viernes, 28 de diciembre de 2018

El hombre que aguantó a Cruyff

Existen momentos puntuales que, aún realizados sin querer, cambian el rumbo de las personas y, por ende, el rumbo de un club o de una afición. Iniciar un ciclo ganador se basa en la apuesta por una idea y en la constancia por la reivindicación. Para ello, se necesita paciencia y fe, una para resisitir, la otra para seguir creyendo. Muchos abandonaron el barco antes de tiempo y otros, aún en sus peores días, se encontraron con un salvavidad inesperado. La historia del Barça se escribe con C de Cruyff, pero aquella letra pudo haber sido borrada antes de tiempo y hoy, probablemente, seguiría siendo aquel club lastimoso que peleaba su lugar en el mundo entre tierras infértiles.

Núñez fue un megalómano que entró en el fútbol como un elefante en una cacharrería. Quiso cambiar la fortuna de su equipo a golpe de talonario pero con un discurso plañidero. Se quejaba por todo; los árbitros, los horarios, los abusos federativos y, sobre todo, del centralismo. No supo curar la madriditis a pesar de que a Barcelona iban llegando, tal y como había prometido, los mejores futbolistas del mundo. Quini, Krankl, Simonsen, Schuster, Maradona y Lineker llegaron a la ciudad condal después de consagrarse como estrellas y, en la mayoría de las veces, terminaban marchándose como estrellados. La proposición era atractiva, pero el discurso era victimista. Entonces, cuando estaba contra las cuerdas, gastó su última bala y tiró de corazón para endulzar a la castigada afición azulgrana.

La opción de Cruyff era populista a todas luces pero tras ella ya no había colchón. Llegó a un acuerdo con el holandés y se fructificó una relación amor odio que duró ocho año. Tú me apoyas, yo te apoyo. El club, sumido en una crisis institucional sin precedentes, jugadores amotinados y aficionados indignados, apostó por la revolución y Núñez dejó que Cruyff fuese la cara visible de la misma. Hesperia mediante, tres cuartos de la plantilla fueron despedidos y se ficharon futbolistas con buen pie y poca historia ganadora. Se cambiaron las estrellas por las promesas, pero estas, como se pudo ver pronto, tampoco cumplían con las expectativas.

Porqué Nuñez aguantó las boutades de Cruyff se explica en dos momentos clave. El Madrid ganaba ligas pero seguía sin ganar en Barcelona y el Barça, más allá de los puntos perdidos, iba rascando títulos de manera progresiva. Ganó la Recopa en Berna y ganó la Copa en Mestalla. Aquel partido cambió el ciclo del fútbol español. Cruyff pasó de cuestionado a venerado y el equipo comenzó a funcionar como una locomotora. Cuatro ligas y una Copa de Europa después, la relación terminó por romperse de tanto tensarse. Núñez, que ganó fama como el hombre que fichó a Cruyff, terminó siendo el hombre que le despidió de la peor de las maneras.

La crisis posterior fue tan grande que terminó llevándoselo por delante. Van Gaal ganó ligas pero no pudo ganar el corazón y en su último intento por conquistar Europa fue avasallado por el Valencia y despedido entre pañuelos blancos de protesta. Se acabó una era y empezó otra mucho más escabrosa. El tipo que había roto los moldes institucionales, fue detenido por malversador y conducido a la cárcel por delincuente. Era un mal epílogo para un, a la larga, buen presidente. Cinco ligas y la ansiada Copa de Europa eran un buen aval. Sin embargo, siempre quedó la sensación de que el hombre tenía más en fe en sí mismo que en el propio equipo.

Atacado por la edad y los recuerdos, el fallecimiento de Núñez puso fin a una era en la que los palcos eran rings de enfrentamientos verbales y las emisoras eran un lugar para acusaciones veladas. Sin Gil, sin Mendoza y, ahora, sin Núñez, se marcha una era que quedará en el recuerdo para siempre. Cuando los futbolistas eran hombres y los presidentes eran tipos que presumían de billetes y logros. La gloria era para ellos y la culpa, siempre, del empedrado.

Pichichis: Pahiño

El profesor Emilio Crespo empeñaba su tiempo en cultivar personas. No era un hombre a quien la docencia le importase poco, era un soñador que animaba a los niños a despertar y, sobre todo, a pensar. Siempre a pensar. Los tipos que piensan, les dijo a sus alumnos, siempre serán tratados como hombres raros, pero sólo ellos sabrán que los raros son los demás. Manuel Fernández, el hijo de Paíño, era uno de los alumnos aventajados de don Emilio. Había aprendido a jugar al fútbol y había aprendido a pensar, por ello, siempre fue visto como un tipo raro.

Así le vieron en Madrid, la primera vez que apareció en el vestuario con un libro bajo el brazo. Para entonces, ya tenía fama de rojo y esa, era una fama aún peor que la de pensador. El futbolista, más pendiente del gol propio que de la palabra ajena, hizo oídos sordos a las acusaciones y se dedicó a lo que mejor sabía hacer; ganar partidos. Acompañado de su inseparable Miguel Muñoz, hizo el petate rumbo a Madrid después de haberse destapado como un delantero voraz en el Celta de Vigo. Allí había hecho fama en la temporada 1947-48 después de erigirse como máximo goleador de la liga y llevar al Celta a un histórico cuarto puesto. Era un delantero voluntarioso, poco dado al regate, pero que rompía la pelota con ambas piernas. Para embrutecer sus disparos, reforzaba la puntera de sus botas con chapas de acero y fortalecía sus piernas con ejercicios diarios. Cuando se marchó de Madrid, loas mediantes, prometió a su presidente no cambiar a la acera del Atlético, equipo que le ponía mucho dinero encima de la mesa. "A cualquier sitio menos a ese", le rogó Bernabéu.

