martes, 30 de junio de 2020

O Baixinho

Jorge Valdano, que gusta de convertir las frases en sentencias de perpetuidad, dijo que Romario era un jugador de dibujos animados y, desde entonces, todos incluimos dentro de nuestro ideario varias decenas de goles conseguidos con el gesto serio y el cuerpo bailando una extraña samba dentro del área, porque allí Romario era el más alegre tiempo que era el más sofisticado, no necesitaba alardes porque él mismo era un alarde en sí mismo; arrancaba, no miraba hacia detrás y goleaba. Detrás dejaba siempre víctimas con el cuello herido y la cintura rota y, tras cada gol, dejaba una celebración austera y la sensación de que era imposible volver a ver un delantero como él.

Porque convertir el gol en arte no es tarea sencilla si no eres un genio. El paso de los años nos ha regalado tipos capaces de vivir con una portería en el espacio que ocupan sus cejas, goleadores tan capaces que eran mitos vivientes, pero el tipo bajito de Río de Janeiro, no goleaba sólo por oficio, sino que goleaba de artificio. Porque sus goles no eran disparos sino pases a la red, porque sus jugadas no eran sólo desmarque y colocación sino sueños cumplidos dentro del área. Tenía el centro de gravedad bajo, lo que le convertía en objetivo imposible para los centrales fuertes. Tenía, además, una arrancada estelar, lo que le convertía, también, en objetivo imposible para los centrales rápidos.

Entre fiesta y fiesta dejó mil goles y entre gol y gol dejó sensaciones irrepetibles. Jugadores buenos ha habido muchos, jugadores que hayan provocado que pongas la tele exclusivamente para verle a él ha habido, como mucho, una docena. Romario ganaba duelos con la mirada y bailaba en el área con giros secos de cintura. Colas de vaca, sombreros, picaditas, caños y amagos imposibles. Jugadas con denominación de origen y la verdad más tangible de todas en cada análisis; cuando quiso, fue el mejor del mundo. Si hubiera querido siempre, podría haber sido el mejor de la historia. Ya es uno de los mejores, y jugando siempre en el espacio comprendido entre el arco contrario y el lugar que le reclamaban sus instintos. Porque volviendo a Valdano, podríamos calificar al brasileño de genio cuando vino a decir que Romario era Maradona dentro del área.


jueves, 18 de junio de 2020

Robin

Nos enseñó a amar la vida por encima del deporte, porque el deporte es la banalidad sobre la que desahogamos nuestras rutinas y quemamos nuestras frustraciones, pero también es la vía de escape de tipos que, primero fueron personas, más tarde leyendas y finalmente protagonistas de un cuento. Y eran esos cuentos de personas de carne y hueso los que nos ponían los pelos de punta cada mes, porque Robinson no sólo nos descubrió historias, Robinson nos descubrió sentimientos.

En la penúltima y recordada escena de Blade Runner, el desgastado replicante Roy Batty declama uno de los discursos más recordados de la historia del cine; "he visto cosas que no creeríais..., todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia". Las generaciones venideras crecerán con las grandes historias glosadas con hipérboles de admiración, pero nosotros, convertidos en replicantes con corazón, moriremos recordando, y sintiendo, el poder de cada una de esas historias contadas en Informe Robinson con la delicadeza y la minuciosidad de quien elabora una joya de primera clase. Estas lágrimas de aquella lluvia serán el recuerdo perenne de un tipo que se estableció en nuestras vidas para hacernos reír, disfrutar y descubrirnos a nosotros mismos. Porque Robin cambió el tempo, la variedad y el sentido del espectáculo. Y cuando los malos imitadores tendieron a la tertulia barata, él se mantuvo en el lugar de siempre, el de los tipos íntegros que no quieren reprochar sino que sólo quieren instigar, descubrir y contar.

Tiene bemoles que tuviese que venir un inglés para enseñarnos como se hace televisión de calidad en España. Produce sonrojo, además, que a pesar de las loas y los aplausos, hayan pasado los años y no hayamos aprendido nada.

martes, 16 de junio de 2020

El Trinche

Cuando creíamos que lo sabíamos todo, cuando pensábamos que habíamos visto al mejor y que su sucesor, también argentino, había puesto el listón en lo más alto de la improbabilidad, nos vinieron a contar una historia y nos hablaros de un tipo que fue predecesor, precursor y guía espiritual de sí mismo y que no hizo otra cosa que inventar y levantar de sus asientos a quienes le conocieron.

Hay una frase que resume la importancia de El Trinche Carlovich en el imaginario colectivo de la afición argentina: "Es el mejor jugador al que jamás vi jugar". Porque todos oyeron hablar de él. La historia, convertida en leyenda según iba recorriendo las calles, les hablaba de un tipo que hacía malabares con la pelota y celebraba goles de fantasía con la sobriedad de quien sabe que sólo cumple con su tarea. Pero sin embargo nadie le había visto jugar, porque Rosario es grande pero las canchas de tierra son pequeñas. La porción de gente que le vio fue ínfima, pero llegó un punto en el que pareció que todo Rosario había acompañado a su ídolo a sus partidos sin grada y sin nada en juego más allá del orgullo y la emoción. Así se escriben las leyendas; primero el hecho, después el glosario, por último la inmortalidad.

