lunes, 31 de mayo de 2021

Pichichis: Cayetano Re

Cuando le echaron del Barcelona, la afición se echó las manos a la cabeza y el mundo del fútbol miró perplejo. Aquella temporada, la 1966-67 ya había anotado cinco goles que, sumados a los cincuenta que había anotado en las tres temporadas anteriores, le colocaban en el escalafón de los goleadores más deseados. Y eso que era un tipo atípico, sólo medía un metro y sesenta y tres centímetros y tenía un aspecto achaparrado, no daba la impresión, de ningún modo, de demostrar autoridad dentro del área. Pero la demostraba.

Había debutado muy joven con la camiseta de Cerro Porteño en su Paraguay natal, casi cuando empezó a destacar, el seleccionador paraguayo se lo llevó al mundial del Suecia y fue allí donde se puso en el escaparate y llamó la atención de los ojeadores europeos. El chico era bajito, sí, pero veloz como un rayo y mostraba un hambre voraz dentro del área. Se comía cada pelota, mordía el aire si hacía falta. Su siguiente destino fue Elche. José Esquitino, presidente del Elche, fue informado por el ojeador Boghossian de que había un chico que les podía interesar. Le firmaron y en poco tiempo se convirtió en el ídolo de la grada. Era astuto, habilidoso y agresivo y tenía una media vuelta, perfeccionada gracias a su punto de gravedad bajo, que dejaba tiesos a la mitad de los defensores.

En el Elche anotó treinta goles en cuatro temporadas. Era listo, muy listo para encontrar el espacio y rápido, muy rápido como para tratar de alcanzarle una vez que había ganado un metro. Tenía siempre ese brillo en la mirada de los que buscaban comerse el mundo y mantuvo durante mucho tiempo esa habilidad para rematar en carrera y dejar secos a los porteros rivales. Tan bien lo hizo en Elche que en 1962 el Barcelona pagó más de seis millones de pesetas por su fichaje. Allí lo hizo bien, tanto que ganó la Copa en su primera temporada y la Copa de Ferias en la última. En la liga 1964-65 terminó con veintiséis goles en treinta partidos, lo que le convirtió en el máximo goleador de la temporada y en uno de los jugadores de moda. Eran años difíciles, el Barcelona se había empequeñecido demasiado con respecto al Real Madrid y poder rascar un título importante se había convertido en una misión casi imposible. No obstante, nunca dejaban de soñar en grande y para ello contaban con futbolistas importantes como Cayetano Ré, durante un par de años, el ídolo de la afición.

Pero entonces llegó aquella derrota en Elche y la bronca con el entrenador Roque Olsen. El argentino, hombre de carácter, chocó con Cayetano Ré y le acusó de no haber querido jugar bien contra su ex equipo. Aquello encendió al paraguayo y la bronca se escuchó al otro lado del Martínez Valero. Separados por los futbolistas, volvieron a Barcelona en silencio sabiendo que allí no había vuelta atrás. Pocos días más tarde, recibió una propuesta del Real Madrid, pero él quería quedarse en Barcelona y decidió firmar con el Español.

"En el Español jugué mi mejor fútbol", declararía Cayetano Ré años más tarde. Y es que allí encontró una familia, un lugar idóneo donde sentirse apreciado y un sistema que potenciaba todas sus cualidades. Junto a Amas, Marcial, Rodilla y José María, formó la delantera de los cinco delfines, aún venerada por los más nostálgicos del club y aún en el podio de los equipos que más alegría han dado a la afición perica. Porque ellos acogieron a Ré como a un hijo más y le hicieron sentir el jugador más importante del mundo. Su éxito abrió la puerta a otros jugadores paraguayos que, más tarde, terminarían aterrizando, y triunfando, en el fútbol español. Con él, en Elche, ya habían jugado Lezcano y Romero, y tras él, en otros equipos, terminarían triunfando Diarte, Fleitas, Amarilla, Osorio o Benegas.

