lunes, 30 de noviembre de 2009

El valor de una apuesta

Rubén y Ramiro formaban, como si de Brasil se tratase, la doble erre del Atlético Recaminos, equipo modesto de la liga regional del sur de la capital y aspirante a cotas humildes tales como el ascenso a la segunda regional, un logro que tenían al alcance de la mano a falta de un solo partido.

Rubén y Ramiro eran amigos y residentes en el mismo barrio. Ambos eran delanteros y ambos habían sumado treinta goles por barba a lo largo del campeonato. Encaraban a los defensas rivales con el insultante descaro que otorga la juventud y anotaban sus goles con la felicidad que supone saberse ganador de un desafío consigo mismo. Los dos, en su arrojo ganador y su ímpetu desafiante, se habían apostado, apretón de manos mediante, el orgullo, una cena y cien euros por ver quien terminaba la temporada con más goles anotados.

En esta circunstancia llegaron ambos al último partido de la temporada, empatados a goles, a respeto y a ilusión. Se conocían de memoria y sus jugadas conjuntas significaban, a aquellas alturas de campeonato, el más próspero patrimonio con el que contaba el club, pues su goles, amén de sumar en el casillero de su apuesta personal, habían puesto al equipo en la zona alta de la clasificación y a una sola victoria de hacerse con el campeonato, el ascenso y la gloria.

El destino quiso enfrentarles contra el Sporting Norante en aquella última jornada. El Sporting, cuya sede se ubicaba unas calles más abajo, llegaba al enfrentamiento con un solo punto de ventaja y con la confianza de saber que un único gol de diferencia le otorgaba la gloria incompartida del ascenso. Era más que un temido rival que contaba en sus filas con la segunda mejor dupla de atacantes del campeonato; Borja y David, dos armarios de complexión, sumaban cincuenta y dos goles entre ambos y más de un centenar de bofetadas contra los defensas rivales. De esta manera, el partido no incidiría en lo meramente futbolístico sino que, vista la fama que se otorgaba el, hasta entonces, líder del grupo, era posible que los minutos sucumbiesen al poder de la violencia.

Pero Rubén y Ramiro sabían que tenían la sartén por el mango, que las gotas de su calidad eran suficientes para rociar de victoria cualquier encuentro y que fuera donde fuesen, con ellos siempre viajaba el espectáculo. Tan seguros estaban de sí mismos que ejercitaron la sonrisa como único modo de comprensión.

Ambos equipos llegaban al partido final invictos y separados por la mínima distancia que suponía un empate de más, pues ambos habían empatado en el partido que habían disputado entre sí en la primera vuelta de la liga, pero el Atlético Recaminos había cedido un empate más que su rival en un calamitoso e imperdonable encuentro ante el Real Filer, equipo que, para más inri, estaba situado en el último lugar de la clasificación en aquellas alturas de la temporada.

El empate era, por tanto, un resultado suficiente para que el Sporting Norante se alzase con el título por la vía de las matemáticas. Al Atlético Recaminos sólo le valía ganar para disfrutar la miel de un éxito que hasta entonces no había tenido parangón en la historia del club.

Tanto Rubén como Ramiro, que habían cruzado sus vidas en el equipo cadete del mejor equipo de la ciudad, habían llegado al Atlético Recaminos rebotados por su propio fracaso. Cuando el fútbol y el coloso les dejaron fuera de sus planes, tuvieron que buscarse la vida y el ocio por la parte de afuera de los sueños. Rápido aparcaron sus aspiraciones de jugar en la élite y se postraron en la monotonía de la vida con los ojos bien abiertos. Ramiro, que nunca había abandonado la fe en los libros, prosiguió con sus estudios de arquitectura, y Rubén, que con las manos siempre se manejó con más habilidad aún que con los pies, entró a trabajar en un taller del barrio. Como ambos se conocían de sobra; conocían su pasión por él fútbol y conocían la necesidad del equipo del barrio por adquirir talento.

Se presentaron un jueves por la tarde y el domingo ya estaban jugando. No se les requirió entrenamiento alguno como certificado de cualidades y les bastó un solo partido y dos goles por cabeza para comenzar a formar parte de la historia más gloriosa del club. Así, siguieron goleando a lo largo de toda la liga hasta llegar a aquel último partido final en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a olvidar aquella apuesta que se hicieron minutos antes de debutar con el equipo y que daría a premiar con cien euros a quien llegase al final de la liga con más goles anotados.

