jueves, 26 de enero de 2023

Con Dios en la memoria

No hay mejor ganador que aquel que ha sabido perder cien veces, porque lo que importa no es lo fuerte que golpeas sino lo que haces cuando logran golpearte. Estar acostumbrado al fracaso otorga una perspectiva frente al éxito de prudencia y, sobre todo, de certeza; los que no compran boletos ganadores han de agarrarse fuerte al timón y luchar contra el viento y la marea, porque aquí nadie regala nada y todo tiene un alto precio.

El Nápoles lleva amagando varias temporadas sin llegar a dar el zarpazo definitivo. Después de hacer primeras vueltas extraordinarias ha terminado con el bofe en la garganta y el carenado destrozado. Unas veces la Juve, otras el Inter e incluso el Milan terminaron por adelantarle por la derecha y diciéndole adiós con esa presuntuosidad que gastan los poderosos. Al año que viene lo intentas otra vez, si eso.

Y en ello anda de nuevo el equipo de Luciano Spalletti, en intentarlo otra vez. Esta vez ha subido la apuesta y ha puesto en riesgo todo su prestigio después de firmar una primera vuelta tan brillante que casi ha rozado la perfección. Agarrado al lomo de un núcleo duro fichado en los suburbios el fútbol modesto, Spalletti ha sabido dar con la tecla y otorgar a cada uno su rol necesario para que el equipo funcione como un reloj suizo. Y es que el Nápoles no sólo gana, también se divierte.

Clasificado como primero en un grupo donde estaban Liverpool y Ajax, mira su comparecencia en octavos de la Champions como un premio mientras sigue a lo suyo en la liga doméstica y ha dejado al Milan a doce puntos después de firmar una primera ronda de cincuenta puntos. Como cuando lleguen las curvas, es posible que sufran algún rasguño, se ha asegurado una ventaja lo suficientemente cómoda como para no llegar a sufrir de aquí a final de temporada. O eso es lo que deben creer, porque los escribientes de la memoria saben lo que ha pasado otros años y que todo punto de más es necesario sino se quiere caer de nuevo por el precipicio condenado por el miedo y acuciado por el vértigo.

Y es que todos lucen en su empleo a la hora de lucir la carrocería del coche más rápido del Calcio. Allí donde Lobotka y Anguissa hacen oficio, Zielinski obtiene beneficio, allí donde Rrahmani y Kim-Min Jae hacen muralla, Di Lorenzo y Rui saltan la valla y allá donde Politano y Kvaratskhelia hacen magia, Osimhen se encarga de volver a meter todos los conejos dentro de la chistera. Allí donde hay una sonrisa hay un napolitano porque desde aquellos años de Scudetto pegados al pie inmortal de Maradona, no han vuelto a ver un equipo tan completo. Solo falta que, además, también sea concreto.

jueves, 19 de enero de 2023

El número uno

Las mesas de debate suelen ser basureros de discusiones superfluas o peleítas de baja estofa por hacer saber quien la tiene más larga y, sobre todo, por tratar de potenciar lo que nos late en el corazón por encima de lo que nos dicta la cabeza. Por ello, el periodismo deportivo se convirtió en una barra de bar donde cada uno muestra su carné de simpatizante creyendo que así se acercaban más al pueblo mientras se alejaban cada más de la realidad.

Durante los años en los que Messi gobernó el juego con fútbol y goles, los predicadores de lo suyo se empeñaron en izar a Cristiano hacia lo más alto de los altares por la simple premisa de que vestía la camiseta que a ellos les gustaba. Sin menospreciar a Cristiano, quien ha sido un goleador implacable y con una alta dosis de decisión en los momentos clave, los soldados de la sensatez trataban de hacer saber que ser el segundo mejor jugador del mundo no tenía porqué ser una ofensa, pero ellos erre que erre, no queremos al enano y si hace falta nos inventamos un Chitalu para desprestigiarle.

Acabados los debates históricos tras el mundial, ahora empieza el debate de los forofos al otro lado del puente aéreo. Uno, que puede afirmar y confirmar, que Messi es lo más grande que ha visto sobre un terreno de juego, podría estar de acuerdo, en cierta manera, en que pudiese recibir un nuevo balón de oro, pero en lo que no estaría de acuerdo, ahora mismo, es que el argentino siga siendo, por más que pese, el número uno.

