martes, 28 de febrero de 2012

El profe

Había un tipo con dos poderosas piernas, sus muslos parecían toneles, su pie derecho era un martillo, su cuerpo era robusto, su mirada desafiante, su garganta un mar de emociones encendidas. Llegó al sur siendo un joven petulante, prometía goles, pero no goles cualquiera, y marcó goles, pero no goles cualquiera. Su cabeza pensaba en fútbol y su corazón latía por Peñarol, pero hizo oficio en Sevilla ejerciendo magisterio en el centro del campo.

Cada golpe franco era una apuesta segura. Tenía un empeine angelical y una puntería divina. Goles por la escuadra, pases de cuarenta metros y paredes al borde del área. En Sevilla le hicieron canciones y en Montevideo le levantaron estatuas. Allí, donde su figura se convirtió en imagen santoral, la apodaron "el profe" porque en su ascendencia resucitó la magia del histórico Manya. Fluía Peñarol y se convirtió en ídolo de Peñarol. Un quinquenio mágico le catapultó al cielo, un recuerdo inolvidable le sigue manteniendo en el pedestal.

Aquí le vimos jugar cinco años. Dicen que era irregular, que su ritmo era más latino que americano, que su aureola se apagaba ante los centrocampistas robustos. La duda siempre acompañó al talentoso. Él era un tipo de carácter que enseñó la maestría del golpeo a la gradería del Pizjuán. Aún recuerdan sus tres pasos de carrerilla, su golpeo imparable, su celebración cercana, el puño cerrado agradeciendo la primera gran oportunidad de su vida.

jueves, 23 de febrero de 2012

El quinto Beatle


En 1966 Inglaterra vivía pendiente del fútbol frenético del regenerado Manchester United de Matt Busby mientras esperaba, en el alma en vilo, el Campeonato del Mundo del selecciones que se celebraría en su territorio meses más tarde. España jugaba en las calles soñando ser el Real Madrid y esperaba la cita mundialista mascando el dulce recuerdo del campeonato de Europa conseguido dos años antes ante la URSS del poderoso Yashine. Y toda Europa bailaba al ritmo frenético de un cuarteto melenudo criado en las calles de Liverpool y que se habían bautizado como “The Beatles”.

Los Beatles, que habían tomado su nombre de un cruce entre un escarabajo (Beetle en inglés) y el ritmo musical conocido como “Beat” que arrasaba en Inglaterra a principios de los años sesenta, se había convertido en poco menos que mitos en tan solo cuatro años dentro de la escena musical. En Inglaterra fueron elevados a la categoría de Dioses al tiempo que sus canciones se convertían en auténticos himnos de la noche, en España, sin embargo, el régimen franquista consideró sus melenas alborotadas y su música desenfrenada, como un pecado mortal y fueron considerados como cuatro enviados del infierno a los que había que exorcizar de cualquier manera. Pero España, igual que Inglaterra y el resto de Europa, incubó sus fans y la música beat fue haciéndose poco a poco un hueco hasta terminar por imponerse.

Los Beatles lanzaron su primer éxito en 1962, y ese mismo año, Bob Bishop, ayudante de Busby en el Manchester United, envió a la sede del club un telegrama escueto pero claro desde una oficina de Belfast: “He encontrado un genio”. Busby no tardó en viajar a Belfast y buscar en sus calles a aquel chico del que Bishop había quedado totalmente prendado, cuando lo encontró se frotó los ojos y dio gracias al cielo por aquel regalo; a fin de cuentas, el cielo, el fútbol y el destino aún le debían una.

Busby cogió al chico del brazo y se lo llevó a Inglaterra sin apenas pedirle opinión; estaba claro que para reinar en el fútbol hacía falta alinear a muchos jugadores buenos y a un jugador como él, rápido, hábil, valiente y decisivo, con el aliciente de ser, de entrada, el mejor, en el mismo significado de su apellido: Best.

George Best viajó a Manchester un par de semanas después de la mano de su buen amigo Eric McMordie, probaron con el United, fueron elegidos y dos semanas después regresaron a casa derrotados por la nostalgia. Best regresó a las calles y Busby regresó a Belfast, tenía clara la intención de convertir en estrella a aquel muchacho desgarbado y no iba a aceptar un “no” por respuesta. Y le costó. Le costó tanto que fue el propio padre del muchacho quien tuvo que hacerle la maleta y obligarle a buscar un futuro esplendoroso que en Belfast no iba a encontrar nunca.