Pero sus inicios habían sido algo más abruptos. Su primera temporada en el Celta terminó con un descenso a segunda. Muchos empezaron a dudar de su valía a pesar de que era apenas un juvenil, pero, ya en segunda, Pahíño, sobrenombre por el que le bautizó el periodista Hándicap, comenzó a demostrar sus dotes de goleador. Tanto goleó que el equipo regresó a Primera, se consolidó y él mismo fue convocado con la selección. "España ha encontrado a su delantero", rezaron las crónicas. Nada más lejos de la realidad. El subterfugio de su mala relación con la federación de fútbol se encontraba en lugares lejanos a los terrenos de juego, como una biblioteca clandestina, una librería francesa o un kiosko en las ramblas barcelonesas, lugar donde conseguía, pago por debajo mediante, los últimos ejemplares de las novelas más revolucionarias.

La primera vez que fue declarado en rebeldía, jugaba en el Celta y exigió un salario más justo. La segunda, jugaba en el Granada, estaba a punto de retirarse, y se lió a guantazos con su entrenador. A aquellas alturas, todos sabían que el hijo de Manuel Fernández Paíño no se amilanaba ante nadie. Ya de pequeño podía con todo, así, fue capaz de alinearse en tres equipos diferentes de Vigo con los que jugaba durante toda la jornada del sábado. De mayor, ya acostumbrado al gol y al elogio, decidió colgar las botas cuando vio que los defensas podían con él. Cuestión de amor propio. Se marchó dejando doscientos treinta y tres goles en trescientos catorce partidos como profesional.

Tres de ellos los anotó con la selección nacional de fútbol. Muchos más los hizo en Chamartín, incluso de visitante, como aquella tarde en la que regresó vistiendo la camiseta del Deportivo La Coruña y anotó dos para dar la campanada. El estadio, en agradecimiento a los servicios prestados, se puso en pie para despedirle. Más de uno, seguro, en su cabeza, terminó tatareando aquella vieja copla que resonaba en la tribuna y que decía "Ponen al público en pie los centros de Joseíto, pero cuando la emoción se pone el alma en un hilo, es cuando empalma un trallazo, sobre la marcha, Pahiño".

Si algo entusiasmó a sus seguidores, gol aparte, es que el tipo nunca se arrugaba. Si le pegaban, pegaba, si le amenazaban, se encaraba, si le insultaban, insultaba. Visto esto, es fácil entender lo que le ocurrió en uno de sus últimos partidos como profesional. Vistiendo la roja y blanca del Granada, visitó Heliópolis para enfrentar al Betis. En una de sus arrancadas, condujo la pelota con velocidad hacia la meta rival, no había freno, o no parecía haberlo. Entonces apareció Felipe, defensa bravo y contundente, para derribarle con una aparatosa patada. Pahiño se levantó como un resorte y estampó dos puños en el rostro de su rival. Igual que con los pies, manejaba ambos puños con soltura. Y es que se vio obligado a defenderse desde pequeño. Hijo del hambre y la necesidad, hizo de esta virtud para hacerse valer en la vida. No le asustó la competencia y, pese a ser coetaneo de Zarra y César, siempre creyó merecer tantos galones como ellos.

En otro lance del juego, mientras el Madrid disputaba una torneo en tierras sudamericanas, Pahiño terminó a tortas con la estrella del equipo rival. Por entonces no se le dio mucha importancia, pero el delantero rubio del Millonarios de Bogotá con el que cruzó manos se llamaba Alfredo Di Stéfano y terminó siendo uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol. Pero más allá del carácter, Pahiño era gol y entrega. Ciento ocho goles marcó como madridista, algo que ya soñaba hacer el día que envió una carta a las oficinas de Chamartín ofreciendo sus servicios. No se sentía bien tratado en Vigo y se sabía capaz de ser la estrella de uno de los equipos punteros de la liga.

Con la camiseta del Madrid fue internacional por segunda vez, fue un partido ante Bélgica en el que no anotó ningún gol. Por entonces, ya era un tipo bajo un permanente paraguas de sospecha. Había debutado en Suiza, aún con la camiseta del Celta y la historia de su no relación con la selección nacional nació allí mismo. "Fui un futbolista diferente", espetó en más de una ocasión. "En Vigo, por ejemplo, me sentía como un botones, siempre al servicio de los directivos. Yo sólo quería ser libre". Y eso que el Celta apostó fuerte por él en un primer momento; procedente de los equipos amateurs de galicia, en Vigo se fijaron en él desde que comenzó a golear en el Rápido de Bouzas. Le garantizaron un servicio militar cómodo y cercano a casa para que renunciase a la oferta del Salamanca y le dieron una ficha de dieciocho mil pesetas. Tras unos primeros meses fallidos, el chico, con dieciocho años, se destapó siendo el máximo goleador en segunda división y conduciendo a los celestes de nuevo a Primera. En el partido definitivo por el ascenso, en el viejo Metropolitano (campo en el que debutó como profesional), ante el Granada (equipo en el que se terminaría retirando), tiró de épica y aguantó más de media hora en el campo con el peroné roto. Había hecho dos goles en el primer tiempo y se había fajado bravamente hasta que una fuerte entrada le rompió la pierna. Resistió hasta la lágrima y celebró con dolor. En su regreso a primera fue máximo goleador por vez primera (lo sería una segunda vez con la camiseta del Madrid) y se convirtió, por sus gustos personales y sus ideas globales, en un tipo sospechoso. Siempre bajo la vigilancia del régimen.

