martes, 27 de noviembre de 2012

Il capitano

El día veinte de enero de 1985 apareció por la banda de San Siro un niño imberbe de mirada desafiante. Profundos ojos azules, pelo negro enmarañado y piernas de alambre. Parecía sacado de un descampado y, vestido de futbolista, era el caballo ganador para los niños del barrio. Pero aquello no era un descampado y los rivales no eran los chicos de la pandilla del parque, sino Udinese, un equipo de primera división y el primero en aplaudir las virtudes de un niño que empezó siendo un aspirante a defensor y se retiró como el manual defensivo que todos quisieran aprender de memoria.

Veintitrés años más tarde el Milan visitaba Parma y el chico de ojos azules y pelo negro enmarañado ya era un hombre, pero seguía jugando al fútbol. El hombre, el mito, había cumplido treinta y nueve años y jugaba su partido número mil con la camiseta rossonera. Como para no aplaudirle. El niño de dieciséis años, colmado de honores, había levantado ya, en cinco ocasiones, la copa de campeón de europa, y había ganado seis campeonatos de liga italianos. Menuda criatura.

Se ganó la fama primero por descarado, más tarde por rápido y después por inteligente. Espectaculares fueron sus primeros duelos contra Diego Maradona en aquellos enfrentamientos contra el Nápoles en los que se ponía en juego una hegemonía; algo más que un partido de fútbol. El Diego, potrero como era, buscaba el pique, el regate, la frontal, el desequilibrio, pero el joven Maldini no se achicaba; cuerpeaba, citaba, miraba y muchas veces robaba. Eran los tiempos del marcaje al hombre, de la dureza contra el estilista, del ingenio contra el fajador. Al joven imberbe le ordenaban pegarse al mejor jugador del mundo y cumplía su misión con entereza. Más tarde llegó Sacchi y universalizó la zona. Se acabaron los férreos marcajes, las entradas a destiempo, las tarjetas rojas, los regates inverosímiles. El laboratorio convirtió el fútbol en un campo simétrico donde cada uno cumplía su función dentro de su parcela y Maldini hacía su trabajo igual de bien que el mejor. El mejor era Baresi, lider espiritual y referente de una época. Mentor, padre y amigo íntimo. El hombre que le enseñó a defender. Juntos hicieron historia viviendo en zona; juntos pusieron los pilares del mejor equipo defensivo que se recuerda. Tassotti, Costacurta, Baresi, Maldini. Aquella defensa aún se cita de memoria. De carrerilla.

Paolo Maldini sonrió durante muchas veces a lo largo de su carrera. Pero si le preguntan cual fue la más amarga de las veces en las que lloró, les retrotrairá a Estambul, veinticinco de mayo de 2005. Aquel día Maldini marcó un gol y no pudo ser feliz. Su equipo se fue al descanso ganando por tres goles a cero y no pudo ser feliz. No pudo ser feliz porque el Liverpool se aferró al milagro y remontó el partido hasta rematarlo en la tanda de penaltis. Aquella afrenta, para un ganador, fue como un trago de vinagre en el desierto. Pero todas las afrentas se pagan, y aquel día Maldini supo que debía seguir jugando al fútbol porque algún día el destino le volvería a poner por delante de la cotidianidad. Dos años más tarde, con un Maldini curtido y mentalizado, el Milan enjauló al Liverpool y volvió a tomar lo que era suyo; aquella copa orejona que se había convertido en el mejor testigo de sus hazañas.

Paolo Maldini aprendió de Baresi lo que ya había escuchado en las lecciones de infancia cada vez que su padre le veía correr tras la pelota en el jardín de su casa. Su padre no era un tipo cualquiera sino el, hasta entonces, mejor defensa en la historia del Milan. Cesare Maldini fue César en una zaga que hizo del catenaccio símbolo de identidad y que ganó las primeras copas de Europa en la historia del club. Pero Paolo fue más que un César. Al principio, mirada tímida y cabeza gacha, caminaba entre sus compañeros mientras los dedos le apuntaban a la espalda; "Mira, por ahí va el hijo de Césare". Pasó el tiempo, pasó el fútbol y llegó hasta la retirada. Hoy, Paolo Maldini sigue acudiendo a Maranello para mantener su forma física. En alguna ocasión, tras él, camina, ya renqueante, su anciano padre y es a él a quien ahora apuntan los dedos; "Mira, por ahí va el padre de Paolo". Ambos mitos, ambos grandes. Ambos llegaron a ser conocidos como "Il Capitano".

Pero no todo el universo milanista supo apreciar a Maldini como un tipo único en el fútbol. En su despedida, mientras dibujaba una vuelta de honor sobre el césped de San Siro con la mano en alto, la grada más radical del Milan le reprochó todos sus enfrentamientos. Ni el uno, ni los otros, se sintieron jamás en armonía. "Nunca serás nuestro capitán", le recordaron en forma de pancarta. Aquel sector adoraba a Baresi y nunca supo apreciar a Maldini. Fueron veinticuatro años de tormento para ellos.

Y es que ¿Quién no podía sentir admiración hacia Paolo Maldini? Solamente un necio radical. Maldini hizo escuela en el lateral izquierdo a pesar de que la zurda nunca fue su pierna buena. Maldini era diestro, sí, pero jamás podría adivininársele una carencia por ello. Era, por encima de todo, un defensor inteligente; al rápido lo cuerpeaba, al lento le ofrecía la salida por afuera para comersele en velocidad, al astuto lo retaba, al miedoso lo amedrentaba

Maldini pudo haber sido todo y se quedó en casi todo ¿Qué le faltó? Sus dos mayores frustraciones visten el color azurro de la selección italiana. En 1994, tras una final prodigiosa en la que se tuvo que ver con Cafú, escondió la cabeza bajo la zamarra después de que Baggio fallase el penalti definitivo. En 2000, tras capitanear una selección amparada por la suerte, el desamparo llegó en el último segundo con aquel gol de Wiltord que significó el principio del fin. Ni mundial, ni Eurocopa. Por ello, el día que un cabezazo de Ahn le dejó fuera del mundial de 2002 decidió que aquellas habían sido sus últimas lágrimas sobre el azul.

Se retiró del equipo nacional, dejó el brazalete a Cannavaro y fueron muchos los que vaticinaron el fin de su carrera deportiva. Y esa es la sensación que deja su juego en esa misma temporada en la que Maldini solamente ha disputado veinticuatro partidos y tiene una presencia, casi testimonial, en los éxitos del equipo. Parecía la hora del adiós, del relevo y de los homenajes, pero el mejor homenaje lo brinda el orgullo. La temporada siguiente Maldini vuelve a ser un fijo en en el once titular del Milan, Ancelotti le convierte en pilar indiscutible, situa a Pirlo en el mediocentro y libera a Schevchenko de cualquier responsabilidad. El resultado es una copa de Europa más levatnada por el eterno capitán.

Mientras, Cannavaro luce con orgullo el brazalete heredado por Maldini. Y tanto lustre le saca que es él el encargado de levantar la copa del mundo que tanto se le resistió al capitano Paolo. La ecuación improbable se hace aún más sorprendente cuando el nuevo capitán es premiado con el Balón de Oro por France Football. Lo flagrante se hace tangible. A Maldini le habían premiado en dos ocasiones con el Balón de Bronce porque se excusaban que el más preciado metal no estaba hecho para revestir defensores. Cruenta mentira como demostró el tiempo. Ni él, ni tampoco Roberto Carlos, los dos mejores laterales izquierdos de la historia, fueron nunca galardonados como los mejores del mundo. Quizá tampoco les hizo falta; la memoria es su mejor juez.

Su zona de influencia era tan temida que incluso los grandes jugadores rehusaban de acercarse por allí. El propio Zidane, en declaraciones previas a un partido llegó a declarar: "Cuando juego contra el Milan prefiero escorarme a la izquierda. No me gusta encontrarme con Maldini". Más elocuentes fueron las palabras de su compañero Kaka, por entonces referencia del fútbol mundial, quien, tras una nueva batalla ganada salió del campo impresionado para preguntarse "¿Cómo es posible que este hombre, después de ganarlo todo, mantenga invicta la ambición?". La respuesta estaba en sus miradas, en sus sonrisas con la copa en alto, en sus carreras contra el delantero rival.

Ambición. Sacada la palabra a la palestra no hace falta buscar otro término para analizar la carrera de Paolo Maldini. Quiso retirarse en 2004, lo tenía todo planeado; un añito más, quizá otro título, varias decenas de partidos y una despedida digna. Pero sucedió que en diciembre de 2003 Boca Juniors les ganó la final del mundialito de clubes. Y Maldini supo que algún día el destino le recompeensaría con una revancha. Y por ello se quedó, y esperó, y encontró. En 2007, después de levantar su quinta copa de Europa, viajó a Japón para volver a verse las caras con Boca. Y entonces volvió a ganar. Y entonces volvió a decir "hasta aquí hemos llegado". Y entonces se le reconoció como el mejor "One club man" de la historia del fútbol. Difícil encontrar quien le supere.

En activo hasta los cuarenta años y con seiscientos cuarenta y siete partidos en Serie A ¿Algún record más? Uno anecdótico: es el jugador en marcar el gol más rápido en una final de la Copa de Europa ¿Alguna otra mención? Más de mil partidos jugados en la zona de atrás y solamente una tarjeta roja directa, amén de otras tres expulsiones por doble amarilla. Brillante, limpio y con explendor. Toda una academia defensiva.

