martes, 31 de agosto de 2021

Plan Anfield

 


Llevaba días con la entrada sobre la mesilla. La acariciaba cada noche, justo antes de dormirme, la imaginaba en su lugar de destino, picada por un torno, dándome acceso a ese lugar donde los sueños se convierten en verdades y donde las verdades viven más allá del resultado. Un lugar donde los deseos viven en forma de canción y las canciones viven en el seno de la leyenda.

Cuando el sorteo dirimió, por capricho, que el rival sería el Liverpool, activé el móvil, envié un mensaje y supe la respuesta incluso antes de recibirla.

“Nos vamos a Anfield ¿No?”

“Of Course”.

Charly era, más que un amigo, un compañero de vida. Con él había celebrado un doblete, llorado un descenso y gritado, indignado, a todos aquellos tipos que, durante una década, se dedicaron a ensuciar el escudo del equipo y a desprestigiar una historia que, con sus más y sus menos, llevaba grabada la palabra grandeza junto al nombre del equipo. Habíamos soñado juntos, reído juntos e incluso habíamos llorado en silencio mientras nos ofrecíamos un abrazo y nos regalábamos una palmada en la espalda que decía otra vez será y lo nuestro es siempre volver a levantarse.

Así que no íbamos a dejar pasar una oportunidad como aquella. Habíamos viajado a Alemania, a Rumanía, a Italia, a Portugal y alguna que otra vez a Inglaterra, pero no habíamos podido estar en Anfield ni cuando Pernía metió una pierna sin contactar, ni cuando Forlán estrelló contra la red todos los malos augurios que habían conducido al equipo hacia su autodestrucción. Aquella semifinal de Europa League la había visto con Charly en el bar de Cisco, bebiendo cerveza, gritando a la tele y cantando el gol con toda la energía que le supuraba del alma.

El bar de Cisco era un templo sagrado. Allí se servían las mejores cañas de cerveza y las mejores tapas de morro de cerdo a la plancha. Los olores, peculiares y ya familiares se entremezclaban con las voces. La gente acudía allí a emborracharse, a liberarse, a recordar y, sobre todo, a aislarse de un mundo que les tenía agarrados por las pelotas.

Y nosotros acudíamos allí a ver los partidos del Atleti como visitante, a llenar la barriga de cerveza, a eructar y a gritar como animales mientras nos tocábamos las pelotas y mandábamos al carajo a los aficionados del equipo rival mediante cortes de manga y dedos corazones mostrándose en el aire como un arma arrojadiza ante la amenaza.

Lo único que mostrábamos era nuestra estupidez y, sobre todo, nuestra mala educación, pero no nos quedaban modales ni nos quedaba paciencia. A primeros de febrero, y sufriendo por el resultado del sorteo para los octavos de Champions, el Madrid nos ganó por uno a cero después de escamotearnos el penalti de rigor y acabamos a tortas con alguno de los clientes del Cisco después de que nos cantasen el gol y la victoria a veinte centímetros de nuestras narices.

La violencia nunca fue el camino correcto hacia la razón, pero para nosotros era el camino más corto hacia el silencio, porque mientras golpeábamos nos olvidábamos de todo; de las derrotas, de la frustración y de la rabia por no tener un equipo acorde a nuestras expectativas. Aun así, seguíamos creyendo en él. Aun así, sabíamos que Anfield nos esperaba con los brazos abiertos y las ganas en todo lo alto.

Aquella semana la pasamos de casa al trabajo y del trabajo a casa mientras veíamos en las noticias como un montón de chinos se morían por un virus que estaba asolando una de sus regiones. Como aquello nos pillaba lejos y nosotros sólo pensábamos en rojo y blanco nos dejamos llevar por las verdaderas noticias que nos importaban y eran las que nos decían que la redención debería llegar el sábado en el partido ante el Granada. Los chinos seguían muriendo por miles pero nosotros le ganamos al Granada y ninguno quisimos pensar en ello. Para qué preocuparse por algo que estaba ocurriendo a miles de kilómetros y que no dejaba de ser sino otra gripe estacional como aquellas otras con las que tanto nos amenazaron y al final no significaron más que una alarma en lugar de una realidad.

Con la entrada para Anfield guardada en el cajón de los sueños pendientes de cumplir, nos dedicamos a trabajar y a vivir la vida y la monotonía de la manera más rutinaria posible mientras conseguíamos vuelos de bajo coste y billetes de tren que nos llevarían desde Londres hasta Liverpool en un viaje de tres horas con la garganta preparada y los ojos encendidos.

Beberíamos cerveza, recorreríamos Penny Lane y cantaríamos en The Cavern mientras algún solista nos deleitase con alguna versión de los Beatles. La penúltima sería en The Albert y rendiríamos pleitesía al viejo Bill Shankly antes de buscar nuestro lugar en el estadio y prepararnos para una noche de infarto.

El viernes empatamos a dos en Mestalla después de un partido más que decente y nos pusimos el traje de aficionados en una semana que nos debería hacer entrar en los libros de historia. El Liverpool llevaba casi un año sin perder, era líder destacado de la Premier League y practicaba el contragolpe con la precisión y la belleza de los más grandes de la historia. Nadie decía que éramos favoritos y sin embargo llegamos al Metropolitano insuflados de ánimo y ebrios de cerveza.

El autobús buscó un hueco entre nuestros cuerpos, nuestras bengalas y nuestros gritos de ánimo, y el equipo, encendido por el recibimiento y empujado por la responsabilidad, se marcó uno de esos partidos en los que no deja jugar a su rival y sabe sacar máximo rendimiento de sus oportunidades. Uno a cero, gol de Saúl y nos vemos en Anfield, colegas y va a ser muy duro.

Duros estaba siendo, en realidad, aquellos días en el norte de Italia. El Valencia había jugado en Milán y se comentaba aquel viaje como una temeridad por parte de los aficionados españoles. Más allá de las realidades estaba lo que nos contaban. Es una gripe, chavales, no es para tanto, y por qué nos íbamos a preocupar nosotros por una gripe si ya habíamos sufrido a Messi, a Cristiano y a la madre que los parió a los dos juntos.

La inercia positiva nos hizo ganar al Villarreal por tres goles a uno después de un buen partido y a pesar de haber empezado perdiendo. Por segundo año consecutivo, le ganábamos al Villarreal en casa, lo que no era mala noticia viendo lo que había ocurrido en temporadas anteriores. Ese equipo se nos atascaba como pocos, igual que se atascaba la salud de muchos italianos en el norte. Por ello, cuando visitamos al Espanyol el día uno de marzo, en el bar de Cisco había un par de locos con una mascarilla. Nos reímos por lo bajini de ellos mientras, por otro lado, nos condenábamos a galeras mentalmente por el paupérrimo juego ofrecido por el equipo.

