martes, 30 de abril de 2013

El superclásico

El día 24 de agosto de 1913, Boca Juniors y River Plate jugaron su primer partido de categoría oficial. Antes ya se habían visto las caras en amistosos locales y pachangas de barrio que se habían iniciado con un reto y habían terminado con una sonrisa y una lágrima. Aquel día de agosto, ambos equipos ya se odiaban y aquel partido, como tantos otros, terminó como el rosario de la aurora. Pero fue el inicio de una leyenda, el Superclásico del fútbol argentino, que nos conduce hasta hoy con gotas de pasión, aroma de certidumbre y muchas leyendas a cara vista.

El partido, generalmente, más que para conducirse hacia un éxito, ha servido tradicionalmente como el motivo más directo para salvar una temporada. Fastidiar al rival es el objetivo; ganarle, burlarle, hacerle llorar. Ahí reside el germen del odio. Puede basta un gol de Iarley después de marear a la defensa sirve para echar a un entrenador rival, pues adiós Pellegrini y sonrisa de pelícano, o si cuatro goles de García Cambón sirven para establecer un récord, pues se enseña la manita y hasta luego cocodrilo.

Aunque River también se ha dado gustazos en campo rival. En el cincuenta y cinco, por ejemplo, River llegaba como campeón y estuvo todo el partido perdiendo, pero anotó dos goles al final y rebozó el éxito en plena cancha. Años más tarde, un River también campeón, humilló a domicilio a Boca con un cero a tres el día que el chileno rojas ideó la vaselina que le inmortalizó. River, además, ganó el superclásico que registró más goles; fue en octubre de 1972 y ganó por cuatro goles a cinco en cancha de Boca.

La rivalidad de dos enemigos enconados nació con el siglo XX. Los primero duelos en era amateur ya dejaron las primeras heridas de guerra. Durante años, debido al cisma que dividió y detuvo el fútbol argentino en 1919, estuvieron sin verse las caras, pero cuando regresaron, la espera, el reto y la promesa había cultivado un caldo demasiado áspero. En 1931, quizá el superclásico que marcó un antes y un después, el partido no llegó a la media hora de juego. Los árbitros, a menudo, se negaban a acudir a cualquiera de las dos canchas cuando a ambos les tocaba enfrentarse. Muchas veces les ofrecían algún extra que en ocasiones rechazaban a cambio de mantener su integridad física.

Los números nueve han tenido mucha influencia en el devenir de esta rivalidad; tipos de sangre caliente, rematadores impíos y asesinos de área chica que culminaban obras de posteridad. Nueve mítico de River fue Ramón Díaz, quien, besando la bandasangre anotó cien goles y alcanzó cien conquistas. Nueve mítico que viajó a Francia para inscribir su nombre en el libro de historia, fue Carlos Bianchi, quien conquistó Reims y engrandeció Liniers. Pero si hubo un nueve que pintó el clásico de color ese fue Martín Palermo. Apodado "el loco" por la masa, dejó goles, pateos y gritos al aire. Jugó una década, fue, vino, marchó y regresó. No fue el más estilista, pero fue un elitista del gol. Mientra el permaneció, River fue triturando talentos a los que iba vendiendo a precio de oro. Crespo, Salas, Higuain, Falcao. Mitos del área que ganaron fama, fortuna y reconocimiento. Todos fueron más que "el loco" en el viejo continente, pero en la Argentina, cuando se ponía la camiseta de Boca, Palermo dejaba goles, ganaba clásicos y acallaba a la tribuna de Núñez. Un personaje "el loco". Uno más de esta loca historia.

Un nueve que cruzó la calle fue Norberto Menéndez. El Beto hizo goles en River pero nunca tuvo un sitio fijo. Llegó a Boca tras triunfar en Huracán y muchos le señalaron como el traidor que cambió la camiseta y cuyo estigma persiguió a muchos más después que a él. Pero el Beto tenía una bala en la recámara. En la penúltima fecha del torneo del sesenta y cinco, los dos equipos llegaron empatados a cuarenta y cinco puntos. Boca era local y se adelantó. Empató River y las tablas se fueron certificando hasta el final del partido. Entonces apareció Menéndez, pateó con fuerza y la tribuna se cayó de felicidad. Boca y el Beto campeonaron al partido siguiente.

