martes, 26 de enero de 2021

Balones de oro: Johan Cruyff

Hermanus Cornelius Cruyff había querido ser futbolista y se había tenido que conformar con ser

frutero. No es que la vida le fuese mal ni que aquel oficio estuviese lejos de considerarse deshonroso, pero a menudo levantaba la vista hacia el final de la calle y divisaba el lugar de sus sueños como algo tan lejano en el tiempo que se volvía a obligar a poner buena cara y seguir despachando a clientas exigentes. La misma exigencia tuvo él siempre con su hijo. El pequeño Johan había entrado en la multitudinaria escuela del Ajax y, al tiempo que echaba una mano en la frutería, soñaba en grande igual que lo había hecho su padre. "Trabaja duro, hijo. Nadie te va regalar nada".

Por ello, el día que debutó en primera, el día que ganó su primera Copa de Europa y el día que fue considerado el mejor futbolista del planeta, no pudo hacer otra cosa sino acordarse de su padre y firmar por él en el membrete de cada sobre con destino al país de los sueños cumplidos. "Aquí estoy, padre. Ojalá pudieses verme".

Su vida fue la vida de un rebelde. Fue por ello que siempre le gustó ir directo hacia su conciencia y, sobre todo, directo hacia la confrontación. Cuando se enteró de que Van Praag, presidente del Ajax, había negociado su venta al Real Madrid, él irrumpió en el despacho presidencial y dijo que si querían venderle lo hiciesen, pero que él quería ir al Barcelona. Aquello, extrapolado a una época en la que el Madrid conservaba un aúrea impertérrita de equipo rey del olimpo fútbol y el Barça no era más que un aspirante residual a los puestos europeos, supuso una consternación en el fútbol en general y en Barcelona en particular. De repente, de vivir abocados a la depresión contínua, se vieron contando con el jugador de moda, el tipo que había hecho del cambio de ritmo una forma de vida, del tipo que definía con el exterior y regateaba a los porteros como si fuesen simples obstáculos en una pradera particular.

En España encontró una Némesis, como tantas veces la había tratado de encontrar galopando junto a la línea de cal y buscando espacios en desmarques diagonales. Eran tiempos de marcajes al hombre, férreos, duros, sin concesiones, y allí estuvo el joven Camacho al quite para decirle a Cruyff que aquel sería su deporte pero no su parcela. Para aquella época Cruyff ya era un tipo fuerte, capaz de aguantar los golpes e incluso devolverlos, nada que ver con el niño flaco y desvalido que había debutado en el Ajax en edad juvenil y que tuvo que ponerse en manos del director de la cantera, Rinus Michels, para especificar un plan de fortalecimiento muscular. Gracias a su debilidad física, tuvo que aumentar su capacidad imaginativa; antes que de fuerza, tiraba de intuición, antes que de resistencia, tiraba de imaginación.

Cuando su padre falleció, su madre, que trabajaba a tiempo parcial como limpiadora en las instalaciones del Ajax, se unió sentimentalmente a un compañero de trabajo que se encargaba de cuidar el campo y fue él quien le enseñó cada rincón de aquel césped para que aprendiese a soñar en primera persona. Su irrupción en el Ajax fue tan fastuosa que a las pocas semanas todo el país conocía su nombre. El fútbol, en Holanda, era un deporte residual y, de repente, se había convertido en un fenómeno de masas. A ello contribuyeron Cruyff y una hornada de futbolstas majestuosos que impusieron su cátedra en el continente. Tras perder la final de 1969, el Ajax tuvo que ver como era su rival, el Feyenoord, quien levantaba la primera Copa de Europa para el país de los tulipanes. Todos maldijeron aquello. El Ajax había ganado las ligas del sesenta y seis, sesenta y siete y sesenta y ocho, se les había escapado la del sesenta y nueve y justo es la había aprovechado el enconado rival de Rotterdam para alzarse con la preciada copa. Había que remendar aquello.