El Atleti como ya le ocurría a algunos españoles, andaba flojo de salud. Por vez primera, aquel segundo día de marzo, tras regresar del trabajo y mirar el telediario, temimos por la factibilidad de nuestro viaje a Liverpool. Aun así, preferimos obviar el peligro y durante toda la semana anduvimos quedando en bares y negocios para charlar, beber cerveza y olvidarnos de un mundo que quería mandarnos a todos a tomar por saco.

El viernes me levanté con una tos molesta a la que quise quitar importancia. Sería la primavera, o el tabaco, o váyase usted a saber qué. El caso es que, aunque molesta, fue remitiendo a lo largo del día con copas de anís y cigarrillos intempestivos. Charly y yo nos despedimos con un abrazo y quedamos para ir el día siguiente al Metropolitano para darle caña al Sevilla y tomarnos unas birras antes y después.

Lo que sentí el sábado, además de tos, fue una sensación de malestar que me había robado las ganas hasta de levantarme de la cama. Intenté tomarme un café pero pronto descubrí que no me sabía a nada. Defequé, de un tiró, toda la cena de la noche anterior y me alarmé al comprobar que mi olfato no podía detectar ni un ápice de aquel mal olor. Alertado por la sensación, me puse un termómetro en la axila y el pitido, segundos después, me alertó de una temperatura anómala; treinta y ocho coma dos.

Acojonado por las noticias que iban llegando y alarmado por la situación sanitaria, marqué un número de teléfono que había encontrado en internet, pero allí no había información ni atención. Directamente, tras la línea, no había nadie. Sonaba y sonaba y nadie respondía y yo cada vez me sentía peor, no sé si fruto de los síntomas o fruto del miedo. El caso es que me tomé dos paracetamoles y me tumbé a esperar a que hiciesen efecto mientras escuchaba en la radio las impresiones del partido que, el día anterior, habían jugado Alavés y Valencia y que había puesto al equipo Che, una vez más, en la picota de la mala planificación y el abismo de una temporada sin objetivos.

Con el sonido de la voz del locutor, me quedé dormido y desperté una hora más tarde con el cuerpo repuesto y los ánimos, de nuevo, encendidos. Tenía ganas de partido. Volví a recalentar el café y lo apuré de un trago queriendo creer que el sabor amargo me había inundado la boca. Volví a colocarme el termómetro y la temperatura regresó a los treinta y seis grados habituales, desapareció el malestar y el dolor de estómago, así que me puse la rojiblanca, marqué el número de Charly y le emplacé a las dos y media en la puerta del treinta y cinco. El ritual de siempre; un par de birras, unas cuantas risas, tres cánticos y al fondo con los de siempre.

La cerveza nos calentó el alma y nos entonó el ánimo. Con la garganta encendida olvidamos los dolores y quisimos apagar la tos con las canciones previas a cada partido. Era un madridista quien no botase, un vikingo quien no cantase y un desarraigado quien no pusiera lo que había que poner para ganarle al Sevilla y colocarnos en la posición de privilegio que ya nos pertenecía por derecho propio.

Incluso nos permitimos el lujo, en plena previa, y ya situados en nuestros sitios de fondo sur, de planificar la hora de quedada para llegar con tiempo a la Terminal cuatro del aeropuerto y poder tomar un café caliente antes de hacer el embarque. El miércoles a las seis de la mañana en el andén de Metro de Nuevos Ministerios.

El partido ante el Sevilla fue un quiero y no puedo y nos dejó una sensación de amargor en la boca que difícilmente se iba a conseguir quitar ante el campeón de Europa. A pesar de dominar durante gran parte del encuentro y de gozar de las mejores ocasiones, no conseguimos pasar del empate a dos después de conceder una ocasión clara y un penalti en dos acciones defensivas absurdas. Difícil sorprender al Liverpool en casa con semejante nivel de concentración.

Pero nada nos iba a impedir dejar de creer; ni el resultado ante el Sevilla, ni la fortaleza del Liverpool, ni mucho menos esa enfermedad que decían se extendía por España e iba a impedir realizar viajes más allá de nuestras fronteras.

Cómo íbamos a imaginar entonces cuánto de estúpidas eran nuestra ilusiones. El domingo casi no pude levantarme de la cama, y cuando lo hice fue dando bandazos de pared en pared hasta llegar al salón y poder ponerme el termómetro. Treinta y nueve con tres. Inmediatamente traté de acompasar la respiración pensando que el ahogo me lo estaba produciendo el estado de nervios, pero rápidamente me di cuenta de que tenía los pulmones bloqueados y apenas podía expulsar el aire que exhalaba.

Me temblaba la mano cuando agarré el móvil, tanto que apenas fui capaz de marcar el uno, uno, dos. Lo conseguí a la sexta y tras muchas dificultades. Tras un largo esfuerzo por aplacar la voz logré decirle al operador que me estaba muriendo y que necesitaba que una ambulancia viniese a por mí. Cuando me preguntó por la dirección de mi domicilio se me vino el mundo encima, no tenía aire para aguantar hablando durante más de dos segundos. Tardé dos minutos en poder decirle dónde vivía y cómo me llamaba. Cuando sonó el timbre habían pasado veinticinco minutos y yo ya creía que habían pasado veinticinco días.

Me derrumbé nada más abrirles la puerta. En un sinsentido que me llevó a navegar más allá de la realidad, pude notar como me introducían un tubo por la boca, como presionaban mi pecho para tratar de reanimarme y como me subían, a duras penas, a una camilla que no entraba por el ascensor. No recuerdo como llegué al hospital. Supongo que cerraron la puerta sin preguntar, que me bajaron como buenamente pudieron y que me introdujeron en la ambulancia para buscarme un sitio en la UCI del hospital más cercano.

Pude abrir los ojos una hora y media más tarde. Comprobé, en un estado de calma inusual, totalmente drogado por los calmantes, como me habían enchufado a un monitor y como una máscara, enchufada a la toma de oxígeno, tapaba gran parte de mi cara. Y como apenas podía moverme. Pero lo que más me alertó fue el tremendo dolor que sentí en el pecho cuando hice el amago de toser.

Dos señoras vestidas de blanco se acercaron a mí y manipularon los tubos y la vía que me unía a ellos mediante un mecanismo enchufado en el brazo. Creo que me inyectaron un calmante porque no tardé en volver a perder la consciencia. Cuando la recuperé ya no podía ni toser porque tenía la garganta perforada y un tubo enganchado a la misma directamente. Supuse que aquello iba a parar a la toma de oxígeno. Mis suposiciones empezaron a ganarle terreno a las certezas ya que no podía ver nada de lo que ocurría en la habitación; me encontraba boca abajo y era presa de una incomodidad tan latente que, por momentos, me daban tentaciones de querer terminar con todo allí mismo y en aquel preciso momento.

