miércoles, 27 de marzo de 2019

El gigantón de Breda

Como el niño abusón del barrio, como el chico grandote que repite curso y domina los partidos del recreo, como el hombre fuerte que reta en el gimnasio a los recién llegados, como el profesor de gimnasia que nos hacía correr hasta la extenuación mientras él permanecía inalterable ante el agotamiento. Como Gulliver en Liliput, como Sansón ante los filisteos, como Hércules ante las doce pruebas de Zeus. Así se desenvuelve Virgil van Dijk en las áreas. Un abusón con cuerpo de culturista y piernas de coloso. Un muelle en cada suela y un martillo en la cabeza. Cada córner a favor es medio gol porque el gigantón de Breda no tiene compasión de nadie.

Pichichis: Ricardo Alós

El vacío que dejó Mundo en Mestalla fue tan grande que el equipo tardó años en encontrar al tipo que llenase aquel hueco. Probaron muchos hasta llegar a Waldo, uno de ellos, Valenciano de nacimiento y futbolista de élite por causalidad temporal, se llamó Ricardo Alós y fue máximo goleador de la liga en la temporada 1957-58. Aquel año, en el que compartió trofeo Pichichi junto al gran Di Stéfano y junto a Badenes, el tipo que tuvo que emigrar de Valencia para hacerle hueco, al bueno de Ricardo le salió todo; el desmarque, el control, el remate, pero esta historia venía de atrás y no era demasiado halagüeña cuando comenzó.

Porque Ricardo iba para jugador efímero, algo que, al final terminó siendo puesto que, una vez se afianzó Waldo en el equipo, el entrenador Otto Bumbel le consideró poco hábil y lo empaquetó rumbo a Murcia. Allí se fue apagando poco a poco. Casi igual que en sus inicios cuando, jugando en el filial del Valencia, jamás fue capaz de superar los doce goles por temporada. Casi igual que hubiese continuado si las hadas no le hubiesen tocado con la varita. Fue en el año cincuenta y seis, cuando decidió dejar Valencia y aceptar la oferta del Sporting. Era un viaje a segunda, ya no tenía esperanzas de triunfar y menos era nada. Aquel Sporting ascendió a lo grande; sólo perdió cuatro partidos, anotó ciento siete goles y dio un espectáculo aún recordado. De aquellos ciento siete, cuarenta y seis goles tuvieron la firma de Ricardo. Una cifra espectacular, inigualable en la categoría, inalcanzable con el tiempo.

Su fama, aunque efímera, le valió con el tiempo una calle con su nombre en Moncada, su pueblo natal. Aquel récord, que perduró cincuenta y cinco año, justo hasta que Messi anotó cincuenta goles en Primera División, le valió la inmortalidad. Fue una carrera efímera que comenzó a lo grande. En su debut con el Sporting le anotó al Oviedo en el Carlos Tartiere. En su debut con el Valencia, un año más tarde, ya en primera, le antó dos goles a Las Palmas que sellaron el triunfo che. Aquello parecía una montaña rusa. La subida se tornó en bajada precipitada y apenas cinco años más tarde le estaba diciendo adiós a la élite después de anotar tres pírricos goles en dos temporadas con el Murcia.

La vida de los hombres es la vida de sus propios actos. Ricardo fue máximo goleador en las dos principales divisiones de nuestro fútbol durante dos temporadas consecutivas; un hito aún por igualar. Rematador incansable, vivía del momento y supo encontrar los instantes. Pudo haber sido Pichichi en solitario en aquella primavera de 1958, pero Eizaguirre le detuvo un penalti en la última jornada y le dejó la cuenta en diecinueve. No estaba mal, nada mal, para un debutante en Primera.

Tras aquellas dos temporadas memorables llegó el vacío. Dos temporadas más, doce partidos disputados y cinco goles marcados. Parecía como si se le hubiese tragado la tierra. Sin confianza y bajo de moral, se dejó llevar hasta el ostracismo. Él, que ya había permanecido en la sombra hasta los veinticinco años en el filial del Valencia, supo que aquello era el fin y aceptó marcharse una vez se vio eclipsado por Seguí primero y por Waldo después. Aún le dio tiempo a ser convocado por la Selección Española B para disputar un encuentro ante Portugal en el que demostró mucha fe y aportó poco gol.