Todo estalló definitivamente, en aquel envite amistoso entre Suiza y España. En el descanso, con uno a dos a favor de los españoles, el general Gómez Zamalloa, delegado de deportes, bajó al vestuario y pidió salvar el orgullo patrio con "Cojones y españolía". Ante semejante solicitud, Pahiño no pudo hacer otra cosa que sonreír de manera sarcástica. Lecciones de moral las justas, debió pensar, y de usted menos aún. Pareció un gesto sin importancia, pero el general le tomó la matrícula y Pahiño estuvo un lustro sin volver a vestir de rojo. Sí vistió de blanco, posteriormente y, más tarde, de blanquiazul, formando una pareja letal con un incipiente futbolista, flacucho y tímido, que terminó siendo el primer y único balón de oro en la historia de España. Se llamaba Luis Suárez. El hueco que dejó en Madrid lo tomó Di Stéfano y huelga decir que, pese a los goles que dejó de marcar, el madridismo terminó por no echarle demasiado de menos. Sí se le recuerda en La Coruña, sin embargo, por un hecho puntual, más allá de los dos goles anotados en Chamartín que sirvieron para derrotar al Madrid en domicilio. Fue en el año cincuenta y cinco, el Dépor, organizador del torneo, jamás había ganado el Teresa Herrera, por entonces prestigioso campeonato veraniego en el que participaban los mejores equipos de España. En una final tremenda ante el Athletic de Bilbao, Pahiño enganchó una volea con su pierna derecha e hizo temblar la red de Carmelo en la prórroga. La copa de Hércules, por fin, era blanquiazul.

No es difícil aceptar, pues, que Pahiño se haya convertido, por derecho propio, en el único futbolista al que hayan idolotrado los dos grandes equipos gallegos sin caer en contradicciones ni acusar de deslealtades. Se marchó de Galicia para ganar la gloria y regresó cuando le atacó la morriña. En el concello de Navia, cerca de Vigo, donde nació y creció, hay un pequeño estadio de césped artificial que lleva su nombre, que mayor gloria que convertirse en inmortal. Murió siendo el futbolista con el segundo mejor promedio goleador de la historia de la liga y, a pesar de ello, no fue convocado para el mundial de 1950, en pleno esplendor de sus facultades. "Cojones y españolía", recordaba a menudo. Eso fue lo que les faltó a los mismos que le vetaron, cojones y españolía para discernir sobre lo deportivo y no sobre lo político. Hasta el propio diario Arriba, cabecera del régimen, después de aquella célebre pelea con Felipe en Sevilla, declaró en un artículo de opinión que "Qué se puede esperar de un tipo que lee a autores rusos como Tolstoi o Dostoievski". Don Emilio le había enseñado a pensar y él pensaba. Aquello era pecado. Era el bicho raro del balompié. Con todo, su cabeza rebelde y su corazón revolucionario, le otorgó la fuerza y energía para anotar doscientos diez goles en la primera división, siendo, a día de hoy, el noveno goleador histórico de la liga.

Se retiró cansado de luchar, contra los ideales y contra los defensas contrarios. Se retiró al cantábrico vasco y trabajó como armador de barcos al tiempo que vio a sus hijos crecer junto a una guitarra y un micrófono. El tipo que renunció a una ficha de doscientas setenta y cinco mil pesetas porque quería cambiar la norma se marchó sin arrepentirse de nada pero creyendo que podría haberlo cambiado todo. "Nací antes de tiempo", se lamentaba. Probablemente. Le sobraron los goles y le faltaron los títulos, por ellos, no perdía de su memoria aquella final de Copa disputada ante el Sevilla vistiendo la zamarra del Celta. Perdieron cuatro a uno y Bustos hizo el partido de su vida. "Me lo paró todo", recordaba una y otra vez. "Todo". Hubo muchos quienes quisieron pararle; directivos, defensas, entrenadores y generales; pero él siguió hacia adelante, con un libro de Hemingway bajo el brazo y las letras de los hombres libres en la cabeza. "Tienes que pensar", le había dicho don Emilio. "Siempre serás un bicho raro, pero los raros, en realidad, son ellos". Y así, entre bichos raros y recuerdos imborrables, se apagó la luz del hombre que fue acusado de rebelde y se reivindicó con goles y palabras. Y una media sonrisa irónica que le inmortalizó para siempre.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Lo intangible

Hay elemento intangible que diferencia a los buenos futbolistas de los mejores, algo inherente al talento pero que vive más allá de él, algo separado de la cotidaniedad que resurge en el cuerpo más improbable porque, generalmente, vive en el cerebro más preparado.