Durante un tiempo alterné momentos de extraña lucidez con otros en los que sentía como los párpados me pesaban y terminaba sumiéndome en un extraño estado de somnolencia donde las pesadillas le ganaban a los sueños y donde el dolor le ganaba siempre a la incomodidad. Con los brazos atrapados y la garganta perforada, me pregunté si no era mejor morir, y si no hubiese sido mejor quedarse en casa cualquiera de esos días en los que empecé a toser y preferí mirar hacia otro lado antes que afrontar que aquello de lo que tanto hablaban en la televisión era realmente una amenaza y no una simple noticia lejana.

Me ardía el pecho, pero no tanto como lo hacía la garganta. No podía respirar por mí mismo y no tardé en darme cuenta, en aquel estado de semiinconsciencia, de que era presa de una máquina y mi respiración era más mecánica que natural. Dormía y despertaba, despertaba y volvía a dormir, me alimentaban a través de una vía enchufada a mi mano derecha, por donde también entraba medicina y que tenía colocada en una postura antinatural que me provocaba incomodidad y ganas de arrancarme el brazo y salir corriendo.

Perdí la noción del tiempo de tal manera que no supe, ni intuí, cuanto tiempo estuve intubado boca abajo hasta que el sonido del móvil de una de las enfermeras me devolvió al mundo real. En aquella combinación siniestra entre la realidad y el mundo de las pesadillas, en aquel estado de letargo en el que los minutos eran horas y las horas eran años mientras intentaba luchar contra mis párpados y buscaba un resquicio de aire dentro de mis pulmones, la voz de un locutor de radio me dio una bofetada de realidad. Yo debería estar en Anfield y estaba postrado en la cama de un hospital. Debería estar animando a mi equipo, ebrio de cerveza e ilusión y, sin embargo, mi lucha no era la de obtener el billete para cuartos de final sino la de intentar salir con vida de aquella habitación donde los pitidos de una máquina acompañaban el son de mis sueños desesperanzadores.

 La enfermera iba y venía. Me colocaba la sonda, comprobaba mis constantes, me tomaba la temperatura, miraba la saturación e, inmediatamente, se iba alejando mientras pasaba revisión al resto de box de la Unidad de Cuidados Intensivos. Pero el sonido de la radio, retransmitiendo el partido del Atleti no dejaba de sonar, y a medida que se alejaba yo iba perdiendo la comba de la narración hasta que el sonido se convertía en un susurro y, otra vez, en nada. Y así una y otra vez. El Liverpool dominaba, Oblak paraba y el Atleti, según decían, parecía que aguantaba ¿Irían cero a cero?

No sé cuánto tiempo permanecí dormido en aquel letargo en el que se había convertido mi vida, pero hubo un momento en el que desperté para creer que, sí, entonces ya estaba muriendo. Coincidió la falta de aire, el malestar general y la sensación de tener el cuerpo ardiendo cuando la radio me devolvió el sonido de un gol. Liverpool dos, Atlético de Madrid cero. Primera parte de la prórroga.

Sentí como me bombeaban el aire, como presionaban mi pecho, como trataban de recuperar mis constantes. El móvil, con la voz del locutor, seguía sonando, en voz baja, pero lo suficientemente alta como para llevármela al otro mundo como el último sonido que había escuchado en mi vida. Y encima, el cabronazo, me estaba relatando una derrota del Atleti. Un Atleti eliminado y un hincha muerto. Caprichos inmóviles de la vida.

Estaba a punto de espirar el último aliento de mi vida cuando una voz, seguida de un alboroto, se coló en el box y mi corazón volvió a bombear, como por arte de magia. Llámenlo milagro. Llámenlo Llorente.

Porque ese es el nombre que escuchaba sin cesar. Llorente, Llorente, Llorente. Yo quería sacar aquel entumecimiento de mi cabeza y saber, de una puñetera vez, quien era ese tipo del que tanto hablaban porque el sobrino nieto del extremo del Madrid de los cincuenta no podía ser. Era un mediocentro sin condiciones para el pase y sin habilidades para la conducción. Llorente, Llorente, Llorente.

-        ¿Qué pasa? – Escuché preguntar a una enfermera. O igual era una auxiliar. O un médico. O alguien que pasaba por allí en zapatillas de andar por casa.

-        Gol del Atleti.

 

Se dispararon las constantes. Se aceleró el pulso, aumentaron los latidos, subió la saturación, sentí como el aire, de repente, regresaba a mis pulmones.

-        ¿Otro?

-        Sí. Empate a dos. Los dos goles de Llorente.

 

Llorente, Llorente, Llorente.

En aquel momento abrí los ojos. Como dos resortes empujados por la necesidad de atención, saltaron mis párpados hacia arriba y quedé con la mirada expuesta hacia el vacío que había bajo el colchón. Sábanas, suelo y unos zuecos desgastados.

-        Se está recuperando. – Dijo la voz.

-        Como el Atleti. – Contestó la chica que portaba la radio.

 

Con el tercer gol, el de Morata, comencé a toser sonoramente. Ya no necesitaba intubación, es más, aquel aparato del demonio me estaba produciendo una asfixia horrible e insoportable. Sentí como las flemas se amontonaban en la garganta e intenté respirar hondo, pero lo único que pude hacer es toser con un sonido casi agónico.

-        ¡Corre, desintúbale!

 

Sentí el alivio cuando me sacaron el tubo de la tráquea y pude respirar, por fin, por mis propios medios. Me manipularon y me colocaron boca arriba. El locutor de radio cantó el final del partido y la clasificación del Atleti para los cuartos de final de la Champions League y yo, de repente, pude esbozar una forzada sonrisa.

-        Parece que está contento.

-        Quién lo diría. Hace unos minutos pensábamos que se iba.

 

Llorente, Llorente, Llorente.

Y en aquel, momento, antes de cerrar los ojos y dejar que el cansancio me venciese, sentí que mi alma y mi voz estaban en Anfield con todos mis compañeros de grada.

Así que de eso trataba la felicidad.

jueves, 26 de agosto de 2021

Pichichis: Vavá

Los equipos pequeños tienen sueños pequeños, pero sus logros, aunque sean menores, son más recordados que otros, porque en las limitaciones de su capacidad, reside el mérito de quien encuentra un premio cuando sólo busca sobrevivir en una jungla llena de fieras. Hay equipos sin títulos, pero con mucha historia, porque la historia no la escriben sólo las copas, sino que lo hacen los futbolistas que hacen felices a miles de personas. Esa sonrisa, ese aplauso, esa manera de ganarse un puesto como leyenda en el imaginario colectivo, es un premio tan grande como un título, porque las copas son muestras de salón, pero los momentos perviven para siempre en la memoria.