Lo hicieron, claro está. Eso es algo que todo el mundo conoce y a lo que volveremos. Lo que también hicieron fue conquistar el cetro mundial de la Copa Intercontinental. Era como si, de alguna manera, aquel trono mundial consagrase, a nivel de club, a un grupo de holandeses llamados a tocar el cielo. En el setenta y dos ganaron a Independiente y tanto en el setenta y uno como en el setenta y tres renunciaron a jugar porque no les merecía la pena viajar a América, enfrentarse a un equipo de semejante categoría y soportar una dureza que en Europa estaba algo menos enconada. Aquel doble duelo del setenta y dos entre dos de los mejores equipos de la historia está considerado, aún hoy, como el cúlmen de excelencia del fútbol holandés. Cruyff propuso, dispuso y Rep machacó a un Independiente que fue creciendo a medida que aquellas derrotas le iban curtiendo la piel.

Fue un choque de estilos totalmente contrapuestos. En Sudamérica aún se jugaba con fuerza y con paciencia y, sin embargo, aquellos holandeses jugaban a mil por hora. Presionaban al rival en cada centímetro del campo, buscaban el fútbol directo y tenían a Cruyff como su bastión de mando. Abrían el campo, jugaban con extremos, muy pegados a la cal y estiraban el campo hasta lo imposible. De esta manera, Cruyff aprendió a ganar, y sólo cuando la liga holandesa y la Copa de Europa se le había quedado pequeña, decidió afrontar un nuevo reto. En total ganó ocho veces la liga de holanda, siete con el Ajax y otra sobre la que hablaremos más adelante.

Su carta de presentación en España fue antológica. Después de debutar a lo grande ante el Granada en la jornada ocho, se fue asentando en el equipo al tiempo que el equipo iba ganando en confianza hasta que en la visita del Atlético de Madrid, en vísperas de Navidad, sorprendió al mundo con un gol imposible. Un balón largo al segundo palo, que se perdía por la línea de fondo, fue rematado por Cruyff de manera acrobática, con el tacón, dejando a Reina de piedra y al Camp Nou estupefacto. Muchas años más tarde, volvían a tener un ídolo a quien admirar.

Cruyff era un tipo difícil al que, sin embargo, le sedujeron las formas de vida del pueblo catalán. Se sintetizó con ellos y supo ganarse al vestuario con su discurso directo y un cigarrillo siempre encendido en la boca. Aquel tabaco maldito que casi acaba con su vida un par de décadas más tarde. Porque él creía tener el control de todo, hasta de sus pulmones. Enseguida se convirtió en capitán del Barça, igual que lo fue en treinta y tres ocasiones de las cuarenta y ocho que vistió la camiseta de Holanda e igual que ya lo era, de facto, en 1969 cuando el Ajax perdió la final de la Copa de Europa ante el Milan. En aquel entonces, aquel equipo ya jugaba bajo el famoso precepto del salir y disfrutar, pero quien disfrutó aquella noche fue el gran Gianni Rivera. Viéndole jugar, Cruyff supo que aún tenía que dar más de sí si quería convertirse en el mejor jugador del continente.

Lo consiguió poco a poco, sobreponiéndose a la fiereza de unos rivales que no regalaban nada y a la dureza de unos defensores que buscaban pararle por lo civil o lo criminal. Aquello hizo crecer su intuición, pivotaba de espaldas, buscaba el desmarque y aprovechaba siempre el espacio vacío. Se convirtio en indetectable sin balón y en imparable con él en los pies. Con ese concierto de violines y pianos, la selección holandesa se consagró como la Naranja Mecánica, haciendo honor a su fútbol de memoria a una película que, durante los primeros años de los setenta había arrasado en las taquillas.

Tan memorables fueron sus enfrentamientos ante equipos alemanes, que el Bayern que tanto había sufrido ante el Ajax de Cruyff, se presentó en su partido de despedida en Amsterdam y jugó sin piedad hasta anotarle ocho goles al equipo del De Meer, uno detrás de otro. Para Maier, Breitner, Muller y compañía no había mejor homenaje que el escarnio y no había mejor venganza que el ridículo.