Son vicisitudes de dos equipos que se han autoproclamado como los dos más grandes de la Argentina. Sus fines no pasan por ganar, pasan por celebrar la derrota del rival. Boca ha hecho sangre con burla en más de una ocasión. Recordada fue aquella vez del año ochenta y dos en la que los auriazules erraron dos penales y, aún así, terminaron ganando por cinco a uno ante un rival arrodillado. Reacciones como las del ya mitificado Tano Pasman, reflejan de fiel manera el dolor que puede sentir un hincha ante la humillación.

River se fue a la B y se acabó el mundo. Los hinchas boquenses lo celebraron como si de un título se tratase, pero con el transcurrir de la temporada se dieron cuenta de que estaban huérfanos de emoción. Pasaban las fechas del calendario y no llegaba el Superclásico. No había lugar para el pique, el reto, el ya veremos y ya ganaremos de nuevo. No había nada. El Tano Pasman lloraba, el mundo futbolístico entró en convulsión, los aficionados parieron mil artículos, la historia no sirvió de nada y los errores se pusieron encima de la mesa. Quizá aprendamos para la próxima ocasión, dijeron algunos. La historia puede repetirse, advirtieron otros.

River tenía ya mucha historia. No hacía tanto que se había presentado en cancha de Boca para ganar cero a uno y remontar la desventaja en la tabla. Fue en 2004 y salió campeón de nuevo. Como en tantas otras ocasiones. Como lo había hecho en la Libertadores de 1986 y 1996. Aunque la Libertadores es más de Boca que de River, campeón en seis ocasiones por las dos de su enemigo. Por más que la primera vez que se cruzaron en la competición, fue River quien celebró la victoria después de un sufrido dos a uno en el Monumental.

Reinaldo Merlo, el mítico mostaza que hoy imparte cursos de carisma en los banquillos de Argentina, es el futbolista que más superclásicos ha disputado. Sangre caliente y cabeza fría. Un mito el mostaza al que aún adoran en la grada de River. Pero si de mitos adoramos hablamos a la hora de referirnos a River, ninguno como el Príncipe Enzo Francéscoli. El tipo, carismático y silencioso, gustaba de aparecer por sorpresa, descargar de primeras y resolver en el área. Un nueve y medio que jugaba de diez y anotaba sin compasión. Un jugador de primera que resolvió su mito en una despedida inolvidable mientras el grito de "uruguayo" retumbaba en el Monumental.

Si la camiseta de River es de trazo rojo sobre blanco, la de Boca es mucho más colorista. Franja amarilla sobre fondo azul. Si alguien no conoce el origen de tales colores, lo explicaré en unas pocas líneas. En principio, los colores de Boca fueron el azul y el blanco en franjas verticales. Véase el Espanyol de Barcelona. Como quiera que un equipo del barrio de Boedo utilizaba los mismos colores, solicitó un partido amistoso con el acuerdo de quien lo ganase se quedase con los colores. Y lo ganó el Boedo. Y a Boca le tocó elegir un nuevo color para su camiseta. En el afán de no resultar repetitivos y no tener que volver a compartir colores con ningún otro equipo de la ciudad, dos de los trabajadores del club, empleados del astillero, vieron pasar un barco sueco y se fijaron en su bandera. Una cruz amarilla sobre fondo azul. Ahí estaba la solución. Boca es sueco en su vestir, pero demasiado latino en su carácter. Un carácter pasional, arrollador, de tipo cejijunto que busca el final de la linde con la punta de la azada. Un equipo de barrio que se agrandó hasta convertirse en la mitad más uno de un país.

River, por su parte, siempre presumió de tener otro estilo. Más estilista, más fino, más angustioso en las medios pero más eficaz en los fines. La disparidad de estilos, la distinta forma de ver y sentir el fútbol se ha trasladado a ambas canteras; uno saca a tipos de raza que enganchan a la grada a grito de corazón palpitante, el otro saca a tipos que buscan un pase con la mirada e inventan una asistencia con la percepción. Uno es Rattin, Suñe, Riquelme y Tévez, el otro es Di Stéfano, Sívori, Ortega y Aimar. Niños criados para hacer historia, hombres que fueron gloria y mitos que permanecen en la memoria.