El Elche jugó su partido más memorable una calurosa tarde de abril de 1966. Aquel día el equipo no se jugaba un título a nivel individual, pero el público llenó Altabix para lograr empujar en su primer gran título colectivo. Uno de sus jugadores, Vavá, necesitaba un gol para proclamarse vencedor del trofeo Pichichi. Lo que puede parecer un logro menor, era, para un ciudad humilde en términos futbolísticos, todo un hito. En una liga en la que los grandes lo devoran todo, dejar un pequeño bocado para un equipo como el Elche, era todo un manjar suculento.

Vavá era un chico de pueblo, que jugaba con el alma y le pegaba con el corazón. Un delantero de corte antiguo que se desinteresaba de la elaboración de la jugada y buscaba el espacio para ir con todo y buscar el gol sin contemplaciones. Cuando llega aquella última jornada de liga, ante el Valencia, Vavá lleva dieciocho goles, los mismos que Luis Aragonés, del Atlético. Quien marque más goles aquel último día, se alzará con el Pichichi. El Elche se jugaba la gloria y el Atleti se jugaba la liga. Objetivos distintos, logros memorables.

Cuando Suco adelantó al Valencia mediada la primera parte, el entrenador, Heriberto Herrera, frunció el gesto y supo que aquello sólo lo podía salvar su goleador. Los equipos no se jugaban nada, pero él sí. Porque Vavá llevaba mucho tiempo jugándose algo con el objetivo de ser futbolista. Destacó en el Béjar industrial cuando, con sólo dieciocho años, llevó al equipo a jugar por el ascenso a Segunda División. Y destacó más tarde, en el Deportivo Ilicitano, cuando logró que el filial del Elche ascendiera a Tercera. Había dado un paso atrás, sí, pero era para tomar carrerilla, porque cuando el Elche vendió a todos su goleadores y se vio sin dinero para fichar a alguien de garantías, al entrenador Otto Bumbel se le ocurrió subir al delantero del filial y aquella decisión cambiaría el rumbo del club.

Porque el Elche, con Vavá, llegó a jugar una final de Copa. Y es que, claro, era un gran Elche. Allí estaban, también, Asensi, Llompart, Serena y Lezcano. Grandes peloteros capaces de hacer vibrar a la ciudad como nadie ha vuelto a hacerlo desde entonces. Perdieron aquella final, pero ganaron un puñado de ídolos. Tras aquella derrota ante el Athletic de un joven Javier Clemente, quien decidió la final con una bonita jugada, la ciudad se descubrió ante un equipo irrepetible y ante un delantero que no paraba de tirar desmarques y peleaba cada pelota como si fuese la última.

Y es que Vavá entendía el fútbol así, como un ejercicio de supervivencia. Y aunque aquel partido contra el Valencia no estuviese saliendo de cara, él siguió peleando cada pelota hasta aquella famosa jugada de Romero en las postrimerías del partido. Pero antes Lezcano ya había perdonado dos goles y antes aún, el propio Vavá había intentado, sin suerte, rematar de manera lejana. Porque lo suyo era un ejercicio constante de fe. Ya lo había demostrado en aquella primera pretemporada con el primer equipo en el que se ganó la titularidad con goles, premio que confirmó como merecido el día que debutó en Primera, contra Las Palmas de Tonono, Guedes y Germán y Gilberto, todo un equipazo, marcando el gol de la victoria del Elche. Había nuevo ídolo. Un ídolo que fue más allá y que, cuando Altabix fue derribado, compró un piso en el edificio construído sobre el terreno, para poder morar allí el resto de su vida. Un ídolo que fue el primer jugador en el historia del Elche en vestir la camiseta de la selección española. Un ídolo que, cuando vio que no podía darle más al club, se marchó a La Coruña para decirle adiós a la élite y llorar sus recuerdos lejos del Mediterráneo.

Mientras Romero conducía la pelota y él tiraba su último desmarque, recordó que aquella había sido una temporada extraordinaria. De sus dieciocho goles, siete habían sido ante los diez primeros de la liga. El resto, casi todos, habían valido puntos y los que no, habían dejado el poso de un delantero de verdad. El chico, al que llamaban Vavá, en realidad se llamaba Luciano Sánchez y había recalado en el Deportivo Ilicitano en el verano de 1963. Desde entonces había trabajado, luchado y soñado. Siempre con fe, nunca con miedo. En su primera temporada jugó diecinueve partidos y anotó diez goles. Una cifra nada desdeñable. Y pensaba en cada uno de aquellos goles cuando Romero ganó la línea de fondo y le puso el balón en bandeja. No hacía muchos minutos que, con cero a uno, Pazos le había parado un penalti a Guillot. Aquello había servido de revulsivo para el equipo, volcado ahora en pos de la victoria y con una pelota viajando por el aire para que él pudiese ejecutar su mejor especialidad, el remate de cabeza. Tantos buenos cabezazos que le terminaron sirviendo para ser internacional, para ser pretendido por los grandes, para terminar convirtiéndose, quizá, en el jugador más recordado en la historia del Elche.

Le quedaba un gol para superar a Luis Aragonés, el delantero del Atlético de Madrid, el equipo en el que se fijaba de joven porque allí jugaba un brasileño llamado Vavá y con el que todos le comparaban en su Béjar natal. Porque aquel Vavá, como él, era fuerte, valiente y tenía el gol entre ceja y ceja. Así que el pequeño Luciano pasó a convertirse en Vavá para sus paisanos. Un viajante de calzado de Elche, que pasaba unos días en Béjar por motivos laborales, se pasó por el campo de fútbol para ver jugar a Periquín, antiguo futbolista ilicitano y viejo amigo, cuando quedó impresionado con la capacidad futbolística del chico al que llamaban Vavá. Periquín le dio grandes referencias y el tipo llamó a las puertas de las oficinas del Elche. "El Salamanca le quiere, pero vosotros podéis hacer que juegue en Primera". La historia del clubes está sujeta al poder de las casualidades y a los caprichos del destino.

Desde entonces, y hasta 1971, cuando el Elche descendió a segunda y Vavá se rompió la rodilla, el bejarano disputó casi doscientos partidos y anotó setenta y nueve goles. Aún hoy, es patrimonio del club, de donde no le dejaron salir en su plenitud pese a que vio como otros compañeros, como Asensi o Marcial, hacían las maletas rumbo a Barcelona y él tenía que quedarse en un equipo con cada vez menos aspiraciones. Pero él siguió jugando igual, a por todas y a por el gol. Toda una pesadilla par los defensas que tenían que lidiar con un tipo que no se arrugaba y que nunca caía. Un toro en el área que buscaba el remate en todas las posturas.