Durante tres temporadas consecutivas fue el máximo goleador del Español. "Yo no corría, volaba". Era la manera de explicar cómo se sentía cada vez que se enfundaba la camiseta blanquiazul. Con ella anotó cuarenta y siete goles y, sobre todo, deleitó a la afición españolista con su repertorio de regates y arrancadas que dejaban siempre en pie a aquellos defensas tan hoscos de los años sesenta, esos tipos sin piedad que tenían la máxima de o pasa el balón o pasa el jugador y que terminaba casi siempre con el jugador camino del vestuario. Pero Cayetano Ré no tenía miedo y sabía buscarse la vida como nadie cuando se enfrentaba a alguien más alto y más fuerte que él. En total anotó ciento cuatro goles en Primera, colocándole en el puesto número setenta y tres de los máximos goleadore de la historia de la liga. Una cifra nada desdeñable para un tipo que, durante nueve temporadas jugó en equipos de propósitos menores.

Tras su adiós al Español, ya con treinta y tres años, recaló en el Tarrasa para jugar un año y retirarse con treinta y cinco en Badalona. Tras colgar las botas regresó a Elche, lugar donde había conocido a su esposa y comenzó una carrera como entrenador con muchas paradas pero sin mucho éxito. No obstante, acudió al rescate de Paraguay y clasificó a su selección para el mundial de 1986 siendo allí el primer entrenador expulsado en la historia de los mundiales tras una bronca con el árbitro. Como aquella que había tenido con Roque Olsen. Como tantas otras que había tenido por obra de su carácter irascible cuando se le calentaba la garganta. Un tipo con genio, un jugador especial, un goleador atípico, un delantero bajito pero gigante en su concepción del juego. El Delfín del gol, aún presente en la memoria de los escombros del viajo estadio de Sarriá.

jueves, 20 de mayo de 2021

Cañoncito pum

Extrapolar en un ejercicio imposible porque los tiempos han cambiado tanto que resulta impensable ponerse a imaginar hoy a un tipo gordo, lento y viejo marcando tantos goles como partidos disputa. Porque el fútbol hoy es más para atletas que para talentosos, más para fuertes que para oxidados, más para tipos con despliegue que para tipos con pegada. Pero no debemos olvidar que en el fútbol ha primado por encima de todo el talento y que por encima de la condición física han sobrevivido en la élite los que tenían ese toque de distinción en su condición técnica.

Cuando Puskas llegó a Madrid nadie creía en él salvo Santiago Bernabéu. Se generó un cisma de tensión tan notable que incluso Samitier, secretario técnico del club, salió por patas antes de ver venir el desastre. El equipo era el mejor y jugaba de memoria, no entendía por qué había que romper la armonía con la llegada de un tipo que llevaba dos años sin jugar y había engordado más de quince kilos. A primera vista, el hombre que salió a jugar vestido de blanco parecía un exfutbolista, a primera vista, aquel tipo con alma de artista había llegado allí para trincar su contrato, dar lustre al club y decir adiós por la puerta de atrás.

Puskas llegó a Madrid con treinta y un años y se marchó con treinta y nueve, doscientos cuarenta y dos goles anotados, diez títulos y la impronta de un tipo como no se ha visto igual. Porque en Puskas sobrevivía lo imposible y se imponía lo admirable. Dotado de una capacidad excelsa para el golpeo de la pelota, desde su pierna izquierda nacieron algunos de los goles más sorprendentes que vivió el Bernabéu en su época de máximo esplendor. No necesitaba correr, no necesitaba cuerpear, no necesitaba buscar la pelota porque la pelota siempre le encontraba a él en el lugar idóneo y en el momento preciso. En cuanto a prestaciones y control del juego, es posible que no haya existido, en la historia del fútbol, un jugador de ataque semejante a él.

Pero la historia de Puskas no se reduce a su periplo español, aquello fue el epílogo de una carrera admirable que había comenzado en Hungría durante los años duros del telón de acero, hasta que un grupo de valientes decidieron marcharse de allí y pedir asilo en occidente. Antes de aquello, Puskas fue el estilete de un equipo memorable, posiblemente la mejor selección de fútbol de la historia. Un equipo que humilló a Inglaterra, que conquistó el Olimpo, que tuvo una racha de imbatibilidad asombrosa y que perdió con honor una final de un mundial cuando todo el mundo esperaba su coronación.