Rubén era el más veloz de los dos, pero Ramiro era más técnico. Rubén era el típico delantero de pequeña estatura y alto voltaje en el sistema nervioso que podía liquidar las tablas en cualquier contra, sus arrancadas eran tan temidas como su capacidad de decisión. Ramiro, en cambio, era más lento y sosegado, a muchos les desesperaba su tranquilidad para decidir, pero él siempre decidía lo correcto. Su toque de balón era exquisito y su remate de cabeza era colosal. Llevaba marcados tantos goles de falta directa como de finalización de jugada elaborada, y si no fuese porque, a pesar de tener el record de no haber fallado un solo penalti a lo largo de su vida, le había cedido a Rubén el honor de lanzar las siete penas máximas que les habían pitado a favor a lo largo de la liga, en aquel momento llevaría catorce goles más que su compañero y estaría gozando con algarabía el placer de contar con cien euros más en su bolsillo.

El partido comenzó lento y respetuoso. Parecía que ambos equipos tenían más miedo a perder que a vivir y seguramente así fuese. La primera ocasión fue para el Sporting, pero el Atlético respondió rápido con una contra fugaz bien dirigida por Rubén y mal finalizada por Ramiro. Un par de ocasiones más y el partido adquirió aires de gran empresa. La ida y la vuelta comenzaron a desintegrar el fondo físico de los jugadores, pero el aficionado, el verdadero mecenas del espectáculo, disfrutaba copiosamente del lindo espectáculo que le ofrecían dos equipos lanzados a tumba abierta de cara a la portería rival.

Ramiro comenzó a poner el temple y Rubén el desequilibrio, y con ellos y un poquito de fortuna, tan sólo era cuestión de poco tiempo la llegada del primer gol. Y llegó. Llegó en una jugada que ambos tenían memorizada dentro del baúl de sus mejores recuerdos; un calco del gol que le habían hecho al Deportivo Cación en la quinta jornada de liga. Una arrancada de Rubén desde la banda izquierda, un apoyo en Ramiro, una pared, un desmarque, un quiebro al portero y un gol. Con la derecha y a puerta vacía. Un gol para soñar, un gol para celebrar y gol para ganar una apuesta.

La apuesta. Aquel pensamiento de presión recorrió la espina dorsal de Ramiro causándole un escalofrío inquietante. Estaba a un solo gol de perder una apuesta que él mismo había propuesto hacía más de ocho meses y que en aquel momento estaba a punto de escapársele de entre los dedos, justo cuanto más fuerte la tenía apretada. Se alegró por el gol, sí, por la victoria, también, por el equipo y por el momento, pero un intenso calor en forma de duda recorrió su cuerpo cuando tuvo que preguntarse a sí mismo si resultaba correcto alegrarse por su compañero en aquellos momentos. Quería a Rubén como podía querer a un hermano, le estimaba tanto como a sus propios instintos, pero no estaba muy seguro de sentir alegría por él, porque, para qué engañarse, le molestaba bastante el imaginarse como víctima perdedora en aquella apuesta consigo mismo, con la vida y con su compañero del alma.

Así fue como se decidió a coger los tiros del carro y capturar la autoridad atacante de su equipo en busca de la sentencia. Y aunque abrazó fervorosamente a Rubén cuando se acercó hacia él para darle las gracias por los servicios prestados, supo por sí mismo, que aquello no era más que un fingimiento para con el mundo.

El primer balón que recibió Ramiro tras el primer gol del encuentro lo chutó a portería desde más de treinta metros de distancia. El balón se le fue muy arriba y sintió las miradas desaprobadoras de sus compañeros. Qué más daba, ninguno de ellos sabía lo que se traía entre manos.

El segundo balón que recibió lo pudo haber puesto en diagonal hacia el fabuloso desmarque de su compañero Rubén, pero Ramiro prefirió quebrar, avanzar y chutar desde más allá de la línea delimitadora del área. De nuevo se le fue alto y de nuevo sintió desaprobación en las miradas de sus compañeros de equipo. Incluso a Rubén le notó cierta incomprensión en el torrente de su mirada confusa.


No tardó mucho Rubén en darse cuenta del motivo que fabricaba el egoísmo de su compañero en la punta del ataque. Aquella apuesta en la que ambos se habían jugado el prestigio estaba convirtiendo a su amigo en un esclavo de sus propios ritos. Quiso condenarlo por ello pero no sintió más que comprensión. Más que nada porque habiéndole visto actuar supo de inmediato que él hubiese hecho lo mismo. No podía ocultar la satisfacción en el movimiento de sus sonrisas; satisfacción por el gol anotado, por la victoria momentánea y por la virtual victoria sobre Ramiro en aquella apuesta en la que habían puesto palabras y motivos necesarios como para no dejarse perder.

