miércoles, 31 de enero de 2018

Bendita exigencia

Cuando los sueños se acaban, cuando la derrota persiste, cuando el fracaso achecha, cuando todo se
va al carajo, es cuando salen a la palestra los aduladores de la verdad. La condición humana es tan sibilina que basta un tropiezo para buscarte la torpeza y un buen salto para auparte al olimpo de los elegidos.

Lo más meritorio que consiguió Simeone tras su llegada al Atlético no fueron los títulos. Estos son tan sólo un premio al trabajo bien hecho, una recompensa mayor a un cúmulo de ilusiones concentradas en un objetivo común. Lo realmente meritorio, más allá de la recompensa, fue conseguir que un equipo muerto reactivara su actividad vital. Aquel era un grupo de jugadores bajo el dedo de la sospecha que acumulaban fracasos por el peso de la duda. Simeone, más allá de la estrategia futbolística, les enseñó a no dudar y, sobre todo, en creer.

Durante años nos arroparon bajo un mantra que, ya de por sí manido, no dejaba a nadie fuera de la idiosincrasia del nuevo Atleti; pasara lo que pasara, no había que dejar de creer. Aquellos profetas de la esperanza se apoyaban sobre la base sólida de un equipo en crecimiento, por ello, en cuanto los primeros fracasos han asomado a la puerta y las primeras grandes decepciones se han llevado consigo parte de la ilusión, muchos de ellos han sido los primeros en poner el grito en el cielo y dejar claro que aquello de la fe era un campeonato de mus con las cartas marcadas.

Ahora que no hay agua, ahora que el dique ha estallado y el mar ha buscado su orilla natural, aquellos que se tiraban de cabeza guardan ahora la ropa y dicen que prefieren no nadar en el barro. Es lógico, fueron demasiados los años caminando por un camino de inmundicia como para renunciar ahora a al vasto prado floreado. Pero, más allá del erial de juego y resultados, no quieran comparar el descampado de hoy con la travesía por el desierto de ayer. Si algo consiguió Simeone, más allá de la recomposición del puzle, fue el aumentar el nivel de exigencia hasta situarlo en una cima insospechada. Aquellos que ayer lloraban por su futuro son los mismos que hoy se lamentan por su presente. Y lo hacen con el equipo en segunda posición y con nueve puntos de ventaja sobre el quinto. Bendita exigencia, Cholo.

miércoles, 24 de enero de 2018

La seducción de lo imposible

Los retos mayúsculos, para los equipos de menor calado, son un arma de filo endeble puesto que, más allá, del orgullo, ponen en juego el factor de la historia y el de la memoria eterna. Los retos mayúsculos motivan por el mero hecho de su poder implícito, de su seducción inherente, de su condición enérgica.

Es duro ser del Espanyol en una ciudad donde un equipo lo acapara prácticamente todo. Yo, que durante mi vida he apoyado el segundo equipo de mi ciudad, puedo llegar a comprender el ninguneo mediático al que está sometido un equipo que sobrevive a base de migajas y de complejos adquiridos por el menosprecio ajeno. Pero, aunque mi visión de la lucha pueda tener una connotación un tanto épica, no es comparable la situación histórica de mi equipo, más acomodado tradicionalmente en la élite de lo que lo ha estado el equipo perico y, aunque sigue tras la estela eterna de un cacique que busca la acapararlo todo, se ha dado el gusto de, durante las últimas temporadas, seguirle el pulso a su vecino aunque en ocasiones haya terminado con el brazo partido.

Así pues, por el placer del desquite y por la oportunidad histórica, el Espanyol se encuentra ante la oportunidad de vengar todos sus agravios. Se le va a hacer largo, porque juega contra un equipo en racha, porque se enfrenta a un estilo de juego preciso y veloz, porque visita un mausoleo que devora víctimas y porque enfrente, que nadie lo olvide, estará el mejor jugador del mundo; ese tipo que cobra víctimas como quien produce barras de pan. Y no hay nada peor para el vasallo que el de enfadar al caballero y a todas sus huestes.

