jueves, 25 de febrero de 2016

Dixie

El día que el delantero estrella del Everton recibió una patada tan fuerte que le hizo perder un testículo, el chico fue consciente de que mantenerse en la élite no solamente iba a ser un trabajo conducido por la ilusión, sino que iba a necesitar grandes dosis de audacia y carácter si quería sobrevivir en la jungla.

Dixie Dean comenzó pateando ratas junto a las vías del tren para practicar el chut con ambas piernas. En tiempos de penuria, aquellos pequeños animales eran lo más parecido a una pelota en movimiento que el joven podía encontrar. Más allá de hacer carrera con un balón, la trascendencia de Dean fue mayor aún que su leyenda. Anotó cientos de goles, pero sobre todo dejó la impronta de un tipo al que había que imitar. Lo malo para el Everton fue que, en su caso, Dean se había convertido en un futbolista inimitable, por más que él hubiese pasado sus últimos años intentando peregrinar su palabra de oído en oído, haciendo el esfuerzo para que los jóvenes supiesen qué significado tenía la camiseta que vestían cada domingo.

Quizá por ello, para no ver más como aquella camiseta se ensuciaba de mala manera, el que fue considerado mejor jugador de la historia del Everton, decidió marcharse para siempre una tarde de marzo de 1980. El Liverpool había anotado el definitivo uno a dos en Goodison Park y el corazón de Dean decidió decir basta. Allí quedo su último suspiro, en la misma grada desde las que había escuchado las mayores ovaciones de su vida.

Y es que Dean siempre fue de emociones fuertes. El día que un directivo del Everton llamó a su trabajo para comunicarle que querían firmarle un contrato, corrió las cuatro millas que le separaban del hotel Woodside para no hacer esperar a sus firmantes. Tales eran sus deseos de triunfar en el Everton que peleó durante toda su vida y contra las indicaciones médicas. Por ello, el día que, después de sufrir una fractura craneal le dijeron que se olvidase del fútbol, puso todo su empeño para volver a lo grande. Y lo hizo. Cuando se retiró había sumado treinta y siete tripletes. Nadie ha repetido semejante hazaña en el fútbol inglés.

Su despedida se tiñó acuosa por la cantidad de lágrimas derramadas. Dean era un hombre sensato y sabía que podía seguir jugando al fútbol, pero también sabía que ya no podía seguir dándole toda su calidad al Everton. Firmó por el Notts County y se dispuso a disfrutar sus últimos años sin la presión de verse como líder de un equipo obligado a ganarlo todo.

Dean había tirado la toalla pocos meses antes como jugador del Everton. En un duro partido disputado contra el Tottenham en FA Cup, había luchado como siempre pero había estado más desacertado que nunca. Las cosas cambiaron cuando, en el partido de desempate cedió su lugar a Tommy Lawton. El chico tardó pocos minutos en volver loca a la defensa rival y en sentenciar la eliminatoria. Aquel día, Dean se dio cuenta de que sus días en el Everton habían tocado a su fin y que había que darle el relevo a Lawton. Fue el día que rememoró su infancia, sus aficiones más reprochables y sus logros como futbolista.

Recordó el día que entró a trabajar en Wirral Ferrocarril acompañado de su padre. Tenía once años y tenía el convencimiento de que jamás tendría la oportunidad de ser un jugador de fútbol. Recordó aquellos días previos a un derbi cuando enviaba misivas a Leesh Scott, portero del Liverpool, preguntándole si era capaz de dormir sabiendo que se iba a enfrentar al mejor delantero del campeonato. Y recordó aquellas ocasiones, más de las reconocidas, en las que terminó la jugada regalando un gol al compañero mejor colocado. Fue un gran goleador, pero nadie debía olvidar que había sido también un magnífico asistente.

En su primera temporada en el Everton ya se había convertido en el ídolo de la gente. Su carácter, siempre competitivo, y su amor al color azul, le hicieron ser el tipo más querido de la ciudad. Educado en la calle y en la fábrica de ferrocarriles, no tuvo reparos en admitir que su escuela fue el fútbol. Allí aprendió a valorar el cariño, la fe y los logros. Quizá fue por ello que el día que anotó el gol que le convertía en el máximo goleador de la historia en una sola temporada, el estadio rugió como no lo había hecho nunca antes. Y hablamos de un club que, por aquel entonces, ya se había habituado al éxito no circunstancial.