El estilo provoca el debate, el debate lleva a la discusión y la discusión es el camino hacia el odio. Polos opuestos, sonrisas y lágrimas, maneras de vivir. Una repercusión tal que incluso la embajada estadounidense en Argentina se atrevió a lanzar un vídeo a través de Youtube al que tituló "Fiebre de Superclásico" y cuyo contenido era la rivalidad más pasional del fútbol vista por los funcionarios del cuerpo diplomático. Huelga decir que el vídeo fue un éxito y que aún hoy cuenta con cientos de visitas diarias en la red social. Pero no todo es anécdota y sonrisa. El odio visceral ha conducido a la desesperación, a la muerte y a la venganza más destructiva. Tras el superclásico de 1994 en el que River ganó por cero goles a dos en cancha de Boca, miembros de la Barra Brava boquense dispararon a bocajarro a los bandasangre Walter Vallejo y Ángel Delgado. Mientras volvía a enfundar la pistola, el autor de la masacre solamente argumentó tres palabras: "Empate a dos".

El lado oscuro del fútbol vive de tipos sin cabeza y sin corazón. A ellos no les gusta el fútbol. Ellos no supieron despedir a Maradona aquella tarde de octubre de 1997 en la que dijo adiós al fútbol sin haberlo anunciado antes. Aquel uno a dos pudo haber sido un resultado más si no hubiese sido porque la remontada se produjo con Diego en el vestuario y Riquelme tomando el testigo y los corazones de todo el barrio de La Boca. Tras el partido, y ante los micrófonos, Maradona nunca dijo adiós, hasta siempre, un placer haberos hecho llorar de alegría. Se acercó a la prensa para recordar que a River se le había caído el bombacho y que quizá, otro día, le volvieran a ver en una cancha. Pero no fue así. El Superclásico tiene también este tipo de anécdotas. Suyo fue el honor de contar en su palmarés con el último partido como profesional del mejor jugador de todos los tiempos.

Maradona jugó un Superclásico inolvidable. Fue en 1981 y Boca ganó tres a cero. Fue el primer gran partido que se le recuerda al Diego, por más que con la camiseta de Argentinos Juniors ya dejase retratos de inmortalidad. Aún quedan muchos aficionados que cierran los ojos y ven a Fillol sentado en el suelo y observando como Maradona colocaba la pelota junto al palo derecho. Pero en el recuento riverplatense también hay un clásico que adoran quienes añoran tiempos mejores. Fue aquel que se jugó con la pelota naranja y en el que el Beto Alonso vacunó a Gatti en dos ocasiones para conducir a sus compañeros a una vuelta olímpica inolvidable en plena cancha de Boca. Un delirio. Como el que se vivió en 2006 cuando un imberbe Higuain anotó dos goles e impidió que Boca celebrase su tercer campeonato consecutivo. River no ganó nada aquel año, pero ya se sabe, fastidiar, tan importante como campeonar.

Boca ha pasado por menos angustias en los últimos años, aunque últimamente tiene las barbas en remojo tras ver como afeitaban las de su vecino. Se le recuerda una racha que abarcó de 2005 a 2008, después de que Riquelme y Tévez emigrasen y las Libertadores quedasen en el baúl de los recuerdos. Tres años estuvo sin ganar a River hasta que Battaglia regaló un mes de mayo feliz. Momentos de implosión en los que la Barra Brava crece y aglutina su poder entre golpes de estado internos. Ellos son el mal, innecesarios para el fútbol, necesarios para satisfacer su propio ego y comandar la nave hacia la deriva. No se sabe cuando se iniciaron las organizaciones, pero se sabe que el germen se plantó muchos años atrás. La era profesional del fútbol regaló gloria y dinero a los futbolistas, las pasiones se desbordaron y la felicidad comenzó a medirse en títulos ganados. Cada título del enemigo era una patada en la entrepierna. Nacieron los radicales y el fútbol se fue muriendo porque a ellos les importaba más el negocio que la pelota.

Hubo un día en el que sólo hubo fútbol. A los de Boca, casi todos de procedencia italiana, comenzaron a llamarles xeneizes porque así conocían a todos los emigrantes que, desde génova, arribaban al Mar de Plata. Igual que todos los españoles eran gallegos, todos los italianos eran genovenses. Xeneizes para los oriundos. Casi una palabra dicha con desprecio. Pero también eran genoveses aquellos que habían fundado River Plate. Ambos fueron vecinos durante algunos años. El patrono de Génova es San Jorge, en cuyo escudo luce una cruz roja sobre fondo blanco. La banda roja sobre fondo blanco identificaría, pues, a River como símbolo para la posteridad.