Así fue como Best se convirtió en futbolista para, poco después, convertirse en genio e ídolo de toda una generación de jóvenes ingleses que habían dejando atrás su adolescencia para soñar con ser un Beatle o convertirse en un futbolista imparable como George Best.

Mientras tanto, en España, Santiago Bernabéu intentaba regenerar de nuevo al Real Madrid después de varios fracasos consecutivos en la Copa de Europa. Para un equipo que se había acostumbrado a la victoria como un millonario se acostumbra al lujo diario, perder una final de la máxima competición se convirtió en una decepción sin límites, cuando mucho más la de perder dos. Así, tras caer derrotado ante el Benfica en la final de 1962, Bernabéu considero que había que imponer un nuevo estilo y contrató a Amancio, Zoco, Muller y Yanko para intentar darle un aire de juventud y desparpajo a un equipo que comenzaba a notar el peso de los años. Aunque la derrota que más dolió a Don Santiago fue la sufrida ante el Inter de Milán en la final de 1964 tras la cual mantuvo una dolorosa discusión con Alfredo Di Stéfano que terminó con un irrepetible ciclo de once años de “La saeta rubia” con la camiseta blanca del Madrid y al equipo vacío de un líder y una seña de identidad.

Pero ni Santiago Bernabéu ni George Best eran dos personas que se arrugasen ante las derrotas, el destino y los rivales. Al primer jugador que contrató Don Santiago para suplantar a Di Stéfano fue Grosso, a quien heredar la camiseta de su ídolo le iba a costar un poco más de lo que le había costado asegurar decenas de goles visitiendo la camiseta del Atlético de Madrid. Y al primer rival al que se hubo de enfrentar Best fue Graham Williams, el mismo defensa que años después le pidió por favor le dejase ver su cara durante unos segundos porque durante todos sus enfrentamientos lo único que había podido ver de él era su trasero desaparecer pegado a la banda.

Al tiempo que todo esto ocurría, una canción de los Beatles se había introducido en España incubándose como un pequeño himno de juventud debido a la sencilla pronunciación de su estribillo. Toda la modernidad española se compilaba en aquellas dos simples sílabas que dejaban caer los cuatro chicos de Liverpool siempre que entonaban aquel rítmico “She loves you”… “Yeah Yeah”. Un Yeah Yeah que creció como un canto de rebeldía y terminó bautizado como un españolizado “ye-yé” que marcó un antes y un después en el panorama musical español. Y mientras la popular Conchita Velasco suplicaba a su amor para que buscase su particular chica ye-yé, el joven equipo del Real Madrid demostraba su desparpajo e implicación con la victoria en cada partido disputado hasta terminar convirtiéndose de nuevo, como años atrás, en el símbolo de identidad de todo un país. Para los más castos era el vivo ejemplo de una juventud disciplinada y entregada a la causa de defender el nombre de su país, para los más rebeldes era la imagen donde reflejar sus sueños de juventud; un grupo de jóvenes desgarbados que jugaban para divertirse y para demostrar que el progreso podía enfrentarse a los valores tradicionales. Y para la prensa, era el reclamo perfecto en el que ensalzar sus titulares, y fue la prensa, y no los españoles de a pie, quien fotografió a los jugadores del Madrid con una peluca al estilo Beatle y quien, a raíz de aquello, bautizó al equipo como “Real Madrid ye-yé”, en honor al cambio generacional que estaba abriendo, poco a poco, los ojos a todo un país.

La delantera del equipo ye-yé la formaban cinco hombres: Amancio, Serena, Grosso, Velázquez y Gento, y Los Beatles estaban formados por cuatro miembros: John, Paul, George y Ringo. Por lo tanto, hacía falta la elección de un quinto miembro para que la famosa banda de música igualase en número a la imparable delantera del Real Madrid, y, curiosamente, fue el fútbol y no la música la que aportó a Europa aquel quinto miembro tantas veces buscado y añorado. El Real Madrid ganó aquella edición de la Copa de Europa logrando que once españoles engrandecieran al valor de una patria que comenzaba a pudrirse, pero unos meses antes, el Benfica portugués, donde Eusebio seguía haciendo magisterio, sufría su primera derrota en casa en toda la historia de la Copa de Europa por un doloroso uno a cinco ante el Manchester United. En aquel partido destacaron la elegancia de Bobby Charlton y la excesiva dureza de Nobby Stiles, pero por encima de todos, destacó la imparable figura de George Best, autor de dos goles y de más de una docena de jugadas inverosímiles.