Maldini llegó a un Milan de entreguerras, sacudido por el descenso administrativo de 1980 y en busca de una identidad perdida. No tardó demasiado en convertirse en el mejor equipo del mundo y en sus cifras ganadoras aparecen aquellos cincuenta y tres partidos en Serie A en los que el equipo se mantuvo invicto. Casi dos temporadas completas. Al equipo, entonces, ya lo entrenaba Capello y Maldini, entonces, ya no era solamente un lateral izquierdo. Poco a poco se fue reconvirtiendo hasta convertirse en un defensor central de primer nivel. Tuvo el mejor maestro y ejecutó a la perfección todas las enseñanzas. Después de amargar la vida a tipos como Michel, Lentini, Kanchelskis, Beckham o Figo, pasaba al centro de la zaga para vérselas con Ronaldo, Henry, Van Nistelrooy, Eto'o o Ibrahimovic. Todo un acicate para un hombre al que no le asustaban los retos.

Tantos retos superó que inclusó produjo un efecto iluminador en la afición rival. En el último derbi milanés disputado entre Inter y Milan y con Maldini de capitán, mientras los radicales milanistas refunfuñaban por no reconocer el mérito de su capitán, desde la grada interista se desplegó una pancarta; "En la cancha nuestro rival, en la vida siempre leal". Siempre leal al Milan desde que Nils Liedholm le hiciera debutar en aquella fría tarde de enero en Udine. Entonces, los amantes de la crítica se lanzaron al cuello del sueco haciendo creer que el debut del niño Maldini era un favor que el viejo Nils le hacía a su gran amigo Cesare. La verdad la ofreció el tiempo y las ocho finales de copa de Europa que jugó Paolo. Tan sólo Gento jugó tantas finales. Ellos dos y nadie más. Menudo favor le hizo al fútbol el viejo Nils.

Con alma de capitán desde pequeño, anduvo siempre detrás de un brazalete fantasma. Fue capitán en su país antes que en su equipo. Siempre tras la estela del gran Baresi iba recogiendo los legados que Franco le iba dejando. Primero en azul, más tarde en rossonero y por último en el corazón del fútbol. Con Italia jugó ciento veintiséis partidos y con el Milan más de mil. El Milan, el gran Milan de su padre. Fiel a unos colores pese a que de pequeño se quedó anonadado después de ver jugar a Franco Causio y Roberto Bettega. Quiso ser de la Juve, más su progenitor le dejó las cosas claras: "En esta casa el blanco se cambia por el rojo". Y así aprendió a soñar en rossonero. Lideró el proyecto megalítico de Silvio Berlusconi y se retiró con la satisfacción que quien ha dejado una huella imborrable tras él. El público en pie, la mano en alto y una camiseta sobrevolando las gradas del viejo Giussepe Meazza. El número tres a la espalda y una promesa lanzada al aire: el número tres no se retira, simplemente espera. Si alguno de los hijos de Maldini llega a profesional y juega en el primer equipo del Milan tendrán derecho a vestir el número de su padre. Solamente ellos, ninguno más. Visto al abuelo, visto al padre ¿Alguien se imagina cómo podría ser el hijo? Lo imposible vive en el recuerdo, lo posible vive en el anhelo.

martes, 23 de octubre de 2012

El clásico

No hay partido entre clubes más seguido en el mundo, no hay un acontecimiento deportivo que traspase tantas fronteras, no hay una rivalidad mediática que raye más lo absurdo y lo banal, no hay una pasión que se asemeje más al latido de un corazón cada vez que el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona saltan al terreno de juego y el mundo se para. Se alzan las voces, se ondean las banderas y ya no existe el silencio durante los siguientes días. Y cuando acaba uno, siempre empieza otro. Siempre hay un motivo para la discordia, un motivo más para la guerra, un motivo más para vivir. Y solamente se trata de un partido de fútbol.

Pero un Barça - Madrid no es un partido de fútbol al uso. Un Barça - Madrid, en la actualidad, enfrenta al mejor equipo del siglo XX contra el mejor equipo del siglo XXI. Eso no es poco. Como no fue poco aquel once a uno que le endosaron los blancos a los azulgranas en 1942 y a raíz de cual se enquistó una amistad que se había ido fraguando partido a partido, roce a roce, desde los ancestros de los primeros partidos de copa. Cuentas las crónicas que los jugadores del Barça se sintieron tan intimidados por el público en aquel partido de vuelta de semifinales de 1942 que renunciaron al juego para emplearse en su defensa personal. Exageración o no, el caso es que aquel resultado, el más abultado de la historia en sus enfrentamientos mutuos, tuvo un punto de inflexión. Desde entonces, cada visita a campo rival se convierte en un infierno para ambos contendientes. Cada partido es un vida o muerte, un camino de funambulista, un motivo para levantarse un lunes para trabajar.

El fútbol tardó en llegar. El Madrid fue superior durante muchos años y culminó su excelencia con un puñado de jóvenes liderados por un pecoso descarado. Eran la Quinta del Buitre. Ganaron cinco ligas consecutivas y se recrearon en exceso en cada una de sus victorias como local. El antídoto vino de Holanda. Johan Cruyff, otrora dueño del balón, ideó un libreto de cuyos márgenes jamás volvería a salirse el Barça para no esquivar el éxito. El Dream Team compitió con fútbol y dejó alguna victoria histórica y algún resultado sonrojante.

Pero no todo es felicidad en casa del dichado y muchas veces, ríe mejor quien termina riendo el último. Al cinco cero que le endosó el Barça al Madrid en la noche de Reyes de 1994 respondieron los blancos un año después con otra manita histórica. Eran tiempos convulsos, de una liga más pasional, más igualada, de dos formas de ver el fútbol desde una misma perspectiva; ganar de cualquier manera. El Dream Team murió de éxito y a los años convulsos les sucedieron años de vino y rosas en color blanco. Los galácticos, les llamaron. Una constelación de estrellas adquiridas a golpe de talón que dieron glamour y títulos a la casa blanca. A la desazón respondió el Barça con una sonrisa; Ronaldinho volvió a desequilibrar la balanza y sacó al Barça de una depresión post parto que casi acaba con su vida.

Ronaldinho fue el galáctico que se le escapó a Florentino por hacerle prometer que esperaría un año más. Pero Ronaldinho no es de los que esperan y aterrizó en Barcelona para devolverle la sonrisa a un enfermo terminal. Otro galáctico rechazado por Florentino llegó a Barcelona para formar pareja con el gaucho, era Samuel Eto'o, un león indomable que un día dijo que se quedaba en el Bernabéu y como un hijo desarraigado se acostumbró a celebrar goles contra los blancos con rabia descontrolada. Pero ningún proscrito tan rechazado en la capital como Luis Enrique. El asturiano tomó el puente aéreo para decirle adiós a los madridistas y hacerse una foto con la camiseta del Barça. Llegó un día en el que dijo que no le gustaba verse en las fotos vestido de blanco y, por ello, en cada visita al Bernabéu recibía la pitada por respuesta. Él lo celebraba besando el escudo y el polvorín se inundaba de decibelios. Decibelios que hoy en día resuenan en Barcelona cada vez que Mourinho, otro proscrito para la causa, visita el Camp Nou y, rodilla en tierra, celebra goles que valen campeonatos. Pero hubo un día en el que se apagaron los decibelios. Fue el día en el que Raúl picó un balón por encima de Hesp y se llevó el dedo a la boca para decirle a todo el barcelonismo que él era el auténtico héroe en el cénit de la batalla. Aquella foto se convirtió en postal para el madridismo y aún hay muchos que recuerdan al gran capitán en un gesto que ganó una batalla pero que no hizo sino encrudecer la guerra.

Y esta es una guerra que nunca acaba. Una guerra que comenzó en 1902 y que se ha ido conviritendo en un desatado conflicto nuclear armado hasta el punto de ser seguido por más de quinientos millones de personas a lo largo y ancho del mundo. Una guerra con doscientas cincuenta y tres batallas, ciento cinco de ellas ganadas por el Barcelona y noventa y dos ganadas por el Real Madrid, con cuatrocientas treinta y nueve balas de cañón en la portería blanca y cuatrocientas doce en la portería azulgrana. Con un campo de batalla dividido en dos zonas: Un Bernabéu donde noventa minuti son molto longos y un Camp Nou donde el infierno da la bienvenida en forma de mosaico. Un duelo al sol donde el fútbol es más importante que la vida y donde la muerte tiene el sabor de una derrota. Un partido que fue equilibrado durante muchos años hasta que el Barça cayó en decadencia tras perder una final de Copa de Europa después de destrozar los postes del estado Wankdorf de Berna. A raíz de entonces el Madrid se hizo amo de España después de haber conquistao Europa a golpe de gol. La depresión duró décadas y el complejo de inferioridad duró casi medio siglo. Justo hasta que llegó Guardiola para sacar al Barça de las catacumbas y hacerlo pasear por Europa con la cara levantada. Entonces llegaron el dos a seis y el cinco a cero y nada, a partir de entonces, volvió a ser lo mismo.

Porque Guardiola tenía un as en la manga. Un prometedor extremo al que convirtió en todocampista por la gracia del balón. Lio Messi fue el mesías largamente esperado y de sus regates nacieron goles y jugadas, todas ellas de ensueño. Se acostumbró tanto a vacunar al Madrid que campaba en cada duelo como el sheriff que dicta la ley. Necesitaba una némesis y para ello, Florentino, más dado a la bravata que a la paciencia, volvió a tirar de chequera para fichar a Cristiano Ronaldo. Los duelos a sangre y gol entre los dos dueños del fútbol actual son de una dimensión tan grande que todo un país puede parar para perderse en un debate banal de sobremesa. Uno gobierna sobre el otro y los dos gobiernan sobre todos. Como gobiernan Casillas y Puyol sobre nuestros corazones. Ambos, capitanes de contienda viril, se enjaulan entre grillos para dirimirar su poderío y, más allá de las huestes, son capaces de liderar nuestro mejor equipo nacional de siempre. Son las esquirlas apagadas de una llama que tuvo su punto culminante el día que Ramón Mendoza se unió a los Ultra Sur en el aeropuerto de Barajas y botó desenfrenado después de que el Madrid le ganara la Supercopa de España a su enemigo en campo contrario. Anécdotas y rivalidad enconada, retazos de un duelo al que el periodismo bautizó como "El clásico" y que va creciendo en mediatizidad hasta el punto de ensombrecer cualquier aspiración ajena.