El fútbol es un juego que se ejecuta con los pies pero que se juega con la cabeza. Con una premisa tan sencilla, futbolistas, que a primera vista se vieron como víctimas del agravio físico, hicieron carrera en un deporte que, a priori no era para ellos. Es el don de los elegidos, aquellos tipos que conocen el misterio del juego y, por ello, saben descifrar cada jugada con el pase más sencillo. Es el juego del rompecabezas; primero buscar el espacio vacío, después colocar la pieza.

En el juego del pragmatismo más eficiente, triunfaron hombres como Guardiola, Xavi e Iniesta, generaciones escalonadas que pusieron firma a un modelo futbolístico que creían haber patentado en la Masía azulgrana. Nada más lejos de la verdad, lo que ellos sublimaron, hubo otros que también lo supieron manejar. Así, en la coetaneidad de Guardiola, creció Paul Scholes, junto a Xavi, Pirlo se convirtió en alter ego y la frecuencia mágica de Iniesta fue replicada con el magisterio de Modric. Todos, directores de juego en un mundo de lobos, se convirtieron en corderos indomables que terminaron doblegando a la manada. Importa ser el más fuerte, el más hábil o el más rápido. Importa mucho ser el más certero. Pero ante, todo, impera ser el más listo.

La capacidad para manejar el espacio y el tiempo es el terreno minado sobre el que se depositan las esperanzas de Riqui Puig. Tal es el anhelo de lo que perdieron, que en Can Barça prefieren rasgarse las vestiduras y apostar, en el ideario colectivo, por un chico al que han visto en tres lances pero que parece destilar un fútbol de alto grado. No es fuerte, ni rápido, tampoco especialmente hábil, aunque tiene un enorme margen de mejora, pero es listo como pocos y sabe pasar la pelota, siempre, al compañero mejor colocado.

Hay algo en el pase en corto que recuerda a Guardiola, algo en el giro cuando recibe de espaldas que recuerda a Xavi y algo en la manera de conducir que recuerda a Iniesta. Todo son recuerdos y comparaciones y esta será la gran barrera que tenga que saltar Puig cuando alguien decida darle, de verdad, la camiseta del primer equipo. Si llega, si se afianza y si triunfa, deberá hacerle saber al mundo que no existen las copias perfectas y que solo un jugador es sí mismo si consigue imponer aquello tan insustancial, pero tan esencial, como es lo intangible. Ese halo de misterio que vive en las botas de los elegidos y que consiste en saber jugar al fútbol sin necesidad de tener un cuerpo de atleta.

El sucesor

El problema de la sucesión se agrava cuando la figura del sucedido está en una dimensión superior. Uno puede hacerlo todo bien, entregar el alma en mil suspiros, comerse la hierba, patear tiros a la escuadra y sentir que el runrún de la grada te agradece el esfuerzo pero que, en el fondo, todos saben que jamás serás como él porque como él no ha habido otro en la vida.

Cuando Gianfranco Zola vistió por vez primera la camiseta con el número diez del Nápoles, todos sabían que era un magnífico jugador, pero todos sabían, también, que aquello no le iba a servir para espantar a los demonios. Los ángeles caídos emergieron de golpe una tarde de otoño de 1991 cuando Maradona salió ante los medios con el rostro compungido y los ojos dormidos. Era el crepúsculo de un dios que lo había sido todo y, de repente, se había quedado en nada.

Nápoles, la ciudad que había tocado el cielo, se vio de repente sumisa en una iniciacion al cataclismo. De aquella oscuridad les sacó Zola a base de regates imposibles, pases geniales y remates a la escuadra. Tenía un ángel el pie derecho y la condición futbolística de los mejores peloteros. Cansado de espantar demonios, emigró al norte en busca de fortuna y se hizo amo del mundo con la camiseta del Parma. Allí ganó títulos y, sobre todo, el reconocimiento que le había faltado en el sur. Con el diez en la espalda, se situó en el escalafón de los más grandes y peleó por todo durante un lustro. Hasta que, cansado de ser un leñador con traje de gala, decidió aceptar la oferta de la incipiente Premier para emigrar más al norte y convertirse en el espíritu santo de la trinidad que cambiaría para siempre el fútbol inglés.

El fútbol básico que tantos reportes les había otorgado, había caído en el olvido y se había defenestrado en el periodo más negro de su historia. Durante el tiempo que duró la sanción que le impedió jugar en Europa durante cuatro temporadas, el fútbol inglés involucionó hasta el punto de convertirse en prehistórico. Cuando regresaron a Europa, los italianos y los alemanes les habían adelantado por la derecha. Había llegado la hora de cambiarlo todo. Idearon una nueva competición, ingresaron dinero por derechos televisivos y ficharon a tres tipos diferentes para que su fútbol virara de forma radical.

A Manchester, vía Leeds, llegó Cantoná, un frances irreverente que lideró un equipo que cambió los preceptos del fútbol británico. A Londres, vía Milán, llegó Bergkamp, un holandés errante que conjugó la genialidad en superlativo. Y al Londres más azul, también por la vía italiana, llegó Zola, un italiano vencido por la nostalgia que puso patas arriba Stamford Bridge para convertirse, por siempre, en el jugador favorito de la grada.