Como para la posteridad quedó aquel cinco a uno en el Monumental en la que ha significado, hasta hoy, la mayor goleada conseguida por River Plate en un clásico. Han pasado más de setenta años y no se ha repetido el hito aunque sí se ha magnificado el mito. Tal es la trascendencia del duelo que incluso en España se ha llegado a retransmitir el directo tanto en radio como en televisión. La gente vive por el fútbol, en el mundo se respira fútbol. Sin ellos faltaría un pedazo de fútbol.

Maradona es mito y Maradona contrató a sus socios para jugar en el patio de colegio de La Boca. Caniggia, alma gemela fuera del campo y socio fundador de una sociedad ilimitada, también vistió la auriazul, también marcó su triplete en un clásico y también lanzó su particular sentencia: "Ellos ven la camiseta de Boca y algo les pasa". La guerra psicológica siempre por delante de la física.

La guerra psicológica también tiene forma de gol. En el clásico disputado en abril de 2007, Ledesma anotó a los cuarenta y cinco segundos el que, hasta la fecha, se ha convertido en el gol más rápido en la historia de los superclásicos. River empató, pero los hachazos siempre duelen. Tanto como el que recibió aquel día de 1963 en el que Boca asaltó en el Monumental el día que River esperaba para ser campeón y tuvo que ver como el título volaba al barrio de Avellaneda. Pero el Monumental es mucho Monumental. Allí vive el alma de cien mil tipos que aún rememoran una lluvia de papeles el día que Kempes les hizo campeones del mundo. Allí vive la selección Argentina los partidos a cara o cruz, los duelos con la vida escapando de la muerte. Allí vive River y allí, también, remonta River ante la incredulidad de sus enemigos. Como remontó en marzo del noventa y siete después de Boca le bailara en el primer tiempo. Cero a tres y un penal errado. Y varias ocasiones al limbo. El vestuario fue una conjura. River regresó y marcó, empujó y marcó, creyó y marcó. Y en la última jugada la pelota se escapó por un centímetro y a punto estuvo de certificarse el milagro.

Como milagro se recuerda aquel clásico de 1972 jugado en cancha de Vélez. River ganaba dos a cero y reía. Boca se puso dos a cuatro y carcajeaba. River anotó el cinco a dos en el último minuto y la emoción se desbordó hacia cielo de Liniers. River devolvía la manita trece años más tarde, aunque aquella había sido más dolorosa; Boca había goleado por cinco a uno en una noche memorable de fútbol xeneize.

A Boca le gusta la chanza. Aún son muchos los que recuerdan el día que Rojitas le robó a Carrizo su inseparable gorra en mitad de un partido o aquella impresionante racha de trece superclásicos sin perder en el corazón de los noventa. Pero River también gusta de encontrar el punto débil. Tras un cero a cero anodino en el noventa y cinco, los micrófonos asaltaron a Ramón Díaz. Su primera frase le evitó la crítica y le condujo a la polémica. "¿Cómo anduvo Diego? Me parece que no estuvo. A lo mejor no vino". De un plumazo desvió la atención y focalizó el desastre en la figura del número diez. Y es que Maradona es Dios en Argentina y símbolo inmortal en Boca. A los boquenses les gusta presumir de Diego y los riverplatenses presumen del que consideran como mejor equipo de la historia del fútbol. Dicen los que saben que nadie jugó al fútbol como lo hicieron Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. Les apodaron "La Máquina" y su fútbol aún perdura en la memoria del tiempo.

El tiempo es juez y parte. El fútbol es como la vida. Los recuerdos perduran y el presente marca la esperanza. Boca y River se han enfrentado en un total de trescientas cuarenta y dos veces. De ellas, Boca Juniors ganó ciento veintiséis y River Plate lo hizo en ciento nueve ocasiones. Ciento siete veces son las que empataron. Se han marcado muchos goles, aunque ninguno tan recordado como aquel de Suñé en 1976. Fue la única vez que se enfrentaron en una final y el centrojás de Boca Juniors pateó un tiro libre que encontró a Fillol descolocado y puso a su equipo por delante en el marcador. Fue un gol de final y un gol de campeonato. Irrepetible hasta la fecha. Aunque River se vengó un año más tarde cuando asaltó a Boca jugando como visitante con un gol de Pedro González en el último minuto, lo que le permitió proclamarse campeón en la fecha siguiente.