Los primeros grandes duelos se dieron en la competición de copa. Cuando la liga aún era un proyecto sin concrecciones, la Copa de España era la salida natural para el talento de los jugadores. En dos décadas, Real Madrid y Barcelona se enfrentaron quince veces en elimintarias de copa, dejando para la historia el memorable empate a seis del año 1915. Mucho tiempo después, casi setenta años, volvieron a enfrentarse en Copa, esta vez en una final. Eran tiempos de complejos y orgullos; el madridismo paseaba su bandera por España y el Barça gobernaba en su reducto de Cataluña. Mientras, los equipos vascos se llevaban las ligas y a ellos les tocaba dirimir duelos coperos. En 1983 Marcos batió a Miguel Ángel con un cabezazo imposible y Schuster recorrió el ancho del campo dedicando cortes de manga a la grada merengue. Podría haber sido considerada una ofensa imperdonable, pero el alemán terminó claudicando al orgullo y cambió de destino para vestir de blanco. Aquella ofensa también la cometió Laudrup, quien con su habitual elegancia ayudó a cambiar el ciclo y lideró el cinco a cero del año de Valdano. Pero a nadie le castigaron verbalmente por sus pecados como lo hicieron con Luis Figo. El portugués, santo y seña de una época gris oscura, terminó por aceptar las pretensiones de Florentino y abandonó Barcelona destino Madrid el año que ganó el Balón de Oro. Un futbolista de dimensiones capitales y un judas traidor en la costa noreste de la península. En su primer recibimiento recibió una pitada, en el segundo, una cabeza de cochinillo. Así las gastan cuando se juega con el corazón. El dinero vale mucho, pero los sentimientos, en fútbol, lo valen todo.

De sentimientos enconados han entendido otros jugadores a lo largo de estos años. En la Supercopa de 1991 se encontraron, frente a frente, Stoichkov y Hugo Sánchez. Ambos habían compartido la bota de oro y a ambos le correspondía la responsabilidad del gol, pero por si algo pasaron a la historia en aquel duelo es por su comportamiento extradeportivo. Primero le tocó el turno al búlgaro, quien en un arrebato de frustración, pisó el pie del árbitro viendo la tarjeta roja inmediatamente. Terminado el partido, y a modo de celebración, el mexicano se echó mano a sus partes para dedicarle al público del Camp Nou la victoria. Momentos para olvidar ha habido siempre, personajes lamentables también. Magníficos futbolistas los seguirá habiendo.

Magnífico fue Cruyff, quien volvió a despertar a Cataluña de su letargo. El influjo trajo una liga, pero, como ocurriría con Ronaldinho años más tarde, la sonrisa volvió a vestir de color una ciudad condenada al blanco y negro. Durante muchos años el Madrid gobernó Barcelona con puño de hierro, pero a medidados de los setenta comenzó a encontrar un campo de minas en el Camp Nou. Tanto fue así que hasta el malogrado Guruceta hubo de poner participación en la contienda pitando penalti en una caída fuera del área. Eran los últimos años del franquismo, cuando el Barça más lloraba y el Madrid más reía. Sus caminos se habían separado desde aquel dos a uno del trece de mayo de 1902 cuando se habían enfrentado por primera vez. Entonces ganó el Barça. Ahora, en títulos, también ganan los azulgrana, con setenta y nueve trofeos en sus vitrinas por setenta y seis de su máximo rival. Mejores museos deportivos nos existen.

En 1960 el Barcelona contaba con ocho ligas y el Real Madrid con seis. Diez años después, el Madrid tenía catorce y el Barça seguía en sus ocho. Tuvieron que pasar catorce años para que el Barcelona sumase su novena liga y entonces, el Madrid ya tenía quince en su palmarés. Fueron días difíciles. Tanto como aquel en el que al Barça le tocó hacer pasillo al campeón blanco en su propio estadio y, de postre, se llevó cuatro goles. Nunca es fácil la derrota, mucho menos la humillación. Pero el Barça ha sabido reactivarse sobremanera en estos últimos veinte años. De su camiseta han salido seis balones de oro y de su cantera han salido los dos mejores futbolistas de la historia de España, Iniesta y Xavi, dos genios que, Messi aparte, le han dado al fútbol una concepción tan pura que puede resultar inimitable.

En la temporada 1928 - 1929 ya se disputaron mano a mano la primera liga. Aquel primer trofeo cayó en manos del Barcelona y el Madrid hubo de esperar un par de años para igualar el palmarés de su rival. Sin embargo, aquellos primeros años no eran propiedad privada de quienes hoy se han convertido en colosos incuestionables. A la sombra del Athletic, debian de conformarse con disputar duelos a vida o muerte que muchas veces terminaban que heridas en el orgullo. En la temporada 1934 - 1935 se enfrentaron por vez primera en el Bernabéu y el Madrid ganó por ocho goles a dos. El Barcelona esperó toda una vuelta con sangre en el ojo y le endosó un cinco a cero a su rival en el partido de la segunda vuelta. La manita blaugrana se ido convirtiendo, esporádicamente, en seña de identidad a la hora de presumir ante su rival, pero ninguna será tan recordada como aquel famoso cero a cinco de 1974 que culminó el año perfecto de Johan Cruyff.

De grandes personajes viven las grandes rivalidades. Cruyff no fue el único, si acaso un invitado más. Nadie como Samitier supo romper los corazones de una Barcelona republicana y con aires de modernidad. Dio el portazo como un ídolo y regresó con el máximo rival para volver a ganar una liga, esta vez con un color diferente. Se convirtió en amado, odiado y amado otra vez. Nadie pudo volver a presumir de ello. La estela de Samitier se apagó con la guerra. Veinte días antes de que el conflicto armado dividiese a España, ambos equipos se enfrentaron en la final de copa. Era como un preámbulo de lo que habría de venir. Dos Españas, dos sentimientos, dos maneras de llorar. El Madrid ganó por dos goles a uno y no volverían a verse las caras hasta el año cuarenta. Nunca más estuvieron cinco años sin verse las caras.

Pero si de algo ha vivido esta rivalidad a lo largo de ciento diez años es de puntos de inflexión. Dos tienen nombre de futbolista y dos tienen nombre de final. En 1950 llega a Barcelona Ladislao Kubala y el Barça se sentirá amo de España. En 1953 llega a Madrid Alfredo Di Stéfano y el Real se sentirá amo de Europa. Entre ambos sumaron catorce ligas y seis copas y, por encima de todas las cosas, sumaron fútbol y una rivalidad tan sana que, salvo excepciones, casi sería imposible de extrapolar a día de hoy. Pero, por encima de todas las cosas, lo que marcó al Barça, para siempre, y para bien y para mal, fueron las finales de 1986 y de 1990. En el ochenta y seis, en Sevilla, no estaba el Madrid, pero aquella derrota ante el Steaua dejó a los blancos como único equipo alegre en España. La caída del Barça, en picado y sin frenos, casi le llevó hasta la desesperación, pero fue otra final, esta vez en Copa y esta vez sí, ante el Madrid, la que cambió para siempre las tornas de la tradición. Aquel día el Barça perdió el miedo y los complejos, ganó al gran Madrid de Toshack y, sobre todo, le ganó el partido a todos sus fantasmas y demonios.

El fútbol, desde entonces, es una montaña rusa que vive de luces, sombras y cambios de ciclo. La aglomeración de éxitos ha calcinado nuestra liga y ahora los dos gigantes solamente viven un mal año cuando quedan en segunda posición. Más abajo no pueden caer, se han ocupado de ello. Tan enconadamente enfrentados en el terreno de juego y tan cínicamente unidos fuera de él, se han convertido en el mayor poder fáctico contra los grandes aspirantes a un trono que nunca podrán alcanzar. El monstruo de dos cabezas se bipolariza para volver a enfrentarse a sí mismo cada temporada. Pueden ser dos, cuatro o seis veces. A lo sumo siete u ocho contando todas las finales. Aunque fuese una vez sóla se volvería a parar el mundo. El día que Messi y Cristiano son portada en el mundo es el día en el que no existen crisis ni existencias. El blanco y el azulgrana lo acaparan todo. Es el clásico, el mejor partido de fútbol del mundo. Una constelación de estrellas para una historia centenaria. Una historia centenaria en un puñado de goles. Y mientras siga girando el mundo volverán a verse las caras, una y otra vez, condenados a enfrentarse, condenados a odiarse mientras se dan, de nuevo, la bienvenida al País de Nunca Jamás.

lunes, 8 de octubre de 2012

La batalla de Florencia

Uruguay no estaba y aquello le daba más oportunidades a los europeos. Uruguay era el mejor equipo del mundo; combinaba técnica con fuerza, velocidad con precisión, sangre con fuego. Pero los uruguayos se sentían ofendidos por el boicot que los europeos le habían hecho a su mundial y por ello decidieron no cruzar el Atlántico y presentarse en Italia para defender su corona. Y tras Uruguay no había mucho favoritismo; se hablaba de Austria, se hablaba de Checoslovaquia y se hablaba de España.

España había jugado contra Italia en los Juegos Olímpicos de Amberes y en los de Amsterdam. En 1920 habían ganado los españoles, obteniendo una furia como calificativo y una medalla de plata como premio. En 1928 habían ganado los italianos y el tiempo había dejado para un mundial de fútbol la revancha definitiva. Eran cuartos de final, se jugaba en Florencia e Italia estaba galardonada de banderas tricolores y enseñas fascistas. Pero España era un gran equipo y en la portería estaba Zamora.