Inolvidable fue aquel día en el que le hizo cuatro goles de una tacada al Sporting de Gijón. Altabix coreo su nombre y un joven Quini, que había debutado hacía poco con los asturianos, se fijó en las maneras de aquel tipo, algo rechoncho, pero muy fuerte, que les metía goles casi sin querer. Porque así era él, goleador de oficio más allá de la técnica y la estética. Un delantero que ganaba el espacio, saltaba antes y remataba el primero. Como hizo con aquel centro de Romero que sobrevoló el área del Valencia y cabeceó al fondo de las redes para deleite de un Altabix lleno hasta la bandera. Lico había manejado el partido, Romero había puesto la distinción y le había tocado a Vavá poner el gol. Un gol histórico, un gol de delantero centro puro, el gol que llevaba marcando desde que, con dieciséis años se había enrolado en el equipo de su pueblo. El gol que le convirtió en internacional durante dos ocasiones, el gol que le hizo ser el jugador franquicia en una ciudad que le adoró para siempre, el gol que le convirtió en el primer y único Pichichi en la historia del Elche.

Y es que, para los equipos pequeños, los logros pequeños son títulos mayores. Mucha gente en Elche disfruta de su equipo en Primera, todo un privilegio para un club humilde. Muchos son los que firmarían seguir así, aun con sufrimiento, durante muchas temporadas, porque se las han visto en peores situaciones y en peores momentos. Otros, más mayores, añoran a aquel equipo de los sesenta en el que varios de sus jugadores llegaron a ser figuras en equipos de mayor calado. No lo llegó a ser Vavá porque le convirtieron en símbolo e icono. Lo supo el mismo día en el que le sacaron a hombros de Altabix y le santificaron de por vida. A los transistores llegó la noticia de que el Atlético era campeón de liga pero que Aragonés no había marcado. Todos contentos, unos con su copa y otros con su jugador. Luciano Sánchez García, Vavá para los aficionados, fue el primer Pichichi de la clase baja. Durante muchos años el único. Y para siempre, el jugador más importante en la historia el Elche.

lunes, 16 de agosto de 2021

Brasileños atípicos

El Milan lo trajo de Brasil y no tardó en mandarlo a Suiza. Este chico no nos vale. De Suiza pasó a Alemania y tras tres temporadas excelsas en Stuttgart, el Bayern lo reclutó para convertirle en estrella. Giovane Elber marcaba goles casi sin querer, como si no le costase trabajo. Jugaba de espaldas como en el salón de su casa y manejaba su hosco cuerpo con una extraña habilidad que le permitía salir siempre en ventaja de los duelos. No era el más fino, ni el más estilista, pero era un jugador enorme con una capacidad enorme para generar peligro en jugadas intrascendentes. Jugó más de doscientos partidos en Alemania y marcó más de ciento treinta goles. Un seguro de vida en aquel Bayern cuyos jugadores daban más miedo que respeto.


El Werder Bremen lo trajo de México cuando ya tenía veinticinco años y el mundo mediático desconocía su presente. Parecía un espectador cualquiera con ínfulas de triunfar en su equipo. Su aspecto era el de un tipo rechoncho que no sería capaz de aguantar una carrera y mucho menos ganarla, pero el aspecto engañaba y sus promesas no eran más que dosis de realidad consumada, poco a poco, con goles y sueños cumplidos. Aquel Werder Bremen de Aílton, Micoud y Valdez, ganó el doblete, un hito harto difícil en la tierra del Bayern Munich, y ganó, sobre todo, el respeto de un continente. Aquel año, el gordito marcó veintiocho goles y se convirtió en el delantero de moda. Tanto que el Schalke pagó una millonada por sacarlo de su casa, pero al otro lado de la cuenca del Ruhr, el brasileño perdió la magia, la alegría y el gol. Aquellos goles de todos los colores eran más verdes que azules y más alegres que austeros cuando fueron marcados a las órdenes del gran Thomas Schaaf.


Hasta los veinticinco años no llegó al Sao Paulo, donde tan sólo permaneció un año. Hasta los veintiséis no llegó a Europa y hasta los veintisiete no llegó a un equipo con ciertas aspiraciones. Lo de Grafite en Wolfsburgo es la historia del patito feo convertido en cisne por obra y gracia de de la inspiración. Aquel tipo, larguirucho y de aspecto descoordinado, de repente empezó a hacer goles como quien traza líneas inconexas sobre un papel en blanco. Fueron cuatro temporadas en Alemania, antes de marcharse a Emiratos Árabes convertido en un ex futbolista. Entonces ya daba igual porque su trabajo estaba hecho y amortizado. Aquella temporada 2008-09 sobrevivirá siempre en el imaginario colectivo como la más tremenda de un futbolista en los últimos años de la Bundesliga.


Tan convencidos habían quedado los equipos alemanes con aquellos fichajes de brasileños random, que decidieron darle una vuelta de tuerca cuando el Hoffenheim decidió fichar a un delantero del Figueirense por su rendimiento en un videojuego.  Aquello supuso una nueva forma de dar valor a las secretarías técnicas. El fichaje fue barato, pero era todo un riesgo. El chico se llamaba Roberto Firmino y aquel primer año fue nombrado futbolista revelación de la Bundesliga. Permaneció más de cuatro años en Alemania y ahora deleita en Liverpool con sus características tan peculiares. Es un nueve que no golea en exceso, pero facilita y es un futbolista que desbarata defensas con sus movimientos y genera espacios vacíos donde Mané y Salah saben entrar como cuchillo en mantequilla. La cúspide de la pirámide, la pieza esencial.

jueves, 5 de agosto de 2021

Reconstrucción

Cuando se cae el castillo de naipes y las piezas quedan esparcidas por el suelo, no queda más remedio que tomar dos caminos en nuestro viaje hacia el futuro; o bien nos agachamos para recoger, montar y volver a empezar o bien lo damos todo por perdido y salimos corriendo olvidando que alguna vez fuimos capaces de montar la figura más atractiva de la exposición.

Sucede que existe una máxima cuando has llegado a ser el mejor del mundo; de alguna manera u otra estás obligado a repetir. Porque la exigencia se bifurca en dos direcciones que confluyen en una única parada final, y no es otra que la cima de la pirámide. Por un lado están los tuyos, quienes con la memoria latente y el orgullo intacto, siguen reclamando su porción de éxito partido tras partido. Y por otro lado está uno mismo, pintando la autoexigencia de promesa y la promesa de carácter. Y si algo no le faltó a Italia jamás, fue carácter.

Podemos estar de acuerdo en que esta no es la mejor selección italiana que hemos visto, sin embargo, sobrevive en ella esa suerte de competitividad extrema que la situó en lo más alto del escalafón durante demasiados años como para no dejar de sorprenderse cuando le dijeron adiós al último mundial sin haberse siquiera clasificado. Porque resurgir, como ave fénix, de aquellas cenizas, no sólo tenía un trabajo futbolístico, sino que requería de un trabajo de concienciación destinado a la fe y, sobre todo, a la convicción.