Su destino fue Murcia y de allí pasó a Onteniente, ya en las divisiones inferiores. La corta historia de un tipo que fue jugador a tiempo parcial y goleador a tiempo completo durante dos años de apoteósis. Poco más de un lustro en la élite para un tipo que ganó el Pichichi sin lanzar un solo penalti. La explosión tardía de un jugador que dejó un sello en Gijó y dejó una postal estadística en Valencia. En la lista de los máximos goleadores en Primera durante una temporada, tan sólo aparecen cuatro nombres con la camiseta del Valencia. Ricardo Alós es uno de ellos.

martes, 26 de marzo de 2019

Cuentos de hadas

El fútbol, como la vida, también da segundas oportunidades y también vive de cuentos de hadas en los que la cenicienta termina encontrando un zapato para su horma. Cuando la historia se convierte en leyenda, solemos recorrer el camino inverso a las admiraciones para entender qué significa el verdadero valor del logro; caída a los infiernos, regreso a las alturas, consagración, sueño cumplido.

Enric Gallego fue cocinero antes que fraile. Y camionero, y peón de albañil, y técnico de aires acondicionados. Su vida, más allá de la pelota, es la vida de un ciudadano normal que, al ver rotas sus aspiraciones ha de encontrar un camino hacia la supervivencia. Dejó el fútbol a los dieciocho, lo retomó a los veinte y hasta los veintisiete no se planteó seriamente vivir de ello. Hasta entonces no había traspasado el escalón de la Segunda División B y no era un tipo contracorriente, más bien un delantero de oficio que pujaba cada pelota con el entusiasmo al que obliga el oficio.

Cuando ya creía no valer para el fútbol, regresó a su club de origen como un ejercicio de terapia y allí se destapó como un goleador incesante. Casi sin quererlo, se subió a una escalera metálica que no ha cesado de subir y subir. Quince goles con el Cornellá en la primera vuelta de la temporada le valieron un buen contrato con el Extremadura con quien anotó otros once goles y firmó un ascenso. Ya en Segunda, anotó otros quince en una vuelta que le volvieron a servir para mejorar su estátus. Con treinta y dos años y mil vueltas por campos de barro, Enric Gallego llegaba a Primera para jugar con la camiseta del Huesca. Nueve partidos y dos goles más tardes, aquellos que algún día creyeron tener que tirar la toalla aún tienen esperanzas porque siguen creyendo en los cuentos de hadas.

Jaime Mata fue un buen estudiante y un chico muy apegado a su pueblo. Allí empezó a jugar al fútbol y allí casi lo deja. Fueron nueve años, los que pasó desde el benjamín hasta el primer equipo de su Tres Cantos natal. Cuando dejaron de pagarle decidió dejarlo y dedicarse a los estudios. Nada más matricularse en Derecho le llamó el Rayo. Dejó la carrera y se centró en el fútbol. Pero como los designios de cada vida se juegan con cartas impredecibles, hubo de conocer la cara oscura del deporte fajándose en divisiones inferiores. Fue goleador en Tercera, en Segunda B y también en Segunda. Con dos módulos de Formación Profesional acabados y la sensación de que podía dedicarse a otra cosa, llegó la llamada del Lleida y se marchó a un equipo con aspiraciones. De Lleida viajó a Girona y, cuando creía que la gloria del ascenso se le marchaba para siempre, viajó a Valladolid para completar la mejor temporada de su vida. Hoy, con treinta años, juega en Getafe y es el máximo goleador nacional de la Liga. Un soberano premio para un chico que no quiso tomárselo demasiado en serio y que, sin embargo, terminó forjando una carrera de película. Porque más allá de las negativas y más allá de los tropiezos, un hombre siempre encuentra un lugar cuando la fe y la responsabilidad son inseparables compañeras de viaje.

El hombre que pidió un nuevo campo

Durante los actos que precedieron al centenario del Barcelona, allá por 1999, una encuesta extraoficial quiso hacerse eco de los nombres más importantes en la historia del club. En aquella época, con quince ligas y una Copa de Europa, Cruyff presente en la memoria reciente y Koeman consagrado como el tipo que les introdujo en la modernidad, la gente siguió acordándose el hombre que levantó un estadio y pidió la construcción de uno nuevo. Ladislao Kubala.