Zamora era el Dios de los tres palos. El hombre que copaba portadas y tertulias, el gato que volaba a las escuadras y sacaba brillo a los postes. Un héroe nacional con jersey de lana que ocupaba el área con autoridad. Pero a Zamora le picaron en aquel partido. Primero le impidieron saltar y vio, impotente, como Italia celebraba el empate a uno. Después le golpearon y le mandaron a la enfermería. Por último, desde la inutlidad que aporta la grada, hubo de ver como a su amigo Nogués le volvían a hacer falta antes del gol definitivo que valía una victoria italiana en el desempate.

Era difícil jugar contra el poder político. Mussolini, que se había encargado personalmente de que Italia organizase aquel torneo, recibía a sus jugadores brazo en alto, como un César, y con un brillo en la mirada que transmitía seguridad. Aquella España estaba en las antípodas; republicana, democrática y soñadora. No duraron mucho los sueños. Tampoco los de los futbolistas, aplastados por las botas de los italianos y acorralados por el árbitro Louis Baert, quien no volvió a pitar un partido internacional y quien fue señalado como símbolo de vergüenza. Tampoco hizo mucho Jules Rimet por cortar las sangrías, no hicieron mucho los poderes fácticos para evitar mirar hacia otro lado. Los españoles perdieron, les acuchillaron el orgullo y regresaron a España como héroes de carne y hueso. Alcalá Zamora les recibió personalmente y les entregó la Orden Civil de la República. Una distinción heróica para una veintena de mártires.

Los golpes llegaban de todos los lados. "Il Duce" estaba en Roma pero la consigna era clara; "ganar de cualquier manera". Y no tenía mal equipo Italia, pero estaba demasiado bien aleccionada como para dejar escapar su oportunidad. "Vencer o morir", les habían dicho. No podían hacer otra cosa. Los españoles, que metidos en harina, no eran fáciles de amedrentar, se volcaron en el ejercicio de la respuesta y no termino siendo aquello un partido de fútbol, sino una batalla campal. Once tipos, siete por España y cuatro por Italia, no pudieron jugar el partido de desempate. Demasiadas heridas abiertas, demasiadas lágrimas encendidas.

El desempate fue igual de cruento e igual de injusto. Italia ganó, Meazza marcó, Mussolini sonrió. Ahí tenía su premio y solamente le quedaban dos peldaños para llegar al final de la escalera. Dos semanas antes había sido meridianamente claro y conciso: "Italia debe ganar el mundial", había dicho. "Haremos lo que se pueda", le contestaron. "No me han entendido", sentenció, "he dicho que Italia debe ganar el mundial". Por lo civil o por lo criminal. Por el talento o por el factor externo. Por miedo o por justicia.

"Inscribid a Monti y a Demaría", fue su primera orden. "Pero, mi duce, no pueden jugar, no llevan tres años con nosotros". "Inscribid a Monti y a Demaría", repitió. Y Monti y Demaría jugaron el mundial. La normativa FIFA impedía jugar con una selección a ningún jugador oriundo que llevase menos de tres años de residencia en el país de acogida. Monti y Demaría llevaban menos de tres años en Italia, pero jugaron. Y jugaron bien, porque eran muy buenos. A Monti lo reclutó Mussolini bajo la táctica de la amenaza sibilina. Con Demaría fueron más concisos, "¿Cuánto quieres por jugar en Italia?". Los argentinos mandaban en Italia y en España mandaban Ciriaco y Quincoces, los defensas del Real Madrid; altos, fuertes y formales. Dos rocas de granito que cumplían la máxima de la época: o el balón o el jugador, pero los dos juntos no pasan. Y España brillaba, por encima de todas, la figura estética de Isidro Lángara, un cazagoles de antología, un rematador sensacional que convertía en oro todo lo que tocaba. Monti y Demaría jugaron el desempate, pero Ciriaco, Quincoces y Lángara no pudieron hacerlo. Demasiado desequilibrio para una misión imposible. España dio la cara, acongojó a Florencia e hizo soñar a una Iberia sumergida en sueños. Pero de nuevo el árbitro se interpuso en los caminos del destino. René Mercet se llamaba este. Tampoco volvió a arbitrar un partido en su vida.

El día treinta y uno de mayo de 1934 se jugó el primer partido. Ahí hubiese acabado la historia si a Lafuente no le hubiesen anulado el gol legal que suponía el dos a uno. Al día siguiente, el uno de junio, se jugó el replay. Y allí acabó todo porque a España le anularon otros tres goles legales. Acabó de mala forma, con unos riendo y otros llorando, con sagre y sudor, con lágrimas de emoción y lágrimas de rabia. La prensa fue clara al día siguiente. "La batalla de Florencia", titularon. Aquello era una guerra para Italia, y el camino estaba plagado de minas. Primero España, furia roja, después Austria, Wunderteam, por último Chescoslováquia, mágicos bohemios. Todos cayeron, ninguno pudo levantarse. Italia fue campeona y Mussolini fue el amo del mundo durante unos días. Meazza, Orsi, Monti, grandes estrellas. Había equipo para ganar, pero la duda correrá siempre paralela a la historia.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Pichichis: Manuel Olivares

Manuel Olivares fue un delantero demasiado listo para su tiempo y demasiado adelantado a su época como para no haber sido lo suficientemente apreciado. Un ratón de área que aprovechaba los despistes y castigaba con goles los balones sueltos. Audaz, rápido y potente en carrera, tiraba desmarques a la espalda de los defensas y marcaba goles después de burlar a los porteros.

Viajó a San Sebastián de niño y no pudo contener la nostalgia cuando la profesión le llevó lejos de casa. Regresó para jugar en Atocha y apurar sus últimos goles vestido con el azul y blanco de la Real Sociedad demostrando que, a veces, los sueños de niño terminan cumpliéndose cuando el corazón late por un pasión.

Pudo desmarcarse mil veces en el área, pero no pudo desmarcarse de la maldita Guerra Civil que partió en dos a España y que le obligó a buscar fortuna en los campos de combate. Cuando regresó al fútbol ya no era un futbolista rápido, ni potente, ni goleador, sino un veterano de mil batallas que debió buscar el banquillo como punto de fuga y alternó el gabán con el pantalón corto en algún lance esporádico. En sus ojos de hombre guipuzcoano aún brillaba el sol de las Islas Baleares, aquellas que le vieron nacer y de cuyo mar aún recordaba el sabor de la sal mediterránea. Pero aquello fue en su infancia. Su adolescencia y juventud se forjaron en el Cantábrico y sin salir de las Vascongadas viajó a Vitoria para fichar por el Alavés y convertirse en el primer goleador del equipo en su historia en la primera división española.

Fue con goles como alcanzó la fama y fue la fama la que le llevó a debutar con la selección española. Solamente jugó un partido, el que España perdió frente a Checoslovaquia en 1930, pero en aquellos años no era fácil ser internacional teniendo en cuenta que apenas se disputaban partidos y que solamente jugaban once futbolistas por equipo. Aquello, pues, tuvo su dosis de mérito. Igual que lo tuvo lo de volver a jugar cuando ya se había retirado, o lo de marcar diecinueve goles en su primera temporada con el Alavés. Sus facultades no pasaron desapercibidas para los clubes poderosos y no fueron pocos los que viajaron hasta Álava para llamar a la puerta de su presidente.

Finalmente fue el Real Madrid quien se hizo con sus servicios. Para el hijo de un carabinero obligado a emigrar y buscarse la vida, vivir en la capital era poco más que cumplir el sueño de varias generaciones. En una época en la que los medios de transporte eran artículos de lujo, Madrid se divisaba desde la costa como aquella ciudad de interior a muchos días de distancia. Pero Olivares, a quien ya apodaban "El Negro" porque tenía la piel morena color caoba, buscó su identidad en un equipo que buscaba la suya propia. Junto a sus amigos Ciriaco y Quincoces aterriza en Madrid y dibujan un equipo casi invencible. Dos ligas, dos copas y un trofeo pichichi serán el palmarés de Manuel Olivares durante sus dos años de estancia en la capital. Un rédito demasiado fructífero como para no sentirse orgulloso.

En Madrid dejó recuerdos, amigos y su mejor fútbol. En San Sebastián inció una cuesta abajo que le terminó mandando a Zaragoza donde terminó por retirarse en dos ocasiones. Su carrera en los banquillos no fue muy fructífera y finalmente terminó sus días como corredor de seguros. Muchos de los jóvenes de nuevas generaciones no sabían que, cuando contrataban un seguro, tenían frente a ellos al máximo goleador de la temporada 1932-1933, a un delantero que había jugado más de treinta partidos y había marcado más de treinta goles con el Real Madrid y un hombre que fue internacional con España cuando jugar con la selección era más un sueño que un objetivo.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El hombre de hielo

Era un futbolista impresionante; un esteta, un creativo, un innovador, un genio. Le aterraba volar pero con los pies en el suelo era inigualable, domaba la pelota con la mirada y como un prestidigitador mantenía la mirada fija y los defensas caían hipnotizados a sus pies, tal vez aterrados ante el ridículo, muchas veces impresionados ante la variedad de recursos de aquel delantero rubio.

Se crió en la mayor escuela de talentos de Europa, dio un paso al frente en la final de la una Copa de la Uefa y viajó a Italia para estrellarse contra el muro del catenaccio. Perdió la felicidad y perdió el duende, perdió la fé y perdió el fútbol. Apresado en un castillo de hormigón suplicó ayuda y un joven entrenador francés acudió al rescate y le obligó a prometer espectáculo a cambio de romper sus grilletes.