Y es que Zola siempre se distinguió como un futbolista diferente al resto. Buscaba las espaldas para recibir las pelotas de segunda línea, acomodaba el balón como si portase poltrona y acariciaba el cuero como un artesano. Ingenió mil momentos y cumplió con los mil detalles que antes había fabricado en su imaginación. La precisión de su pierna derecha le convirtió en temible y la holgura con que ganaba los duelos individuales le convirtió en un semidiós. Libre de sospechas, se dedicó a jugar sin pensar en perder la cabeza corriendo por balones inalcanzables. Encontró libertad y respeto. Por ello, cuando se marchó, dejó que las lágrimas brotasen por su rostro. Había sido el hombre que encontró su fortuna, había sido el futbolista que había cambiado, para siempre, el rumbo de un equipo que se había consolidado en un segundo escalón.

Zola no ganó mucho, pero siempre estará en lo más alto del podio.

martes, 4 de diciembre de 2018

Como Rogelio


El bético Rogelio, un centrocampista elegante, de toque preciso y poco recorrido, acuñó en los años sesenta, una frase a la que se han agarrado cientos de futbolistas a lo largo de los años. "Correr es de cobardes". Resulta, cuanto menos curioso, poder analizar una frase así en un deporte que, cada vez más, depende en gran medida de la condición física.

Lo que venía a decir Rogelio es que el fútbol, antes de con los pies, se juega con la cabeza, que lo importante es estar en el lugar preciso en el momento adecuado y basta, muchas veces, tener un pie privilegiado que cumpla las órdenes de tu cerebro para poder convertirte en un jugador imprescindible.

Pocos recordamos al Stefan Effenberg de los inicios. El jugador que recorría la cancha de punta a punta y conectaba con los delanteros después de recorrer la medular con un par de paredes precisas. Era un gran jugador, pero demasiado inconsistente. Sin embargo, somos muchos los que nos acordamos de aquel veterano jugador que impartió magistratura en el centro del campo del Bayern Munich en los albores del siglo XXI.

Aquel jugador que no corría, que aparecía en el lugar preciso en el momento idóneo y cuyo pie derecho ejecutaba a la perfección las ideas que lanzaba su cerebro. Un tipo elegante que se acrecentaba en los partidos grandes y que se defendía con la pelota siempre con los mejores argumentos. Hubo un día en que la revista France Football premió con el Balón de Oro a Mathias Sammer, pero con el tiempo todos supimos que el mejor centrocampista de su generación era otro. El rebelde sin causa al que expulsaron de la selección alemana por considerarse distinto y que impartió cátedra con la camiseta de un Bayern en el que todos corrían y él, aposentado en el círculo central, dirigía con precisión.

Como Rogelio, prefería no ser un cobarde.

Desagravios

Una gala es una puesta de largo para las vanidades, el lugar donde lucir palmito y reivindicar una posición en las alturas. Con Cristiano lejos del Madrid y Messi lejos de los grandes títulos, la duda recayó, durante meses, en saber si pesaría más el mundial a la hora de otorgar el premio o pesaría más la Copa de Europa.

Lo cierto es que los tres contendientes hubiesen merecido el premio. Modric porque hizo un fenomenal último tramo de temporada, Cristiano porque ayudó con goles a la consecución de la tercera Champions consecutiva del Madrid y Griezmann porque marcó en las dos finales que ganó en dos meses consecutivos. La sensación, aún así, es que hay equipos que pesan más que otros.

Son muchos los que aluden a los nombres de Cannavaro, Ronaldo o Zidane para aludir el hecho de que, siempre que ha habido mundial, el gran campeonato de selecciones le ha ganado la partida a los otros grandes títulos. Sería de necios obviarlo, pero igualmente de recibo es decir que en las dos últimas ocasiones, 2010 y 2014, Messi y Cristiano ganaron el premio después de hacer un mundial mediocre.

Mi opinión, muy lejos de las bases que rigen el premio, es que el premio al mejor del mundo se lo deben dar siempre al mejor del mundo. Más allá del mundial, de la Champions o de las estimaciones, el mejor del mundo, desde hace diez años, es un chaval desgarbado, nacido en Argentina y llamado Lío Messi. Llámenme oportunista o generador de excusas de mal pagador, pero ver a Messi en el quinto puesto es como ver a McConaughey ganar el Óscar después de que DiCaprio rodase "El Lobo de Wall Street". Hay futbolistas buenos, al igual que hay futbolistas sobresalientes; igual pasa en todos las artes; hay actores muy buenos y hay actores sobresalientes, pero hay comparaciones que no se sostienen.
 
Modric es un justo ganador como lo hubiese sido Griezmann. No es una crítica al premio, es una crítica al desagravio que se realiza en función del análisis ejecutado. Hay un equipo que manda en Europa, en el juego y en la trastienda, hay otros que aspiran a recuperar su posición y luego hay otros, como el Atleti, que seguirán siendo invitados de excepción a no ser que algún día consiga dar ese puñetazo en la mesa. Quizá ese día nadie se sorprenda si uno de sus futbolistas consigue ganar el Balón de Oro.

lunes, 3 de diciembre de 2018

La matrícula

Todos crecemos desde el talento, perfeccionamos unos mecanismos y nos hacemos importantes, sea donde sea el lugar en el que destaquemos, desde la confianza y la perseverancia. Saber aprovechar los recursos es la función básica de quien sabe destacar y saber contagiar el éxito es tarea crucial de aquel que aspira a situarse en el escalafón de la mitología. El problema surge cuando cosiguen leerte la matrícula.