El partido continuó en los límites del espectáculo. El Sporting se lanzó al ataque desesperado en busca de un empate que era pura victoria y el Atlético comenzó a jugar a la especulación y al contragolpe para liquidar a su rival por el K.O. más absoluto y la vía del tormento más devastador. Para minar la moral de los jugadores del bando contrario solamente bastaba un contraataque letal y un gol que hiciese callar bocas ajenas y romper silencios propios. Un contraataque como el que inició Ramiro y como el que concluyó Rubén en su mano a mano particular con el portero, rodando por el suelo y con el árbitro señalando el punto de penalti en su carrera frenética hacia el área de conflicto. Rápidamente supo Rubén que conseguir aquel balón significaba conseguir medio pasaporte hacia el éxito y no pensó en el ascenso y ni siquiera en el aficionado del barrio que estaba asistiendo inquieto a una posibilidad histórica, solamente pensó en su orgullo, en sí mismo y en los cien euros que le pensaba ganar a su gran amigo Ramiro.

Se levantó rápidamente y tomó el balón con ambas manos para plantarlo en el punto de penalti. Si conseguía anotar aquel lanzamiento se iría a los treinta y dos goles y dejaría a Ramiro con treinta, degustando su amargura y llorando su derrota. No había terminado de asimilar su propio regocijo cuando sintió un violento empujón sobre su espalda. Se giró rápidamente para encararse con el agresor y descubrió el rostro desafiante de Ramiro mientras su voz le ordenaba la cesión de aquel lanzamiento. El barullo que se organizó a continuación solamente podría describirse como una situación lamentable, pues ambos se enzarzaron en una riña de empujones y enganchones de camiseta que despertó la vergüenza de todo aquel que había asistido al campo a observar el partido. Finalmente fueron separados por sus compañeros y se vieron sancionados con sendas cartulinas amarillas que supieron, en el ambiente, a demasiado poco castigo para sus actos.

Finalmente fue Ramiro, previo consentimiento del entrenador, quien obtuvo el privilegio de lanzar la pena máxima y como nunca antes había fallado penalti alguno, lo lanzó con la seguridad del maestro y con la eficiencia del asesino. El balón acabó en la escuadra y los ánimos sobre las nubes. Todos se acercaron hacia Ramiro para felicitarle por el gol anotado, todos menos Rubén, quien sintiéndose agraviado por la decisión, se negó a festejar el gol, la virtual victoria y el alcance del sueño casi hecho realidad.

En estas circunstancias llegó el descanso y con el mismo estalló la tensión. Todo empezó con una recriminación, prosiguió con un empujón y terminó a bofetadas. Ningún integrante del equipo pudo dar crédito a lo que estaba siendo testigo durante aquellos instantes. Los dos fueron separados y seriamente reprimidos. Nadie podía entender un comportamiento semejante cuando se tenía al alcance de la mano un logro sin precedentes. El entrenador supo que la mejor solución posible pasaba por sustituir a los dos y dejarlos en la ducha, pero temió por ellos, por sus compañeros y por él mismo. Temió por él mismo porque en el momento en el que pensó en cambiarlos tuvo la certeza de que si lo hacía, el partido y el ascenso se le irían al garete.

Así las cosas, ambos comenzaron, junto al resto de titulares, a disputar la segunda parte del partido y decidieron, en su propia consideración, no mirarse a los ojos ni prestarse palabra alguna. Y la falta de entendimiento llevó al desastre y el desastre se consumó en dos goles del Sporting que significaron el empate en el marcador y el fin de un sueño que, durante muchos minutos, creyeron en propiedad.

Aquella postura infantil les había abocado al fracaso. Dejaron de tirar paredes, dejaron de mirarse y dejaron de entenderse. Perdieron cada balón que recibieron en su obsesión por la jugada individual y los motivos de aquel desbarajuste fueron observados por el equipo rival como un caramelo que no podían dejar de saborear y sus jugadores captaron enseguida que algo raro ocurría entre ellos. Y como Borja y David eran tan eficientes en su tarea como Rubén y Ramiro, les bastaron un par de ocasiones claras para decantar la balanza a su favor.