Han sido muchos títulos los que han levantado. Boca tiene sesenta en su historial, mientras que River cuenta con cincuenta y tres. La diferencia, según los de Boca, se debe al orgullo, al que ellos apelan con bastante asiduidad y el que, según se mofan, les falta a su máximo rival. De hecho, les llaman gallinas desde que perdieron una final ganada contra Peñarol de Montevideo en el sesenta y dos. Dicen que se arrugan en las difíciles, aunque históricamente, River ha jugado muy bien al fútbol. Boca puede ser pasión. River puede ser estilo. Es la manera de extrapolar la sensación al otro lado del charco. Algo parecido ocurre en España con Real Madrid y Barcelona. El viejo cuento del fino estilista contra el duro fajador. El mítico cartel que sobrevive en la memoria de los muros del viejo Madison Square Garden.

Quizá, con los años, la gente ha llegado a olvidar que ambos nacieron juntos. Los dos se gestaron en el barrio de La Boca; inmigración, tango y ese extraño deporte que inventaron los ingleses. River nació en 1901 y Boca lo hizo en 1905. No tardaron en encontrarse y su primer enfrentamiento data de 1908. Boca ganó dos a uno e inició una rivalidad de tintes mediáticos sin comparación.

La primera vuelta olímpica en campo rival que se recuerda la dio River en 1942. Perdía dos a cero y empató a dos para celebrar el título ante la estupefacción de la grada. Aunque ambos han tenido su momento de gloria personal. En Boca aún se recuerda el gol de Guerra con la nuca que enloqueció a Maradona. Era el descuento y el gol tumbó a un equipo que había ganado la Libertadores y se sentía el rey del mundo.

Ambos tuvieron muchas ocasiones para sentirse reyes del mundo. La primera vez que Boca experimentó aquella sensación fue en la víspera de la nochebuena de 1928. Era la época amateur pero la rivalidad ya estaba enconada. Los auriazules ganaron por seis goles a cero y no se recuerda una Navidad más triste que aquella en las bancadas de River.

La expectación suele ser máxima y la conjura momentánea. No hace falta motivación, no hace falta decir nada más porque con la sola cita del partido, la tensión aumenta y la adrenalina sube como un cohete que busca el cielo. El diario británico "The Observer" declaró el partido como uno de los cincuenta mejores espectáculos deportivos que pueden verse en el mundo. Y el abanico deportivo mundial es alto. Muy alto. Altas suelen ser las expectativas y quien sabe cumplirlas suele convertirse en personaje para la posteridad. De personajes está trufado el clásico y de personajes bebe la historia de dos clubes centenarios. River tiene su redentor particular en la figura de Ángel Labruna. Nadie anotó tantos goles en un superclásico, nadie hizo más con menos esfuerzo. Labruna era el menos estilista de la afamada Máquina, pero era un goleador preciso, un vividor de área chica que vacunaba porteros con la facilidad de quien camina en bata por el salón de su casa.

Si de porteros hablamos, ninguna rivalidad tan enconada como la que vivieron Fillol y Gatti en los finales setenta y primeros ochenta. Pato y Loco, aplomo y nervio, cabeza y corazón. Fillol fue campeón del mundo mientras la bancada boquense pedía la titularidad de Gatti y Gatti daba la de cal y la de arena mientras fanfarroneaba fuera del área jugando a tirarle un cañito al delantero rival. Personajes de leyenda de una rivalidad mitificada. Gatti fue de Boca después de haber sido de River. El éxito duele más cuando la puerta ha quedado abierta y algún genio se ha escapado por la rendija huyendo hacia el otro lado de la calle. Pero Gatti no fue el único que vistió las dos camisetas. A lo largo de la historia, muchos ilustres como Amato, Balbo, Batistuta, Berti, Cáceres, Caniggia, Gamboa o Gareca, se vieron en la misma vicisitud y triunfaron en una acera después de haber mamado el germen de la contraria.

Desde aquel primer partido en cancha de Racing, han llovido goles, gritos y gotas de agua y sudor. El símbolo amedrentador de Boca es el Estadio Alberto J. Armando, rebautizado como "La Bombonera" debido a que el arquitecto diseñador del mismo, solía llevar cajas de bombones a las reuniones de obra que se realizaban durante su construcción. Debido a que el mismo se reedificó sobre el estadio anterior con estructura de madera, muchos de los antiguos cimientos hubieron de conservarse por lo que, en cada partido del siglo, el movimiento de la muchedumbre aporta la sensación de que las tribunas vibran. Es por ello aquel dicho popular de que "La Bombonera no tiembla, late". Late el corazón de La Boca cada vez que muere por su equipo. Un sentimiento que va más allá de lo racional y que implica locura en cada victoria y llanto desconsolado en cada derrota. Y emoción incontrolada en cada despedida. Como aquel día de mayo de 2011 en el que los viejos cimientos supuraron lágrimas al ver como el Loco Martín Palermo le decía adiós al fútbol y a su gente después de haber vacunado a River por enésima vez.