La vida de Kubala es algo parecido a una película de aventuras. Huído de la represión comunista que agarraba a los países del este durante los años cuarenta, malvivió en campos de refugiados hasta que su talento se abrió paso. Siempre junto a su cuñado, Fernando Daucik, probó suerte en varios equipos hasta que el Torino se decidió ficharle. Cuando esperaba para firmar, el avión que transportaba al equipo se estrelló en el monte Superga y se terminó, en un segundo, la leyenda del mejor equipo de la historia de Italia.

En uno de los viajes del Hungaria, equipo formado por los refugiados húngaros en el norte de Italia, llegaron a Barcelona para jugar ante el Español. La exhibición fue tan grande que Kubala terminó quedándose en la ciudad para jugar con el Barça durante quince años; doce en el Barça y tres en el Español. Se iniciaba así la leyenda del tipo que cambió el fútbol español.

Porque Kubala era magia con la pelota pegada al pie. Inventó cosas que nunca antes se habían visto. Se gustaba y hacía gustar. Jugaba como interior y se acercaba a la punta de ataque; marcó goles aunque su seña de identidad era el regalarlos. Y lo hacía siempre con la inventiva por delante. Buscaba el espacio, amagaba, quebraba, centraba, gol. Generalmente de César, o de Evaristo, o posteriormete de Kocsis. Formó dúos inolvidables junto a tipos que le entendieron; Basora, Czibor, Suárez. Este último selló el desacuerdo de la grada con su penúltimo entrenador. Herrera ponía a ambos en casa pero sólo a Suárez fuera. Aquello enfureció a los devotos. Kubala era Dios y había formado una religión con una fe imposible de detener.

Cuatro ligas, cinco copas, más las copas de ferias, más la copa latina, más los trescientos goles, más, sobre todas las cosas, la sensación, para todos sus coetáneos, de haber visto algo que jamás se volvería a repetir. El propio Serrat, niño de la postguerra que vivió su infancia soñando en Les Corts, compuso un himno en catalán cuya letra adoraba a los más grandes pero ninguno comparable a Kubala. Porque Kubala fue, para los barcelonistas, Messi antes que Messi. El tipo que les hizo soñar con lo más grande, el mago de la pelota que les enseñó todos los trucos y el jugador que consiguió que el club vendiese su estadio para construir uno nuevo; más grande, más monumental, más impresionante. Un campo a la medida de Ladislao Kubala.

Cuando reinar no basta

Una década de dominio, una docena de grandes actuaciones a nivel internacional, centenares de goles, muchos de ellos decisivos y el logro, siempre tan difícil, de convertirse en el tipo alrededor del cual circula el juego de un equipo. Ni jugar en la gran Juve, ni ser el líder de Italia, ni convertirse en ídolo por causalidad le sirvió a Alessandro Del Piero para tener el honor de figurar en el podio de los grandes premios inmortales.

En el fondo da igual. Estoy seguro de que hoy recordamos a Del Piero por encima de muchos de los galardonados con el Balón de Oro; porque en fútbol, la memoria se forja con actuaciones brillantes y con una personalidad de acero. A Del Piero no le quemaba la pelota y por ello se mostraba siempre en la posición idónea; un mediapunta con alma de delantero que jugaba a dos toques en tres cuartos e inventaba majestuosidades en el borde del área.

Existe un punto de inflexión en la carrera del hombre que devolvió a la Juventus al primer plano mundial. El ocho de noviembre de 1998, en el descuento de un partido controlado, Del Piero pisó mal y se rompió los ligamentos de la rodilla. Nueve meses después regresó un futbolista menos potente, menos veloz, menos hábil. Los que creyeron que había perdido capacidad para asombrar quedaron, con el tiempo, retratados, porque Del Piero ganó capacidad para pensar.