El empate no era absolutamente nada para el Atlético Recaminos, pero significaba la vida misma para el Sporting Norante. Y así llegó el fútbol brusco del equipo líder. Mantener el empate se convirtió en una cuestión de vida, de honor y de algarabía. Comenzaron repartiendo zancadillas aisladas y terminanron creando un auténtico campo de minas dentro del terreno de juego. Lo que hasta hacía pocos minutos había sido un espectáculo deportivo, se había convertido enana pelea barriobajera. Los jugadores saltaban de un lado hacia otro impulsados por las piernas de sus rivales y el balón bajó tanto su cotización que la mayoría se olvidó del motivo de su existencia.

Y llegó el último minuto del partido. Llegó una volea hacia adelante y llegó una pelota franca a los pies de Ramiro Ramírez, el número nueve del Atlético Recaminos y autor del segundo gol del partido después de transformar un penalti. A su lado corría Rubén Rubinos, con el número siete a la espalda y con las mejores intenciones en su cabeza de cara al marco rival. Ramiro controló el balón y lo acomodó orientándolo hacia su pierna izquierda, la misma con la que más a gusto se sentía a la hora de desplazar la pelota. Esquivó dos entradas muy fuertes y descubrió que en diez metros había despejado todo su camino de cara al portero rival. Avanzó con la cabeza alta y las piernas a pleno funcionamiento. Pensó en marcar, en ganar y en celebrar. Pensó en el equipo hasta el momento en el que descubrió que, cinco metros hacia su izquierda, su compañero Rubén acompañaba su ofensiva en una carrera paralela. La jugada se parecía bastante a la misma que ambos habían repetido durante toda la temporada; un dos contra uno ante el portero y la aplicación de la regla máxima; el balón siempre para el que esté libre de obstáculos. Si obedecía la lógica debía darle el balón y el gol a Rubén, pero si se obedecía a sí mismo, era posible que el diablillo del orgullo que llevaba toda la tarde susurrándole al oído, le aconsejase finalizar, marcar, festejar y ganar el partido y la apuesta. Aquella maldita apuesta que le había puesto en contra del mundo, una apuesta en la que, realmente, los cien euros en juego no significaban absolutamente nada, ya que lo que realmente importaba era saberse triunfador y evitar de paso la sonrisa complacida de su compañero celebrando su éxito. Lo que verdaderamente se jugaba, entonces, era el orgullo, y ambos, que habían apostado a ganar consigo mismo, no eran capaces de concebir la idea de perder por más que el triunfador fuese su mejor amigo y, por ende, su propio equipo.

Decidió, pues, chutar y negarle la gloria a su compañero de ataque. Y Ramiro nunca olvidaría aquel momento en el que golpeó al balón con el empeine y el balón apenas tomó un palmo de altura para acabar, casi mansamente, entre las piernas del portero rival. Y menos aún olvidaría la jugada que inmediatamente después inició el mismo portero que había puesto freno a su gloria y que, tras varios toques, acabó en el tercer gol del equipo rival y que significó toda una lección para su orgullo herido en tanto se había visto como Borja, terrible delantero del Sporting Norante, le había cedido el balón a su compañero David, rechazando con ello imitar el egoísmo de Ramiro Ramírez y buscando, con ardor, el ascenso que llevaban todo el año peleando.

Y no olvidaría nunca Ramiro aquella jugada en la que pecó de egoísmo solamente por ganar una apuesta, porque al haberse traicionado a sí mismo había perdido, para siempre y de un solo golpe, no solamente una apuesta, sino también un partido, un deseo y un amigo.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Otra vez

Otra vez. Ya está aquí, titileando como el anuncio de una promesa espectacular, un nuevo partido del siglo rondando el pensamiento, el pronóstico y las emociones de millones de aficionados repartidos por España y otros rincones del mundo. Ya está aquí el mejor partido que puede verse en el mundo, con dos colosos enfrentados a sus verdades, sus mentiras, sus valores y sus miedos. Ya está aquí el Barça - Madrid, otra vez.

Intentar pronosticar en un partido de semejante envergadura es como atreverse a adivinar el gordo del próximo sorteo de la lotería de navidad; sabemos que puede tocarnos, pero no sabemos lo cerca o lo lejos que estaremos. Dicen que el Barça viene mejor en cuanto a fútbol, otros dicen que lo que importa son los resultados y ahí el Madrid va ganando la partida, dicen que Messi decantará la balanza, dicen que será Cristiano. Todos dicen muchas cosas y todos dan su particular análisis sobre la situación. Pecaré de cansino, pero yo también tengo el mío.