La promesa fue magia. El rubio se instaló en Londres y en pocos meses ya era un ídolo. Pocos años después se había convertido en un Dios pagano vestido de rojo y blanco. Inventaba goles, ingeniaba pases imposibles y levantaba a la grada cada vez que merodeaba el área. No era un delantero centro, pero tampoco un mediapunta; era un espíritu libre que ingeniaba goles con la cabeza levantada. Buscaba el hueco, el espacio y, tac, el balón terminaba en la escuadra, junto al palo o debajo de las piernas del portero.

Muchas veces lo hacía después de haber humillado a un defensa. No era un jugador altivo y de aires superiores, pero gustaba jugar al circo; hacía magia, ilusionismo, regates imposibles, remates increíbles. Se despidió una tarde de primavera y llovieron aplausos sobre su espalda. No hubo más tardes, ni más goles, ni más trucos de mago. Pero quedó el recuerdo, imborrable, de un tipo que nació para hacernos a todos un poquito más felices.

martes, 11 de septiembre de 2012

Hugol

Había un jugador que jugaba a un solo toque, generalmente en el área, había un jugador que lo remataba todo y casi siempre bien, había un jugador que celebraba goles con volteretas, que inventaba remates acrobáticos, que tenía un cañón en la zurda y un bombardero en la cabeza, había un delantero que chutaba faltas junto al palo y penaltis al centro. Había un jugador que marcó trescientos goles, que jugó más de una década, que ganó varias ligas, que abandonó una orilla para traicionar el sentimiento de un niño que soñó con sus goles en las frías noches de invierno tras el Estudio Estadio del domingo.

Había una camiseta recién planchada y un nueve de escai cosido a la espalda. Había un escudo colorido, con varias rayas verticales, un oso y un madroño sombreado que reptaba en busca de un sueño. Hubo un sueño que cambió de acera, que se esfumó en un descampado, que dejó huérfana la camiseta de ese niño que presumía de delantero frente a sus compañeros de colegio.

Habíá un jugador que llegó como extremo y se consagró como delantero centro. Era el número nueve por excelencia, el tipo que tiraba desmarques a la espalda del central, el tipo que devolvía de primeras y se volvía para buscar el área, el tipo que lo remataba todo, la punta de lanza de un equipo que jugó de memoria y que sentó cátedra en un Bernabéu que aplaudía a rabiar cada tarde de domingo. Había un jugador que se dio a conocer de rojiblanco y triunfó para siempre de blanco mientras no tenía piedad de sus enemigos, ni siquiera de aquellos que un día le adoraron como el dios azteca del gol en el que se terminó convirtiendo.

lunes, 30 de julio de 2012

Escuela brasileña

Hace demasiado tiempo que Brasil no juega bien al fútbol. Con algún ramalazo que otro, ha ido sobreviviendo ante las adversidades después que la dungarización de su juego se llevase por delante a mitos como Falcao, Alemao o Valdo. Su juego, antes basado en la posesión y la improvisación, y que alcanzó su cénit en el verano español de 1982, ahora se basa en el orden, la táctica y la inspiración de sus estrellas. Así ganaron los mundiales de 1994 y 2002, con un equipo ordenadito atrás y dos genios delante como Romario y Ronaldo. Y así pretenden ganar los Juegos Olímpicos de Londres; con dos centrales expeditivos, dos mediocampistas de contención y cuatro locos del regate en la parte delantera.

Si extrapolamos este Brasil al que nos hizo bostezar en competiciones anteriores, al menos podemos alegar que Menezes pone en el campo más talento que sus predecesores. El fútbol, como acepción literal del juego visto como entretenimiento, aún queda distante, pero al menos, a ratos, la diversión está garantizada.

Hulk es una bala sin rumbo fijo, un torbellino que arranca el motor y no para hasta no probar el fusil de su pierna izquierda, una revolución convertida en extremo y que quiere vivir como un espíritu libre. Necesita espacios, necesita campo, necesita de un compañero que le haga aún mejor. Es una bomba de racimo en el contraataque, es la tormenta perfecta cuando el partido está enfrascado en el ida y vuelta.

Óscar es pie de seda y cuerpo de bailarín. Un joven aprendiz de Zidane que juega a la ruleta marsellesa utilizando los dos pies, un loco del ingenio, un cuerdo del área grande, un chico que promete tardes de espectáculo. Necesita el balón por encima de todas las cosas, necesita un compañero al que tirar una pared, necesita recitar poesía con un último pase. Es la elegancia de Brasil, es Sócrates reinventado, es el último mohicano de una estirpe casi olvidada.

Pato es energía controlada, es el movimiento preciso, es la lucidez del delantero de área chica. Le gusta venir atrás y tocar de primeras, le gusta encontrar el espacio, desaparecer un segundo y aparecer con un remate certero. Necesita amigos en la banda, necesita amigos en el centro, necesita amigos en el área. Sabe regatear y a veces define de maravilla, pero tiene fama de frío, de aprensivo, de indefinido. Pero es el gol del equipo cuando más se le necesita, el único capaz de tirar un desmarque y dejar cinco metros de área libres. Y eso hay que saber aprovecharlo.

Neymar es la estrella, el mediático, el gallito valiente del corral del Santos. Heredero de Pelé, con cintura de Robinho y estadística de Romario, ha ido derribando paredes al tiempo que le han ido poniendo trabas. La gente habla del poco nivel de la liga brasileña y él sigue generando obras de arte cada tarde de domingo. Necesita un balón en los pies, un defensa al que quebrar y un portero al que batir. No precisa de más cosas para convertirse en genio. Es la magia de un equipo que quiere ser oro olímpico, la vitalidad de un país que ha conquista el mundo en cinco ocasiones y aún no ha sido capaz de colgarse una medalla de oro en el olimpo de los deportes.

jueves, 12 de julio de 2012

El hombre langosta

Barcelona, 1922. Barcelona, 1957. Dos momentos, dos inauguraciones, dos estadios y un mismo tipo en el centro de las avenencias; José Samitier, que jugó en el primer equipo entre 1919 y 1933 y cuya celebridad obligó al club a cambiar su campo de juego. El mismo tipo que, años después, convenció a Ladislao Kubala de su lugar estaba en Barcelona, el mismo Kubala que obligó, una vez más, al club, a cambiar su campo de juego. El campo de la calle de la Industria, el estadio de Les Corts y el Camp Nou, y por encima de ellos, sobrevolando el mito de Samitier, el hombre que lideró al Barça en la consecución de la primera liga de su historia y el hombre que, años después, consiguió la segunda liga del club vestido de traje y sentado en el banquillo.

El mito de Samitier sobrevivió a la adversidad. A día de hoy, resulta prácticamente impensable imaginar que el mejor futbolista del Barça fiche por el Madrid y siga manteniendo su buen nombre prácticamente inmaculado. En Madrid, igual que en Barcelona, Samitier jugó con Zamora, ambos grandes amigos, ambos grandes estrellas. Los dos héroes deportivos de la época jugaron muchos partidos juntos tanto dentro como fuera del terreno de juego; ambos ganaron la medalla de plata en Amberes y ambos ganaron el corazón de millones de españoles. Igual que lo hizo otro portero, posterior a Zamora, al que apodaron el gato y a quien Samitier descubrió una cálida tarde de primavera realizando milagros bajo palos sobre la arena del barrio de Gracia; se llamaba Antoni Ramallets y fue el primer gran aporte de Samitier como secretario técnico del Barcelona. Puesto en el que se desempeñó durante diez y desde el que divisó, antes que nadie, las facultades de un argentino de pelo rubio tan rápido y tan certero que todos le llamaban "La Saeta". Di Stéfano, "La Saeta", y Samitier, terminaron fichando por el Real Madrid y el Barcelona perdió tres décadas en el camino a la búsqueda de su identidad.

Pero la segunda aventura de Samitier en el Madrid apenas duró un par de años, lo que tardó en discutir con Santiago Bernabéu a cuenta de ese jugador Húngaro pasado de kilos que el presidente blanco se había empeñado en fichar. Samitier fue claro; "Presidente, o Puskas o yo". Y la historia nos ha dejado claro en más de una ocasión cual fue la opción elegida por el presidente. Atrás quedaron años de un personaje inmenso, un tipo que acaparó fama, gloria y fortuna, el hombre al que sus remates imposibles apodaron como "El hombre langosta" y el hombre al que sus regates imparables apodaron como "El mago"; una institución, un mito, el hombre por el que cualquier barcelonista hubiese estado dispuesto a entregar sus ahorros. El hombre que huyó de España una vez hubo estallado la Guerra Civil y buscó en Francia a su amigo Ricardo Zamora para volver a encontrar un lugar donde vestirse de corto una vez más. Fue en su retiro, jugando en Niza, cuando Samitier supo que, aunque le pesasen las botas, él podia aportarle algo más al fútbol.

Y le aportó historia, tanta que es el único hombre de fútbol, junto a Gamper y Zamora, que tiene una calle a su nombre en Barcelona. Y es que allí se le perdonó todo; sus desavenencias con el club, sus deslices con el Madrid y sus excentricidades. Por ello, cuando regresó a Barcelona después de su segunda aventura en Madrid fue recibido, una vez más, con los brazos abiertos, como se recibe al hijo pródigo que ha escrito las mejores páginas del club; páginas como aquellas cinco copas de España, como aquella liga del veintinueve, como las doce copas de campeón de Cataluña. Y aunque en su único año como futbolista en la capital fue capaz de ganar el doblete liga y copa, todo dio igual en Barcelona, puede que aquella fuese otra época en la que la rivalidad no iba más allá de lo deportivo o puede que sus gestas fuesen para siempre inolvidables, pero el caso es que el nombre de José Samitier irá para siempre ligado a la historia de oro del Fútbol Club Barcelona.

