lunes, 26 de septiembre de 2016

Pichichis: Victorio Unamuno

A las oficinas del Athletic llegó un tipo que hablaba maravillas de un chico que jugaba en el Alavés. Era un imberbe de diecisiete años que iba al balón con la fe de los suicidas y remataba con la precisión de los cañoneros. Se llamaba Victorio, aunque todos le conocían por Unamuno. Un ilustre apellido vasco que, más allá de las letras, se había extendido hacia el fútbol.

De aquel niño que llegó desde Vitoria al hombre que se marchó a Sevilla seis años más tarde, habían sucedido cientos de partidos y decenas de goles. No tardó en convertirse en el delantero titular del Athletic Club de Bilbao, el, por entonces, mejor equipo del país y no tardó en conquistar la gloria vistiendo la camiseta con la que todos los niños vascos soñaban desde la cuna. Ganó dos ligas y cuatro copas y, poco a poco, se fue introduciendo en el imaginario colectivo de una afición que tendía a convertir a sus futbolistas en auténticos dioses.

Unamuno I, llamado así para distinguir su nombre de Vicente Unamuno, otro ilustre futbolista de la época rojiblanca, tuvo el honor de formar parte del primer once del Athletic de Bilbao en liga. Jugó como titular indiscutible durante un par de temporadas, hasta que apareció Bata; más rápido, más hábil, más expresivo, y la grada, y el club, se vieron obligados a elegir a uno de los dos. El ganador fue Bata y Unamuno hubo de marcharse al sur. Se consagró como futbolista vistiendo la camiseta del Betis y aún hoy vive algún hombre que, siendo niño, vivió el día en el que los verdiblancos se proclamaron campeones de liga con un triplete de su delantero centro. No resultó extraño, pues, que no tardase en convertirse en ídolo de aquel equipo, apodado Euskobetis debido a la cantidad de jugadores vascos que cohabitaron en la plantilla y entre los que Unamuno encontró su hábitat adecuado para sentirse como en casa.

No era el delantero más hábil de la liga pero era listo y sabía donde aparecer. Gustaba de jugar fuera del área por lo que no era extraño verle dar tantas asistencias como goles anotaba. Precisamente, aquellas fueron las cualidades que le convirtieron en un célebre juvenil del Deportivo Alavés y gracias a las cuales aterrizó en su querido Athletic. Allí comenzó a hacer historia el día que conquistó el primer doblete en la historia del club. Era la temporada 1930/31 y el Athletic dominaba el país con puño de hierro. Un dominio que prosiguió durante un par de temporadas más y tras el que el Unamuno se vio obligado a emigrar al sur. Se decidió por el Betis porque allí ya jugaban Urquiaga, Lecue, Larrinoa y Arqueta. Nunca se arrepintió de ello porque en Sevilla fue más ídolo que en Bilbao y porque allí sentó cátedra para darle al club la primera y única liga de su historia.

Todos los recuerdos se agolpaban en la vieja memoria de un tipo que, un día antes de cumplir los setenta y nueve, dijo adiós postrado en una cama y con su famosa pierna derecha amputada por encima de la rodilla. Víctima de la edad y la diabetes, el gran Unamuno se marchó dejando para ell recuerdo unas cifras de impresión. Ciento cuarenta y un partidos en liga y ciento un goles. Tres ligas y cuatro copas. Y un trofeo de máximo goleador de la liga que ganó en su regreso a casa.

Porque él ya había visto la muerte de cerca, al igual que todos los jugadores de su generación. La Guerra Civil, que estalló cuando tenía veintiséis años y se encontraba en el mejor momento de su carrera, le obligó a regresar a casa. Luchó y sobrevivió. Muchos no pudieron decir lo mismo. Cuando terminó el conflicto regresó la competición. Había mucho dolor, pero se guardaron muchos silencios. Unamuno ya no era rápido, pero seguía siendo listo. Regresó a San Mamés para volver a vestir la camiseta del Athletic y fue entonces cuando ganó su título de máximo goleador. Ya no era el mismo equipo. La guerra lo había roto y le estaba costando recomponerse. Unamuno sumó goles mientras el resto intentaban sumar juego. Por allí seguía Gorostiza, antes de salir repudiado camino de Valencia, aparecieron Gárate y Elizondo. Se intentaba resurgir, pero costó más de lo que hubieran deseado.

Pese a su rendimiento, jamás consiguió ser internacional. No era fácil serlo en aquella época en la que apenas había partidos internacionales y no se permitían las sustituciones. Luis Regueiro era el delantero de moda en España y cuando Bata le tapó el hueco en su club, terminó haciéndolo también en la selección. No le sirvió tampoco ser un héroe en Sevilla. Pero él sabía que había mucho fútbol más allá de la camiseta de la selección. Rindió como pocos y aún hoy, en Sevilla, es considerado uno de los mejores jugadores que pasaron por la entidad. Allí fue capitán y emblema. No era la primera vez. Ya había sido emblema en el Aurrerá Vitoria, donde llegó recién cumplidos los quince años. Se batía el cobre contra los mayores y casi siempre ganaba sus duelos. Lo fue en el Alavés y también en el Athletic. Hasta que una competencia brutal le obligó a marcharse camino a una nueva aventura.

En una mirada alegre, recordó siempre el día que se proclamó campeón ante el Racing. En una mirada triste, recordó siempre como la Guerra Civil acabó con la mejor generación de futbolistas vascos. En una mirada global, el fútbol recordará para siempre al primo lejano de Don Miguel de Unamuno que eligió el fútbol en lugar de las letras. Nunca podría haber eclipsado a su pariente. Para el fútbol se necesita ingenio. Para las letras, además, hace falta ser un genio. La cátedra y la catedral son dos lugares diferentes. Uno combatió a las desigualdades y el otro, Victorio, solo fue un buen futbolista. Con menos se hubiese conformado más de uno.