Me esquilma en cierta modo la corriente de opinión que ha convertido al Madrid en lo que hoy es; un equipo con pegada pero sin juego. Me esquilma, no por sentimentalismo ni simpatía, si no por la poca aproximación a la realidad que se extrae de cada una de las opiniones. Parece que el Madrid debe conformarse con lo que es: un equipo que no juega bien pero gana y que así será siempre porque el Madrid siempre ha sido un equipo ganador que, más allá de los adornos y las vibraciones, es lo que cuenta. Pues bien señores, yo he visto al Madrid jugar muy bien.

Va para dos décadas que el Madrid abandonó un puente guía de sensata dirección para lanzarse al precipio de las arrancadas de espíritu. Vale que el madridismo siempre valoró el coraje y la entrega con un ánimo especial, vale que querer ganar es la premisa fundamental para llegar a la cima, vale que el gen impositivo de cada especie es el factor que encamina a cada individuo a cumplir con sus premisas. Pero si el Madrid se abandona a ganar de cualquier manera cada vez la costará más esfuerzo reajustar los cimientos tras el huracán.

Algo diferente ocurre en Barcelona. En aquellos años en los que el Madrid era fuente de inspiración para los poetas del fútbol, el Barça se perdía en proyectos sin dirección. A menudo señalaban a los estamentos de su mala suerte, regeneraban la ilusión cada mes de agosto con un fichaje de relumbrón y volvían a cambiar de estilo cada mes de septiembre con un nuevo inquilino en el banquillo. En aquellos días el Barcelona jugaba tan mal como el Madrid de ahora con la diferencia de que no ganaba.

Para analizar la importancia del buen fútbol en la cadena del resultado, solamente hace falta ver al Barça. Su código genético lleva implícito la obligación de mantener el estilo. Fútbol elaborado, centrocampistas inteligentes, extremos incisivos y delanteros con alma de inventores. Así ha sido desde que Cruyff creó un Dream Team y así se demostró cada vez que el club intentó un inútil salto al vacío. Por ello, cada vez que el Barça culmina una temporada triunfal no queda ningún resquicio para la duda; cuando enamora gana y cuando gana enamora.

Y en el punto álgido de cada respectiva consolidación, ambos colosos se enfrentan para dirimir sus fuerzas por enésima vez. Es el clásico de los clásicos, el partido más esperado, el más visto, el que más comentarios suscita tanto en la previa como en la semana posterior. Un partido que no decidirá la liga, ni hundirá a ninguno de los dos equipos, pero en el que se sigue jugando el orgullo, la primacía y la posibilidad de que hablen bien de uno durante los días siguientes.

Que tengan cuidado los del Barça si piensan que con su tiqui taca pueden bailar a este Madrid en continua búsqueda de sí mismo porque ante cualquier mal partido o cualquier pronóstico incierto existe siempre la indiscutible competitividad de un equipo muy difícil de ganar. Y que tengan cuidado los del Madrid si piensan que media docena de destellos de sus estrellas bastarán para doblegar a un Barça que dicen "ya no es el que era", porque en cualquier momento puede despertar el monstruo de once cabezas capaz de desarbolar al mejor equipo con su majestuosa colección de pases incontrolables.

Que nadie se confíe y que todos lo disfrutemos. Es el partido del siglo. Otra vez.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

A vueltas con la grandeza

Siempre tiende uno a afilar uñas y dientes cuando le tocan lo suyo. "Lo mío es sagrado", suelo escuchar en varias ocasiones cuando alguien, más desde la ignorancia que desde el conocimiento, tiende a juzgar los hechos en los que uno se ve implicado. No menos cruda es esa expresión que de vez en cuando nos saca a relucir el alma en carne viva y que dice "que las verdades duelen". Así es, y bien dichas duelen mucho más.

Una verdad muy bien dicha es afirmar que el Atleti no es un gran equipo. A la vista está que le sobran defensores de medio pelo y le falta un patrón de juego que bien podría derivar de una buena gestión deportiva. Como de los polvos de ayer vienen los lodos de hoy, el equipo se va consumiendo entre fichajes de medio pelo, necesidades históricas y leyendas infundadas. Aspirar a la liga hoy en día es más quimera que realidad. Creer que el equipo puede entrar en Champions es echar la vista a un lado y no ser consciente de una realidad en cuyas carnes late, de manera encendida, el miedo a un descenso que no hace mucho nos pilló a todos a contrapié.