Y es que el jugador más decisivo del mundo juega en el Paris Saint Germain pero no viste el número treinta. Killian Mbappé tiene todas la virtudes de los mejores futbolistas de la historia y, sobre todo, tiene la capacidad competitiva de evitar que se descubran mucho sus defectos. Con una velocidad endiablada y un sinfín de recursos en el área, Mbappé ha llegado para quedarse y para decirle al mundo que los balones de oro se regalan en base a títulos pero que la capacidad para ser el mejor se gana en el campo y él lo lleva demostrando durante un par de temporadas.

Acicatado por la llegada de Neymar primero y la de Messi después, Mbappé no encontró presión sino motivación a la hora de jugar al lado de los mejores, lejos de apartarse, analizó aquello como un reto y no sólo se propuso ser complemento sino ser incluso mejor que ellos. Porque de eso trata la verdadera grandeza, la que vive en los pies de los privilegiados y en la cabeza de los elegidos; ser el mejor por hecho y por derecho.

Mbappe, que juega a mil por hora y vive con la mueca de Mona Lisa incrustrado en su rostro, presentó su mayor credencial ante el mundo llevando a Francia hasta la final en un mundial fastuoso, lleno de detalles y de jugadas para el recuerdo. Y aunque perdió, su sello quedó impregnado para siempre en forma de hat-trick en la final y, sobre todo, en la mirada pavorosa de todos los argentinos que se cruzaron con él durante el tiempo que duró la prórroga. Y es que respeto no se suplica, sino que se gana y los jugadores rivales ya saben de sobra quien es Killian Mbappé. Ese futbolista que mientras miraba a Messi recorrer el espacio que le separaba de la copa del mundo, pudo decirle con la mirada; tú ahora eres el campéon, pero yo ahora soy el número uno.

miércoles, 11 de enero de 2023

Una luz en el bosque

Cuando nos hayamos perdidos, cuando la oscuridad atrapa nuestros nervios, cuando la parálisis puede con las iniciativas, cuando tenemos miedo a fenecer y, sobre todo miedo a ser olvidados, cuando los pies se congelan y el bosque es oscuro, siempre miramos hacia el horizonte con la esperanza de encontrar una luz de guía; esa cabaña, aunque sea encantada, que siempre aparece en las películas, esa señal del destino que nos diga sígueme, ese motivo para la esperanza que nos haga enchufar la tele y volver a ver los partidos de tu equipo después de haber jurado en arameo que les iban a dar por donde amargan los pepinos.

El Atlético de Madrid es un equipo vacío, sin alma, sin espíritu, sin nervio, sin carácter, sin atisbo de salvación a corto plazo. Un equipo que se olvida de competir es como un reo que se olvida de vivir. La depresión crece, los fantasmas acechan cada noche y los miedos salen a relucir en cada partido. Es la actitud, sí, pero también es la aptitud. A Simeone le entregaron un Volkswagen que parecía un Skoda y al que finalmente sacó las prestaciones de un Audi. Poco a poco le fueron desguazando las piezas mientras los recambios eran de desguace y las solicitudes eran apiladas en el montón de los sueños imposibles. Aquel buen coche es hoy un utilitario de segunda y de los polvos, lodos y del lodo atasco. No hay jugadores, ni juego, ni pasión por reencontrarlo.

Y en este bosque de tinieblas, cuando la brújula se ha desimantado y las ganas de sobrevivir se marchan con la noche estrellada, de pronto parece distinguirse un destello. Nos conformamos con tan poco, que con sólo ver dos pases consecutivos entregados de manera correcta a un compañero, se nos enjugan los ojos y nos inclinamos para mirar mejor hacia el terreno de juego; parece que allí hay un buen centrocampista.

Pablo Barrios es joven y tiene un mundo de trampas por delante, pero parece valiente, dispuesto y, sobre todo, juega siempre con la cabeza levantada y la vista en el desmarque de sus compañeros. En una época de tristeza absoluta en la que Koke se ha dejado ir y los De Paul, Kondogbia o Witsel son simples complementos sin chicha ni limoná, la aparición de Barrios supone un soplo de aire fresco y, sobre todo, supone esa luz de guía a la que agarrarse para seguir aguantando en este bosque tenebroso en el que nos ha vuelto a sucumbir el tan cacareado gilismo.