El Trinche apareció en nuestras vidas gracias a esa maravilla de programa llamado Informe Robinson. El inglés, también convertido en leyenda y también fallecido durante estos últimos meses de oscura realidad, nos presentó a un tipo que vivía tranquilo en su casa desvencijada, que era feliz por lo que había sido y que le quedaba la espina clavada por lo que hubiese podido llegar a ser. Y para poder imaginarlo sólo había que cerrar los ojos. Porque aquel fue un programa para ver con los ojos cerrados y los oídos abiertos, para poder dibujar, en algún espacio dentro de la oscuridad, un lienzo en blanco donde se pusieran en acción todas las florituras que nos contaban. El Trinche era el mejor de Rosario, el mejor de Argentina, el mejor del mundo. El Trinche pudo haber sido más grande pero prefirió disfrutar los pequeños placeres de la vida antes de embarcarse en un sueño que le quedaba demasiado holgado.

Al Trinche lo mató un desalmado que quería robarle la bicicleta. Henchido de ilusión por seguir descubriendo la vida, el Rey Gitano se disponía a dar su paseo matutino por su Rosario natal; la ciudad que lo idolatraba y que guardó luto y silencio cuando la noticia de su muerte recorrió las calles y se instaló en cada rincón. Atrás quedaba una vida disoluta, muchas mañanas de pesca mientras en el campo esperaban a que llegase, muchas tardes de siesta mientras le creían estar llegando al entreno, muchos domingos de fútbol en los que, cuando quería, regalaba dobles caños, sombreros, pases imposibles y goles antológicos. Porque más allá de la verdad existe la imaginación y, desde que descubrimos al Trinche, ningún otro futbolista nos invitó más a imaginar y a creer en la verdad que residía en su misterio.

jueves, 11 de junio de 2020

Campanal

El tío Guillermo, con el aspecto bien cuidado y una media sonrisa en los labios, esperaba al joven Marcelino en el muelle del puerto de Sevilla. Se estrecharon en un abrazo y se dirigieron a comer algo. Hacía calor y el chico, acostumbrado al clima fresco del norte, notó como el sudor empapaba su espalda. "Mañana te presentaré a la gente del equipo". Y así empezó la segunda parte de una historia familiar que se había iniciado en la preguerra.

Guillermo González del Río había dejado el Sporting de Gijón para enrolarse en las filas del Sevilla. Tenía sólo diecinueve años y un valor lo suficientemente temerario como para ser tenido en consideración. Jugó durante diecisiete temporadas en Nervión y marcó más de doscientos goles, siendo, aún hoy, el máximo goleador histórico del club además de uno de sus jugadores más galardonados después de haber logrado una liga y dos copas vistiendo la camiseta blanca del Sevilla.

La familia de Guillermo era propietaria de una conservera que enlataba fabada y la vendía por Asturias. El nombre de la fábrica era Campanal y con ese nombre se le conoció durante toda su carrera. Convertido en gloria y leyenda del sevillismo, Campanal se estableció en Sevilla y comenzó a entrenar a equipos de la región después de su retirada. Visto su cómodo nivel de vida, su hermana le mandó a su sobrino desde Avilés para ver si podía interceder por él y sacarle así de la pobreza que se vivía en la Avilés de la posguerra.

"Juega al fútbol, como tú, y dicen que es muy bueno". "Vamos a ver si es verdad". Guillermo habló con la directiva y les informó que en unos días llegaría un sobrino suyo y deberían hacerle una prueba. Allí nadie podía negarle nada al gran Campanal. Así que allí estaban, tío y sobrino en un muelle junto al Guadalquivir y prometiéndose un futuro enredados en un abrazo.

"¿Eres delantero como tu tío?". "No, yo soy defensa". Las miradas se entornaron, los gestos se fruncieron, las manos hicieron algún aspaviento. "Está bien, veámoslo". Cuando acabó el día, alguien habló con el viejo Campanal: "Guillermo, tu sobrino es un fenómeno".

Debutó en diciembre, después de que el titular en el centro de la defensa sufriera una lesión. Desde ese día no volvió al banquillo. Era rápido, fuerte, elástico, atlético. Durante los entrenamientos superaba los récords de España de Atletismo. Llegó a correr los cien metros en diez segundos y ochenta centésimas y llegó a saltar siete metros y noventa centímetros en longitud. Imposible de parar en carrera, los delanteros evitaban enfrentarse a él por miedo a verse abocados al fracaso e incluso al ridículo. Incluso el gran Di Stéfano llegó a confesar: "La noche antes de jugar contra Campanal, me cuesta conciliar el sueño".

Porque a Marcelino le habían llamado Campanal, al igual que su tío, al igual que aquella marca de Fabada que se había hecho famosa ya en toda España. Y Campanal II siguió los mismos pasos que el primero; lucha, entrega, valor. Se convirtió en ídolo y en leyenda y en un tipo con el que no jugarse los cuartos. Tenía carácter de sobra. Lo supieron los turcos en aquel famoso partido ante España en el que nos jugamos la clasificación para el mundial de Suiza, y lo supieron los portugueses en aquel partido amistoso entre Oporto y Sevilla que acabó en batalla campal. Varios turcos acabaron en el suelo, varios portugueses también. Porque Campanal no sólo era rápido y ágil, sino que también tenía puños de acero. Aquella tarde en Oporto se hizo fuerte en la bocana de vestuarios y con un palo arrancado del banderín de córner previamente, se dedicó a repartir estopa a cada portugués que llegaba para rendir cuentas.