De ridículos y escarnios, él ya sabía demasiado. Después de abusar de los rivales en la liga holandesa, marchó a España para firmar uno de los partidos más recordados en la historia del club azulgrana. El contexto habría de conocerse porque el Barcelona, en aquella época, estaba muy por detrás del Real Madrid y hacía años que había dejado de ser candidato al título, sin embargo, aquel diecisiete de febrero de 1974, todos creyeron en Cruyff y Cruyff creyó en sus compañeros. Aquel cero cinco sobrevivió durante décadas en el ideario deportivo del Barcelona. Para arrancar del todo aquellos complejos hubo de volver Cruyff de nuevo, esta vez como entrenador, para terminar de poner la ciudad patas arriba. Pero aquella es otra historia.

La nuestra es la de un niño pequeño al que llamaban Jopie porque apenas abultaba más que el balón y que, de tanto desgastar zapatos contra el pavimento, consiguió que su madre le comprase unas botas de fútbol. La historia de un genio que por inventar, inventó hasta un penalti indirecto, poniendo en jaque la normativa futbolística en un hecho sobre que el no había reparado ¿A quién se le iba a ocurrir aquello? Claro está, a Cruyff. Igual que se le había ocurrido que en toda una final de la Copa del Mundo, el equipo rival tocase la pelota la primera vez para sacar del centro del campo después de un gol recibido. Aquel primer minuto, pese a la victoria alemana final, aún queda en el ideario de un deporte que, más allá de los resultados, nos ha dejado improntas de maravillosa realidad.

Su madre le enseñó a pelear por cada parcela de ego y él sacaba el ego a relucir tanto dentro como fuera del terreno de juego. Se empeñó en jugar en Barcelona y lo consiguió pese a que el transfer llegó dos meses tarde y hubo de hacerse cargo de un equipo que andaba por la mitad de la tabla. Se empeñó en ganar aquella liga y la ganó. La ganó como ya había ganado tres Copas de Europa anteriormente después de vengarse de los italianos del Milan pintando victorias incontestables sobre los italianos de la Juventus y del Inter del Milán. Porque en aquella época de fulgor, cuando Bedin, Frustalupi, Capello o Causio trataban de pararlo, él ya había desaparecido del mapa. Con su característico toque de exterior, su arrancada de tacón y su juego combinativo, se había convertido en un futbolista total, llevando el fútbol a una velocidad no conocida hasta entonces.

Cuando debutó ante el Groningen, en 1964, ya había anotado un gol. Tenía diecisiete años y mil expectativas por delante. Expectativas que sobrepasó a mil por hora. Al año siguiente debutar se consolidó en un equipo que no dejó ni una sola migaja. La liga y la copa holandesa se convirtieron en coto privado del Ajax al igual que se convirtió la Copa de Europa unos años después. Aquella fama lograda a base de goles y buen juego, sumada a su rebeldía innata, acrecentaron su ego hasta considerarse un jugador único entre una jungla de excelentes futbolistas. "No creo que llegue el día en que se pronuncie el nombre de Cruyff y la gente no sepa de quien se habla". Aquellas declaraciones le ponían por encima del bien y del mal y, más allá de la razón, su ego le jugó más de una mala pasada. En Barcelona le alcanzaron los años y la comodidad y el día en el que un entrenador le llamó la atención, él subió al despacho presidencial para ponerle en un brete al presidente Montal: O Weisweiller o yo. Ganó Cruyff, claro está, pero aquel fue el principio del fin de un futbolista excelente y un personaje global. Tan global que incluso llegó a sufrir un intento de secuestro a finales de 1977. Hasta esa fecha había jugado los partidos de clasificación para el Mundial de Argentina, pero en septiembre unos tipos, haciéndose pasar por mensajeros, entraron en su casa y le pusieron una pistola en la cabeza. El episodio terminó bien para los Cruyff gracias a la torpeza de los delincuentes pero en aquel momento Johan supo que la vida de su familia debía estar por encima de los intereses deportivos y prefirió no dejarles solos durante ocho semanas en pleno verano boreal.

En aquella época, Johan ya tenía un importante lazo de unión con la sociedad catalana. De hecho, y en un gesto provocador de esos que tanto le caracterizaron, viajó a Holanda junto a su mujer para que su hijo menor naciese en Amsterdam y así poder bautizarle como Jordi, nombre que en España estaba prohibido al considerarse las lenguas, hoy cooficiales, como proscritas. Aquel gesto le convirtió en héroe dentro de Cataluña cuando ya era un Mesías en Holanda. Aquel grupo de canteranos del Ajax que él comandó había llevado al país a lo más alto en el plano deportivo: Haan, Krol, Neeskens, Rep, Muhren... jugadores extraordinarios para un equipo extraordinario. 