Toda Europa se levantó impresionada aquella mañana de invierno; Inglaterra despertó con titulares de grandeza y el resto del continente se despertó con titulares de asombro y admiración, y entre todos ellos destacó el titular aclaratorio de la prensa portuguesa que había sufrido en sus carnes la humillación del equipo más condecorado de su país. Un titular que incluía a Best en el olimpo de los dioses, un titular que dictaba los valores de un jugador llamado a convertirse en ídolo de masas, un titular que hablaba claro sobre la revolución que había supuesto la aparición de aquel joven en el césped del Estadio de La Luz, un titular que decía: “El Quinto Beatle”.

lunes, 20 de febrero de 2012

Cambio de escenario

Pocos futbolistas pueden resumir su vida futbolística en una caida tan picada desde lo más alto hacia lo más bajo como Gaizka Mendieta. El hijo de un antiguo portero del Castellón debutó en Primera División con el Valencia a mediados de la década de los noventa como un lateral discreto. Parecía un tipo correcto, con un buen pie, no demasiada velocidad pero mucho oficio para desenvolverse en su zona. Poco más. Pero había más, mucho más.

La llegada de Ranieri supuso una revolución para un Valencia que vivía sus peores días después del mandato de Paco Roig. Con un equipo desnaturalizado, una afición desencantada y unos objetivos perdidos en el baúl del olvido, Ranieri reinventó un equipo que, como por arte de magia, comenzó a ganar. Quizá algunos recuerden aquel tres a cuatro en el Nou Camp en uno de aquellos partidos del lunes que transmitían en Antena 3. Fue una remontada gloriosa, y ahí arrancó el gran Valencia que culminó en el doblete de Benítez. Pero allí arrancó algo más, arrancó en grande un futbolista rubio, antes lateral y que ahora, sin saber de dónde había salido, se comía el campo. En el cinco, dos, tres de Ranieri, Mendieta podía ocupar cualquier posición en el campo. Eran Mendieta y diez más. Un día carrilero derecho, otro día izquierdo, otro día cerebro, otro mediapunta y otro extremo. En todos los partidos era el mejor. Que se lo rifaran los grandes de Europa era cuestión de tiempo, claro. Como así fue.

Tras una exquisita temporada, ya con Cúper en el banquillo, en la que juega de interior derecha y conduce al Valencia a la final de la Copa de Europa, llega la mareante oferta del Real Madrid. Una oferta irrechazable para cualquier equipo salvo, quizá, para Valencia y Atlético (recuerden el reciente caso Kun Agüero). Con el futbolista loco por la música y el Valencia temeroso de sufrir una revuelta popular, se acepta una buena oferta del Lazio italiano que obligaría al futbolista a reinventarse una vez más. Pero no lo consiguió. No fue el único miembro de aquel inolvidable centro del campo del Valencia que emigró ante el poder del dinero. Farinós y Kily González marcharon al Inter y Gerard López al Barcelona. Todos recordamos cómo les fue a los cuatro.

Pero lo de Mendieta fue más sonado porque él era la gran esperanza del fútbol español. Tanta era su aureola que el presidente del Valencia, Pedro Cortés, llegó a decir que él era el murciélago del escudo del Valencia. Casi nada. Presentado como la gran estrella de nuestra selección en la Eurocopa del año 2000, tuvo que claudicar, manos en la cadera y mente en su futuro reto, ante la Francia de Zidane y compañía. No hizo un mal torneo, lo peor de todo, y lo que él no se esperaba, es que sería su última gran aparición a nivel internacional.

En Roma sufrió un calvario. Si en Valencia había sido capaz de adaptarse a cualquier posición, en el Lazio no fue capaz de ubicarse en ninguna. Ni organizador, ni interior, ni mediapunta, ni segundo delantero. Ni siquiera como lateral. Ya no era un futbolista especial, ni siquiera un futbolista cumplidor. Su escarceo fallido con el Madrid, la presión añadida por el precio de su fichaje y un fútbol que no le convenía, terminaron por mermar la cabeza de un talento incomparable. Dejó de funcionar la cabeza y dejaron de funcionar las piernas. Pudo haber encontrado un oasis de paz en su regreso a la liga española jugando como cedido en el Barcelona, pero ni por esas fue capaz de reecontrarse.