Pasó dos noches en el calabozo. "Si no es por el embajador, aún continuaría allí", confesó más tarde. Pero allí no acabó su leyenda de tipo duro y corajudo. Sus enfrentamientos contra el Madrid traspasaron fronteras. Bernabéu, instado por Di Stéfano, le quiso fichar en más de una ocasión, pero él se sentía sevillista y agradecido. En aquel ocho a cero en Chamartín en cuartos de la Copa de Europa, fue expulsado tras responder con un puñetazo a un escupitajo de Marsal. Al siguiente verano, encendido por la rivalidad, golpeó cruelmente al joven Santisteban en la final del torneo Carranza. Se armó un revuelo y el madridismo terminó de ponerle en el ojo del huracán. Poco más tarde, en un partido de liga en el Bernabéu, un fuerte choque con Gento le provocó la pérdida de un riñón.

Pese al dolor, pese a estar orinando sangre, pese al mareo, Campanal terminó el partido, igual que terminó aquel ante el Sporting de Gijón a pesar de tener el peroné roto. Porque él era así. "Nadie me puede. Nada me tumba".

Le tumbó la edad y antes de dejarse caer se marchó por la puerta grande. El estadio entero, en pie, aplaudía al tipo que había hecho cátedra desde el centro de la defensa. El capitán más joven de la selección española, el mejor defensor de la historia del Sevilla. Marchó a La Coruña para jugar en el Deportivo y aguantó otro par de años y un ascenso. Cuando se retiró, regresó a Avilés y reemprendió la práctica de otros hábitos deportivos. Fue campeón de España de Atletismo de veteranos y seniors más de cien veces, estableciendo varios récords nacionales en varias disciplinas. Se hizo asiduo al club de tenis de Avilés y tuvo que federarse para encontrar rivales de su nivel. Aquello hablaba de la clase de atleta que había sido aquel futbolista.

Hasta hace poco, se seguía levantando temprano cada mañana para caminar tres kilómetros. Eso con casi noventa años. Han sido ochenta y ocho los que le ha permitido su cuerpo y su mente. Un cuerpo hecho para el deporte y una mente hecha para la competición. Nos dejó el veinticinco de mayo, en plena vorágine de fallecimientos por una pandemia que nos ha cambiado la vida. Pero a él no se le llevó la pandemia sino la más cruda enfermedad. Sobrevivió a los golpes, a las carreras, a las caídas, a las fracturas. Sobrevivió a las derrotas y quedó siempre el pecho henchido después de cada victoria. Atrás queda el recuerdo de un tipo que nació para ser deportista y se ganó la vida siendo futbolista. Es lo que quiso su madre, lo que intuyó su tío y lo que pudieron disfrutar miles de sevillistas durante dieciséis temporadas de puro nervio.

lunes, 8 de junio de 2020

Balones de oro: Gerd Müller

Alemania había ganado el mundial del cincuenta y cuatro, pero ni siquiera allí había sido favorito. De
hecho, visto en perspectiva, parece imposible que una victoria de Alemania contra Hungría sea hoy considerada como un milagro, pero aquel milagro de Berna, como lo bautizaron quienes allí estuvieron, no fue sino el punto de partida de un fútbol que fue sacando la cabeza poco a poco pero a quien le costó mucho esfuerzo y, sobre todo, muchas derrotas, terminar de consagrarse.

Para ello, cuando en 1970 estuvo a un minuto de alcanzar la final, fueron muchos lo que supieron que allí se había reencontrado, por fin, la generación perdida. Ya en el sesenta y séis habían amagado con un nuevo milagro, pero lo de México era algo más, era la consagración de un grupo que había nacido de manera espontánea y que amenazaba con dominar el fútbol durante la siguiente década. Y así fue, pese al fracaso del mundial del setenta y ocho, cuando los alemanes se marcharon de Argentina, ya sin el núcleo duro de su mejor equipo, lo hicieron como un equipo consagrado, como una generación de campeones en pos de volver a reinventarse. Desde Maier, Beckenbauer y Müller ficharon por el Bayern en 1964, un equipo entonces en segunda división, Alemania encontró un nuevo espectro y fabricó, poco a poco, un equipo convertido en un rodillo mecánico que, sin deslumbrar en exceso, era capaz de aplastar a cualquiera que se le pusiera por delante.

Eran pocos los que conocían a Gerd Müller en junio de 1970. Por entonces ya llevaba un lustro goleando en la Busdesliga, pero ante el poder latino y británico, los alemanes apenas habían rascado alguna victoria importante en el escaparate de la Copa de Europa. Cuando salió de allí ya era toda una estrella. Diez goles en seis partidos, con dos hat-trick en la fase de grupos. Un tipo raro, sí, pero un goleador implacable.