Y con el número catorce, Johan Cruyff. En una de esas rebeldías que tanto le caracterizaban, desafió a los organismos para poder vestir el número que un día le dio suerte. Bastó que le dijesen que no podía hacerlo para obcecarse más con la idea de portarlo. Porque él siempre había llevado el nuevo, pero un día le prestó su camiseta a Muhren al no encontrar él su zamarra con el siete y, justo antes de saltar al césped, Cruyff agarró la primera que cogió del banco de suplentes. La gente se sorprendió cuando le vio aparecer con el catorce, le dejaron jugar por no andar retrasando el juego e hizo un partidazo tan memorable que decidió llevarlo para siempre. Y es que el catorce, de alguna manera, se terminó asociando a su vida deportiva, porque cuando llegó a Barcelona, el equipo llevaba catorce temporadas sin ganar la liga y, gracias a su liderazgo y buen hacer, el equipo volvió a ser campeón llevando la algarabía a una afición que había caído en un pozo de depresión. No ganó mucho más en España, acaso, justo antes de despedirse, una Copa del Rey. Fueron dos títulos en cinco años, un pobre bagaje para un tipo que llegó como el mejor del mundo, lo que ocurre, en su caso, es que más que los títulos se valora el legado, porque aquella fue la primera piedra de un Barcelona que, con los años encontró un estilo propio y una manera muy bonita de acostumbrarse a ganar.

Porque la suya fue una de las mayores revoluciones vistas en la historia del fútbol. Le cambió el sentido al juego y lo modernizó del todo. Todo aquel cambió ya se intuía cuando en 1966 y con tan solo dieciocho años, debutó como titular en la selección holandesa anotándole un gol a Hungría. Y es que lo de estrenarse con goles terminó convirtiéndolo en costumbre. Su etapa en Barcelona terminó bruscamente después de un enganchón con el árbitro Melero Guaza en un Barcelona - Málaga. En una liga que finalmente ganaría el Atlético, el Barça se había visto de nuevo con opciones y terminó enfangado en un ataque de histeria después de que el citado colegiado expulsase a Cruyff por considerar que le había insultado. Cruyff, en su defensa, alegó que se había dirigido a su compañero Manolo Clares, pero el árbitro indicó en el acta unos graves insultos que todos los jugadores del Barcelona, en respaldo de su capitán, negaron. La sanción de Cruyff terminó condenando al Barça quien se vio abocado a perder la ilusión por el juego. Tras su adiós al Barça y un amago de adiós al fútbol, firmaría por los Ángeles Aztecas primero y por los Washington Diplomats después para ser considerado, durante dos años consecutivos, como el mejor jugador de la NASL. Cuando sintió que ya no le quedaban fuerzas para seguir peregrinando, decidió regresar dónde había empezado todo. Tras unos meses en Valencia vistiendo la azulgrana del Levante, regresó al lugar donde la grandeza le había concedido nada menos que tres Balones de Oro, todo un hito hasta entonces, algo lógico para quienes le vieron jugar. Con la camiseta del Ajax volvió a ser campeón. Ya tenía treinta y cuatro años y no mucha velocidad, pero conocía el juego como ninguno. Además, conocía al dedillo aquella manera de jugar tan holandesa que se había bautizado como Fútbol Total y con cuyos conceptos se había familiarizado desde los trece años. Tras sendos dobletes y un cruce de reproches con Tom Harmsen, nuevo presidente del Ajax, este declaró que Cruyff estaba viejo y la camiseta de titular le pesaba demasiado, le instó a firmar un despido honroso y a dejar de arrastrase por los terrenos de juego. Fue entonces cuando Cruyff firmó su último y más memorable acto de rebeldía.