El mayor susto de su vida lo tuvo en 1926 cuando un accidente de moto le causó una severa fractura en el cráneo. Lo primero que hizo tras volver a jugar fue anotar un gol de cabeza. Quería dejar claro que su testa no conocía el dolor y que su ímpetu no tenía barreras. Corrió el rumor, durante un tiempo, ante la incredulidad de que el tipo que días antes se había fracturado el cráneo, fuese capaz de seguir cabeceando pelotas con la firmeza de un titán, de que los cirujanos le había dejado incrustrada una placa de acero en la cabeza. Pero ya se encargó él de desmitificar la leyenda y dejar claro que lo suyo era ímpetu y no ciencia ficción.

En 1930, durante un amistoso disputado en Colonia, se fracturó dos dedos y su mayor pesar no fue el de no poder disputar partidos de fútbol, pues él daba por hecho que sería capaz de jugar sin un brazo, sino que se molestó por no poder echar sus vespertinas partidas de cartas. Lo banal, también, a veces, por encima de lo trascendental. De esta manera se convirtió en el tipo más querido al lado azul de la ciudad. Un hombre anuncio al que las marcas acudían y al que los aficionado adoraban cada vez que iba a anotando, uno a uno, hasta sumar diecinueve, los goles en los partidos disputados ante el Liverpool, archienemigo, siempre a batir, al otro lado de la ciudad.

A pesar de la rivalidad, Dean se ganó el respeto de toda la afición red. Tal fue así, que a su muerte, el míto Bill Shankly llegó a decir que Dixie Dean formaba parte de la clase de gente importante como Beethoven, Shakespeare o Rembrandt. Casi nada. Y es que Dean principalmente encauzó su lucha con el objetivo de convertirse en leyenda del equipo al que aprendió a amar desde que era solamente un niño. Era un delantero fuerte, pero no exento de buenos movimientos. Se movía como los ángeles y se anticipaba como un demonio. Nadie olvidará la tarde en la que hizo un hat-trick al Arsenal para establecer, así, el record aún perdurable de sesenta goles en una sola liga.

Aparte de ser un enamorado de la camiseta que vestía, Dean era un hombre de principios firmes. Quizá fue por ello que no quiso firmar su primer contrato amateur con el New Brighton AFC, el equipo que presidían los dueños de Wirrar Ferrocarril, ya que se negaba a servir a los mismos jefes en el trabajo y en el ocio. Y fue por eso por lo que tendió una mano al joven Tommy Lawton cuando este subió al primer equipo del Everton en 1936. Eran los años del ocaso y Dean descubrió en Lawton unas magníficas condiciones con las que poder triunfar en el fútbol. Le adoptó bajo su manto protector y le enseñó sus mejores secretos para que, el día que él decidiese salir del club, el chico estuviese suficientemente preparado para sustituírle.

Sus principios, su fútbol y sus increíbles saltos, aún rememorados en la consciencia de quienes escucharon las historias de boca de sus abuelos, también se traducieron en títulos. Uno no solamente se convierte en leyenda de un club a base de esfuerzo y goles. En 1933 el Everton se alzó con la Copa Inglesa por segunda vez en su historia. Pero la mayor gloria se consigue en los escenarios más desfavorecedores. Poco antes, el equipo había descendido a la segunda división y, lejos de marcharse en busca de más fama y fortuna, Dean permaneció fiel a sus colores. Anotó más goles que partidos jugó en la segunda categoría y el equipo regresó a la élite con más fuerza. Muchos de aquellos goles fueron con la cabeza, y fueron los que le hicieron más famoso, pero Dean contaba, además, con un cañón en la pierna derecha. Quizá por ello, cuando, con sesenta y nueve años, tuvo que verse forzado a la amputación de la misma, alguien llegó a sugerir que ella extremidad no podía quedarse en manos de la ciencia sino que debería formar parte de un museo futbolístico.