Su retiro dorado llegó en Middlesbrough. Allí volvió a ser un tipo discreto, un centrocampista cumplidor que sabía dar pases en largo y llegar a gol desde segunda línea. Ganaba algún partido, perdía algunos más y jugaba alguna final como aquella de la Uefa contra el Sevilla. La prensa ya no se acercaba a él y ningún otro equipo estuvo dispuesto a ofrecer de nuevo cinco mil millones de las antiguas pesetas. Se acababa el fútbol y comenzaba una nueva vida.

Acomodado en la pequeña localidad inglesa de Yarm junto a su novia, Mendieta cambió el balón por los vinilos. Descubridor de bandas sonoras desconocidas en cada uno de los vestuarios por los que pasó, la música le debía de nuevo un lugar en el olimpo. Todo empezó con una canción de Los Planetas ("he puesto la tele y había un partido y Mendieta ha marcado un gol increíble..."), y continuó, com punto y seguido, con su intervención ante la masa que abarrotaba la última edición del Festival Internacional de Benicassim. Si alguien, mientras baila, ve sobre el escenario a un tipo rubio, equipado con unos cascos y moviendo las manos con soltura en una mesa de mezclas, que no olvide que durante unos meses fue el jugador más importante de Europa. Ha cambiado de escenario. Entonces era un todoterreno con un número seis a la espalda, ahora se le conoce por DJ Mendieta.

jueves, 16 de febrero de 2012

Despejando las dudas

Dudé de él, no voy a decir lo contrario. Subirse ahora al carro de los ilustrados sería de un oportunismo detestable. Nada más conocer su fichaje hablé de él como un "jugador de segunda" y ahora me veo en la obligación de redimirme. Me equivoco demasiadas veces como para tildarme de visionario, he puesto muchas veces la mirada en chicos que parecían bombas y se quedaban en petardos y la he apartado tantas veces de otros que, de pura discrección, no parecían aptos ni para la más mínima exigencia.

Como todos tenemos nuestro lado prejuicioso en alguna de las fronteras del pensamiento, la imagen que me quedaba de Adrián era la de un tipo pusilánime que podía dejar algún detalle pero cuya inconsistencia le condenaba a ser carne de fracaso en no demasiado tiempo. En algunos partidos del Deportivo, pegado a banda y contra aguerridos defensores que no escondían cartas, parecía alejar el pie del balón y querer buscar un escondite en la caseta. Rehuía las guerras y nunca demostraba ni una sola pizca de aquellas promesas que vendieron con su primera aparición estelar. Marcó un golazo en el Camp Nou con diecinueve años y parecía querer vivir toda la vida de aquello.

Pero tenía guardado mucho más. Parecía que el Atlético fichaba a un tipo para calentar banquillo, para despertar la ira de una afición dormida y para figurar en aquella larga lista de fracasos escrita en tinta roja y blanca. Pero no fue así. De pronto comenzamos a ver a un chico que se movía por el frente en silencio pero siempre encontraba la posición idónea para recibir; con el balón no era torpe y aunque su relación con el gol no fuese idílica tenía ese pequeño duende que habita en el corazón de los genios que le otorgaba el don de elegir siempre la opción correcta.

El chico pusilánime y cargado de prejuicios es hoy un delantero interesante que se asocia, se desmarca y se vuelve a asociar. Le sigue faltando gol, es cierto, pero sabe vivir a la sombra de un depredador del área como es su socio colombiano. Conjugan tan bien el entendimiento que ha hecho que, por momentos, la parroquia atlética se haya olvidado de aquellos dos monstruos que le ayudaron a levantar la Europa League. Adrián es un filtrador silencioso, un esprintador de diez metros, una anguila con pies de pluma. Sabe asociarse y entiende el fútbol como un ejercicio de colectividad. Es listo y tiene una estrella iluminada sobre su cabeza. Si consigue que no se apague, quizá un día reciba el premio de la internacionalidad. Yo creo que está más cerca de lo que muchos quieren pensar.