En las postrimerías de aquellos primeros duelos, los seguidores de River se citaban en la Confitería "Las Camelias" y los de Boca en el "Café París". Allí soñaban despiertos, tomaban su aperitivo, se reunían con un pañuelo en la mano y acudían en grupo a disfrutar del partido. Hoy, los partidos son de alta seguridad y no existen cafeterías comunes ni lugares de encuentro. La policía suele separar a los duelistas y la seguridad es máxima. Se han llegado a jugar partidos sin afición visitante y se han llegado a contabilizar muertos en el estertor de cada duelo. La rivalidad se parió enconada pero el odio se radicalizó después de que River rompiese el mercado y comprase los derechos de Carlos Peucelle por diez mil pesos. Aquel traspaso, unido al cambio de situación al acomodado barrio de Núñez, les valió el apodo de "Millonarios" que los hinchas de  Boca proclamaban de forma despectiva y que el tiempo ha convertido en una seña de identidad. Los "Millonarios" de River han tenido ocasiones de sobra para restregar su poder a la hinchada de Boca. Ninguna como aquel partido de marzo de 1980 en el que ganaron por dos goles a cinco en "La Bombonera" y establecieron la que, hasta hoy, es su mayor goleada a domicilio en un superclásico.

Tal es la pasión desatada ante un resultado de tamaño calibre, que el prestigioso "World Soccer Magazine" definió el acontecimiento como un espectáculo insuperable en pasión e intensidad. Pasión e intensidad como las que desbordó aquel gol de Suñé en el setenta y seis que tumbó a River en la final del Nacional, aquel gol de Menéndez en el sesenta y cinco que deshizo el empate en la penúltima fecha o aquel penalti detenido por Roma en el sesenta y dos que desembocó en la frase inmortal de Carlos Nai Foino, árbitro del encuentro, "Penal bien pateado, es gol". No fue gol, pero la frase se ha convertido, hoy, en una coletilla arraigada en el fútbol argentino.

Pasión e intensidad que ya se había desatado en el primer enfrentamiento en la era oficial en el que Varallo remató a puerta el rechace de un penal tras sujetar del cuello al portero Iribarren y el referí dio por bueno el gol. River abandonó el campo indignado y creció un odio exacerbado que se había germinado como insostenible. Y es que de penaltis también ha vivido el clásico. Después de aquel primer enfrentamiento de futbolistas ya profesionales, se tiraron cien penales y reventaron cien corazones. Pero el veintidós de noviembre de 1987 River le ganó a Boca por tres goles a dos después de haber comenzado fallando un penal y perdiendo por cero a dos. Definida la remontada, la última jugada terminó con un penalti a favor de Boca. El colegiado decretó que lanzada la pena máxima se consideraría terminado el partido. Pateó Jorge Comas y lo lanzó por encima del arco. De locos. Remontadas ha habido muchas y expedientes inmaculados muy pocos. El último data de 1994 cuando, en la penúltima fecha del año, River humilló a Boca por cero goles a tres en su propio estadio y se proclamó campeón invicto. A todos le gusta un apunte brillante en su expediente.

Al principio, ambos equipos compartieron el barrio de La Boca, pero fue River el que dio el portazo y se marchó a Núñez. La hinchada de Boca le acusó de desarraigo y la hinchada de River presumió de arraigo, de nuevo estadio y de nueva situación social. Eran Millonarios en logros, en pasiones y en corazones. River ha vuelto a La Boca dos veces por año hasta que, en 2011 se marchó a la B y dejó huérfano al mundo de un encuentro sin igual. Aunque sí que volvieron a verse. No podía haber encuentro oficial pero, por ello, el enfrentamiento se pagó a precio de oro y se concertaron dos amistosos que, para hacer más profunda la herida, ganó Boca con cierta solvencia. No hacía demasiado que se habían enfrentado por cotas más altas y no hacía mucho que River había mantenido el pulso con la cabeza alta escribiendo, incluso, una racha de cinco años sin perder contra Boca en el Monumental. Todo se fue al traste con aquel maldito descenso a la serie B. Aún siguen pegando sus pecados y el equipo vaga en la mitad de la tabla, con toda la grandeza de su historia sobre su espalda y con todo el miedo del pasado más reciente sobre su corazón.