Aquel incipiente Bayern había asomado al plano internacional en 1967 después de ganarle la Recopa al Glasgow Rangers con un solitario gol de Franz Roth. Aquel había sido el primer año del equipo en la Bundesliga en la que cumplió con creces después de haber presentado sus credenciales ganando la Copa el año anterior siendo equipo de Segunda División. Un equipo que se fue asentando poco a poco y que contaba con Müller como punta de lanza, un tipo que se las apañaba muy bien en el área pero que necesitaba un compañero que le abriese los espacios. Lo que se le abrió fue el cielo cuando apareció en el equipo Uli Hoeness. Hoeness ponía el juego y la movilidad y Müller ponía el gol. Juntos hicieron gloria durante un lustro inolvidable que se consagró cuando ambos golearon impenitentemente al Atlético de Madrid en el partido de desempate por la final de la Copa de Europa de 1974. Fueron ocho años de pareja inmortal, que se rompió cuando Müller por culpa de una hernia y su propio carácter decidió decirle adiós al Bayern e iniciar una exótica aventura en la NASL de Estados Unidos.

Tenía treinta y tres años y estableció su residencia en Florida donde no le fue del todo bien. Futbolísticamente cumplió, anotando cuarenta goles en tres temporadas, pero personalmente allí comenzó su caída a los infiernos. Volvió a coger peso y recordó, de nuevo, a aquel "Molinero gordito" cuyo apodo había surgido de su primer entrenador en el Bayern en relación al empleo de su padre en el Molino de Nördlingen. Menudo gordito había sido. Tan sólo en partidos clasificatorios para competiciones internacionales de selecciones, había anotado veintidós goles en dieciséis partidos. Y es que con Alemania tocó el cielo después de ganar la Eurocopa de 1974 y el Mundial de 1974 anotando, él mismo, goles en ambas finales. Porque eso era lo suyo, los goles. Hasta en cuatro ocasiones fue máximo goleador de la Copa de Europa y otras siete lo fue de la Bundesliga, campeonato en el que llegó a marcar trescientos sesenta y cinco goles convirtiéndose en el máximo goleador histórico.

Ese primer paso suyo, lleno de aceleración, le hizo ganar muchos espacios en el área, allí donde las piernas se multiplicaban y los alientos empañaban el cogote. De nada de eso se acuerda hoy, ingresado en una clínica víctima del Alzheimer, esa maldita enfermedad con nombre de delantero alemán que se ha empeñado en postrarle en el olvido. No lo hará, porque por más que él no recuerde sus goles, el mundo, y la afición del Bayern, ya le ha convertido hace tiempo en leyenda inmortal. Porque Müller fue siete veces máximo goleador de la Bundesliga y porque, sobre todo, estableció un récord de cuarenta años que sólo pudo romper Lío Messi cuando, en 1972, anotó ochenta y cinco goles durante el año natural.

Tan acostumbrado a la gloria estaba, a ser imprescindible y a jugarlo todo, que en febrero de 1979, después de haber sido sustituído por primera vez en su carrera, decidió que aquel había sido su último partido con la camiseta del Bayer. Aquella pataleta le hizo decir adiós al fútbol y lo hizo, curiosamente, el mismo día que lo anunció el gran Eusebio Ferreira. Eso sí, para no quitarle todo el protagonismo, Müller decidió regresar meses más tarde cuando aceptó al oferta del Fort Lauderdale Strikers. Atrás quedaba la historia del dos veces bota de oro, del tipo que hizo del área su zona de confort, del delantero al que la palabra gol le hizo justicia con total merecimiento.

Fue en agosto de 1958 cuando George Münzinger, el presidente del TSV 1861 Nördlingen, pueblo natal de Müller, convenció al muchacho, en principio reacio por su timidez, a que se integrase en el equipo. Y es que, al principio, ni él mismo confiaba mucho en sus posibilidades. No tenía unas características especiales, no regateaba, no se iba en velocidad y no ganaba los balones largos, pero tenía una condición superior al resto y era su capacidad para encontrar el gol en cualquier posición dentro del área. Su fama de goleador corrió por todo Baviera y el Bayern Munich, en plena disputa con el Munich 1860, consiguió ficharlo. Cuando se presentó en el primer entrenamiento, el entrenador Pal Czernai, se dirigió al primer directivo que vio y le espetó: "Yo no puedo poner a jugar a ese pequeño elefante".

El pequeño elefante se convirtió, con el tiempo, en el más prolijo goleador en la historia de Alemania, anotando sesenta y ocho goles en sesenta y dos partidos como internacional con la Mannschaft. Porque Müller, que a los catorce años había si contratado como tejedor en una fábrica local, sabía que había vida más allá del fútbol y por ello jugaba con más entusiasmo que presión. Hizo del oportunismo su modo de vida y de la colocación su modus operandi. No era el más fuerte, pero, aún así, anotó muchos goles de cabeza gracias a su capacidad de anticipación y su instinto para colocarse siempre en el lugar idóneo dentro del área.

Cuando se marchó del Bayern, dejó a Rummenigge como sustituto natural. Eran los años en los que el Bayern fabricaba Balones de Oro y Alemania jugaba finales sin cesar. Porque, junto a Müller, llegaron al Bayern Franz Beckenbauer y Sepp Maier, mejor futbolista y mejor portero alemán de la historia respectivamente. Ellos le ayudaron, en gran medida, a ganar tanto como ganó. Uno ponía los milagros, el otro el juego y Müller los goles. En la temporada 1971-72 estableció un récord de cuarenta goles anotados en la Bundesliga, convirtiéndose, con el décimo goleador histórico de los torneos de primera división. Su sustituto en la selección, también Müller, pero de nombre Dieter, no consiguió tapar su hueco, al igual que tampoco consiguió hacerlo el otro Hoeness, también de nombre Dieter, quien, por más tosquedad que mostrase, fue incapaz de llenar el hueco que había dejado el mejor goleador de la historia de Alemania. Y es que, entre ambos, anotaron diez goles con la selección, cuando Müller ya había anotado ocho en sus primero ocho partidos, cuando le valió un sólo mundial, el de México, para anotar diez goles, jugó, en total, mil doscientos dieciséis partidos desde que empezó en su Nördlingen natal y anotó mil cuatrocientos sesenta y un goles. Datos impresionantes para alguien impresionante.