jueves, 9 de febrero de 2012

Se podía jugar a otra cosa

Las tradiciones marcan una hoja de ruta irrefutable, señalan, con su dedo añejo, el camino a seguir y el mapa que debe quedar trazado en la memoria de las futuras generaciones. La mayoría de las ocasiones, tememos romper con sus preceptos por miedo a que nos tilden de revisionistas e imprudentes. No hay mucha historia más allá de una tradición mal entendida; generalmente se tropieza con la misma piedra y nos volvemos a levantar para volver a tropezar. Si nos preguntamos por qué antes no nos caíamos y ahora no hacemos más que limpiar el barro de nuestras rodillas, deberíamos respondernos que, quizá, algo estábamos haciendo mal.
Durante años, la Juventus de Turín se auto forjó una leyenda que terminó por denominarle como un equipo apático y desligado del deseo de volar. Una máquina sin sentimientos que ganaba por la mínima una y otra vez y coleccionaba títulos sin piedad a costa de una reputación demasiado pétrea como para reportar felicidad al aficionado neutro. Con Trapattoni primero y con Lippi después, la Juve cultivó balones de oro franceses y despojó al Calcio de cualquier intención de hacerle frente. Se ganó fama de aburrida y siguió ganando, porque así lo marcaban sus cánones, porque no se podía tirar a la cuneta un estilo que se había cultivado a base de puro catenaccio y mucho talento en la zona letal.

Lo de nadar y guardar la ropa le sirivió hasta que el río se quedó sin agua. Algunos directivos jugaron con la historia del club y los aficionados, esos que pagan los platos rotos pese a no dejar de adorar la cerámica de su vajilla, tuvieron que sufrir el descenso de su equipo a la Serie B. Se trataba de empezar de cero y no quedaban cimientos sobre los que sujetarse. Alguien pensó en regresar hacia detrás cuando lo que realmente necesitaba el equipo era un paso hacia adelante. El regreso a la élite se consiguió por puro poder de convencimiento; hay lugares que no están hechos para determinados equipos, y la segunda no era el lugar de la Juventus, pero el problema surgió a la hora de reestablecerse en el lugar de los privilegiados. Muchos equipos le habían comido la tostada y el equipo se perdió en proyectos que únicamente señalaban un sólo camino, el de la tradición. Si a la Juve le había ido siempre bien con una manera de jugar ¿Para qué cambiarla?

Pero había que hacerlo. Tardaron un lustro en darse cuenta de que había otra manera de jugar al fútbol, que se podía fichar a otro estilo de futbolista que se podía dar una vuelta de tuerca al pasado y darle una patada en el trasero a la tradición. Pirlo y Marchisio simbolizan la revolución ideada por Antonio Conte. Al bueno de Andrea le conocemos de sobre mientras que en Claudio no reconocemos ahora a aquel tipo que anduvo perdido en zona de nadie durante los últimos años de su carrera. Ambos, salvaguardados por un todoterreno como Arturo Vidal, se dedican a jugar al fútbol y a generar, una y otra vez, el último pase que aporte una ocasión irrechazable para sus delanteros. Un centro del campo que ya no juega a esperar, robar y darle el balón al bueno, un equipo que aprieta arriba y que tiene en Matri a un maravilloso punta de lanza y a Pepe y Vucinic como dos puñales casi mortales. Una Juve reinventada que ahora no aburre, si no que entretiene.

La Juve ha vuelto, por fin. Sin corsés, sin balones largos y sin resultados cortos que amordazasen al rival. La revolución ha reinventado el estilo y ha dado la espalda a la solución y ahora todos ven que sí, que se podía jugar a otra cosa.

lunes, 6 de febrero de 2012

La Masía

En los primeros años de la década de los cincuenta, el Fútbol Club Barcelona adquirió un solar en el barrio de Les Corts, justo al lado de su estadio de fútbol, con el fin de erigir un nuevo templo, más grande, más fastuoso y donde cien mil barcelonistas pudiesen ver en acción a Kubala cada dos domingos. Anexo al mismo e incluído en el lote, había una vieja masía payesa construída en el siglo XVIII y a quien el Ayuntamiento de Barcelona no daba ninguna utilidad. Rehabilitada la misma, el club la utilizó como taller de confección de la maqueta del nuevo estadio y, una vez inaugurado éste, como sede social del club. Pero una vez que el club mudó su sede social a su actual ubicación junto a la pista de hielo, quedaron en el aire muchas dudas acerca de qué hacer con la vieja masía. Fue en 1979, bajo el mandato de José Luis Núñez, cuando se tomó una decisión que cambiaría, para siempre, la historia del club. Tras una nueva rehabilitación, la masía se convirtió en una residencia para jugadores de las categorías inferiores. Allí se gestó la historia de un centro del campo que se ha convertido en seña de identidad y en marca registrada; Guardiola, Xavi, Iniesta, Cesc, Thiago. Vendrá otro igual de bueno o mejor, todos con su testigo preparado para la siguiente generación, todos con el mismo concepto en la cabeza; la pelota por encima de todas las cosas.