Le queda la bala de la ilusión, la esquirla de la pasión y la mentalización del sufrimiento. Si encaja un gol rápido, la misión puede convertirse en un tormento y la condena en una tortura. Si sabe jugar sus cartas, quien sabe, aunque la mística exija perfección y ni aun con ella está asegurada la recompensa, quizá sepa tocar la flauta y subirse al lomos del dragón. Domesticar su fuego, refrenar su impulso y estrangular su instinto, serían tarea imposible si no existiese esa mínima oportunidad de resarcimiento que otorga el gol postrero de la ida. Las misiones, no por imposibles, dejan de ser mínimamente factibles. Puedo imaginar el sentimiento, el dolor de estómago y la sensación de claustrofobia, hoy, de cualquier seguidor perico. Yo lo he sufrido durante muchos años en mis carnes. Lo que nos hace distintos es que, ni aún en la derrota, somos incapaces de sentir amor por la vida fácil. La épica, por imposible, nos seduce mucho más que la mera victoria.

jueves, 18 de enero de 2018

Los verdaderos héroes

A menudo dibujamos héroes hercúleos, tipos de fantasía que gobiernan la imaginación a golpe de
martillo y a la velocidad de la luz. A menudo olvidamos que los verdaderos héroes no son los que dibuja la mente si no los que permanecen en la memoria. A menudo olvidamos que nuestra pequeña historia está compuesta por las vivencias de pequeños héroes que nos fueron convirtiendo en lo que somos hoy en día.

El Atleti de hoy, más allá de desdibujes e imprecisiones, es un equipo reconocible en cuanto al ardor guerrero y la ilimitada necesidad. No siempre fue así, los que hoy seguimos discutiendo con nuestra propia voluntad de creencia, seguimos siendo cafres de la ambición porque tememos que, en un minuto u otro, todo se vaya al traste con un gol en el último minuto. La idiosincrasia del atlético está marcada más por la desgracia que por el éxito, pero si seguimos de pie, erguidos y completamente intactos, pese a los rasguños, es porque seguimos conservando el orgullo de quienes nos enseñaron a masticar chapa con dientes de acero.

Tipos como Panadero Díaz, un héroe de antaño, un tipo de roca caliza que silbaba al viento con su zurda y contraponía su carácter con bellos centros desde el lateral. Acostumbrado a la épica, el lateral argentino exportó contundencia y oficio a un fútbol que adolecía de intensidad. Aquellos yugoslavos, aquellos turcos y aquellos escoceses volaron por los aires atormentados por la opulencia competitiva de un tipo nacido para ganar. Cuando el pitido final sonaba y la camiseta volaba hacia un rincón del vestuario, el tipo seguía siendo el mismo hermano de siempre para sus compañeros. Un hombre de lealtad. Un jugador de vestuario.

Con la muerte del Panadero, el espíritu del Atleti pierde uno de los botones más firmes de su historia. El hombre que no estuvo allí, en Bruselas, aquella fatídica tarde de mayo, para impedir, piernas por delante y corazón en la boca, que aquel alemán de nombre impronunciable pudiese chutar desde su casa. Lamentaciones aparte y fábulas en la basura, basta recordar el legado de su fútbol en la mente de quienes aún lo recuerdan. Y es que los verdaderos héroes, aquellos que escriben las páginas de nuestro a día a día, no son aquellos que gobiernan en nuestra imaginación, sino quienes lo hacen en nuestra memoria.

martes, 16 de enero de 2018

El hombre que devolvió la alegría al juego

No es fácil decir adiós a un genio. No es fácil aceptar que esa parte de tu vida, donde los sueños se hicieron realidad, donde la magia se manifestó ante el aplauso, ha cerrado la puerta para siempre. No es fácil dejar de añorar, dejar de compartir recuerdos, dejar de asentir ante la certidumbre que solamente aporta la maravillosa historia del fútbol.

Si el fútbol son futbolistas, entonces existe un fútbol duradero en el país de Nunca Jamás. Allá donde los caños simbolizan la paz interior y los pases al hueco son analogía diaria para quien recurre a la imaginación por encima de las esperanzas. Hubo un día que un chico aterrizó en un estadio donde la depresión era síntoma habitual de cada domingo y, como un Peter Pan de carne y hueso, se propuso conseguir que todos aquellos que bostezaban y maldecían regresasen, por una noche a la semana, a la más bella de las infancias.