Tan ducho era en el área que el día veinte de octubre de 1965, después de una lesión de Maier, accedió a ponerse de portero durante los últimos minutos de un partido. Y cumplió. Porque siempre cumplía. Él era la punta de lanza del martillo alemán que dominó los años setenta y fue un martillo para sí mismo cuando dijo adiós al fútbol y se vio huérfano de diversión. Perdió el juego, el dinero y la ilusión. Se refugió en el alcohol y se dejó llevar hacia la ruína. Por un momento quiso recordar a George Best, con quien coincidió en el Fort Lauderdale Strikers, ambos barbudos, pasados de peso, con los ojos amarillentos y la melancolía instalada en su corazón. Fueron sus antiguos compañeros, Hoeness y Beckenbauer, quienes le rescataron y le reintegraron en el Bayern como coordinador de las categorías inferiores. No podían dejar que el ídolo cayese más de la cuenta hacia los infiernos.

Y es que todo el mundo necesita a alguien que le ayude a redimirse. Futbolísticamente, su prócer fue Udo Lattek, el tipo que creyó del todo en él y el que ayudó a bajar de peso, a afinarse y a convertirse en el mejor delantero del mundo. Con él en el Bayern, Müller ganó tres Bundeslingas y la primera Copa de Europa. Cuando se marchó, el Bayern continuó mandando en Europa pero dejó de hacerlo en Alemania. Lattek se marchó al Borussia Mönchengladbach y el equipo de Renania del Norte ganó las tres siguientes Bundesligas. Y es que todo campeón necesita un rival que le ponga contra las cuerdas. El Gladbach, en los setenta, fue un equipo descomunal, que ganó cinco veces la liga y dos veces la Copa de la Uefa. Si no pudo conquistar Europa fue porque la tiranía del Bayern primero y del Liverpool después le pusieron de cara a la pared y de bruces con la realidad. Muchas veces no basta ser el mejor sino que hace falta ser el más certero. Y el más certero era siempre Gerd Müller. En 1976, en plena disputa por el trofeo de máximo goleador con Jupp Heynckes, anotó cinco goles en la última jornada. El Gladbach era el campeón, pero él no se iba a dejar levantar el título de mejor goleador. Y es que ya, en 1965, en su primera temporada en segunda división, había anotado treinta y nueve goles. Y eso que Czernai no creía en él.

Müller estuvo a punto de no formar parte del exitoso Bayern campeón de Europa durante tres años consecutivos. En 1973 aceptó una oferta del Barça después de negociar una importante subida de ficha. El Bayern se negó a venderle y él se sintió ofendido. Aunque siguió jugando y cumpliendo. Hubiese sido divertido ver en el mismo equipo a Cruyff y Müller, aunque quizá el radio de acción de uno hubiese eclipsado al otro. Nunca se sabrá, aunque imaginar es bonito.

El Bayern, y Müller, completaron del todo su palmarés cuando, en 1976, le ganaron la Copa Intercontinental al Cruzeiro de Belo Horizonte. Fue su primera participación en el torneo pese a haber ganado las dos ediciones anteriores de la Copa de Europa. La dureza con la que se empleaban los equipos sudamericanos, provocó la negativa de los alemanes a participar tanto en 1974 como en 1975. En el setenta y cuatro, el Altético de Madrid, en condición de subcampeón de Europa, accedió a disputar la final ante Independiente, pero en 1975 ningún equipo europeo accedió a participar y el palmarés se anotó como un torneo sin campeón. La Intercontinental, pues, estuvo a punto de morir, pero tras duras negociaciones para evitar que así fuese, el Bayern accedió a jugar ante Cruzeiro, ganando dos a cero en Alemania con gol de Müller y empatando a cero en Brasil coronándose como rey del mundo.

Gracias a sus piernas cortas y su bajo, pero fuerte, tren inferior, se manejaba como pez en el agua en espacios cortos. Ganaba siempre el primer paso en la carrera y era muy difícil de derribar por muy fuerte que le pegaran. Eso lo supo ver el presidente del Bayern de Munich cuando en 1964 le ofreció, además de un contrato para jugar en segunda, un empleo fijo en una tienda de muebles de la ciudad. Si el fútbol no se te da bien, al menos aprenderás un oficio. Pero su oficio era golear. Más de mil cuatrocientos goles de los cuales, el número mil, bonitas coincidencia de la vida, lo anotó en la final de la Copa del Mundo. Veinte años después, Alemania reinaba en el planeta y, veinte años después, derrotaba al mejor equipo del torneo. La Hungría de Puskas y la Holanda de Cruyff cayeron ante el martillo alemán. Aquel día, el Torpedo Müller, sobrenombre que le vino por su inagotable capacidad para perforar porterías, tocó el cielo. Ocho años más tarde, poco antes de que Alemania jugase una nueva final del mundial, decidió decir adiós al fútbol par siempre. Le dolían las piernas y la espalda. Le dolía, sobre todo, el orgullo, por no ser capaz de seguir goleando.

