Dolía ver al ídolo caído. El dolor ajeno, cuanto
más sonado, más retumba en la inconsciencia de los mortales. Solemos esperar el
momento para sacar el hacha, cortar la cabeza de raíz y no dejar de
sorprendernos ante nuestra propia inquina. Los que debemos respeto y
agradecimiento solemos ser mucho más contumaces. No se trataba de hundir al
ídolo, se trataba de hacerle saber que quizá ha llegado la hora de decirle
adiós a su casa.
Cuando alguien termina su carrera bajo mínimos
después de haber estado en la cima del
reconocimiento durante casi dos décadas, corre el peligro de dejar un oscuro
poso en la memoria colectiva. El problema del recuerdo es que lo inmediato
suele aplastar como una losa a todo lo anterior, por mucho que el pasado haya sido
de lo más esplendoroso. Lo inmediato, en este caso, era una sucesión de errores
que estuvieron empañando el recuerdo de aquellas actuaciones memorables que
tuvieron tanto valor que se tradujeron en victorias inolvidables.
El momento que vivió Iker Casillas en sus últimos
días en Madrid fue tan crítico que llegó a causar hasta lástima. Muy mal debía
estar haciéndolo para que una leyenda como él terminase su carrera con más pena
que gloria. O eso nos quisieron hacer creer. La gloria, ese monumento con firma
de homenaje que toda persona inaugura al final de su contienda personal, la fue
ido labrando partido a partido, milagro a milagro, hasta dejar en el suelo,
mordiendo pedazos de césped, a cientos de tipos que creían estar celebrando un
gol y terminaban acuclillados ante la desesperación. Los buenos hacen bien su
trabajo, pero solamente los mejores son reconocidos como extraordinarios.
Una retirada a tiempo era, quizá, la mejor
victoria. Durante aquellos últimos años ya habíamos descubierto, asombrados, a
un Casillas más humano, menos inmortal, menos dado al milagro nuestro de cada día.
Daba la sensación de que en cada gol encajado podía haber hecho un poquito más,
y como ya nos había acostumbrado a parar la fácil y la difícil, algunos
comenzaron a pensar que quizá lo que ya no podía hacer era llegar a las
imposibles. Pero no era del todo así. La explicación era tan sencilla como que
el tiempo le había ganado al físico y la tensión le había ganado a la cabeza.
Mourinho dio la primera palada y él, poco a poco, se fue enterrando vivo.
Nadie merece el descrédito. Mucho menos aquel que
ha entregado todo lo que tenía y que ha demostrado con creces que ha sido un
tipo al que tener en cuenta a la hora de engrosar las filas de los salones de
la fama. Pero el tiempo es tan eterno como deja de serlo la condición. Cuando
un portero pierde reflejos y seguridad pierde casi el cien por cien de sus
capacidades. La dignidad pasaba por saber decir adiós. Un retiro dorado o,
simplemente un retiro. Y todos, con el tiempo, terminaran por darle las gracias
por tanto como les dio. Pero solamente los más grandes saben reivindicarse aún
después de haber muerto. Como el Ave Fénix que resurgió de su propio infierno,
Casillas volvió a hacerse hombre en Oporto y volvió a hacerse portero en la élite.
Hoy, renovado y aplaudido de nuevo, todos los que jugaron a enterrarle vuelven a jugar a adorarle, porque todo pasa de moda excepto la hipocresía. Él, que apura sus últimos años en la élite, ha aprendido a distinguir a los aduladores de los admiradores. Alejado de los focos, provisto aún de un puñado de buenos reflejos, sueña con regresar a la selección y decirle adiós desde el césped. Porque decir adiós desde el recuerdo es un ejercició de difícil aprensión y nadie merece el reconocimiento más que una leyenda.