Desde que empezó la liga, el Atlético ha perdido en Vigo y ha empatado en el Bernabéu además de en Villarreal, Leganés y Girona. En todos los partidos, excepto en el derbi, encajó goles y todos los goles vinieron precedidos por un fallo defensivo. El equipo que, durante un lustro se había afianzado como un seguro de vida en defensa, de repente concede goles evitables y, sobre todo, da la sensación de no saber gobernar los partidos.

No es que antes gobernanse el juego desde la posesión, generalmente nunca lo ha hecho, pero sí tenía siempre la sensación de tener controlado los encuentros, bien desde la reculación defensiva o bien desde el zarpazo ofensivo. No había equipo en el mundo que mejor aprovechase los errores que él. Y ahora es él quien concede, una y otra vez, errores al rival.

Es lo que ocurre cuando te cogen la matrícula. A los rivales les basta un poquito de orden, saber tapar la salida de los laterales y jugar en ataques directos para hacer sufrir al equipo. Ante las contraindicaciones, se recomiendan nuevas recetas. Simeone tiene las cartas en la mesa y a él le toca hacer la próxima cábala. Si no quiere ir dejándose la vida en cada salida debe combinar las piezas y saber que debe jugar a otra cosa, porque cuando consiguen leerte la matrícula ya todos esperan de ti lo de siempre.

El mucho ruido y las pocas nueces

La reverberación del eco suele ensombrecer la magia de la luz. El ruido, ese lugar común donde los críticos aúnan esfuerzos para analizar el fracaso, tapa demasiadas veces la verdad de los resultados. Peferimos hacernos propietarios de la polémica y dejamos de lado, la mayoría de las veces, problemas más consecuentes con tal de poder unirnos a la marea de opinión y decir que quizá alguien, en algún momento, se ha terminado equivocando.

Dembele es un chico que no ha parado de hacer ruido desde que llegó al Barça. Bien por su disperso modo de vida, por sus despistes fuera del campo o por ciertas actitudes dentro de él, se ha puesto siempre en el disparadero de la opinión pública. Bastó que su entrenador no contase con él en un partido para que todas las especulaciones estallasen como bombas de racimo. Se habló de cesión, de pérdida de confianza, de fracaso, de dinero tirado a la basura.

Pero nadie se había parado a analizar con causa la situación. Nadie se había parado a contar números y actuaciones y comprobar que, de unos meses hacia acá, Dembele había aportado goles decisivos y asistencias cruciales. Todo el ruido que había provocado servía para tapar el verdadero problema que acuciaba al Barça desde el otro costado; el poco ruido, en general, que venía haciendo Coutinho.

Más allá de las boutades personales, Dembele nunca se ha escondido. En las buenas, en las malas y en las regulares, aparece para pedir la pelota y retar en carrera a su marcador más cercano. Tiene buen pie y así lo acreditan alguna de sus combinaciones, y tiene un buen físico como también lo acreditan sus esfuerzos, a veces extralimitados. Todo lo contrario ocurre con Coutinho. Dotado de una majestuosa calidad técnica, el brasileño tiende a esconderse tras la segunda línea del rival y apenas aparece si no es para tomar libertad en una jugada limpia. Cuando todos han hecho el trabajo constructivo, él aparece, ímpido y letal, acostado en la izquierda, para determinar un último pase o una última opción.

Todo esto sería muy eficaz si no se tratase del jugador de un equipo que ha destacado siempre por tener los mejores generadores de juego. Coutinho tiende a inhibirse en la creación, algo peligroso si tenemos en cuenta que el Barça, poco a poco, a ido perdiendo a sus referentes y ha ido perdiendo, sobre todo, consistencia donde siempre destacaba por su solvencia. La inhibición de los centrocampistas obliga a Busquets a multiplicarse y obliga a Rakitic a contenerse. Uno es un gran mediocentro y otro es un gran volante; el poco vuelo de Arthur y la poca consistencia de Vidal, les está obligando a multiplicarse, penalizando al equipo en muchas fases del juego. Resulta demasiado curioso decirlo, pero el Barça está empezando a perder su poder en el lugar donde se consagró como irrepetible; la parcela ancha.

Por ello, convendría replantearse ciertas consideraciones. Si necesita vértigo, Dembele es un arma potente porque asegura verticalidad y sorpresa. Si necesita balón, Coutinho debería refundirse igual que hizo en el Liverpool de Klopp y sacrificar el gol por el juego. Porque al final se ha terminado generando una situación done el mucho ruido sólo lo pone uno, pero las pocas nueces corresponde, en su totalidad, al otro.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Memorias de Adriano

Uno no tiene nombre de emperador simplemente para existir sin más. Si uno tiene nombre de emperador y está tocado por la varita mágica del talento, es más que posible que haya nacido para gobernar su mundo. Y si alguien nacido para gobernar su mundo tiene la potencia de un tanque y la precisión de un torpedo, es fácil que se convierta en el arma de guerra más temida por el enemigo.