Aquella tarde de 1974 había marcado un gol de los que él ya sabía marcar en su Nördlingen natal. Un gol de patio de colegio; uso del cuerpo, giro de cintura, tiro cruzado. Gol. Siempre gol. Gol a gol, cayeron una Eurocopa, un Mundial, cuatro Bundesligas, cuatro copas alemanas, tres copas de Europa, una Recopa y la Intercontinental. Poco más que pedir. Y es que ya lo dijo Beckenbauer cuando le preguntaron por él: "Sin los goles de Müller, el Bayern no sería lo que es hoy". Ni el Bayern ni, quizá, Alemania. El dieciocho de junio de 1972 le hizo dos goles a la Unión Soviética para que Alemania confirmase las sensaciones de campeón que había dado en el mundial de 1970. Se confirmaba el inicio del gran ciclo. Terceros en México 70, campeones de Europa y del mundo en 1972 y 1974 y subcampeones de Europa y del Mundo en 1976 y 1982 además de nuevamente campeones de Europa en 1980. Y, aunque Müller había abandonado la selección en 1974 tras ser campeón del mundo, el legado que aquella generación dejó a sus sucesores fue tal mangnitud que se convirtió en una mentalidad ganadora que aún perdura y sitúa a Alemania como la gran favorita ante cualquier competición.

Sin ser un poemario, Müller manejaba los dos pies y entendía el juego con la sencillez de los triunfadores. Fuera del área jugaba a un toque y buscaba siempre el desmarque, gracias a su intución encontraba siempre el lugar. Fue héroe en Munich y villano en algunas partes de Europa donde no se toleraba el dominio de un equipo tan mecánico. El treinta y uno de marzo de 1976 el Bayern viajó a Madrid con el runrún de que a los blancos les beneficiaban los arbitrajes en Europa después de haber eliminado al Mönchengladbach con dos goles alemanes anulados de manera injusta. El ambiente preduelo pudo condicionar al árbitro quien no fue todo lo casero que se hubiese deseado. Müller marcó y enfrió al público y, en plena vorágine de protesta, un aficionado bajó para darle un guantazo al árbitro. Se le conoció como "El loco del Bernabéu". En la vuelta, el Bayern ganó dos a cero con otros dos goles de Müller. Y es que al Torpedo le daban igual los colores y la historia de sus enemigos. No conocía el miedo y no conocía la piedad.

Fueron quince años en el Bayern en los que marcó más de seiscientos goles y dos mundiales disputados en los que anotó catorce. En un principio destilaba desconfianza, porque era un delantero antialemán, lejos de los cánones que representaba, por ejemplo, Uwe Seeler, el tipo que, durante años ocupó el puesto de delantero centro en la selección y que era idolatrado y respetado a lo largo del país. Porque toda leyenda precisa de un sustituto a la altura y todo delantero necesita el gol para convertirse en mito. Seeler fue leyenda y Müller es el mito sobre el que se cimentaron las mayores glorias del fútbol alemán. El goleador incansable sobre el que se concretaron las primeras grandes victorias, los primeros grandes ciclos, las primeras historias de terror sobre un coco alemán que llegaba por la noche y te machacaba a goles. Torpedo Müller fue gol, fue el bombardero de una nación que aprendió a ganar al ritmo de sus celebraciones con los brazos abiertos y los ojos pensando en la siguiente ocasión.

lunes, 1 de junio de 2020

Balones de oro: Gianni Rivera

El niño de la guerra vivió su peor guerra futbolística una noche de octubre en Buenos Aires. Corrían buenos tiempos para el fútbol argentino, dominador de América y, durante los dos años anteriores, también del mundo. La violencia empleada, sin embargo, fue tan cruenta que aquella noche pasó a la historia como el partido de la infamia. Varios jugadores del Milan salieron en camilla y otros tantos del Estudiantes, pasaron la noche en el calabozo. Pero si hubo uno que debió salir a hombros, ese fue Gianni Rivera, artista en el campo y hombre libre fuera de él, se levantó del suelo varias veces y, en una de ellas, le dio tiempo a sortear a Poletti camino de un gol que le dio la gloria al equipo de su vida.

Y es que Rivera, futura estrella rojinegra, había nacido cuando los rescoldos del paso de la gran guerra aún humeaban en Italia. El país, destrozado y recompuesto, buscaba nuevos ídolos que manejasen el paso del tiempo con la habilidad del curandero y la inocencia del pícaro. Años después, no muchos, apareció un artista en Alessandria que, pese a no tener un romance intenso con el gol, llegó a ser capocannionere del Scudetto en 1973.