El milagro de Italia reside en su mutación, pero reside, sobre todo, en su reconstrucción. Hace poco más de tres años, quedaban apeados del mundial de Rusia y se veían obligados a ver el campeonato desde el sofá. La noticia, siendo una tetracampeona, sonaba a sorpresa y, sobre todo, a incredulidad. Tocaba volver a construir el casillo, recoger los naipes y hacer creer al mundo y, sobre todo, a los propios futbolistas, de que iban a ser capaces de regresar a lo más alto. Trabajo, fe y constancia. Realmente no quedaba otra.

Suele ocurrir que cuando un campeonato doméstico se devalúa, la selección nacional sale ganando. De aquel Calcio impensable de abordar en Europa, la crisis nos trajo este Scudetto light en el que los equipos son más débiles pero en el que curiosamente, se juega mejor al fútbol. De este caladero de necesidad, surgieron tipos como Spinazzola, Berardi o Chiesa, o tipos como Jorginho, fichado con su perfil bajo y convertido por derecho propio en el amo y señor del centro del campo mundial ganando Champions y Eurocopa en el transcurso de un mes. Gracias a la reconstrucción y a la modernización del juego, Italia ha podido encontrar de nuevo su momento. Se convirtió, desde el primer día, en la selección que todos querían ver, supo esperar su momento ante Austria, canalizó su ansiedad ante Bélgica, supo sufrir ante España y controló a Inglaterra cuando todo un país tifaba en su contra.

Suerte, tensión, aplomo y talento. Poco más necesitan los campeones. Poco más ha necesitado Italia para convertirse en el merecido ganador de una Eurocopa que no ganaba desde el año sesenta y cuatro y para hacer las paces de una vez con el fútbol. Por primera vez en su historia dejó de ser Maquiavelo y se centró en los medios para conseguir el fin. La victoria justificó la espera.

lunes, 2 de agosto de 2021

Milagro extremeño

Recién estrenado el año 1924, un grupo de aficionados extremeños, afincados en Almendralejo, decidieron crear un club de fútbol para satisfacer su abstinencia y poder divertirse, al mismo tiempo, los domingos por la mañana. Como la mayoría de ellos eran aficionados al Fútbol Club Barcelona, eligieron para su equipo los colores azul y grana y lo bautizaron como Club de Fútbol Extremadura, ya que la región no tenía un equipo con su nombre representativo.

Durante treinta años, se estuvo curtiendo el lomo en categorías regionales y competiciones locales hasta que en 1952, por fin, consigue el ascenso a la Tercera División, todo un hito en aquella época para un club de orígenes tan humildes. Pero el logro no se queda aquí, ya que el buen trabajo en el campo se plasma con el ascenso a Segunda dos años más tarde. Son siete temporadas históricas las que el equipo se mantiene en la categoría de plata, pero la competencia brutal termina por absorberle y se ve de nuevo en tercera en el año 1961. Durante treinta años, el equipo se mantiene inestable en categoría Preferente con algún ascenso a Tercera pero sin ninguna consolidación.

Se va convirtiendo, poco a poco, en un equipo sin aspiraciones dentro del fútbol extremeño hasta que Pedro Nieto, un empresario de la zona, toma la presidencia del club en 1982. Con su figura, desaparecen todos los puestos intermedios entre el presidente y el entrenador, formando ambos un tándem en el que se acuerdan todos los aspectos deportivos del club. Eso sí, pese a que el equipo logra el ansiado ascenso a Segunda División B en 1990, el presidente, que ha estado ocho temporadas trabajando sin cesar para ver a su equipo en su lugar de correspondencia, no termina de encontrar un capitán apto para su nave. Y es entonces cuando decide fichar a uno de los personajes clave en la historia del Extremadura; Josu Ortuondo.

Ortuondo es un ex jugador del Athletic de Bilbao que terminó su carrera en campos de tierra y saltó al banquillo curtiéndose entre el barro, vestuarios gélidos y tipos de rostro enjuto y ceja junta. Su primera temporada es esperanzadora y Nieto decide seguir confiando en él, confianza que resuelve jugando la promoción de ascenso a Segunda en 1992 quedando a un sólo punto del Lugo, equipo que terminaría jugando en la categoría de plata. 

Son cuatro las temporadas que se mantiene Ortuondo en el banquillo de Almendralejo con dos conceptos claros: mentalidad de trabajo y defensa en zona. Con una exigencia mental fuera de los límites, los jugadores van captando los conceptos y el trabajo termina obteniendo sus frutos cuando, en 1994, el equipo consigue el ascenso a Segunda División más de treinta años después. Aquello supone una fiesta para una localidad tan pequeña y todo un pulso a tener en cuenta pues el objetivo no es sólo llegar allí sino lograr consolidarse. El problema es que, con el ascenso conseguido. Ortuondo acepta una oferta del Badajoz donde sólo dura once jornadas y el Extremadura ha de agarrarse al trabajo de tres entrenadores distintos para terminar agarrando la permanencia en el último suspiro.

Como las cosas, cuando funcionan, no deberían de tocarse, Ortuondo regresa a Almendralejo la temporada siguiente y ha de pelear la permanencia con una plantilla corta y carente de recursos. Es un año complicado y marcado por la fe. Tras cuarenta y dos agotadoras jornadas, el equipo acaba quinto y, gracias a una carambola, se gana el derecho a jugar la promoción de ascenso a Primera División. Nadie cree en ello, pero ya que estamos aquí, vamos a jugar. Así que la ilusión es grande y la presión es mínima.

Para poder acceder a la quinta plaza, el Extremadura ha de ganar en Marbella y el Alavés, que juega en Sestao, no debe pasar del empate. Ambas circunstancias se dan. El gran Manuel Mosquera acaudilla al equipo marbellí y los vitorianos empatan a cero con lo que el Extremadura es quinto. Como el Real Madrid B había quedado cuarto y no puede promocionar al ser filial de un equipo de Primera, la plaza es para los extremeños que han de enfrentarse en la promoción contra el decimoséptimo clasificado de la máxima categoría.

El decimoséptimo clasificado es el Albacete que, unos días antes, había visto como el Atlético de Madrid cantaba el alirón a su costa y se hundía en la tabla después de un final de temporada desastroso. Como el año anterior, en el que había sido vapuleado por el Salamanca, se veía obligado a jugar la promoción por la permanencia contra un equipo, a priori, inferior. Pero la experiencia ya era una muesca y este año ya no había colchón institucional, puesto que el año anterior había sido salvado burocráticamente tras los descensos y ascensos en los despachos de Sevilla y Celta.

Antes del primer partido a jugar en Almendralejo, Pedro Nieto es claro: la salvación económica del club pasa por el ascenso. No se sabe si es boutade o un intento de meter presión, lo que está claro es que le mensaje está mandado y los jugadores deben darlo todo. Lo hacen en el partido de ida, ganando por uno a cero con gol de Manuel. Siempre Manuel. Este, como se comprobará más tarde, será el verdadero gol del ascenso, aunque todo el mundo ha mitificado aquel trallazo al ángulo de Tirado en el último segundo del partido de vuelta, pero aquel partido ya estaba terminado y el ascenso ya estaba hecho.