Historia que comenzó en 1919 cuando el Barcelona regaló un traje con chaleco y un reloj con esfera luminosa al presidente del Internacional de Sans a cambio de un juvenil que jugaba como un maestro. E historia que terminó en 1972 cuando su corazón se frenó en seco y decidió que era hora de decirle adiós a la vida. Con su muerte nació el mito y florecieron los recuerdos; Barcelona, Amberes, Madrid; oro, plata, gloria; Zamora, Di Stéfano, Puskas; futbolista, entrenador, directivo; medio, delantero, interior izquierda y, por encima de todo, un futbolista impresionante, el primero en obligar al Barcelona a cambiar de estadio porque la gente se moría por verle.

martes, 10 de julio de 2012

El Brujo

Había un futbolista de aspecto hosco, de espaldas anchas, mandíbula recta, mirada tímida, remate devastador. Con el balón en los pies era un manual de la sencillez, toco y me voy, sin el balón en los pies era un manual del desmarque, amigo del segundo palo, como los delanteros de antaño, como aquellos asesinos del área de los que aprendió en su niñez junto a las aguas del cantábrico.

Recibía de espaldas, descargaba, buscaba el área y remataba. Casi siempre marcaba. Fue ídolo de masas en Gijón, donde hicieron cisma en pos de evitar su marcha, pero el pájaro libre buscaba otras tierras, otros mares, otras aspiraciones. Junto al Mediterráneo se hizo un nombre internacional, siguió anotando goles, ganó algún título y, sobre todo, ganó el cariño de otra afición. Lo suyo era ganar corazones porque representaba la nobleza, la profesionalidad, la eficacia, el esfuerzo entendido como obligación contractual.

Sufrió en sus carnes el secuestro y encogió el alma de todo un país. El día que regresó a la libertad, con la barba rala, los ojos húmedos y la boca seca, prometió seguir marcando goles. El maestro del remate siguió vacunando porteros, jugó hasta los cuarenta y dio lecciones de vida a todos los que, junto a él, pretendían aprender de fútbol. Regresó a casa, al cantábrico, al Molinón, a escuchar los gritos entusiasmados de una afición entregada, siguió ganando corazones y se ganó el respeto de toda España. Hasta su úlitimo día, hasta su último gol, El Brujo siguió hechizando a la grada y conjurando su instinto para salir victorioso en cada duelo contra el portero rival.

miércoles, 27 de junio de 2012

Balones de oro: Josef Masopust

Existen personas capaces de obrar milagros tangibles desde la más tierna infancia. Los de Josef Masopust, quien vistió en sesenta y tres ocasiones la camiseta de la selección checoslovaca anotando diez goles, los milagros se vistieron de pantalón corto y se cosieron a una pelota de fútbol como un niño se aferra a su regalo de cumpleaños. De aquellas primeras patadas al balón en la aldea rural de Strimice hasta el día de su retirada, dejó muchas muestras de genialidad, incluso después de dejar el fútbol y regresar vestido de traje para sentarse en el banquillo, fue capaz de obrar un nuevo milagro, el último, el más fabuloso, cuando fue capaz de subir al Zbrojovka de Brno de la tercera a la primera división checoslovaca y hacerlo campeón de liga. Una línea más en el currículum de un tipo cuyas carreras por el centro de la cancha fueron bautizadas como "el eslálom de Masopust"; descripción generalizada para un tipo que miraba siempre al frente y con el balón en los pies era poco más que imparable.

Masopust, leyenda viva del balompié checo, nació en el invierno de 1931 en el seno de una familia humilde. Desde el mismo día de su nacimiento, hubo de vencer al frío y a las necesidades, su padre, minero de profesión, buscaba en sus hijos una ayuda extra para paliar el hambre que azotaba a un país que aún se lamía las heridas de la Gran Guerra. Pronto se vio que el pequeño Josef, además de tener maña con las manos, también tenía habilidades con los pies. Empezó joven a patear pesadas pelotas de trapo, no tardó en convertirse en el niño prodigio de la región y sus condiciones de super clase no pasaron desapercibidas por los ojeadores de los principales clubes del país. Fue el principio de la carrera del jugador más técnico que se haya visto en Chequia, el tipo que coronó su ascenso a los cielos ganando el Balón de Oro de 1962 después de un año prodigioso y una derrota admirable.

Masopust, que jugó durante toda su vida como centrocampista central, disputó trescientos ochenta y seis partidos en las competiciones de su país, ganando ocho ligas y cuatro copas de Checoslovaquia. En 1968, cuando las piernas le pesaban y el corazón le pedía una última aventura, hizo la maleta para retirarse en el fútbol belga, vistiendo la camiseta del Crossing Molenbeek y dando sus últimas lecciones en el vestuario de un club menor. Atrás quedaron dieciséis años al primer nivel de un futbolista que se convirtió en el primer y único jugador checoslovaco en marcar un gol en la final de un campeonato mundial de fútbol. Aquella final de 1962 la perdieron ante el Brasil de un tal Garrincha que les volvió locos arrancando desde la banda derecha. El Brasil de un Pelé que no pudo jugar por lesión, el mismo Pelé al que había derrotado tres años antes, cuando el Duckla de Praga, su equipo de toda la vida, le ganó por cuatro goles a tres al Santos en un partido amistoso que aún está inscrito en letras de oro en el libro de historia del club. Aquel Duckla, dirigido por el elegante Masopust, deslumbró al mundo y de aquellas lecciones de fútbol nació la leyenda del que todos dicen que ha sido el mejor futbolista en la historia del fútbol checo.

Masopust fue mito, más allá de los logros. Fue mito en el Ulhomost, humilde equipo de su región que él puso en el escaparate nacional, fue mito en el ZSA Teplice, equipo de serias aspiraciones que tocó el cielo con Masopust como maestro de operaciones y fue mito, por encima de todos, en el Duckla Praga, el equipo de la capital belga, siempre a la sombra del Sparta y el Slavia pero que durante tres lustros impuso su hegemonía gracias al talento de un tipo que nació para vencer y para convencer. De la misma manera que venció y convenció al mundo el día que ganaron la International Soccer League después de una intensa gira por sudamérica en el verano de 1961, de la misma manera que venció y convenció al mundo el día que se enfrentó a Pelé por segunda vez y dio muestras de que su aureola de tipo noble y elegante no era una manida etiqueta sino un elegio merecido de verdad. En aquel empate a cero inaugural del campeonato, Pelé sufrió una terrible entrada que le dañó seriamente la rodilla. Como en aquellos tiempos aún no existían los cambios de jugador, Pelé tuvo que jugar durante todo el encuentro lesionado y cojeando visiblemente. Masopust, que tenía como principal objetivo apoderarse del balón e impedir que Pelé dibujara magia sobre el césped, se negó a entrar al número diez brasileño cada vez que este tomaba contacto con el balón. Fue un gesto soberbio que definió a un tipo soberbio. Un futbolista concienciado con el juego limpio y un efusivo buscador de la felicidad. Hizo felices a muchos y el fútbol le dio su recompensa en el invierno de 1962. Habían perdido la final del mundial, pero Europa había descubierto a un futbolista exquisito. Aquella Nochebuena de 1962, Josef Masopust durmió abrazado a un Balón de Oro. Era la recompensa al hijo del minero que trabajó con esfuerzo para convertirse en un futbolista de élite.

viernes, 8 de junio de 2012

Nigeria 1999

Siempre hay un primer momento para todo; para esa primera impresión que te casará con el destino, para esa tarea pendiente en el filo de los sueños, para ese reto contigo mismo en pos de demostrar tu valía y también para ese cambio de estilo que te convierta en diferente para el resto del mundo. La selección española de fútbol dio un paso definitivo en el verano de 2008, allí, en Viena, y mientras los sueños volaban por el aire acariciando la realidad, España dio una impresión fastuosa, culminó su tarea con eficencia, superó sus retos y cambió el estilo para dejar de ser furia y quedarse simplemente en La Roja. Pero aquel proceso de deconstrucción comenzó mucho antes, en una luminosa primavera africana nació el gen ganador que nos situó, por derecho, en la cima del mundo once años más tarde. En África comenzó el proceso y en África se cerró el círculo.

No tenía mal equipo aquella España juvenil que se presentó en Nigeria para disputar el campeonato mundial de la categoría en 1999. Allí estaban Marchena, que hizo carrera en Valencia y fue padre en un vestuario de campeones, Orbaiz y Yeste, cuyos nombres serigrafiaron miles de camisetas en Bilbao, Barkero, de cuya clase aún disfrutan los aficionados del Levante, Gabri, que recorrió el mundo en busca de la oportunidad que perdió en Barcelona, o Valera, cuyo gol al Barça con la camiseta del Betis dio la vuelta al mundo en ochenta días. Pero por encima de ellos había dos tipos que aglutinaban en su cabeza todo el éxito posible.

Casillas ya había debutado como portero en el primer equipo del Real Madrid. Se adivinaban reflejos de felino, personalidad de líder y categoría de primer espada. Alternó la titularidad con Aranzubía e inició su particular rosario de milagros en aquel agónico partido de cuartos frente a Ghana. Solamente hay que ponerse en situación; cuartos de final, tanda de penaltis y un mal fario que nos persigue de por vida. Pongan enfrente a Ghana o a Italia, el momento vale más que el rival. Pongan en la portería a Casillas. Ahora abran los ojos y visualicen el milagro.