Corazón, el de El Monumental, que se paró el veintitrés de junio de 1968. Aquel día, tras un triste empate a cero, la hinchada de Boca, tras haberlas tenido tiesas con los de River en la tribuna, se disponía a salir al exterior pero encontró una trampa mortal en la puerta número doce del estadio. La policía, que ya repartia estopa a los primeros radicales que habían salido para seguir dando guerra, había cerrado la puerta y la avalancha se conglomeró en un pasillo cerrado, sin encontrar una luz al final del tunel. Se desató el pánico, la multitud se avalanzó en una huida imposible y unos empezaron a pisar a los otros. La puerta número doce seguía sin abrirse y la gente comenzaba a morir de asfixia. Fueron setenta y una las personas que murieron, muchos de ellos menores de edad. Ninguno encontró justicia porque todos eximieron responsabilidades. La única justicia, la deportiva, llegño un año más tarde, cuando en un inolvidable homenaje a los caídos, Boca asaltó Núñez y se proclamó campeón en campo rival dando una inolvidable vuelta olímpica.

La tragedia y el drama siempre unidas, la épica aliñando un duelo singular, el recuerdo siempre presente, los goles como puñales, los errores como heridas abiertas, los insultos como seña permanente y la desnaturalización como símbolo de la violencia. Detrás de todo hay fútbol. En la Boca, en Núñez, en Argentina, en el mundo. El Superclásico lo abarca todo. Hay otros tres grandes, otros clásicos de pasión y una ciudad, Bueno Aires, que late al ritmo de sus ídolos. El mundo se levanta y los sueños vuelven a resurgir. Quizá algún se interponga la paz por encima de la guerra y no haya más heridos, más muertos, más deseos de venganza. El balón nunca parará, las gradas seguirán latiendo y los colores se seguirán entremezclando. Un lugar para compartir, un momento para soñar, un partido para recordar. Más que fútbol, más que un sueño, más allá de la vida. Es el superclásico del fútbol argentino. El superclásico del fútbol mundial.

lunes, 8 de abril de 2013

Profesionalidad y sentimiento

No es fácil dar el paso definitvo. Cuando las expectativas son máximas, la responsabilidad ahoga, los sueños precipitan y las decepciones aprisionan el alma. El dedo acusador suele ser cruel y los titulares se esfuman con la misma facilidad con la que aparecen. Miren a ese tipo que se marcha por la puerta de atrás, hace dos días era un fabuloso proyecto de futbolista y hoy no es más que un fracaso más.

El Atleti devora niños como un león lo hacía con los gladiadores. Apenas habían saltado al coso y el pulgar acosador del resultado ya les estaba indicando que aquel no era su lugar. Casi todos tuvieron que buscarse la vida fuera y fueron muy pocos los que regresaron. Las segundas oportunidades, como los coches escoba, solamente pasan una vez. Subirse al asiento de atrás es obligatorio. Tomar las riendas del destino es el paso de los valientes.

Gabi no es el tipo más espectacular del mundo. Ya no es aquel excelso director de juego que despuntaba en el equipo juvenil hace una década, pero ha aprendido que el éxito es más factible cuando se miran los problemas a la cara. Durante un par de temporadas, después de aquella prometedora cesión en el Getafe, Gabi fue señalado con el dedo cada vez que el equipo perdía el timón y naufragaba en los puestos medios de la tabla. Mediocridad absoluta a la que nadie ponía remedio. Y el chaval, herido de muerte y asfixiado por el miedo, tuvo que huir para encontrar oxígeno y hacer carrera.

El Gabi que ha vuelto es otro. Sigue sin ser patrón, pero sí ha sabido hacerse con el puesto de contramaestre. Empuja, insiste, corre, quita y, sobre todo, no se complica. Ya no busca el pase imposible porque ha aprendido que en el fútbol, lo más sencillo, es lo más importante. Ya no sufre de ansiedad porque ha aprendido que al fútbol, talento aparte, se juega con la cabeza y se gana con el corazón. Profesionalidad y sentimiento. Una ecuación sencilla al servicio del Atleti. Simeone es el líder y Gabi es su voz en el campo.