Si soñar como un niño es soñar sin límites, Ronaldinho dibujó fantasías sin fin sobre el césped del Camp Nou en una época en la que la sonrisa se pagaba cara y la amargura era alimento de cada día. Aquella melancolía, aquel malestar agudo y aquellos murmullos de desaprobación, tornaron en vítores porque el chico de la amplia sonrisa había devuelto la alegría a la gente. Como un mesías cincelado en barro, llegó desde París, rizos al aire, dientes grandes y cuerpo desengrasado, para poner patas arriba una trayectoria y cambiar el rumbo de la historia. Si durante años el Barça caminó por la cuerda floja de la incertidumbre, desde la llegada de Ronaldinho, no solamente aprendió a sonreír, también aprendió a ganar.

Profeta del espectáculo, niño grande con destreza, malabarista sin fin y prestidigitador en cancha ajena, el tipo hizo lo que quiso mientras quiso. Cuando la fama, la presión y el dinero habían rebosado su aura, se marchó por la parte de atrás y dejó que la pereza se apoderase de él. Más allá de aquella última imagen de tipo desganado que deambulaba por el césped, permanecía el recuerdo de las grandes tardes. Y fueron tantas que, aún hoy, pasada una década desde su marcha a tierras más frías, no es poca la gente que sigue agradeciendo aquel momento mágico en el que se metió al Camp Nou en el bolsillo.

No nos dice adiós un futbolista cualquiera. Todos los que le vimos en su esplendor sabemos que quien se marcha no es simplemente un buen jugador de fútbol. Se marcha el hombre que devolvió la alegría al juego. No es poca cosa como para no agradecérselo.

martes, 9 de enero de 2018

Víctimas del resultado

El resultado no es, sino el índice oportuno sobre el que se cimientan las bases del discurso. Nada vale
sin el aplomo del resultado; nada es creíble más allá de la verdad porque cuando el pitido final marca la línea de no retorno, son todos los aprendices del descabello los que tiran el estoque y proceden a sangrar a su víctima.

En la última jugada del último partido, Lucas Vázquez tuvo un mano a mano clarísimo contra el portero del Celta. Que a nadie le quepa duda de que, si ese balón hubiese entrado, los profetas del desastre ahora estarían clamando por el clavo ardiendo y vendiendo titulares a costa de una remontada casi imposible. Porque la auténtica veracidad que ellos conocen es la que marca el resultado.

Más allá de los tropiezos y los vaivenes, cabe reseñar que el Madrid se ha convertido, por momentos en un equipo partido en dos mitades desde las cuales cada uno parece haber olvidado su faceta a la hora del repliegue. Si algo distinguió al mejor Madrid de la década fue su voracidad competitiva y, sobre todo, su solidaridad en defensa. Perdida la fe en el compañero, quedan a expensas de lo que pueda aportar la calidad. El juego, en general no es tan desastroso como lo pintan los pregoneros de lo absurdo, pero basta ver al gran rival a cinco partidos de distancia para echarse las manos a la cabeza y retirar la mano de la espalda de Zidane. A estas alturas, tanto él como los suyos deberían saber que las sesiones de baño y masaje solamente se ofrecen cuando las circunstancias son positivas porque en las malas, hasta la rata más débil es capaz de saltar del barco.

Que el valor del resultado ofrece una manta de imperturbabilidad lo demuestra la impresionante racha del Barça más académico de los últimos años. Un equipo con menos dinamismo, menos mecanismos ofensivos y menos gusto por la reverberación pero que, sin embargo, a un ritmo de crucero y timoneados por el mejor jugador del mundo, han sido capaces, no sólo de ponerse en cabeza, sino de desquiciar a la servidumbre del equipo rival. A estas alturas, más allá de las consecuencias, ya casi no importan las causas, porque la clasificación dice que un equipo más compacto está dieciséis puntos por encima de un equipo más dinámico. Pero ahora a ver quién es el guapo que se pone a discutir eso. Todos sabemos, hasta el más nostálgico y más emprendedor de sueños, que más allá del idealismo vive la contundencia. Queremos gustar, claro, pero queremos ganar, por supuesto. Y contra el resultado no existe contraindicación. Otra cosa, mucho más triste, es que contra el resultado haya dejado de existir el análisis.