Una verdad muy mal dicha es la de afirmar que el Atleti no es un grande. Más allá de las predisposiciones, los enervados juicios de valor y las realidades del presente, existe un patrimonio intocable. Nadie podrá discutir jamás que la Real Sociedad no es un equipo de primer nivel por más que hoy dispute un puesto en la élite de la segunda división. Ni nadie podrá poner en duda las veintitrés copas del Athletic por más que a día de hoy Zarra, Gaínza o Panizo no sean sino una esquirla en la memoria de los más nostálgicos. Nadie osó a cuestionar la valía del Manchester United cuando no hace más de un cuarto de siglo se pudría en las marañas de la Second Division inglesa, ni nadie duda del verdadero valor que aún hoy permanece latiente en las venas de equipos con Nottingham Forest, Leeds United o Saint Ettiene.

Si existe algo impermeable al paso del tiempo son los logros. Del Atleti de ayer hoy no queda nada en lo deportivo, ni siquiera aquellos ademanes a ras de césped de un Luis Aragonés vestido de chándal. Pero queda la ilusión y la fe de que la historia, por qué no, puede llegar a repetirse.

Nacen todas estas lineas a colación de un par de post que he leído en dos de las bitácoras atléticas más prestigiosas de la blosfera. En "Sentimiento Atlético", Fernando pide a sus lectores una opinión de lo que para ellos significa el Atleti visto desde fuera. Y en "Un grande sin memoria", José I. Fernández nos regala una exquisita entrevista con Adrián Escudero. En las dos, encontramos algunas verdades personalmente interpretadas. Por un lado nos invitan a los atléticos a olvidarnos de que somos aficionados de un grande. En contrapartida, podemos seguir reforzando nuestro orgullo cuando conocemos la historia de un tipo que anotó casi doscientos goles vistiendo nuestra camiseta.

Que nadie nos malinterprete. Si nos creemos grandes es porque somos grandes. No somos un gran equipo, lo sé, pero formamos parte de una llama que lleva más de cien años encendida. Si, como nos recomiendan, optamos por soplar la vela y apagamos el fuego, a este equipo no le quedará nada, ni siquiera grandeza.

Si nos creemos grandes es porque somos grandes. Que le pregunten a los miles de aficionados que tenemos repartidos por qué son del Atleti. Ellos no necesitaron preguntárselo a su padre como aquel niño de la Sra. Rushmore. Si somos del Atleti es porque seguimos activando nuestro orgullo cada vez que leemos la historia de tipos como Adrian Escudero. Tipos de los que hubo muchos y tipos de los que, estoy seguro, habrá muchos más.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El mundial de la convulsión

El veintisiete de noviembre de mil novecientos noventa y siete, las selecciones de Australia e Irán se citaron en Melbourne para disputarse un puesto en el mundial que se celebraría en Francia durante el verano del año siguiente. El partido de ida había dejado un empate a uno como resultado de incierto pronóstico y la historicidad de ver, por vez primera, a una mujer presenciando un partido de fútbol en tierra iraní.

Resultó que la agencia italiana ANSA, obviando la ley islámica por la cual se prohíbe a la mujer exhibirse en público, acreditó a su corresponsal Nadia Pizzuti quien, tras arduas negociaciones consiguió hacer historia en las gradas del estadio Azadi.

Durante el partido de vuelta hubo muchas más mujeres en las gradas poniendo su grano de arena, en concepto de ánimo y pasión, en su intento de relanzar el espíritu de su selección de fútbol. Fue un partido demasiado duro para los iraníes quienes nunca olvidarán al portero Bosnich increpándoles como “cerdos musulmanes” y, sobre todo, nunca olvidarán el esfuerzo que tuvieron que llevar a cabo después de haberse marchado al descanso con un dos a cero en contra. En apenas dos minutos, Bagheri y Azizi llevaron la locura al pueblo iraní y obtuvieron soñado el pasaporte para que el “Team Melli” pudiese viajar a Francia a disputar su cuota de partidos mundialistas.

El verano nació caluroso en Francia. Como un augurio del espectáculo que tanto deseo palpitaba en los corazones de la gente, el Sol quiso apuntarse al evento aportando su particular nota de colorido. Las calles de todo el país se engalanaban con el cartel oficial que había creado Natalie Le Gall y con los sueños en voz alta que se pregonaban en todas las tertulias de sobremesa.

Los franceses soñaban con ver fútbol, pero no resultó nada fácil poder hacerlo. La venta de entradas, debido a la escasez de papel, se convirtió en un foco ideal para mafias, truhanes y vividores en general. El precio que alcanzaron en el mercado negro llegó a ser tan escandaloso que hasta Joseph Blatter, presidente de la FIFA, se obligó a tomar medidas en pos de zanjar el problema en vistas al futuro.