Xavi también había debutado como titular en el primer equipo del Barcelona. Su camino fue mucho más espinoso. Por delante tenía al gran capitan Guardiola, el tipo que lo acaparaba todo; los focos, el vestuario, el juego y el estilo. Le nombraron sucesor y le tiraron a los leones. Pero Xavi no era Guardiola, no tenía su estatus periférico, no tenía su alma de líder y, por encima de todos los hándicaps, no era un mediocentro al uso. Y le crujieron por ello. Le crujieron mucho. Pero en Nigeria fue otra cosa, jugó por delante de Orbaiz, sin exigencias defensivas extremas, con todo el espacio por delante, con todo el tiempo para pensar, con el balón en los pies. Y Xavi fue el amo del torneo. Nos podemos volver a poner en situación; un tipo bajito que hace lo que quiere, como quiere y donde quiere. Ahora volvamos a Nigeria, o volvamos a Austria, o volvamos a Sudáfrica. Ya lo hemos visto todos, y lo hemos comprendido. Xavi cambió el estilo.

Ellos iluminaron el camino. Hubo un tiempo en el que nos perseguían los fantasmas, nos fustigábamos sin haber cometido pecado y, cuando pecábamos, nos encerrábamos en el cuarto oscuro de nuestras pesadillas para volver a revivir los errores y no aprender nunca de ellos. Pero todo cambió cuando al equipo de los grandes, al de las exigencias, al de las urgencias historicas, llegaron dos tipos que sabían lo que había que hacer. A uno le tocaba la parcela de los milagros y al otro, simplemente, la tarea del juego. Ellos fueron los líderes, los gurús, los culpables. Con ellos España ganó su primer mundial en categoría juvenil y con ellos España ganó el mayor prestigio de su historia en categoría profesional. Siempre hay un primer momento para todo y Nigeria no fue solamente un título; fue un punto de inflexión.

jueves, 31 de mayo de 2012

El divino manco

El pequeño Héctor sólo tenía trece años y ya manejaba una motosierra. Montevideo no era un lugar sencillo para quien tenía necesidades. Su padre, gallego de nacimiento y buscavidas por necesidad, se vio obligado a zarpar años atrás en busca de un trozo de pan que llevarse a la boca. En Uruguay encontró una mujer con quien criar una familia y un trabajo demasiado duro como para no quejarse a cada final del día. Héctor, el mayor de los hermanos, hubo de dejar la escuela para echar una mano en casa y con doce años ya era un aprendiz con sueños más allá de un taller de carpintería. Soñaba en grande, soñaba en redondo, soñaba con dar la vuelta al mundo manejando una pelota de cuero. Quizá fue buscando aquella pelota perdida en su imaginación cuando realizó el escorzo y la motosierra se enganchó en la tela del mono de trabajo. No pudo apagarla, no pudo evitar la inercia, no pudo detener el desastre. La mano, a la altura de la muñeca, quedó seccionada y los sueños se derramaron por el desagüe de la desilusión. Pero alguien le dijo que al fútbol se juega con los pies y que él no había nacido para ser arquero. No, él era delantero. Héctor Castro creció y se convirtió en el delantero centro del mejor equipo de la época, la Uruguay de los años treinta. Compareció veinticinco veces vestido de celeste y anotó dieciocho goles. Hoy, esas cifras son historia. Héctor Castro sigue siendo memoria.

No vivió demasiado, solamente cincuenta y cuatro años, y se retiró a los treinta y dos como jugador, pero aún queda algún anciano que un día fue niño y celebró los goles de un delantero rápido, potente y gran cabeceador al que le faltaba la mano derecha. Ese era Héctor Castro. Un niño que soñó ser grande y un futbolista muy grande, de los más grandes de la historia de Nacional de Montevideo. Con el equipo tricolor hizo ciento siete goles en la primera división uruguaya y sus actuaciones le catapultaron a la internacionalidad con su país. Y fue con la celeste, vistiendo la zamarra que le aportó más gloria, con quien se convirtió en futbolista eterno, sobre todo en aquel verano de 1930 en el que su país se coronó como referente futbolístico a nivel mundial.

En aquel equipo jugaban auténticos ases del balón como Andrade, Gestido, Cea o Dorado y, como delantero centro, Héctor Castro. El niño que había perdido una mano trabajando con un motosierra y que se había hecho hombre a base de marcar goles y enseñar los dientes en el área. No era un manco cualquiera, Castro no se amilanaba en el área y utilizaba su muñón como arma en el salto contra los rivales. Sin el descaro que podría haberle aportado un empujón con la mano abierta, Héctor Castro clavaba su muñón en la espalda del rival y, gracias a ello, obtenía una ventaja certera en el salto. Parecía que saltaba más que nadie, pero lo cierto es que era más pícaro que nadie. Aquellos saltos por encima de los defensores, aquellos goles de cabeza y aquellos sprints en busca de un balón imposible le valieron el sobrenombre de "El divino manco". A aquellas alturas, holgaba decir que Uruguay le adoraba como a un Dios. Y lo adoraba, también, como adoraban al resto del plantel, por haberse convertido en el martillo pilón que derrotaba en todas las finales a Argentina, ese molesto rival deportivo al otro lado del río de la Plata.

A Argentina le ganaron la batalla por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1928 y a Argentina le ganaron la final del mundial de 1930. Aquello parecia un mal sino para los argentinos, condenados a perder contra los incordiantes vecinos del este. En aquella final del mundial que hizo estremecerse a todo Uruguay, Héctor Castro anotó el cuarto de los goles de su equipo. Fue el definitivo, la puntilla, el último gol del campeonato. Curiosamente, Castro también había anotado el que había significado el primer gol de Uruguay en la historia de los mundiales. Lo suyo eran los goles recordados, los meritorios, los inmortales. Y como personaje dado a la leyenda, una vez hubo abandonado los terrenos de juego, se puso el chándal y tomó las riendas de su equipo del alma. Con Héctor Castro como entrenador, Nacional de Montevideo salió cinco años campeón de Uruguay. Como para no tenerlo en un altar.

Las historias de los grandes hombres tienen puntos de inflexión en momentos relevantes. Hector Castro perdió una mano pero no perdió la pasión por el fútbol. Soñó ser una estrella y se convirtió en el más afamado delantero de su época. Las desgracias no invitan a quedarse tirado en el suelo, sólo algunos consiguen levantarse y muy pocos son los que logran seguir caminando. A ellos, a Héctor Castro y muchos otros, les corresponde la historia.

miércoles, 16 de mayo de 2012

3012


Año tres mil doce, la Tierra, asolada por el pasado y reconstruida por varios presentes, vive momentos de calma tras años de guerra en la que todos buscaron su parte y sólo algunos encontraron su idea. La Tierra sigue siendo amalgama de circunstancias y ruinas con historia, el hombre es cada vez más sofisticado y la vida es cada vez más larga, pero las tradiciones y las memorias siguen siendo las mismas de siempre; la emoción le sigue pudiendo a la mentira y la pasión sigue pegada a un balón de cuero.

Llora Godie Donamara la incertidumbre que aferra su alma a las travesuras del destino. Quien le niega una palabra le niega la verdad que tanto desea saber y como tal, cree vivir en el engaño de sus cualidades y en la fé rota de sus pretensiones. Su talento va más allá de la sujeción y sus maneras de jugar, regatear y pegarle al balón son pura fantasía con nombre propio. Godie nació sin nada y creció con todo, se le entregó un don y lo explotó con tanta fe que ya no existen defensas capaces de detener semejante torrente de calidad.

Harrison Laponte sonríe complaciente. Él fue el descubridor de Godie y el mentor de su fútbol en la Tierra y en el cielo. Si por él hubiese sido, habría sido capaz de bajar hasta el mismo infierno para venderle al diablo el alma de su mejor discípulo. Cuando adoptó a Godie bajo su protección era consciente de que sus cualidades empezaban a ser asombrosas y cuando le dio placer a sus instintos pudo ser capaz de localizar todos los puntos fuertes de aquel pequeño cuerpo fabricado a la medida para jugar al fútbol.

En tres mil doce no existen países como tales. El mundo es una confederación de naciones en una misma capacidad de convivencia. La globalización ha alcanzado su punto límite y lo que ayer eran España, Francia o Portugal hoy son solo pequeñas partes de una Europa que avanzó en política hasta convertirse en precursora de un nuevo mundo en el que, guerras aparte, ningún dominio podría enterrar el espíritu de libertad y ningún capricho podría ensombrecer una obra maestra.

El fútbol, como deporte de masas, ha crecido tanto como su fama. Atrás quedaron todos los jugadores que convirtieron este deporte en la sal y la pimienta de las conversaciones del mundo entero. Ya no existe el soccer que competía en parrillas con los nuevos inventos norteamericanos, ahora solamente existe un deporte global, con una competición definida y muchos sueños, como siempre, pendientes del hilo de una afición. En las calles se comenta que un día existieron equipos llamados Real Madrid, Milan, Juventus y Manchester United que dominaron el planeta y que acapararon tanta fama y dinero que nadie pretendió llegar a más sin imitarlos. Hoy, aquellas definiciones de equipo han pasado a la historia y las ciudades se engloban por sí mismas en crear, de cara al mundo, un único equipo competitivo para hacer historia planetaria y descubrir un palmarés de oro.
Harrison Laponte dirige el Club Madrid de Fútbol Internacional. Su pantalón es rojo y su camiseta es blanca, frutos ambos, de una herencia que en el pasado dejaron el Real Madrid y el Atlético de Madrid antes de renunciar a sus pasiones y fundirse en una unión que, visto como avanzaba el planeta, no era sino beneficiosa para todos. Harrison creció bajo los instintos de un aficionado de barrio e hizo fortuna apostando a ganador. Como trabajador consiguió confianzas y como empresario consiguió tanto dinero como sus cuentas corrientes pudieron acaparar. En una época en la que la Tierra estaba cubierta de satélites y los cables invadían el subsuelo, invertir en comunicación era un negocio tan seguro como la decisión de suicidarse con un disparo en la sien.