Fue en 1973 cuando ganó su último título europeo. Aquella final entre Milan y Leeds se decidió pronto en el marcador y fue agónica, en el juego, para los ingleses. Chiarugi marcó y Rivera se hizo con la pelota. El partido fue un quiero y no puedo y el honorable Don Revie hubo de hincar la rodilla ante el hombre que había cambiado al Milan desde el banquillo, Nereo Rocco. Rocco fue el prócer de Rivera durante toda su carrera, el tipo que le dio toda su ascendencia y su confianza, y tanta confianza tenían el uno en el otro que Rocco lo tuvo claro desde el principio: "Cuidad bien a Rivera porque Rivera va a hacernos ganar mucho dinero". La premisa era clara, un portero, nueve gladiadores y un emperador. Aquel tipo, que gobernó la zona roja y negra de Milán durante toda su carrera, no pudo hacerlo en la selección italiana, lugar donde tenían más sitio las estrellas del Inter, algo que denunció Rivera con vehemencia y que casi le cuesta su convocatoria para el mundial de 1970.

Todos sabemos que Rivera fue al mundial porque fue el último héroe de la semifinal, pero aún así siguió siendo suplente en la final, cuando, con la final perdida, Valcareggi le echó a los leones y poder justificar así una derrota convertida en baile desde el minuto uno. Pero Rivera ya hacía tiempo que era el mejor jugador italiano, de hecho, había sido el primer gran jugador italiano, el primer artista de primer nivel que había dado el país transalpino desde la posguerra, desde que Il Grande Torino se había estrellado en Superga y, con él, los sueños de millones de italianos. Desde entonces, todos los grandes equipos italianos habían tenido un genio foráneo (Liedholm, Schiaffino, Julinho, Sívori...) y diez esforzados jugadores patrios. Aquello cambió con la llegada a Milan de Rivera y, su alter ego, Mazzola, hijo de la estrella de aquel Torino que voló por los aires.

En 1970, Rivera ya era balón de oro, trofeo que ya había estado a punto de ganar siete años antes cuando el mundo le conoció después de desquiciar a la defensa del Benfica en la final de la Copa de Europa de 1963. Y es que no se puede hablar de Rivera sin hablar del Milan y viceversa. Allí jugó durante diecinueve temporadas, en las que sumó seiscientos cincuenta y ocho partidos y ciento sesenta y cuatro goles. Y allí había llegado un día de verano de 1960 después de que el Milan pagase sesenta millones de liras y tres jugadores a cambio de hacerse con sus servicios. Hubiese sido una cifra a tener en cuenta, pero dentro de lo normal, si no se hubiese tratado de un chico de dieciséis años. Aquel traspaso le valió el sobrenombre de "Il Bambino de Oro". El niño de oro.

Su pasión mal entendida y esa manera tan peculiar de jugar al fútbol, tan alejada de los cánones latinos donde todo debía ser arrojo y sudor, le hicieron enfrentarse a la crítica en más de una ocasión. Le afeaban la necesidad de tener que verse escudado siempre por el sempiterno Trapattoni quien tenía que defender por dos para que Rivera pudiese brillar por si mismo. Y eso que ya lo había advertido Rocco con antelación; "No corre mucho, pero es un genio". Qué más da que no trabaje si nos hace ganar partidos, vino a querer decir. Pero ese discurso no calaba en un país que había hecho del trabajo su palabra de reconstrucción nacional.

No fue un jugador fácil, pero tampoco era fácil cargar en su espalda con toda la responsabilidad, algo que hizo desde adolescente. Debutó en la Serie A con quince años y ya esa temporada asombró a todos apareciendo como un fijo en las alineaciones del equipo de su ciudad natal: el Alessandria. Cuando, tres años después estuvo a punto de ser el futbolista más joven en ganar el Balón de Oro, todo el mundo se había rendido a sus pies. Lo ganó Yashin, pero Rivera ya se había establecido, frente a todos, como el primer número diez moderno, el primer diez que dejó el interior para pasar a gobernar el juego desde el centro del campo. El tipo por el que siempre pasaba el antepenúltimo, el penúltimo y el último pase.

A esa posición, con el tiempo, la conocieron como mediapunta y se puede decir que Rivera fue el gran pionero, el primer tipo que, con colchón por detrás, pudo jugar con libertad rompiendo de alguna manera los esquemas y abandonando los cánones clásicos. Desde esa posición destrozó a la defensa adelantada del Ajax en la final de la Copa de Europa de 1969, un equipo bisoño incapaz de detectarle e incapaz de evitar que diese siempre el pase correcto en el momento oportuno. Era esa manera de jugar que ya había demostrado Schiaffino en Milán y cuyo testigo tomó Rivera sin miedo y con toda la personalidad del mundo.

En la selección, sin embargo, no encontraba esa libertad. Encorsetado en un sistema predefinido y obligado a una disciplina diferente, fue suplente más veces que titular, lo que no le impidió alcanzar la gloria aquella tarde mexicana en el que Valcareggi acudió a él a la desesperada y él respondió anotando el último gol en el que la prensa bautizó como "El partido del siglo".

No mejoró su situación su carácter rebelde y siempre en busca de la justicia personal. Aquello le convirtió en héroe o villano según la acera que se acordase de él. Fue ídolo rossonero, pero fue el gran rival del Inter, el otro equipo de la ciudad cuya estrella, Mazzola, se imponía siempre a él en la selección y se imponía en la mitad de los debates de sobremesa. Y es que la resurrección del fútbol italiano llegó en Milan, pese a que la Juve y la Fiorentina habían tenido años buenos. Pero los turineses no habían sido capaces de destronar al Real Madrid y fue el Milan el primer equipo italiano en levantar la Copa de Europa. El Milan del incipiente Rivera, el niño de oro que ganó las dos primeras orejonas del club y el primer balón de oro para el fútbol italiano.