El declive definitivo le condujo a la ciudad de Asthon. En la pequeña ciudad inglesa aún le recuerdan con cariño. Jugó un par de años, lento y pasado de peso, pero lo hizo por amor y diversión. Y por seguir siendo un padre para los más jóvenes. Antes, justo después de abandonar el Everton, se había enrolado en las filas del Sligo Rovers, un modesto equipo irlandés al que condujo a ganar el doblete en 1939. Era una muesca más con la que engrosar su leyenda. Aunque la verdadera leyenda la había escrito nueve años antes, cuando el Everton había descendido a segunda y Dean se había negado a abandonar el equipo a pesar de contar con numerosas y cuantiosas ofertas para permanecer en la primera división inglesa. Allí descubrió el lado más oscuro del fútbol; jugadores renegados por haber perdido el tren que jugaban con fiereza y pocas miras. Dean recibió mucho a lo largo de su carrera, pero era tal su ímpetu que jamás consiguieron amilanarle. Es más, cuanto más le pegaban mejor jugaba. Una personalidad tan brutal que caló en lo más hondo de los aficionados rivales. Una vez preguntado Bill Shankly por Dixie Dean, dejó claro su posición: "Fue, sin duda, el mejor delantero de la historia".

Un delantero que dejó una marca de trescientos diez goles en liga inglesa aún no alcanzado hasta el día de hoy. El tipo que, cuando ganaba títulos, dejaba su impronta y se hacía valer por encima de sus compañeros. Aquellos que le llamaban "Dixie", primero en tono despectivo y más tarde cariñoso, al ser su parecido físico al de los inmigrantes de color llegados de norteamérica en los años de la depresión y que eran conocidos como dixies por el populacho inglés. Aquel hombre de tez morena y pelo ensortijado, ganó casi en solitario la FA Cup de 1933, anotando al menos un gol en todos los partidos, incluído el doblete de la final ante el Manchester City. El hombre que, mientras anotaba goles, iba haciendo gala de su personalidad y sus principios, siendo uno de los pocos futbolistas que, en el amistoso disputado en Alemania ante el Colonia, se negó a realizar el saludo nazi cuando las autoridades germanas aparecieron en el palco.

Realmente nunca le gustó el apodo de "Dixie", más que nada, porque cada vez que se lo decían, notaba más desprecio que cariño en la palabra. Siempre le gustó pelear contra lo que no le gustaba y, casi siempre, fue capaz de lograr sus retos. Se apostó a anotar un gol en cada partido internacional jugado con la camiseta de Inglaterra y logró dieciocho tantos en dieciséis internacionalidades. Se apostó a batir el record de goles en una temporada y si para ello era necesario anotar nueve goles en las tres últimas jornadas, lo hizo después de marcarle dos al Aston Villa, cuatro al Burnley y tres al Arsenal en una épica jornada final. Y, sobre todo, se apostó con si mismo el seguir viviendo después del terrible accidente de moto que le tuvo inconsciente durante treinta y seis horas.

Un accidente tras el cual, los tabloides, ávidos de carnaza, llegaron incluso a anunciar su muerte. Pero él regreso de entre los muertos y en sus primeros partidos le anotó un gol al Arsenal y otro al Newcastle. El depredador había vuelto y ahora era más fuerte porque no le tenía miedo a nada. Otro mito de los banquillos ingleses, Sir Matt Busby, declaró después de su retirada que "jugar contra él era al mismo tiempo un placer y una pesadilla". Placer por ver jugar al mejor. Pesadilla por tener que sufrirle.

Cuando la liga inglesa introdujo los números en la camiseta para distinguir las posiciones de los equipos, Dixie Dean se convirtió en el eterno número nueve del Everton Football Club. Eternidad definitiva que alcanzó después de aquella gloriosa jugada en la que coronó con un espléndido cabezazo un imperial centro de Alec Troup. Con aquel gol al Arsenal firmaba su diana número sesenta y, aunque la afición ya había celebrado el título de liga un par de jornadas antes, Goodison Park estalló de júbilo al comprobar como su jugador fetiche era capaz de batir un record aún hoy inalcanzable. A su retirada, estableció otro record casi imposible, al sumar trescientos cincuenta y tres goles en doce temporadas. Una media de veintinueve goles por temporada. Una barbaridad.

Tal magnitud alcanzó su fama que la estrella del beisbol americano, Babe Ruth, solicitó conocerle en persona. Cuando se vieron se admiraron mutuamente. Era muy difícil no admirar a Dean. Un tipo duro que apenas sufrió lesiones dentro del terreno de juego y que fue capaz de jugar tras dos graves incidentes. En 1999, en votación popular, fue elegido como el mejor futbolista de la historia del Everton. La gran mayoría de los que le eligieron no le habían visto jugar, pero resultaba imposible resistirse a la épica de las historias que les habían relatado sus abuelos.