Aún así, no fue un partido fácil. El Albacete, arropado por su público, salió con todo. Y todo hubiese cambiado si el árbitro no hubiese anulado un gol a Luna por fuera de juego. Aquello desestabilizó al Albacete quien jugó con mucho corazón y muy poca cabeza y se estrelló una y otra vez contra la muralla de un Extremadura muy bien ordenado. Bjelica y Manolo ponían el peligro por la banda izquierda y Zalazar buscaba pases imposibles entre líneas. El acoso llegó a los veinte córners a favor del Albacete y a convertir a Amador, portero extremeño, en el héroe de la noche. Toda una agonía hasta que llegó aquella recordada jugada en el último suspiro del partido. Al árbitro ya iba a pitar el final y Verde encara la portería tras aprovecharse de un error en la zaga. Es derribado flagrantemente a dos metros de la frontal. La gente celebra porque pase lo que pase, el partido está acabado. Pero Tirado pone la rúbrica con un tirado que aún perdura en la memoria colectiva de cada vecino de Almendralejo.

El equipo, con mil quinientos socios, y la ciudad, con apenas treinta mil habitantes, se convierten en comidilla y portada en todo el país. En España es todo un hito y en Almendralejo es una locura. Este equipo es una familia, repite Ortuondo. Y la familia se abraza, se felicita y se congratula. Algunos saben que no jugarán en Primera, pero aún así lo han dado todo para que el sueño imposible se haga realidad.

Almendralejo se convierte en el primer municipio relativamente pequeño en tener un equipo en Primera Divisón. Más tarde llegarían el Villarreal (Cincuenta mil habitantes) y Eibar (Veintiocho mil habitantes). Y se convierte, además, en el segundo equipo extremeño en jugar en la máxima categoría después del Mérida, que había ascendido un año antes. Es, pues, el cénit del fútbol extremeño. Sus equipos suben al cielo y la junta se vuelca dando dinero al club para la remodelación del estadio. En pocos meses, el Francisco de la Hera está preparado para recibir a los gigantes. Y el pueblo está preparado para disfrutar del sueño con los ojos bien abiertos.

El campeonato español es bautizado como La Liga de las Estrellas. El Boom televisivo genera una locura y los clubes firman un contrato suculento que, en muchos casos, les terminará llevando a la ruina. Pero es época de vacas gordas y todos quieren un trozo del pastel. El Extremadura no es menos y Pedro Nieto firma un contrato con Antena 3 por ochocientos millones de pesetas. Todos juegan a ser el tío gilito, pero los contratos tienen aristas y muchos de ellos terminarán pinchándose en el dedo y durmiendo el sueño de los justos.

Aún con todo, nada puede evitar que el Extremadura sea la Cenicienta de la liga. Es el equipo con menor presupuesto, con menor experiencia y con menores aspiraciones. Aún con todo, hay que jugarlo. Ahora toca disfrutar, es el mensaje de Ortuondo a la plantilla y al afición, pero disfrutar, lo que se dice disfrutar, se disfruta poco. Los primeros siete partidos se saldan con derrota y tan sólo se acaricia el empate en la jornada seis cuando el Racing, gracias a un gol de Correa en el minuto noventa y uno, se lleva la victoria del Francisco de la Hera. Los primeros siete partidos se saldan con derrota y no se gana el primer partido hasta la jornada nueve; un exiguo dos a uno contra el Zaragoza que sabe a gloria y a historia.

Todo lo que está pasando es lógico, dice Ortuondo. Somos nuevos, no tenemos experiencia y no somos el mejor equipo. Ganarlo todo es para los equipos grandes, nosotros estamos aquí para sobrevivir. Sólo pido, y lo dice con voz clemente, que nos respete más el estamento arbitral. Y es que ya lo dejó claro el presidente Nieto en su primera gran pataleta de la temporada: Estamos en manos de una mafia arbitral. Nada le salía bien al equipo, ni el juego, ni la suerte, ni las decisiones ajenas. Aun así siguió remando y, como pedía Ortuondo una rueda de prensa tras otra, no perdía la fe.

Pero el calvario duró toda una vuelta. Durante aquellos veintiún primeros partidos solamente se obtuvieron tres victorias y el equipo terminó la primera ronda en última posición. Así, pues, sólo quedaba una opción viable; ir hacia arriba. Y a fe que lo hicieron. Durante el invierno, el equipo se refuerza con los argentinos Montoya, Basualdo y Silvani. El chute de energía es colosal y se empiezan a sacar buenos resultados. El equipo, durante algunas jornadas, llega a salir de las zonas de descenso y de repente siente tras de sí el aliento de toda España quien, admirada ante su esfuerzo, convierte al Extremadura en uno de sus equipos predilectos.

Pero, más allá de los argentinos, prevalecen tres futbolistas españoles como auténticos aparatos de locomoción del equipo. Nadie olvida a Pedro José, con su aspecto de trabajador incansable, su oficio estajanovista y su cara marcada por el esfuerzo y la agonía. Nadie olvida a Ito, quien llegó a ser internacional y que, tras jugar en el Extremadura encontró su lugar en el Betis; un centrocampista fino, de buena conducción y pase preciso. Y todos recuerdan a Pineda, el sevillano estilista, el tipo que, como el Guadiana, desaparecía entre la bruma pero que, cuando volvía a aparecer, todos le estaban esperando de pie y con las manos dispuestas para el aplauso.

Y cuando todo parecía destinado a encontrar un final feliz, un paupérrimo rush final terminan condenando al equipo en su regreso hacia el infierno. No ayuda nada la lesión de Duré, el delantero que había entrado en combustión y se pegaba con cada una de las defensas rivales, y no ayuda nada el calendario diseñado para las últimas jornadas, donde ha de visitar a Barcelona, Atlético y Real Madrid en plena pelea por la liga. Aún así, se llega a la última jornada con posibilidades de permanencia y, para ello, hay que ganar al Dépor, uno de los gallos de la liga, en Riazor. Será una empresa difícil pero la gente cree hasta tal punto que se fletan veinticinco autobuses desde Almendralejo llenos de aficionados con destino a La Coruña. El Deportivo no se jugaba nada y, además, la victoria del Extremadura podría condenar al descenso al Celta de Vigo, por lo que los aficionados del Extremadura no se sienten solos; Riazor en bloque anima a los extremeños.

El partido es tenso, feo, disputado, con un equipo al que se le nota la falta de presión y otro equipo al que se le nota el exceso de tensión. Las noticias desde Balaídos no son nada halagüeñas; el Real Madrid, campeón matemático, está perdiendo por goleada dejando al Celta salvado, el Rayo pierde en Vallecas contra el Barcelona, pero la victoria del Celta condena a todos. No hay nada que hacer. Cuando la grada se convierte en un murmullo llega el gol de Begiristain, su último gol en la liga española. Un gol que condena al Extremadura. Un gol que pondrá rúbrica a un partido con muchos nervios pero con poca historia.