Puskas fue un jugador improbable en el tiempo más probable; cuando la uve doble eme reconvirtió la anarquía en táctica, cuando las posiciones empezaron a representarse con números, cuando los goles se marcaban en el área pequeña, Puskas transformó el fútbol de ataque dotándolo de finura, elegancia y un golpeo de balón tan violento como nunca se había visto. Cañoncito Pum. Así le llamaban los castizos. Así le disfrutaron los clásicos. Así le recordaron los nostálgicos.

martes, 11 de mayo de 2021

Cuando la dignidad venció al miedo

La historia del fútbol está llena de jugadores buenos, malos y regulares, algunos con momentos puntuales de gloria, otros innovadores y muchos, la gran mayoría, tipos que el tiempo relegó al olvido y pasaron de temporales a desaparecidos. Sólo unos pocos, muy pocos, son capaces de jugar en la élite más pura y sólo unos pocos, muy pocos, son realmente recordados cuando el tiempo hace mella en la memoria y un gol nos invoca a momentos en los que supimos ser felices.

Antonio Calpe fue un gran defensa lateral, con un palmarés notable y un amor por el Levante fuera de toda duda. Pocos recordarán su nombre en los mejores momentos del Real Madrid, pero él estuvo en la plantilla que levantó la sexta Copa de Europa y él permaneció allí durante un lustro ganando ligas, copas y destronando a tipos históricos como Pachín y Santamaría.

Pocos le echaron de menos cuando se marchó porque, a pesar de ser importante y, durante muchos momentos, indiscutible, el Madrid es una máquina que funciona a todo vapor y va fabricando tipos legendarios de un año tras otro. Calpe regresó a su equipo, el Levante, cuando había sobrepasado la treintena y tenía las rodillas destrozadas. Aceptó jugar en tercera, volvió con el equipo a Segunda y la afición le adoró para siempre. Él ya había estado allí cuando el equipo ascendió a Primera en 1963 y volvía a estar cuando el equipo estaba en el pozo más profundo.

La admiración de su gente se la ganó con gestos, fútbol y altruismo deportivo. La admiración del pueblo la ganó con el tiempo cuando se conoció que el tipo, además de saber jugar al fútbol tenía memoria y, sobre todo, supo tener dignidad cuando el miedo le puedo haber vencido en el momento más crucial de su carrera.

El mes de mayo de 1966 tocaba a su fin y la temporada del Real Madrid se había convertido en exitosa después de haber conquistado la sexta Copa de Europa. A modo de homenaje, el dictador Franco invitó al equipo a una recepción en el Pardo donde serían colmados de honores por haber salvado, una vez más, el honor patrio de cara al exterior. El Madrid era la imagen de España y Franco se aprovechaba de ello para lucir escudo y sacar pecho. Por eso, cuando el capitán Ignacio Zoco entró en el vestuario y convocó a sus compañeros a una reunión, nadie pudo imaginar que la dignidad de Antonio Calpe iba a estar por encima del momento histórico.

"Mañana todos de punta en blanco que nos va a recibir el Caudillo". "Yo no pienso ir". Hubo un silencio, alguna cara extraña, algún ceño fruncido, pero pocas palabras. La mayoría de allí, los afectos al régimen y los que no lo eran tanto, sabían la historia familiar de Calpe. Su tío Antonio, quien le había otorgado el nombre de pila, había sido fusilado por el gobierno franquista una vez hubo terminado la guerra. Una manera de purgar la ideología contraria y una patada a la promesa de paz que hizo a cambio de rendición. Por ello Calpe, el lateral del Real Madrid, sacó pecho y se negó a asistir al lugar donde vivía el tipo por cuyos preceptos había muerto su tío. "No podía darle ese disgusto a mi abuela".

Y no se lo dio. Y permaneció en pie, en el Real Madrid y en el ideario colectivo de mucha gente. Primero, cuando vieron que regresaba a su rescate, de los aficionados del Levante. Y después, cuando supieron que había desafiado a los preceptos y a los convenios, del resto de españoles que se quisieron poner en pie para aplaudirle y ponerle como ejemplo de dignidad frente a la dictadura del miedo.