol en todos los partidos, incluído el doblete de la final ante el Manchester City. El hombre que, mientras anotaba goles, iba haciendo gala de su personalidad y sus principios, siendo uno de los pocos futbolistas que, en el amistoso disputado en Alemania ante el Colonia, se negó a realizar el saludo nazi cuando las autoridades germanas aparecieron en el palco.

Realmente nunca le gustó el apodo de "Dixie", más que nada, porque cada vez que se lo decían, notaba más desprecio que cariño en la palabra. Siempre le gustó pelear contra lo que no le gustaba y, casi siempre, fue capaz de lograr sus retos. Se apostó a anotar un gol en cada partido internacional jugado con la camiseta de Inglaterra y logró dieciocho tantos en dieciséis internacionalidades. Se apostó a batir el record de goles en una temporada y si para ello era necesario anotar nueve goles en las tres últimas jornadas, lo hizo después de marcarle dos al Aston Villa, cuatro al Burnley y tres al Arsenal en una épica jornada final. Y, sobre todo, se apostó con si mismo el seguir viviendo después del terrible accidente de moto que le tuvo inconsciente durante treinta y seis horas.

Un accidente tras el cual, los tabloides, ávidos de carnaza, llegaron incluso a anunciar su muerte. Pero él regreso de entre los muertos y en sus primeros partidos le anotó un gol al Arsenal y otro al Newcastle. El depredador había vuelto y ahora era más fuerte porque no le tenía miedo a nada. Otro mito de los banquillos ingleses, Sir Matt Busby, declaró después de su retirada que "jugar contra él era al mismo tiempo un placer y una pesadilla". Placer por ver jugar al mejor. Pesadilla por tener que sufrirle.

Cuando la liga inglesa introdujo los números en la camiseta para distinguir las posiciones de los equipos, Dixie Dean se convirtió en el eterno número nueve del Everton Football Club. Eternidad definitiva que alcanzó después de aquella gloriosa jugada en la que coronó con un espléndido cabezazo un imperial centro de Alec Troup. Con aquel gol al Arsenal firmaba su diana número sesenta y, aunque la afición ya había celebrado el título de liga un par de jornadas antes, Goodison Park estalló de júbilo al comprobar como su jugador fetiche era capaz de batir un record aún hoy inalcanzable. A su retirada, estableció otro record casi imposible, al sumar trescientos cincuenta y tres goles en doce temporadas. Una media de veintinueve goles por temporada. Una barbaridad.

Tal magnitud alcanzó su fama que la estrella del beisbol americano, Babe Ruth, solicitó conocerle en persona. Cuando se vieron se admiraron mutuamente. Era muy difícil no admirar a Dean. Un tipo duro que apenas sufrió lesiones dentro del terreno de juego y que fue capaz de jugar tras dos graves incidentes. En 1999, en votación popular, fue elegido como el mejor futbolista de la historia del Everton. La gran mayoría de los que le eligieron no le habían visto jugar, pero resultaba imposible resistirse a la épica de las historias que les habían relatado sus abuelos.

Porque Dean, además de futbolista fue leyenda y personaje público. Generó dinero en una época donde el amateurismo impedía a los jugadores enriquecerse. El Everton pagó la friolera de tres mil libras de la época para hacerse con sus servicios. Y lo hizo fichándolo de un equipo casi de regional. Más tarde, cuando ya era una celebridad, se convirtió en hombre anuncio. Famosa durante décadas fue su frase para una marca de cigarrillos: "Los jóvenes futbolistas no se quejarían de que fumar interfiere en su aptitud su fumasen cigarrillos Wix". Cómo ha cambiado el mundo.

Y cómo había cambiado la historia. El niño que durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, había repartido cigarrillos en las casas de los soldados que marchaban a filas, ahora era el hombre que se encargaba de hacerles publicidad. Era la trascendencia del ídolo. El mismo que, a día de hoy, está inmortalizado a las puertas de Goodison Park en forma de estatua de bronce.

Pero no solamente en Goodison impartió cátedra. Lejos de allí, y siendo un juvenil prometedor, se enroló en las filas del Tranmere Rovers tras su adiós al equipo de su infancia. No hubo tiempo de derrochar lágrimas y sí de anotar más goles. El equipo estaba en la parte baja de la tabla cuando él llegó. Treinta partidos después y veintisiete goles mediante, el equipo ascendía de categoría. Todo un ídolo de carne y hueso. El ídolo que visitó Goodison por vez primera en 1915 y se hizo una promesa. Tenía ocho años. En diez más, a mucho tardar, debía volver allí. Esta vez como futbolista. Y lo cumplió. Lo hizo con creces, tanto que casi un siglo después fue uno de los primeros futbolistas en ingresar en el salón de la fama del fútbol inglés.

Porque lo suyo era fama casi mundial. Tanto pánico generaba en los entrenadores rivales que decidían, casi por unanimidad, un férreo marcaje indiviual sobre él. Famosa fue aquella vez en la que un defensor no le dejaba ni respirar y se giró para decirle; "Oye, me voy a mear ¿Te vendrás conmigo?". Era el carácter de un tipo forjado en las fábricas de ferrocarril donde trabajaba duro durante toda la noche para, por el día, poder jugar al fútbol y cumplir sus sueños. El carácter del soldado que defendió a su país en la campaña de Italia durante la Segunda Guerra Mundial. El carácter del hombre que pidió que le retirasen la placa de metal de la cabeza antes de tiempo porque quería seguir marcando goles. El carácter del jugador que se hartó de que un espectador le recriminase por su color de piel y le propinó un balonazo en la cara en el transcurso de un partido.

El carácter del chico que rechazó jugar en el equipo de Winrral Ferrocarril porque no quería jugar para aquellos que le pagaban el sueldo por ejercer su trabajo. El chico que creció como futbolista en el Pensby United antes de consolidarse en el Tranmere Rovers previo salto al Everton. El chico que leyó mal la hoja de su contrato y creyó que iban a pagarle trescientas libras semanales cuando tan sólo eran treinta. El chico llamado William Ralph Dean quien, pese a no creerse rico siendo un joven futbolista, luchó más que nadie para, con la ayuda de su talento, convertirse en el mejor jugador de su país.

Se retiró tarde, sobrepasando la cuarentena. Le costó dejar el fúbol. Le costó empezar una vida nueva. Cuando dijo adiós montó un pub en Liverpool que se convirtió en lugar de peregrinación para la hinchada del Everton. Domingo tras domingo tras domingo llenaban el local. Igual que llenaban Goodison en aquellas tardes de gloria donde brindaba goles por doquier. Como en su tarde más famosa. Aquella en la que batió el record que George Camsell había establecido solamente una temporada atrás. El Everton ya era campeón de liga, pero Goodison Park se llenó expresamente para ver a William Dean marcar su gol número sesenta. La tarde en la que el equipo jugó en exclusiva para él y él respondió, como siempre, regalándoles la felicidad suprema. Aquella temporada había comenzado como un cañón y la había terminado como un misil. Anotó en los nueve primeros partidos de liga. Nueve. Anotó nueve goles en los tres últimos partidos de liga. Nueve. La gente aclamaba a su número nueve. Nueve.

Nueve vidas pasarán para que Goodison vuelva a disfrutar de un jugador igual. Muchos, en cambio, se resignan a creer que Dean es irrepetible. Si así fuese pueden estar satisfechos; solamente ellos le disfrutaron.