Cuando acabó con la dictadura ibérica en la Copa de Europa, todo eran parabienes para el Milan, pero ocurrió algo que acabó con una inercia que parecía imparable. Nereo Rocco abandonó el equipo por desavenencias con la directiva y el Milan pasó un lustro a la deriva y a la sombra del Inter, la Juve e incluso el Bologna. Fueron años duros en los que tan sólo se ganó una Coppa, la primera en la historia del club, con Rivera, como no de protagonista. De los nueve títulos que ganó Rivera con el Milan, siete los consiguió con Rocco en el banquillo. Pocas veces se vio un binomio tan productivo, más aún en aquel fútbol tan igualado.

Rivera debutó como profesional el dos de junio de 1959 en un partido entre el Alessandria y el Inter de Milán. Empataron a uno y el debutante tenía, tan sólo, quince años. El Inter, precisamente el Inter que tantas veces se cruzó con él a lo largo de su carrera. El equipo diseñado, posteriormente, por Helenio Herrera que llenó de futbolistas el once de la selección azurra. De eso se quejaba Rivera. Ponedme a mí con Trapattoni detrás, como en el Milan, mirad como funcionamos. Pero no. Valcareggi no era partidario de Trapattoni y tampoco de Rivera. Lo cierto es que la selección italiana era muy buena porque los jugadores del Inter, y los de la Juve, eran muy buenos y aún con toda la crítica, la resistencia del tipo a ser alguien en el mejor escaparate, le llevó a jugar en cuatro mundiales distintos. Muchos de ellos desastrosos, pero uno de ellos, especial. Quien no recuerda aquellos dos equipos muertos de cansancio, aquel saque de centro tras el empate a tres y aquella jugada de siete pases y tiro a puerta de Rivera que le alzó a la cima del fútbol mundial.

Sin embargo Rivera e Italia ya habían alcanzando la cima dos años antes cuando Italia se había consagrado como el tercer campeón de la Eurocopa de Naciones. Fue el punto de inflexión, a nivel internacional, de una selección que, como su país, había sufrido una transición hacia la gloria pasando por el dolor. Rivera había sido un niño de la posguerra y Alessandria había sido una ciudad castigada que tuvo que aprender a recomponerse con trabajo y dedicación. Su padre trabajaba en la estación de trenes y el niño había de recorrer kilómetros para ir a la escuela y llevar el almuerzo a su progenitor. Aquella vida curtió el espíritu del jugador que fue más tarde y, por ello, cuando el equipo ganó su segunda Copa de Europa, justo después, otra vez, de ganar la liga, no se amedrentó cuando viajó a Buenos Aires para jugar la Copa Intercontinental pese a que los argentinos de Estudiantes les habían preparado una carnicería. Pero no se iba a echar atrás cuando la gloria estaba a dos pasos y cuando ya llevaba recibiendo patadas desde la adolescencia. Aquel día, después de un partido marcado por la niebla, el ayudante Carrara llamó al presidente y le dijo: "Había tanta niebla que se hubiese podido confundir a Rivera con Schiaffino". Había que ficharle.

Con Rivera, Rocco cambió el sistema y el Milan giró en torno a un futbolista. Tan bien lo hizo que ganó el Balón de Oro por abrumadora mayoría en el voto de los corresponsales y, tan bien lo hizo que aparte de levantar dos veces la Copa de Europa, levantó otras dos la Recopa. Era un jugador listo, hábil e intuitivo como pocos, como dijo su compañero Pierino Prati, autor de tres goles la noche en la que Cruyff conoció la derrota, "Rivera tenía ojos hasta detrás de la cabeza". Porque siempre era capaz de saber donde estaba el compañero mejor situado aún estando a espaldas de él. Quizá el mejor elogio vino de France Football quien, en el número especial dedicado a su Balón de Oro, dijo que "Rivera es el único jugador que da poesía a este deporte".

Lo suyo no era tanto el gol como las asistencias. Era un gran asistente, un pasador excelso y el tipo sobre el que giraba un equipo que hacía del catenaccio su forma de vida. Eran tiempos de nadar y guardar la ropa. Las tácticas del seleccionador suizo Karl Rappan durante el mundial del cincuenta y cuatro, había fascinado a los técnicos italianos y Nereo Rocco quiso ser buen alumno antes que maestro. Se trataba de guardar la portería, meter al equipo atrás y dejar que el genio lo resolviese todo. Tuvo la suerte de tener un genio muy bueno. Un genio que duró dos décadas, que empezó con quince y se marchó con treinta y seis, justo el día en el que el Milan, ya entrenado por Liedholm, el hombre que poco más tarde diese la alternativa a Maldini, ganaba su décima liga. Un Milan donde ya estaba Franco Baresi, el siguiente ídolo de la grada y donde el escudero Trapattoni había cedido su puesto a Fabio Capello, fichado a la Juve un par de temporadas antes y dando a entender, en el futuro, que nada mejor que ser escudero de Rivera para convertirse en entrenador de prestigio.

Porque Rivera fue prestigio vestido de rojo y negro, ídolo y sueño, carne y títulos, brazos al cielo y lágrimas al viento, la poesía hecha fútbol y la convicción de que Italia, más allá del ciclismo, también podía volver a tener ídolos vestidos con pantalón corto.