El guerrero se había convertido en cacique y gobernaba los partidos desde la dosificación. Perdió radio de acción pero ganó radio de actuación; menos decisivo en el área, más decisivo en el juego, Del Piero se transformó en director al tiempo que dejaba que unos llevasen los galones y otros marcasen los goles. Cuando todos, galardonados y goleadores, se marcharon, en el erial en el que se convirtió la Juve, permaneció, inerme, el capitán que había conducido a las tropas hacia la gloria. Capitaneó el regreso a la élite y se marchó con el tiempo justo para volver a campeonar. Por ello, más allá de la gloria, permanece la memoria. Hoy en día no existen ídolos en la Juventus; existes jugadores históricos y existe un Dios supremo. Pagano y adorado. Recurso común para todos aquellos que se preguntan qué significa ser ídolo en un equipo histórico.

jueves, 21 de marzo de 2019

El reconocimiento de una leyenda

Dolía ver al ídolo caído. El dolor ajeno, cuanto más sonado, más retumba en la inconsciencia de los mortales. Solemos esperar el momento para sacar el hacha, cortar la cabeza de raíz y no dejar de sorprendernos ante nuestra propia inquina. Los que debemos respeto y agradecimiento solemos ser mucho más contumaces. No se trataba de hundir al ídolo, se trataba de hacerle saber que quizá ha llegado la hora de decirle adiós a su casa.

Cuando alguien termina su carrera bajo mínimos después de haber estado en la cima del reconocimiento durante casi dos décadas, corre el peligro de dejar un oscuro poso en la memoria colectiva. El problema del recuerdo es que lo inmediato suele aplastar como una losa a todo lo anterior, por mucho que el pasado haya sido de lo más esplendoroso. Lo inmediato, en este caso, era una sucesión de errores que estuvieron empañando el recuerdo de aquellas actuaciones memorables que tuvieron tanto valor que se tradujeron en victorias inolvidables.

El momento que vivió Iker Casillas en sus últimos días en Madrid fue tan crítico que llegó a causar hasta lástima. Muy mal debía estar haciéndolo para que una leyenda como él terminase su carrera con más pena que gloria. O eso nos quisieron hacer creer. La gloria, ese monumento con firma de homenaje que toda persona inaugura al final de su contienda personal, la fue ido labrando partido a partido, milagro a milagro, hasta dejar en el suelo, mordiendo pedazos de césped, a cientos de tipos que creían estar celebrando un gol y terminaban acuclillados ante la desesperación. Los buenos hacen bien su trabajo, pero solamente los mejores son reconocidos como extraordinarios.

Una retirada a tiempo era, quizá, la mejor victoria. Durante aquellos últimos años ya habíamos descubierto, asombrados, a un Casillas más humano, menos inmortal, menos dado al milagro nuestro de cada día. Daba la sensación de que en cada gol encajado podía haber hecho un poquito más, y como ya nos había acostumbrado a parar la fácil y la difícil, algunos comenzaron a pensar que quizá lo que ya no podía hacer era llegar a las imposibles. Pero no era del todo así. La explicación era tan sencilla como que el tiempo le había ganado al físico y la tensión le había ganado a la cabeza. Mourinho dio la primera palada y él, poco a poco, se fue enterrando vivo.

Nadie merece el descrédito. Mucho menos aquel que ha entregado todo lo que tenía y que ha demostrado con creces que ha sido un tipo al que tener en cuenta a la hora de engrosar las filas de los salones de la fama. Pero el tiempo es tan eterno como deja de serlo la condición. Cuando un portero pierde reflejos y seguridad pierde casi el cien por cien de sus capacidades. La dignidad pasaba por saber decir adiós. Un retiro dorado o, simplemente un retiro. Y todos, con el tiempo, terminaran por darle las gracias por tanto como les dio. Pero solamente los más grandes saben reivindicarse aún después de haber muerto. Como el Ave Fénix que resurgió de su propio infierno, Casillas volvió a hacerse hombre en Oporto y volvió a hacerse portero en la élite.


Hoy, renovado y aplaudido de nuevo, todos los que jugaron a enterrarle vuelven a jugar a adorarle, porque todo pasa de moda excepto la hipocresía. Él, que apura sus últimos años en la élite, ha aprendido a distinguir a los aduladores de los admiradores. Alejado de los focos, provisto aún de un puñado de buenos reflejos, sueña con regresar a la selección y decirle adiós desde el césped. Porque decir adiós desde el recuerdo es un ejercició de difícil aprensión y nadie merece el reconocimiento más que una leyenda.