El Extremadura queda en el puesto diecinueve de veintidós equipos. Por la posición podría creerse que estaba salvado, pero la necesidad de reajustar la competición de nuevo a veinte equipos, hace que no tengan que bajar dos sino cuatro, por lo que los cuarenta y cuatro puntos obtenidos, que hoy sería un puntuaje de media tabla, termina por condenarle de nuevo a la Segunda División. Fue bonito mientras duró, piensan. Sí, muy duro, pero muy bonito.

La promoción sólo ha quedado a un punto. Una pena, porque de haber empatado el gol de Begiristain, hubiese podido acceder a tener una segunda oportunidad, pero tocará empezar de cero. Ortuondo da un paso al lado y se marcha al Rayo, quien después de haber accedido a la promoción, había perdido en una dura eliminatoria contra el Mallorca y había de emprender, como el Extremadura, el camino de retorno a la élite. Así, pues, toca contratar a un nuevo técnico y tras una reunión entre Pedro Nieto y Vicente del Bosque, responsable deportivo de las categorías inferiores del Real Madrid, este le convence de apostar por Rafa Benítez.

Benítez, que había tenido un comienzo prometedor como técnico del Real Madrid B, había visto como su carrera, lejos de la casa blanca, comenzaba a estancarse después de dos cortas y traumáticas experiencias como responsable de los banquillos de Valladolid y Osasuna. No obstante, Nieto decide hacer caso a Del Bosque y contrata al entrenador madrileño con el objetivo de consolidarse en Segunda y, por qué no, buscar de nuevo el ascenso a la élite. Se puede decir que Almendralejo fue el trampolín de lanzamiento de Rafa Benítez. Hoy todo el mundo conoce su trayectoria, sus títulos en Valencia y Liverpool, su carrera por los mejores banquillos del mundo, su caché internacional. Pero entonces, Almendralejo era un pueblo, el Extremadura un equipo de Segunda y Benítez un tipo que aspiraba a altas cotas. La exigencia es buena y cumplirla da una satisfacción enorme. La temporada es excelente y se rubrica el ascenso en la penúltima jornada después de ganar en Orense por cero goles a uno. La segunda posición en la tabla es un regalo y los aficionados vuelven a frotarse los ojos. Ya estamos de nuevo aquí.

Si hay un nombre en mayúsculas para aquel segundo ascenso no es otro que el de Igor Gluscevic. Igual que había ocurrido con Manuel Mosquera en la temporada del anterior ascenso, Gluscevic había anotado goles de todos los colores y casi todos ellos con bálsamo decisivo. Gracias a él y al trabajo incansable de un equipo donde Pedro José seguía siendo ídolo y pieza clave, el equipo volvía a Primera donde tendría que volver a remar si quería, esta vez, consolidarse como un equipo de élite.

Y no se hizo del todo mal. En la penúltima jornada estaba salvado y dependía de sí mismo para salvarse. Ganando al Villarreal, la continuidad en Primera estaba garantizada, si no lo hacía y el Alavés no ganaba a la Real Sociedad, estaba salvado. Pero se dieron todas las peores circunstancias. Extremadura y Villarreal, que también se jugaba la vida, empataron a dos y el Alavés se llevó el derbi vasco en un partido marcado por la polémica y las acusaciones a los jugadores de la Real de no dar de sí todo lo que debían.

Así pues, el Extremadura ha de jugarse las lentejas en una dura eliminatoria de promoción contra el Rayo Vallecano donde ya no estaba Josu Ortuondo. Los resultados son catastróficos. El Rayo, que con Juande Ramos ha encontrado la perfecta velocidad de crucero, gana los dos partidos; dos a cero en Vallecas y cero a dos en Almendralejo. Incontestable. Una vez más, el sueño no ha durado más de un año, pero esta vez la situación es más dramática, ya que las inversiones no han generado el fruto esperado y el club encuentra deudas en sus cuentas bancarias y telarañas en su caja fuerte. Se ha dilapidado el contrato televisivo y hay que hacer cábalas para intentar mantenerse con cierta estabilidad en la categoría de plata.

La primera decisión, tras el adiós de Benítez, el volver a contratar a Josu Ortuondo. Estamos de nuevo en tus manos, Josu. Pero Ortuondo ya no es el mismo y, sobre todo, la plantilla ha perdido mucha calidad. En los tres años que dura su última etapa en el club, el equipo va de más a menos. En su primera temporada, después de establecerse en puestos de ascenso durante toda la temporada, se desfonda en el tramo final y solamente saca un punto de los últimos quince. Toca esperar. Pero la octava posición final de aquel año es empeorada al año siguiente cuando se termina en el puesto undécimo. Al menos nos queda el fortín de casa, piensan algunos. Porque el equipo ha fallado fuera pero al menos se ha mostrado sólido en el Francisco de la Hera, cosa que también deja de hacer en la temporada 2001/02.

No hay mucho más de donde sacar, Ortuondo es destituido, el equipo no encuentra el rumbo y, pesea a que llegan fichajes tan mediáticos para la delantera como Kiko o Pier, estos no son más que una sombra de lo que fueron y el equipo pierde tanto en casa como fuera donde sólo es capaz de ganar un partido en toda la temporada. El descenso a Segunda B, de nuevo al limbo de los olvidados, se confirma en la penúltima jornada. Ha sido un año para olvidar, pero han sido unos años para recordar. Cómo no hacerlo.

Los cuarenta y tres puntos finales invitan a creer que hay margen de mejora, que se puede volver, pero los pensamientos si no van acompañados de trabajo, talento y suerte, suelen convertirse en sueños imposibles. Tras varias temporadas mediocres en Segunda División B, el Extremadura desciende a Tercera en 2007. Es el principio del fin. No queda orgullo, ni ilusión, tan solo el halo de un bello recuerdo fundido diez años atrás. Una inyección de capital local evita la desaparición del equipo. Pedro Nieto intenta regresar, pero segundas partes nunca son buenas y el pozo no termina de tener fondo. En 2008, el equipo se salva de bajar a Preferente, lo que hubiese sido estocada letal, gracias a un gol en el último segundo del útlimo partido. Esos son los milagros cotidianos a los que ha de acostumbrarse, milagros de perfil bajo. Dos año más tarde Pedro Nieto dice basta y esta vez sí, se desciende a Preferente. La caída no se puede sujetar y el equipo firma su acta de desaparición. Ya no existe el Club de Fútbol Extremadura, en su lugar se ha creado el Extremadura Unión Deportiva que ocupa su plaza y hereda sus colores azul y grana. Es otro equipo, es otra historia, pero todos viven del mismo recuerdo.