Adriano Leite es hijo de la pobreza, un soñador que cumplió a lo grande y un hombre con alma de mendigo que lo perdió todo por recuperar sus raíces. Pocos pueden luchar contra la saudade y, sobre todo, nadie puede luchar contra sí mismo cuando el corazón piensa diferente de la cabeza. El día que fue coronado rey del mundo recibió la noticia de la muerte de su padre y entonces todo se agolpó sobre su cabeza; la infancia, la pubertad, la juventud y todas aquellas lágrimas de satisfacción. El descampado tenía arena seca y por las zapatillas rotas se colaba el polvo que le arañaba los pies. Aprendió a chutar descalzo y a correr como si persiguiese sueños. Al final, de tanto correr hacia delante, terminó huyendo de sus propias pesadillas.

Era veloz como un felino, fuerte como un paquidermo, certero como un rapaz. Cuando arrancaba, dejaba un reguero de víctimas por el camino y, cuando le pegaba con la izquierda, parecía dejar una estela de humo que moría en la escuadra rival. Nunca antes habían soñado tan fuerte los aficionados del Inter, nunca después han vuelto a sentir la tristeza tan grande como la que les causó la caía a los infiernos de su ángel de la guarda.

Se apagó como se apagan las supernovas; a lo grande. Fascinante en su brillo y terrible en la zona de definición, comenzó a engordar cuando el alcohol corrió por su sangre para intentar mitigar los dolores. Huyó despavorido en busca de sus orígenes, pero jamás reecontró la paz. Castigado por los recuerdos, prefirió regresar a la favela para seguir llorando antes que regresar a los focos para seguir impresionando. Fue un corto espacio de tiempo, pero tan inolvidable que, aún hoy, hay quien recuerda a aquel tipo como el auténtico emperador en la tierra que vio nacer el mayor imperio del mundo.


jueves, 29 de noviembre de 2018

Un gol orgásmico

Tommy y Lizzy querían experimentar el mismo placer que Renton. "No había sentido nada igual desde que Archie Gemmill le marcó aquel gol a Holanda en el setenta y ocho". La película es Trainspotting y la cita alude al magnífico gol que aún pervive en el ideario colectivo de los escoceses. El día que Escocia tumbó al subcampeón del mundo.

Pero para terminar en una película, aquel gol tuvo que tener más historia. Escocia tenía un gran equipo y Archie Gemimll era uno de los tipos que habían ayudado a agrandar la leyenda del inmortal Brian Clough. Fichado para el Derby County cuando era un imberbe juvenil, acompañó a su entrenador a Nottingham después de su particular viaje hacia el infierno de Leeds. Allí volvió a hacer fortuna. Volvió a ganar el campeonato inglés y, sobre todo, fue uno de los artífices del mayor logro en la historia del club: la Copa de Europa de 1979. Éxito que repetiría un año después ya sin Gemmill en el equipo.

Hablar de Archie Gemmil es hablar de un centrocampista excelso, casi entrado en carnes, con un buen pie y una buena habilidad para sortear rivales. Así lo demostró aquella tarde en el que dejó tumbado a tres holandeses y picó la pelota por encima de Jongbloed. Escocia necesitaba ganar por una diferencia de tres goles y aquel tanto les incitó a soñar. No lo lograron porque Johny Rep recortó cuatro minutos más tarde, pero aquel tres a uno momentáneo quedó para siempre en el imaginario colectivo de un país que siempre soñó más allá de sus verdaderas pretensiones.

La jugada nació trastabillada, un pase hacia la línea de fondo que Dalglish buscó con su movilidad habitual. No pudo hacerse espacio entre dos defensas y el rechace le cayó a Gemmill quien inventó el gol del mundial. Un amago, un quiebro, un caño y una pisadita. Todo entre el borde del área y el punto de penalti. Un gol de sombrero que consagró a un futbolista e hizo amar el fútbol a un puñado de niños que, como Danny Boyle, prometieron, algún día, inmortalizarlo en un libro o en alguna película subersiva.


Noche de Champions

La vida es un trasunto de sucesos marcados por momentos puntuales y elecciones controvertidas. Tú puedes acomodar la pelota con la mano y lograr que el árbitro no lo vea y tú puedes, una vez más, salvar los muebles en el descuento y poner los dos pies en los octavos de final de la Liga de Campeones. Porque la vida no son sólo expectativas, también, muchas veces, son promesas cumplidas.

Celebró Mourinho con la mediatización que se le exigía y volvió a la rueda de prensa para tirar dardos. Siempre con cuentas pendientes por cobrar, sabe que, como un héroe de videojuego, ha agotado una nueva vida, pero aún se siente con fuerzas para seguir pasando pantallas y buscar el rescate de la princesa prometida.

Quien le iba a decir que, a estas alturas y con un grupo, a priori, más complicado, iba a tener los mismos puntos que su vecino. Mientras el United se ha visto obligado a remar detrás de la intratable Juventus, el City se ha visto obligado a remar tras su propia estela. Después de una primera jornada donde se dejó en evidencia, hubo de reinventar su centro del campo para asentarse como uno de los firmes candidatos. En el camino hacia el primer puesto ha ido dejando momentos de preciosa lucidez en ataque pero, como siempre, se ha visto lastrado por ciertos errores puntuales en la defensa. Este talón de aquiles, seguramente, le termine lastrando más temprano que tarde.

