jueves, 9 de octubre de 2014

El tiempo entre facturas

El trabajo es una bendición para quien quiere sobrevivir en una época en la que el pan se paga en contratos basura y la sonrisa de un niño cuesta doce horas diarias fuera de casa. Para quienes buscamos un hueco para contar lo que pensamos y compartir lo que sentimos, el tiempo vale lo que una pepita de oro para un ávaro buscafortunas.

Mi tiempo, el que paso entre factura, me indispone a la hora de actualizar mis bitácoras. Nada me gustaría más que poder escribir sin parar en cada uno de mis mundos y poder contar todo lo que quiero y lo que creo, pero ocurre, en demasiadas ocasiones, que mi condición de superviviente me obliga a beber el caldo y dejar a un lado las tajadas. Efectos colaterales de un mercado laboral que nos ha convertido en esclavos del capricho ajeno.

Desde que no puedo actualizar mi bitácora he dejado de rendir homenaje sincero a todas aquellas estrellas que dejaron la tierra para irse a brillar en nuestro recuerdo. En ocasiones, la vida es tan evidentemente cíclica que nos hace olvidar que los días se agotan y las personas terminan por apagarse. Cuando se apaga la luz de alguien que nos ha hecho soñar y cumplir nuestros sueños es cuando nos damos cuenta de que todos somos carne y hueso y que al final, lo que queda, siempre es la memoria.

Se nos marchó Eusebio y el cielo se tiñó de gris. Benfica se asoció para siempre a su figura; aquellas finales ganadas vestido de rojo carmesí y aquellas finales perdidas vestido de blanco. Aquel día que el blanco fue rival y anotó dos goles consecutivos para decirle a Puskas que sí, que él era un genio del disparo pero que aquella final era su carta de presentación y no pensaba saludar al mundo simplemente para decir hola y marcharse cabizbajo por la puerta de atrás. Desde entonces creció como futbolista y se mitificó como un adorable perdedor. Siempre la mano abierta para el saludo, aun cuando la lágrima está apunto de aparecer por el rabillo del ojo. Aquel mundial del sesenta y seis en el que sucumbió ante Charlton y aquella final de dos años después en la que Wembley, de nuevo, fue testigo de su caída ante Sir Bobby. Hay historias tan grabadas a fuego que identifican a un club con un único personaje. El Benfica es Eusebio y como tal permanece intacto el recuerdo de sus goles y su imagen, clavada en el suelo, en forma de estátua, en una plaza, junto al Estadio Da Luz. El gesto adusto y el reflejo claro de quien vivió como un Dios pegándole fuerte a la pelota.

A Lisboa viajó el Atleti para redimir todo su pasado con el recuerdo de aquella final del setenta y cuatro cuando Luis había clavado una falta en la escuadra de Maier. Pero al igual que había hecho el Benfica una semana antes frente al Sevilla, el Atlético tampoco supo regalar al recuerdo de su mejor jugador la conquista de un título que habían merecido por empeño. Benfica y Atleti regalaron la liga a título póstumo a sus dos más grandes leyendas y en ambos sobrevivió el aura de quien supo retener un estilo. Lo que el Atleti heredó de Luis fue el esfuerzo, el coraje y el saberse mejor en los momentos más difíciles. Igual que hizo aquella selección en la que nadie creía, este equipo rescatado por Simeone rindió pleitesía a su héroe en los cielos en forma de coraje y corazón. Un himno resonando en el eco del Calderón y un futbolista con el número ocho que había estrenado aquel marcador por vez primera. El fútbol de siempre en los corazones rojiblancos de toda la vida.

Si un equipo lloró derrotas durante la pasada temporada, fue el Fútbol Club Barcelona. Aquejado por la depresión que sumió a Messi en la sombra, el equipo se fue apagando con los meses hasta convertir a Martino en el pim pam pum de la crítica adjunta. El famoso entorno encontró al culpable y cuando quisieron encontrar la sombra del ciprés encontraron la pérdida de quien había su totem durante sus años más gloriosos. El puñetero cáncer nos privó de un gran entrenador y se llevó a una persona que intuíamos como sensible y audaz. Dicen que nadie se marcha si permanece su recuerdo y nadie olvidará jamás aquel Barcelona de los cien puntos en el que Tito navegó la nave como patrón o aquellos años en los que, como contramaestre, aportó su ideario a una gestión que llevó a su equipo a convertirse en el modelo a seguir. Los que vimos a aquel Barcelona podemos reconocer que nunca habíamos visto una cosa igual que probablemente nunca volveremos a verlo. Y ahí estaba la mano de quien decían que era un segundo de a bordo y en realidad era un Coronel con muchos galones.

El último en marcharse fue el más grande. Como si de un homenaje previo se tratase, el club al que convirtió en santo y seña del fútbol mundial, le conmemoró con la conquista de la décima copa de Europa, dejando claro que en su identidad con cabe la palabra derrota. Cuando Di Stefano llegó a Madrid, el equipo blanco era comparsa que perseguía la gloria de los equipos del norte. En la propia capital, era el Atlético quien se rearmaba con goles de cristal. Cuando se marchó, el Real Madrid no era solamente el mejor equipo de España, sino que era el mejor equipo del mundo. Y así ha sido desde entonces. Desde la llegada de la Saeta Rubia, descalabrados sonados mediante, el Bernabéu solamente ha concebido el verbo ganar. Muchas veces sin juego y otras volando como un cometa, el Madrid lo ha ganado todo y si sigue teniendo hambre es porque un día llegó un señor calvo y pinta de exfutbolista que enseñó al mundo que el fútbol era más que un juego.

La vida y el fútbol vuelan a una velocidad tan interestelar que solamente somos capaces de apreciar el presente y, si acaso, soñar con un futuro. La portada, el gol, la promesa. Pero el fútbol de hoy es un fenómeno de masas gracias a que tipos como Eusebio, Luis y Di Stéfano se propusieron dar un paso hacia adelante y gracias a que tipos como Vilanova quisieron jugar con la audacia para revolucionar el juego. El carrusel seguirá girando pero conviene no olvidar. Siempre se sabe mejor hacia dónde se va si se conoce el lugar del que se viene.