Uno de los partidos más espectaculares del campeonato fue el que enfrentó a Argentina e Inglaterra por un puesto en los cuartos de final. En lo deportivo, el partido será recordado para siempre por el extraordinario gol de Owen después de atravesar a la velocidad de la luz la última mitad del terreno. En lo extradeportivo, el partido pasará a la historia por haber batido todos los records anteriores de conexiones on line. Y es que más de setenta millones de navegantes, repartidos por todo el mundo, se conectaron con el sitio oficial del campeonato para seguir en vivo las evoluciones del encuentro.

Fue un mundial el que se invirtieron veintiocho millones de dólares en seguridad y durante el cual, sin embargo, no se pudieron evitar incidentes como los acaecidos tras el enfrentamiento entre Inglaterra y Túnez cuando cientos de hooligans e inmigrantes magrebíes se enzarzaron en una brutal pelea que colapsó las principales calles de Marsella. O el sufrido por el gendarme Daniel Nivel, herido brutalmente en la cabeza por dos hinchas alemanes.

Aunque si una historia destaca por encima de todas fue la del misterio que rodeó al problema de Ronaldo un día antes de disputarse la final entre Francia y Brasil. El fenómeno brasileño que, hasta la fecha había anotado cuatro goles en el mundial, se sintió indispuesto durante la tarde del once de julio. Su compañero de habitación, Roberto Carlos, alertado por las convulsiones de su amigo se lanzó al pasillo del Chateau de la Grande Romaine en busca de ayuda. “¡Ronaldo se muere!”. Hasta allí llegaron futbolistas, técnicos y doctores para intentar aplacar el ataque del delantero. Nunca se conocieron las causas del mismo, pero se supo que Ronaldo estuvo dos minutos convulsionando y dos horas sin sentido. El esfuerzo al que sometió a su cuerpo fue tan brutal que nadie le hubiese aconsejado jugar un partido de fútbol en apenas veinticuatro horas. Pero Ronaldo jugó la final y pasó tan desapercibido como todo su equipo. El delantero que toda Francia había temido no fue más que una sombra de sí mismo y fue cuando Brasil cayó derrotada cuando todos se giraron hacia él y hacia quien le hizo jugar por decreto de estado. No debían haberlo hecho, pero la importancia de una victoria pesaba más en la conciencia de todo el staff que el miedo al reproche que hubiese causado ver a la estrella del equipo viendo la final desde la tribuna.

Fue la final de Zidane y la tarde en que toda Francia se echó a la calle. En un majestuoso estadio construido para la ocasión, la selección blue pasó por encima de un timorato Brasil para el delirio de los ochenta mil espectadores presentes y, tras un indiscutible tres a cero, levantó al cielo de París la que sería, hasta hoy, su primera y única copa de campeón del mundo.

Una vez satisfecho el particular pedazo de gloria, llegó la hora de saldar cuentas con el pasado. Aimé Jacquet, en la cima del mundo, agarró el micrófono para reprochar las críticas recibidas por parte de una gran parte de los periodistas galos. “Quiero que sepan que jamás perdonaré a mis críticos”.

Aunque más sonada (y denunciable) fue la crítica del político ultraderechista Jean Marie Le Pen quien meses antes del mundial ya había denunciado la gran cantidad de jugadores de color que, para él, ensuciaban la zamarra francesa. Y es que, de los veintidós jugadores convocados, solamente ocho eran franceses puros, es decir, de padre y madre galos. “¿Qué mas da? Son franceses al fin y al cabo”, debieron de pensar los millones de ciudadanos que se lanzaron a la algarabía para celebrar el triunfo más importante en la historia del país. Para ellos, los padres argelinos de Zidane o los abuelos armenios de Djorkaeff debían ser poco menos que dioses a los que adorar y Le Pen poco más que un miserable al que pretender olvidar.