Porque Dean, además de futbolista fue leyenda y personaje público. Generó dinero en una época donde el amateurismo impedía a los jugadores enriquecerse. El Everton pagó la friolera de tres mil libras de la época para hacerse con sus servicios. Y lo hizo fichándolo de un equipo casi de regional. Más tarde, cuando ya era una celebridad, se convirtió en hombre anuncio. Famosa durante décadas fue su frase para una marca de cigarrillos: "Los jóvenes futbolistas no se quejarían de que fumar interfiere en su aptitud su fumasen cigarrillos Wix". Cómo ha cambiado el mundo.

Y cómo había cambiado la historia. El niño que durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, había repartido cigarrillos en las casas de los soldados que marchaban a filas, ahora era el hombre que se encargaba de hacerles publicidad. Era la trascendencia del ídolo. El mismo que, a día de hoy, está inmortalizado a las puertas de Goodison Park en forma de estatua de bronce.

Pero no solamente en Goodison impartió cátedra. Lejos de allí, y siendo un juvenil prometedor, se enroló en las filas del Tranmere Rovers tras su adiós al equipo de su infancia. No hubo tiempo de derrochar lágrimas y sí de anotar más goles. El equipo estaba en la parte baja de la tabla cuando él llegó. Treinta partidos después y veintisiete goles mediante, el equipo ascendía de categoría. Todo un ídolo de carne y hueso. El ídolo que visitó Goodison por vez primera en 1915 y se hizo una promesa. Tenía ocho años. En diez más, a mucho tardar, debía volver allí. Esta vez como futbolista. Y lo cumplió. Lo hizo con creces, tanto que casi un siglo después fue uno de los primeros futbolistas en ingresar en el salón de la fama del fútbol inglés.

Porque lo suyo era fama casi mundial. Tanto pánico generaba en los entrenadores rivales que decidían, casi por unanimidad, un férreo marcaje indiviual sobre él. Famosa fue aquella vez en la que un defensor no le dejaba ni respirar y se giró para decirle; "Oye, me voy a mear ¿Te vendrás conmigo?". Era el carácter de un tipo forjado en las fábricas de ferrocarril donde trabajaba duro durante toda la noche para, por el día, poder jugar al fútbol y cumplir sus sueños. El carácter del soldado que defendió a su país en la campaña de Italia durante la Segunda Guerra Mundial. El carácter del hombre que pidió que le retirasen la placa de metal de la cabeza antes de tiempo porque quería seguir marcando goles. El carácter del jugador que se hartó de que un espectador le recriminase por su color de piel y le propinó un balonazo en la cara en el transcurso de un partido.

El carácter del chico que rechazó jugar en el equipo de Winrral Ferrocarril porque no quería jugar para aquellos que le pagaban el sueldo por ejercer su trabajo. El chico que creció como futbolista en el Pensby United antes de consolidarse en el Tranmere Rovers previo salto al Everton. El chico que leyó mal la hoja de su contrato y creyó que iban a pagarle trescientas libras semanales cuando tan sólo eran treinta. El chico llamado William Ralph Dean quien, pese a no creerse rico siendo un joven futbolista, luchó más que nadie para, con la ayuda de su talento, convertirse en el mejor jugador de su país.

Se retiró tarde, sobrepasando la cuarentena. Le costó dejar el fúbol. Le costó empezar una vida nueva. Cuando dijo adiós montó un pub en Liverpool que se convirtió en lugar de peregrinación para la hinchada del Everton. Domingo tras domingo tras domingo llenaban el local. Igual que llenaban Goodison en aquellas tardes de gloria donde brindaba goles por doquier. Como en su tarde más famosa. Aquella en la que batió el record que George Camsell había establecido solamente una temporada atrás. El Everton ya era campeón de liga, pero Goodison Park se llenó expresamente para ver a William Dean marcar su gol número sesenta. La tarde en la que el equipo jugó en exclusiva para él y él respondió, como siempre, regalándoles la felicidad suprema. Aquella temporada había comenzado como un cañón y la había terminado como un misil. Anotó en los nueve primeros partidos de liga. Nueve. Anotó nueve goles en los tres últimos partidos de liga. Nueve. La gente aclamaba a su número nueve. Nueve.

Nueve vidas pasarán para que Goodison vuelva a disfrutar de un jugador igual. Muchos, en cambio, se resignan a creer que Dean es irrepetible. Si así fuese pueden estar satisfechos; solamente ellos le disfrutaron.