Sin salir de Inglaterra, el Liverpool se ha metido en un lío considerable. Debe ganar al Nápoles, y debe hacerlo por más de un gol. No es tarea fácil si tenemos en cuenta que el italiano es el único equipo invicto del grupo y si tenemos en consideración que el equipo red se ha mostrado más inseguro que certero en esta fase de grupos. Con el PSG como invitado de piedra, el Liverpool se enfrenta a un match ball de características épicas. No es sólo el subcampeón, sino uno de los equipos que, en su liga, se está mostrando con la firmeza necesaria como para querer aspirar a todo.

Otro equipo que está como un tiro en su liga pero que ayer dejó pasar una oportunidad crucial es el Borussia Dortmund. Jugó conociendo el resultado del Atlético y no pudo con la responsabilidad. Acucidado por un Brujas que plantó su defensa muy atrás, encontró sus propias costuras al comprobar que, cuando no puede correr, no es un equipo tan feliz. Aún le queda un cartucho, sabe que el Atleti no es un equipo que se conceda grandes alegrías y debe confiar en que el Brujas le arranque algún punto en el último partido. Ser primero, en esta competición, no es un premio menor.

Bien lo sabe el Real Madrid. Nada mejor que certificar el pase como primero para alejar fantasmas e intentar centrarse en lo crucial. El equipo, el mismo que hace meses volvió a asombrar al mundo, es el mismo excepto un jugador. Claro, qué jugador. Pero si todos estábamos de acuerdo en que la plantilla era bouqué, no podemos desdeñar ahora el poder del buen futbolista. El Madrid los tiene a puñados y, frente a las dudas, nada mejor que fútbol para salir de la crisis. Como en una novela tremendista, cada capítulo volverá a agitar la escala de colores. Si gana, todo volverá a ser blanco. Si pierde, todo tornará, de nuevo, al negro más oscuro.

Si hay un equipo que ha vivido la comodidad del resultado en esta primera fase, ha sido el Oporto. Favorecido por un sorteo amable, ha sabido capacitar sus condiciones y calcular sus probabilidades. Conducido por la pareja mexicana formada por Herrera y Corona, y agarrado a los goles de Marega, paso a paso se ha ido conduciendo por la senda correcta. No tardará mucho en convertirse en el equipo que muchos segundos de grupo quieran para sí. Puede ser la cenicienta de los primeros, sí, pero que nadie olvide que pocos equipos se regeneran tan bien y en tan poco tiempo como lo hace el Oporto de Pinto da Costa.

Otro equipo obligado a regenerarse casi contínuamente es el Ajax de Amsterdam. Finalista, hace temporada y media, de la Europa League, parece que, esta vez sí, ha encontrado el grupo correcto con el que hacer soñar a su hinchada. No durará mucho, todos lo sabemos, pero los aficionados holandeses han aprendido que nada como disfrutar del momento para calibrar el sentido de sus sueños. Un grupo joven, comandado por De Jong, que ha rescatado el fútbol de salón. Transiciones rápidas, jugadas colectivas, diagonales desde la defensa. Algo parecido al Ajax de toda la vida.

Lo de, casi, toda la vida, le ocurrió al Inter en Wembley. Acuciado por su pasado más reciente (obviando el trienio mágico de Mourinho), el equipo interista volvió a conocer la fatalidad en forma de gol en los últimos minutos. Ya no depende de sí mismo, ya no le quedan más balas que gastar. Ni Icardi, ni Brozovic, ni Vecino, ni otro de sus buenos futbolistas, son capaces de solucionar el problema de base: el juego. Es un equipo demasiado irregular como para aspirar a algo y, sobre todo, es un equipo demasiado incrustrado en su propia leyenda fatalista. Nada mejor que abrir los ojos para conocer lo que hay fuera. Nada mejor que querer para, quizá, aspirar a poder.

martes, 27 de noviembre de 2018

Ante la duda, cholismo

La necesidad histórica se mide en el palmarés, en la costumbre y en la ausencia de fatalismo ante los grandes retos. La necesidad social se mide en ilusión, en el agolpamiento de esperanzas amontonadas durante el corto plazo y en la oportunidad histórica. La exigencia, hija de las necesidades, es esa espada de doble filo que corta la ansiedad y secciona el miedo. Es posible afrontar un reto con la capacidad de superarlo, sin embargo, para superar los obstáculos hace falta una mente clara y unos nervios templados. Saber que los reveses serán puñales pero que se puede sobrevivir. Saber que un gol en contra es un muro pero que, todos a una, pueden ser capaces de escalarlo.

El Atleti se enfrenta a sus miedos y, sobre todo, se enfrenta a su futuro. Con un pasado reciente más acorde a su historia y que ha limpiado los borrones de la primera década del siglo, el equipo se dispone a reescribir su historia y glosar las páginas de su leyenda más reciente. Estar durante cinco años consecutivos entre los ocho mejores de Europa es consolidar un proyecto y reafirmarse a sí mismo como un candidato a tomar en consideración.

Por ello, un partido de la máxima competición es algo más que un partido de fútbol. Es el camino a la consolidación, la gota de agua necesaria para sofocar el incendio, el gramo de azúcar con el que reforzar el espíritu y el momento idóneo para que los futbolistas del equipo se sientan grandes de verdad. La grandeza no se regala, se trabaja y como bien dice el Cholo, el esfuerzo no se negocia. Teniendo en cuenta la premisa e intuyendo el deseo, deberemos aferrarnos a la frase triunfal del cholismo: si se trabaja y se cree, se puede.