La vieja masía cerró sus puertas el año pasado. Eran muchas las necesidades de una cantera universal y demasiado vetustas las instalaciones de quien vio crecer a la flor y nata del fútbol mundial. Junto a la ciudad deportiva de Sant Joan Despí se inauguró una nueva "masía"; un fascinante edificio que rinde memoria al padre adoptivo de todos los genios; Oriol Tort.

Oriol Tort fue un viajante de farmacia reconvertido a descubridor de talentos gracias a su instinto y su don para encontrar al futbolista universal. En una época en la que el Barça no había encontrado su estilo y vagaba por el mundo de entrenador en entrenador, Tort se las hubo de ingeniar para encontar jugadores que sirvieran igual a Weisweiler que a Michels, igual a Menotti que a Venables. Durante años dictó cátedra junto a niños que lo miraban con la boca abierta y aprendían todo el fútbol y media vida en una charla y media docena de entrenamientos. Él, apodado "el profesor", los mimaba, los escondía de la farándula y les aconsejaba que se mantuviesen lejos de los flashes. Temía que la popularidad echase al traste cada proyecto y se enorgullecía de cada nombre que terminaba integrando el plantel del primer equipo. El día que le rindieron homenaje, una vez que el tabaco había firmado su acta de defunción, Josep Mussons, veinte años presidente del fútbol base azulgrana, dijo que "si tuviésemos que escribir el nombre de todos los jugadores que descubrió, la lista daría la vuelta al estadio". Nosotros nos quedaremos con tres, al azar: Guardiola, Xavi e Iniesta, casi nada. Le dijeron que eran livianos, que no eran fuertes, que no podrían chocar. El miró a los ojos de los agoreros y les preguntó ¿Acaso no véis como manejan la pelota?

Tort formó equipo inigualable con Joan Martínez Vilaseca (entrenador del filial primero y coordinador general del fútbol base después), Joan Oliver (preparador de juveniles), Carles Naval (delegado del primer equipo y dueño de todos los secretos del club) y Toni Alonso (delegado del Barcelona B). Eran los intocables de un Eliott Ness particular que luchaba contra los prejuicios. Al frente de todos ellos, como director general de talentos, estuvo Laureano Ruiz. Él fue el tipo en quien pensó Núñez el día que decidió refundir la cantera del club. Ruiz, cántabro de nacimiento y futbolero de profesión, había sido entrenador del primer equipo en 1976 y Cruyff se había quedado prendado de aquel método de entrenamiento con balón al que él llamaba "rondo". Había nacido formador de futbolistas y por ello no se amilanó ante el reto. Reformó su nuevo despacho y descolgó un viejo cartel que decía "si vienes a ofrecerme un juvenil que mida menos de 1,80, no hace falta que entres". El respondió con seguridad aquello de que "lo que importa es el talento" y, desde entonces, la masía se convirtió en una fábrica de grandes futbolistas. En una de sus últimas entrevistas, ya retirado de los flashes y empeñado en seguir enseñando a los niños, definió el fútbol como "engañar, jugar a la primera y saber colocarse" ¿Os suena de algo? Cerrad los ojos y rememorad a Messi, a Iniesta, a Xavi. Engañan, juegan a la primera y saben colocarse. Son futbolistas de verdad.

Pero si hubo un punto de inflexión en la historia de las categorías inferiores del Barça, este fue la llegada de Johan Cruyff al banquillo del primer equipo. Hasta entonces, la cantera había dado media docena de buenos futbolistas; Carrasco, Rojo, Calderé, Pedraza, Sánchez..., pero sin un patrón concreto. Cruyff introdujo un modelo similar al del Ajax; el talento por encima del físico, el balón por encima de la resistencia, la mente por encima del cuerpo. Todos los equipos de las inferiores pasaron a jugar como el primer equipo: mismo sistema, misma filosofía, misma mentalidad. Consensuó la elección de técnicos y el tiempo, poco a poco, le fue dando la razón.

