miércoles, 27 de junio de 2012

Balones de oro: Josef Masopust

Existen personas capaces de obrar milagros tangibles desde la más tierna infancia. Los de Josef Masopust, quien vistió en sesenta y tres ocasiones la camiseta de la selección checoslovaca anotando diez goles, los milagros se vistieron de pantalón corto y se cosieron a una pelota de fútbol como un niño se aferra a su regalo de cumpleaños. De aquellas primeras patadas al balón en la aldea rural de Strimice hasta el día de su retirada, dejó muchas muestras de genialidad, incluso después de dejar el fútbol y regresar vestido de traje para sentarse en el banquillo, fue capaz de obrar un nuevo milagro, el último, el más fabuloso, cuando fue capaz de subir al Zbrojovka de Brno de la tercera a la primera división checoslovaca y hacerlo campeón de liga. Una línea más en el currículum de un tipo cuyas carreras por el centro de la cancha fueron bautizadas como "el eslálom de Masopust"; descripción generalizada para un tipo que miraba siempre al frente y con el balón en los pies era poco más que imparable.

Masopust, leyenda viva del balompié checo, nació en el invierno de 1931 en el seno de una familia humilde. Desde el mismo día de su nacimiento, hubo de vencer al frío y a las necesidades, su padre, minero de profesión, buscaba en sus hijos una ayuda extra para paliar el hambre que azotaba a un país que aún se lamía las heridas de la Gran Guerra. Pronto se vio que el pequeño Josef, además de tener maña con las manos, también tenía habilidades con los pies. Empezó joven a patear pesadas pelotas de trapo, no tardó en convertirse en el niño prodigio de la región y sus condiciones de super clase no pasaron desapercibidas por los ojeadores de los principales clubes del país. Fue el principio de la carrera del jugador más técnico que se haya visto en Chequia, el tipo que coronó su ascenso a los cielos ganando el Balón de Oro de 1962 después de un año prodigioso y una derrota admirable.

Masopust, que jugó durante toda su vida como centrocampista central, disputó trescientos ochenta y seis partidos en las competiciones de su país, ganando ocho ligas y cuatro copas de Checoslovaquia. En 1968, cuando las piernas le pesaban y el corazón le pedía una última aventura, hizo la maleta para retirarse en el fútbol belga, vistiendo la camiseta del Crossing Molenbeek y dando sus últimas lecciones en el vestuario de un club menor. Atrás quedaron dieciséis años al primer nivel de un futbolista que se convirtió en el primer y único jugador checoslovaco en marcar un gol en la final de un campeonato mundial de fútbol. Aquella final de 1962 la perdieron ante el Brasil de un tal Garrincha que les volvió locos arrancando desde la banda derecha. El Brasil de un Pelé que no pudo jugar por lesión, el mismo Pelé al que había derrotado tres años antes, cuando el Duckla de Praga, su equipo de toda la vida, le ganó por cuatro goles a tres al Santos en un partido amistoso que aún está inscrito en letras de oro en el libro de historia del club. Aquel Duckla, dirigido por el elegante Masopust, deslumbró al mundo y de aquellas lecciones de fútbol nació la leyenda del que todos dicen que ha sido el mejor futbolista en la historia del fútbol checo.

Masopust fue mito, más allá de los logros. Fue mito en el Ulhomost, humilde equipo de su región que él puso en el escaparate nacional, fue mito en el ZSA Teplice, equipo de serias aspiraciones que tocó el cielo con Masopust como maestro de operaciones y fue mito, por encima de todos, en el Duckla Praga, el equipo de la capital belga, siempre a la sombra del Sparta y el Slavia pero que durante tres lustros impuso su hegemonía gracias al talento de un tipo que nació para vencer y para convencer. De la misma manera que venció y convenció al mundo el día que ganaron la International Soccer League después de una intensa gira por sudamérica en el verano de 1961, de la misma manera que venció y convenció al mundo el día que se enfrentó a Pelé por segunda vez y dio muestras de que su aureola de tipo noble y elegante no era una manida etiqueta sino un elegio merecido de verdad. En aquel empate a cero inaugural del campeonato, Pelé sufrió una terrible entrada que le dañó seriamente la rodilla. Como en aquellos tiempos aún no existían los cambios de jugador, Pelé tuvo que jugar durante todo el encuentro lesionado y cojeando visiblemente. Masopust, que tenía como principal objetivo apoderarse del balón e impedir que Pelé dibujara magia sobre el césped, se negó a entrar al número diez brasileño cada vez que este tomaba contacto con el balón. Fue un gesto soberbio que definió a un tipo soberbio. Un futbolista concienciado con el juego limpio y un efusivo buscador de la felicidad. Hizo felices a muchos y el fútbol le dio su recompensa en el invierno de 1962. Habían perdido la final del mundial, pero Europa había descubierto a un futbolista exquisito. Aquella Nochebuena de 1962, Josef Masopust durmió abrazado a un Balón de Oro. Era la recompensa al hijo del minero que trabajó con esfuerzo para convertirse en un futbolista de élite.