Aunque el verdadero secreto del éxito de la selección, más allá de la procedencia, la raza o la religión, lo descubrió el diario “Le Figaró” pocos meses después de terminado el torneo. Durante el mismo, el cuerpo de preparadores físicos blue, había repartido entre los jugadores un kit de calzoncillos con propiedades relajantes. Estos, por lo visto, favorecieron la oxigenación testicular y, con ello, una mejor respuesta muscular. Nosotros pensando que el éxito residía en los besos que Blanc depositaba en la calva de Barthez antes de los partidos y resulta que, al final, siempre quedará, por encima de todos, el consejo perpétuo de nuestras madres: “allá donde vayas, hijo mío, procura tener siempre un par de calzoncillos limpios”. Y relajantes, añadiría yo. Y apuesto a que toda Francia estaría conmigo.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

"No sacamos al Real Madrid en portada porque no se lo merece"

Desde que la información derivó de la narración del suceso al forofismo más barato, nos han acostumbrado a vendernos una realidad demasiado futil para los que buscan relevancia y demasiado compleja para los irrelevantes. A medida que el Madrid fue perdiendo tirón en el campo y lo fue ganando en estadísticas económicas, los responsables de los periódicos más tradicionales captaron el mensaje más demagógico de todos: por encima del intelecto y por delante de la objetividad, la primera premisa es vender papel.

De esta manera, periódicos de tradicional tirada nacional fueron acurrucándose en su mundo de blanco impoluto y se convirtieron en lo que tanto detestaron durante años. En Cataluña, la prensa barcelonista siempre clavó sus uñas en pos de defender lo suyo y protestar ante lo ajeno. Lo ajeno, en aquellos años en los que el Barça era un barco a la deriva, no era otra cosa que el Real Madrid.

Hace ya tiempo que el Real Madrid no juega contra nadie, simplemente gana o pierde. Si sale vencedor de un duelo no se venden las miserias del rival (a no ser que se trate de un derbi y la gente por fin se de cuenta, albricias, de lo mal planificado que está el Atlético), simplemente se trata de una victoria más, dentro de la rutina lógica del mejor equipo del mundo. Sin embargo, cuando pierde, nadie se para a pensar si el equipo rival le ha dado un baile, si estuvo mejor tácticamente o si, simplemente, mereció la victoria por esa simple definición que conlleva el jugar mejor. Quizá venda más decir que el Real Madrid no merece salir en la portada.

Cuando nos venden este populismo capaz de hinchar la vena al más forofo tertuliano de barra de bar, no solo se dejan en evidencia a ellos mismos sino que provocan el enfado lógico de quien se cree conquistador de un pedazo de gloria. Si el Alcorcón hoy es portada simplemente porque el Madrid no ha merecido serlo nos estamos metiendo en el juego del desprestigio. De nada sirvieron ciento ochenta minutos de esfuerzo, ilusión y fútbol, la narración desinformativa lo simplifica todo a una falta de actitudes del equipo rival.

No es consecuente Marca con su paupérrima línea editorial una vez saca a la luz su enésima pataleta forofista, no exenta, como es habitual, de su particular dosis de ventajismo. Hace solamente un año, el Madrid sentó un precedente al ridículo que hoy le desmerece como candidato a portada y entonces el periódico reflejó en su informativa portada la imagen del capitán del equipo.

No hace muchos meses que, después de vender chorreo y remontadas heróicas, el Madrid salió de Anfield Road con una cornada bien profunda en todo lo alto. Tras un partido en el que el equipo apenas dio señales de presencia, Marca creyó oportuno que tanto Raúl como Casillas merecían salir en la portada.

Como lo que importa siempre es el fondo por delante de la forma, durante meses anduvieron vendiendo canguelo e ínfulas de equipo insuperable aún cuando todos sabían, y ellos mismos debían ser los primeros, que el equipo estaba cayendo en un insalvable bucle de mal juego. Por ello, cuando el Barça hizo el partido del año en el Bernabéu, no tuvieron más remedio que vender lo que hacía tiempo se preveía como una realidad. Aún así, creyeron conveniente que dos de los jugadores del equipo sí merecían estar en la portada.

Extraño el juego de merecimientos y desmerecimientos al que juega Marca desde hace tiempo. Me vale que el Madrid ayer (y en Santo Domigo), jugó horrible. Me vale que la primera hora en el Calderón fuese de una superioridad absoluta. Me vale la verdad y la verdad es la que yo veo. Me vale que el Madrid salga en la portada todas las veces que lo merezca y, espero, desde hoy, que los equipos que le ganen un duelo tengan su dosis de protagonismo gracias a su mérito y no al demérito del rival. Ellos mandan y ellos deciden, claro está, y por ende, ellos deciden sus portadas. Veremos cuánto tarda alguien en merecer (o desmerecer) una portada en este periódico, aunque con el inaudito ataque comparativo que idearon hace poco más de un año, miedo me da saber quienes, para ellos, son merecedores de ser portada de su diario.