El primer gran ídolo de masas salido de la cantera era un chaval flaquito, de aspecto débil y mirada desafiante. Decían que era medio organizador y nadie le veía quitándole un balón a la media del equipo rival, pero lo hacía. No por fuerza, si no por inteligencia, por colocación, por su peculiar lectura del juego. Pep Guardiola fue el precursor de una estirpe de futbolistas que escribieron con letras de oro la historia reciente del club. Había nacido un modelo de jugador, el que tiene el partido en la cabeza, el que lee la jugada a la perfección, el que raramente se equivoca, el jugador al que buscan todos para encontrar una solución al problema. Tras Guardiola llegó Xavi y el alumno superó al maestro. Y tras Xavi, sucedieron dos llegadas que cambiaron para siempre el devenir del club.

Tras la disputa de un torneo alevín a nivel nacional, los dos principales clubes del país se lanzaron a por la contratación de un enjuto chaval al que llamaban Andrés. Alcanzar un acuerdo con su club, el Albacete, fue fácil, el siguiente paso era convencer al padre. Tuvo preferencia el Real Madrid, equipo con ascendencia sentimental en la familia y todos se fueron a la capital a escuchar al equipo al que animaban cada domingo. El club les abrió la ciudad deportiva y les enseñó un cuarto en una pensión cercana donde el chaval podría dormir y continuar con sus estudios. Era una buena opción. De Madrid viajaron a Barcelona y el club azulgrana les mostró su cartas: Instalaciones deportivas de primera, una residencia de futbolistas de primer nivel, profesores particulares, una idea, un concepto. No hubo que negociar mucho más. El corazón del chaval cambió del blanco al blaugrana en unos días y la historia de ambos equipos se ha diseñado con caminos opuestos.

Pocos años después hubo un viaje relámpago a Argentina. A José María Minguella le habían contado que habia un niño en Rosario que no paraba de marcar goles y regatear rivales. La primera impresión fue impactante; un niño demasiado pequeño para su edad pegado a un balón tan grande como sus piernas. Habló con el padre y encontró el problema; el niño tenía una enfermedad ósea que le impedía crecer con la normalidad de otros niños. Existía un tratamiento, pero era demasiado caro. El acuerdo fue rápido, el niño viajaba a Barcelona, el club se hacía cargo del tratamiento y le firmaba un contrato. Así fue. Pasaron unos días y el niño, que entrenaba con el equipo alevín, ni recibía el tratamiento ni había firmado contrato alguno. El padre pidió una reunión con Minguella y con el secretaro técnico del club, Carles Rexach, y fue tajante: "O se cumplen las promesas o nos buscamos otro equipo". Rexach, que había visto al niño y sabía que allí había crack para rato, se jugó el puesto y actuó a espaldas de su presidente. Tomó un bolígrafo, cogió una servilleta, y escribió lo siguiente: "En Barcelona, a 14 de Diciembre del 2000 y en presencia de los Sres. Minguella y Horacio (Gaggioli), Carles Rexach, Secretario Técnico del F.C.B., se compromete bajo su responsabilidad y a pesar de algunas opiniones en contra a fichar al jugador Lionel Messi siempre y cuando nos mantengamos en las cantidades acordadas". Gaspart, que no quería gastar dinero en un niño de once años, hubo de tragar con el trato y obedecer las consignas de su secretaría técnica. El pequeño Messi recibió el tratamiento, firmó un contrato y se convirtió en el mejor jugador de la historia del club.

Tras él llegaron otros; regresaron Piqué y Cesc, hijos pródigos que se fueron en busca de fortuna y regresaron en busca de gloria y regresó a escena Pep Guardiola. El niño flaquito se había convertido en un hombre, un entrenador de ideas claras y una revolución en su cabeza. El equipo jugó como nunca, los canteranos asumieron su rol, nunca se vio un fútbol igual y, mientras iban deleitando al personal, fueron naciendo otros proyectos que se consolidaron al calor de un estilo patrimonial: Busquets, Pedro, Thiago, Cuenca, Tello... la lista sigue siendo larga, el trabajo sigue siendo impecable y las bases siguen siendo las mimas. El talento por encima del físico. Engañar, jugar a la primera, saber colocarse. Dictados de precisión, mandamientos de un club que creció cuando decidió tirar sus complejos a la basura. Historias que nacieron tras las paredes de un viejo caserón payés del siglo XVIII, historias que perdurarán tras las paredes de un moderno complejo situado a las afueras de Sant Joan Despí. No importa el lugar, importa la idea.