Cuando Harrison adoptó a Godie, no contó a nadie la flor del secreto que abrigaba semejante operación. Solamente él había sido capaz de descubrir el lugar donde descansaba el éxito eterno y daba fe, con sus ojos, de que quienes le hablaron del pasado no se equivocaban en venerar a ídolos que, más de un milenio atrás, habían dado al fútbol los momentos más espectaculares de su historia.

En tres mil doce primaba la fuerza sobre la técnica y un jugador veloz era más importante que un jugador imaginativo. Eran cosas del instinto, o podías con el rival o morías y sobrevivir pasaba por correr y correr pasaba por triunfar. Pero todo cambió cuando apareció Godie Donamara. Debutó en el campeonato universal con catorce años y dos años después ya era considerado el mejor jugador del mundo. Su pierna izquierda era un prodigio total y su capacidad para ver el fútbol antes que nadie era la nota que señalaba al jugador como el profeta que todos habían esperado de por vida.

Ahora que nadie es capaz de bajar el balón al piso sin mirar hacia detrás, Godie marcó los tiempos en cada jugada, apoyó cada balón con dulzura y enseñó a cada uno de sus compañeros que ganar era cuestión de creer en él. Y tanto le dieron el balón que Godie se hinchó a marcar goles, a fabricar regates de ensueño y a levantar estadios en gritos de ánimo inolvidables.

Y Godie no comprende el por qué de tanta diferencia con el mundo. No comprende por qué, siendo tan afortunado en el deporte, la vida le negó una infancia calurosa. Nadie le contó jamás que había pasado con sus padres y nada le hizo averiguar cada paso que dio en pos de una investigación. Nunca descubrió atisbo alguno de la existencia de una familia Donamara y aunque dejó muchos días intentando averiguar dónde estaba su pasado lo único que encontraba eran las palabras amables de su mentor, Harrison Laponte, en un guiño amistoso y cargado de paternalismo.

Godie tiene veinticinco años y ha ganado tantos campeonatos como los que ha jugado. Es tan bueno que nadie sabe de dónde le vienen sus facultades. Todos se preguntan cuál es el secreto de tanto prodigio técnico y nadie encuentra una razón para despreciarlo. Todos le adoran porque Godie juega al fútbol como los ángeles. Los estadios, que ahora se sustentan bajo lonas de fibra y se rellenan de almidón, cuero y aire, están empezando a dejar de ser un teatro para convertirse en un circo de sueños cada vez que Godie pasa por allí para tocar el balón como los dioses. Nadie ha visto nunca un jugador igual, nadie sabe de la existencia de alguien semejante y todos piensan, mientras frotan sus ojos ante la perplejidad, que jamás volverán a ver a otro jugador parecido.

Y Harrison Laponte sonríe porque se sabe ganador de sus instintos. Sonríe porque gana tanto dinero como prestigio cada vez que Godie alcanza a tocar el balón. Y sabe que su tesoro será eterno mientras dure su carrera porque nadie se atreverá a tocarle un pelo antes de ver la furia de la grada en su contra. Todos adoran a Godie y nadie duda en gastar sus ahorros para asistir a verle en directo. Godie es una máquina de fabricar dinero, pero él no busca el dinero, ni el éxito y ni siquiera una fortuna deportiva. Lo que Godie quiere es conocer su origen y lo que Harrison sabe es que tendrá que ocultar durante toda su vida las artes que utilizó para desenmascarar el cuerpo de Godie ante los ojos del mundo, pues para ello cometió delito y en su delito está la falta y en la falta está su silencio y nadie jamás sabrá cómo llegó Godie a sus manos de protector infalible.

Harrison le cuenta a la gente que Godie apareció un día en la puerta de su casa. Harrison dice que lo acogió como a uno más de sus hijos y que todos sus hijos le criaron como a un hermano en el hogar. A Godie nunca le ha faltado el cariño, ni en la familia que le acogió, ni en los amigos de los estudios, ni en el corazón de los aficionados. Pero Godie tiene palabra y valor para alzarla. Godie nunca ha querido callar sus contradicciones y como tal ha alzado la voz cada vez que algo le ha parecido incorrecto. Como aquella vez en la que, en video rueda de prensa, puso en alza el espíritu del deporte criticando las maneras de uno de los árbitros que dirigió un encuentro decisivo. O como aquella vez en la que insultó a un rival ante los ojos del mundo para después negarle un perdón por la propia faz del orgullo.

Y todo eso lo sabía Harrison porque todo eso se lo habían advertido. Lo que había adquirido, además de una fuente inagotable de talento era una fuente inagotable de problemas y como tal, debía acomodar la educación de su ahijado por la parte de afuera del conflicto. Pero Godie tenía ideas, palabra y voto de grandeza. Godie es rebelde por naturaleza y reivindicativo por un destino ya pactado, porque Godie ha existido antes y eso nadie lo sabe.

Juega hoy Godie su último partido de la temporada. Todos le conocen como Donamara, como el genio que vino de la nada para aportarle al fútbol toda la grandeza que perdió entre los conflictos. Cuando la Tierra se empeñó en fabricarle fronteras al odio y a la sonrisa, el fútbol perdió todo el encanto que lo había convertido en la fiebre eterna de todas las pasiones. Pero el fútbol nunca ha muerto y nunca morirá. Llegaron otros para hacerlo más rápido y entre todos lo convirtieron en trepidante. Muchos se acordaban del gran Lift Garrigan, maestro de miles de jugadas y autor de cientos de goles. Garrigan había jugado en el London Internacional Group entre dos mil setecientos setenta y dos y dos mil setecientos ochenta y siete y había dejado tantos recuerdos como buenos detalles. Pero a Garrigan, a Finti, que jugó antes y a Ismac, que jugó después, y que eran considerados los pilares del último fútbol, los había eclipsado la llegada de Godie Donamara al universo del balompié.

Y Godie juega en Madrid, donde lo ha hecho siempre. La misma ciudad que había dominado el fútbol más de un milenio atrás era ahora el hogar familiar y deportivo del gran Donamara, el genio que llegó de la mano del magnate Laponte, amo del mundo, del fútbol y de la ciudad, para enseñarle a la gente los secretos de un buen regate.

Y Godie comienza el partido con la misma ilusión de siempre. Se acerca al balón y cuando lo consigue lo pone donde quiere, ahora en el pie de un compañero, ahora en la cabeza de este otro, ahora bajo las piernas de un contrario, ahora en la escuadra, ahora junto al poste. Godie ha marcado dos goles y su equipo ha vuelto a salir victorioso. Godie juega bien porque le sale, no le hace falta motivación alguna para hacerlo, el fútbol vive en su sangre y la genialidad duerme dentro de cada una de sus ideas, aunque quisiese jugar mal no podría hacerlo. Y siente como es aclamado de nuevo, y como sus compañeros le toman en volandas y le convierten de nuevo en ídolo de todas sus celebraciones, y cuando entra en el vestuario y se encuentra con Harrison Laponte, se funde en un abrazo con él y le ofrece su mirada en compensación a todos los cuidados. Y Harrison Laponte ya no puede pedirle más porque ya se lo ha dado todo, efectivamente, nadie, en su recomendación, había errado el pronóstico; hacerse con el chico había sido una apuesta segura hacia el éxito.

Godie vuelve a su casa con la satisfacción del deber cumplido. Le criaron para jugar al fútbol y juega al fútbol como nadie, le criaron para ganar y gana más que nadie. A menudo se pregunta porque le habían prohibido cualquier acceso hacia los excesos. Nunca le dejó Harrison Laponte acercarse al tabaco, al alcohol y mucho menos a cualquier tipo de droga. Harrison se lo ha dicho siempre de forma muy clara: “Si tú pruebas la droga, yo me mato”. Y Godie, que ama a Harrison Laponte y no desea su muerte, no se acerca a los vicios y vive en prosperidad, no se calla una injusticia y lucha siempre a favor de la causa perdida, es un revolucionario dentro del deporte, pero es el mejor y todos se lo perdonan.

Y Harrison Laponte también perdona sus palabras. Estaba avisado y al igual que el destino ha cumplido su palabra quiere él dar rienda suelta a los instintos de su pupilo. Frustrar su alma sería condenarlo al abismo de la incertidumbre y su condena le llevaría al infierno de la corrupción y de allí viajaría hacia la autodestrucción y hacia el final de un mito fabricado a base de goles y regates de ensueño.

Harrison Laponte se acerca hacia su habitación y le ve dormir. Se satisface viendo el descanso del guerrero y se soporta a sí mismo creyéndose el auténtico precursor de la fama. Godie es una mina que explotará mientras el físico se lo permita, lo que ocurra después solamente Dios y los recuerdos serán capaces de dictarlo. Pero mientras tanto, acogerá a Godie en su casa como el banco de petróleo que le reporta todos sus mayores beneficios. Acogerá a Godie en su casa porque Godie es para él su mayor proyecto, su única apuesta segura y el más secreto de sus delitos.

         Porque, a parte de él y de las cuatro personas que le ayudaron en su proyecto, nadie sabe que en una época en la que la clonación, como máxima responsable de las más cruentas guerras que habían azotado a la tierra durante los últimos siglos, está castigada con la pena de muerte, Harrison Laponte descubrió, tras intensas investigaciones, el lugar donde descansaban los restos del mejor jugador de fútbol de la historia. Nadie sabe que aquel viaje a la antigua Argentina que había realizado años atrás no había sido para proyectar la imagen de su empresa por las metrópolis del hemisferio sur, sino que había sido ideado para robar un hueso, una muestra de ADN y fabricar de nuevo al jugador perfecto. Nadie sabe de aquellas existencias porque nadie quiere hoy estudiar los principios del fútbol, y por ello, Harrison Laponte clonó, mil veintiséis años después de su mejor verano, al número uno del fútbol y que el nombre de Godie Donamara, es realidad, una ligera transformación, a sílabas cambiadas, del nombre de Diego Maradona.