Despechado con el club de su vida, firmó con el Feyenoord de Rotterdam, que es algo así como si hoy viésemos a Messi fichar por el Real Madrid. Tras la conmoción llegó el fútbol y tras el fútbol llegó la dosis de realidad potenciada al máximo. Cruyff, literalmente, se salió. Formando pareja de ataque con un joven Ruud Gullit, inyectó energía, poder y fútbol al Feyenoord para llevarle a ganar el doblete y convertirse, así, en el auténtico amo del fútbol holandés. Aquel año disputó cuarenta y cuatro partidos y anotó trece goles, pero sobre todo dejó la sensación de, incluso andando, podía gobernar los partidos sólo con la mirada.

Tras aquel último baile decidió dejar el fútbol. Atrás dejaba veinte años de pura pulcritud, seiscientos ochenta y cuatro partidos y trescientos setenta y un goles y la sensación de que haya podido ser, probablemente, el jugador europeo más importante de la historia. Porque quizá Cristiano con su voracidad, le haya superado en números, pero si hablamos de cambiar el fútbol, de modernizar conceptos y de elevar el nivel un escalón por encima de lo establecido, sólo se puede hablar, en concreto de tres o cuatro jugadores a lo largo de la historia; Hidegkuti, Di Stéfano, Cruyff y Xavi. Muchos de los que vinieron después fueron mejores, ninguno tuvo tanto impacto en el juego como él.

lunes, 18 de enero de 2021

Van Gol

El oficio de delantero, en Holanda, se había convertido, por algún motivo tradicional aferrado al juego, en una cuestión de estética por encima de la ética. De esta manera, tras aquel Rensenbrink que jugó a ensombrecer la estela imperturbable de Johan Cruyff, llegó un pequeño vacío que vino a llenar un joven cisne que, desde Utrecht, llegó al fútbol de élite para enseñarle al mundo que el oficio de goleador no estaba reñido con el de bailarín.

Tras Van Basten llegaron Bergkamp y Kluivert. Cada uno a su manera, jugaban con un toque de distinción que pregonaba un fútbol diferente vestido de naranja. Bergkamp lució su frac en los campos de Inglaterra y Kluivert tuvo momentos gloriosos en España. Ambos demostraron que el fútbol estaba abierto a cualquier evolución y que una posición tan clásica como la de ariete podía avocarse a un cambio de paradigma.

Fue cuando creíamos que Holanda había abandonado todo conato de clasicismo, cuando aparecieron tipos con el ceño fruncido, mirada asesina y disparo certero; Van Hooijdonk, Hasselbaink, Makaay y, por encima de todos, Ruud Van Nistelrooy, un tipo que hizo carrera del gol y convirtió su palmarés en un museo de las estadísticas.

Fueron trescientos cincuenta goles los que anotó como profesional y fueron muchos los aficionados que se rindieron a sus pies. Ganó la liga en Holanda, en Inglaterra y en España y, cuando creían que no le quedaba más fuelle, aún tuvo tiempo de dar una masterclass en Málaga y en Hamburgo, porque lo suyo no era dar concesiones a nadie. Como los buenos pistoleros, primero disparaba y luego preguntaba, no fuese a ser que a algún defensa voraz le diese por quitarle la merienda en mitad del área grande, justo el lugar donde se acrecentaba su apetito y se disparaban sus instintos.

Haciendo de la competitividad su oficio, de la anticipación un arte y del gol una manera de vivir, Van Nistelrooy sobrevivió a la jungla de feroces defensores gracias a su instinto y su hambre. Gracias al primero supo siempre como encontrar el espacio vacío y gracias al segundo supo siempre que detrás de un gol debía llegar otro, porque los grandes goleadores no se sacian con poco sino que necesitan de mucha sangre para sentirse, de verdad, los más deseados del planeta fútbol.

Van Gol, como le apodaron sus aduladores, que fueron muchos y ganados a pulso, fue un tipo de sonrisa enigmática y pocos amigos dentro del terreno de juego, porque cuando pisaba el verde no buscaba caer simpático ni estrechar lazos entre los rivales, sino que su único objetivo era la red de la portería rival. Con sus zapatazos al ángulo y sus cabezazos precisos, abanderó un cambio de paradigma en el fútbol holandés y dejó un hueco en el puesto de delantero centro que aún hoy, con una final de mundial más ganada y muchas expectativas por delante, la selección orange no ha sido capaz de llenar.