viernes, 8 de junio de 2012

Nigeria 1999

Siempre hay un primer momento para todo; para esa primera impresión que te casará con el destino, para esa tarea pendiente en el filo de los sueños, para ese reto contigo mismo en pos de demostrar tu valía y también para ese cambio de estilo que te convierta en diferente para el resto del mundo. La selección española de fútbol dio un paso definitivo en el verano de 2008, allí, en Viena, y mientras los sueños volaban por el aire acariciando la realidad, España dio una impresión fastuosa, culminó su tarea con eficencia, superó sus retos y cambió el estilo para dejar de ser furia y quedarse simplemente en La Roja. Pero aquel proceso de deconstrucción comenzó mucho antes, en una luminosa primavera africana nació el gen ganador que nos situó, por derecho, en la cima del mundo once años más tarde. En África comenzó el proceso y en África se cerró el círculo.

No tenía mal equipo aquella España juvenil que se presentó en Nigeria para disputar el campeonato mundial de la categoría en 1999. Allí estaban Marchena, que hizo carrera en Valencia y fue padre en un vestuario de campeones, Orbaiz y Yeste, cuyos nombres serigrafiaron miles de camisetas en Bilbao, Barkero, de cuya clase aún disfrutan los aficionados del Levante, Gabri, que recorrió el mundo en busca de la oportunidad que perdió en Barcelona, o Valera, cuyo gol al Barça con la camiseta del Betis dio la vuelta al mundo en ochenta días. Pero por encima de ellos había dos tipos que aglutinaban en su cabeza todo el éxito posible.

Casillas ya había debutado como portero en el primer equipo del Real Madrid. Se adivinaban reflejos de felino, personalidad de líder y categoría de primer espada. Alternó la titularidad con Aranzubía e inició su particular rosario de milagros en aquel agónico partido de cuartos frente a Ghana. Solamente hay que ponerse en situación; cuartos de final, tanda de penaltis y un mal fario que nos persigue de por vida. Pongan enfrente a Ghana o a Italia, el momento vale más que el rival. Pongan en la portería a Casillas. Ahora abran los ojos y visualicen el milagro.

Xavi también había debutado como titular en el primer equipo del Barcelona. Su camino fue mucho más espinoso. Por delante tenía al gran capitan Guardiola, el tipo que lo acaparaba todo; los focos, el vestuario, el juego y el estilo. Le nombraron sucesor y le tiraron a los leones. Pero Xavi no era Guardiola, no tenía su estatus periférico, no tenía su alma de líder y, por encima de todos los hándicaps, no era un mediocentro al uso. Y le crujieron por ello. Le crujieron mucho. Pero en Nigeria fue otra cosa, jugó por delante de Orbaiz, sin exigencias defensivas extremas, con todo el espacio por delante, con todo el tiempo para pensar, con el balón en los pies. Y Xavi fue el amo del torneo. Nos podemos volver a poner en situación; un tipo bajito que hace lo que quiere, como quiere y donde quiere. Ahora volvamos a Nigeria, o volvamos a Austria, o volvamos a Sudáfrica. Ya lo hemos visto todos, y lo hemos comprendido. Xavi cambió el estilo.

Ellos iluminaron el camino. Hubo un tiempo en el que nos perseguían los fantasmas, nos fustigábamos sin haber cometido pecado y, cuando pecábamos, nos encerrábamos en el cuarto oscuro de nuestras pesadillas para volver a revivir los errores y no aprender nunca de ellos. Pero todo cambió cuando al equipo de los grandes, al de las exigencias, al de las urgencias historicas, llegaron dos tipos que sabían lo que había que hacer. A uno le tocaba la parcela de los milagros y al otro, simplemente, la tarea del juego. Ellos fueron los líderes, los gurús, los culpables. Con ellos España ganó su primer mundial en categoría juvenil y con ellos España ganó el mayor prestigio de su historia en categoría profesional. Siempre hay un primer momento para todo y Nigeria no fue solamente un título; fue un punto de inflexión.