miércoles, 23 de septiembre de 2015

Monsieur

No hay mejor ejercicio para la emoción que evocar la nostalgia. Disfrazamos la añoranza de deseo y nos ponemos a recordar aquellos momentos que, en nuestra infancia, nos encontraron con los ojos bien abiertos y el corazón encogido. Para un aficionado al fútbol no hay mayor motor pasional que recordar aquellos tiempos en los que, siendo un niño, descubrió a sus futbolistas de fantasía.

El día que España jugó la final de la Eurocopa de 1984 yo tenía ocho añitos y aún no sabía que en el ámbito deportivo internacional éramos un país de muchos sueños y más derrotas. Por ello, aquel partido se había convertido en un acontecimiento capaz de paralizar a todas las ciudades del estado. Yo, de fútbol, sabía de mi afición al Atleti, de mi simpatía por la Real Sociedad, que el Athletic era el mejor equipo de España y que Santillana saltaba más que nadie. También hablaban de Arconada como un ser casi mitológico; un pulpo de ocho brazos capaz de detener disparos a bocajarro con la agilidad de un gato montés.

Precisamente fue Arconada quien pasó de héroe a antihéroe en el periodo de tiempo que transcurrió entre el minuto cincuenta y cinco y el cincuenta y siete. El árbitro concedió una falta al equipo francés, el meta colocó mal la barrera y el número diez lanzó el balón, suave, por el palo del  portero. Lo que parecía una parada fácil se convirtió en un estigma que persiguió durante toda su carrera al que probablemente haya sido uno de los tres o cuatro mejores porteros de nuestra historia. Pero la historia, más allá de los errores, se escribe en base a los grandes aciertos y nadie para embellecer el logro como los jugadores de época.

El tipo que lanzó la falta, el que vestía el número diez, es uno de los futbolistas más elegantes que ví en mi vida. Quizá sean muchos lo que le identifiquen con ese señor algo pasado de peso y sonrisa bobalicona que se sienta en el palco de las grandes finales en calidad de presidente de la UEFA. Pero antes de dirigir desde los despachos, dirigió desde el césped como un mariscal de campo. Platini recibía en tres cuartos, levantaba la cabeza y la jugada, como por arte de magia, terminaba despejándose. Para él no existían secretos, para él no existía un estadio imposible de conquistar.

Fue cisne de belleza incomparable en Nancy, reeditor de éxitos en Saint Ettiene, estrella mundial en la Juventus y punta de lanza de una selección francesa que ganó pocos títulos pero conquistó el corazón de millones de espectadores. Aquel equipo jugaba casi de memoria, con tres centrocampistas de corte ofensivo y un delantero con cuerpo de centrocampista. Ya lo dijo en una ocasión: "No soy un nueve, pero tampoco soy un diez. Soy más bien un nueve y medio". Quizá aquella calificación, aparte de definirle estratégicamente, también podría definirle como futbolista porque él fue siempre un jugador sobresaliente.

Manejaba el espacio como pocos, sabía llegar desde atrás, casi siempre indescifrable, manejaba el arte del remate a la perfección. En los tiempos de gloria del Calcio, salió máximo goleador en tres ocasiones. Pero más allá de su capacidad de golear, Platiní destacaba por su capacidad para gobernar. Y es ahí donde se talla su incomparable figura como jugador. De una técnica exquisita, Platini aparecía para hacerse dueño de la pelota cuando su equipo más lo necesitaba. En aquella Juve de Trapattoni, quizá la mejor de la historia, se hicieron famosas las victorias por un gol a cero. Aquellos logros seguramente no hubiesen sido posibles sin la presencia del número diez francés. Él era quien atraía a los rivales, quien escondía la pelota, quien distribuía el juego y quien, cuando el defensor rival menos lo esperaba, aparecía en el área para ejecutar el partido con un gol casi siempre de bella factura.

Como los productos realmente extasiantes, el fulgor de Platini se apagó antes de lo que nos hubiese gustado. En 1987, con treinta y dos años, y dos temporadas después de haber sido galardonado con el último de sus tres balones de oro, decidió dejarlo todo y pelear por su sueño de presidir la FIFA. El Platini de los despachos es un hombre recio y no exento de polémica. Como a nosotros nos gusta el fútbol por encima de las corbatas, recordaremos por siempre a ese futbolista que era capaz de levantar de su asiento a todo un estadio. Y esas cosas, en realidad, son propiedad privada de los elegidos.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

El penúltimo milagro

El fútbol se parece demasiado a la épica como para no encumbrarlo en hipérboles y elegías. Uno habla de futbolistas y los compara con semdioses tan sólo porque son héroes de carne y hueso que logran, con un momento mágico, asombrarnos y, en el mejor de los casos, colmar toda nuestra felicidad al ser los precursores del hechizo que todos imaginamos en sueños.

Los milagros, en fútbol, se recuentan en paradas imposibles y en goles inesperados a última hora. Hay otros de igual belleza pero menor intensidad, como cuando un pez chico se pone el mundo por montera y le da por merendarse al grande. Pero como aquí, igual que en la vida, el poderoso caballero es aquel que pone las piezas en su lugar, al final, como en los malos cuentos, el poderoso termina siempre comiéndose hasta el tuétano del hueso de las perdices.

Los grandes equipos viven de grandes actuaciones. Los mejores jugadores, a su vez, son aquellos que anotan el gol decisivo en el momento clave. Si de milagros hablamos, será imposible de olvidar para aquellos que lo vimos, aquella casi improbable remontada del Liverpool ante el Milan en la final de la Copa de Europa de 2005.

Tras una primera parte dominada de cabo a rabo por el Milan y con una exhibición de Kaká como pocas veces se había visto a un futbolista en un escenario similar, el Liverpool se aferró a sus historia, a su afición y a su momento para dibujar una hazaña cuyos ecos aún resuenan en la memoria de los mejores aficionados. Y sin embargo, aquel milagro de Estambul no hubiese sido posible de no haber mediado, unos meses antes, otro milagro, perpetrado a orillas del río Mersey y cuyo protagonista fue el gran Steve Gerrard. Fue por cosas como aquella por lo que le terminaron apodando "El Dios de Anfield".

En un grupo que se le terminó complicando, el Liverpool se enfrentó a Mónaco, Olympiakos y Deportivo La Coruña. No era un grupo sencillo y el Liverpool no era, ni mucho menos, el gran favorito. El Mónaco, finalista de la anterior edición, se destacó desde el principio y el Depor, semifinalista también en 2004, terminó desinflándose antes de tiempo. El segundo puesto quedó en disputa, pues, entre Liverpool y Olympiakos. Los reds venian dando una de cal y otra de arena. Habían perdido en Atenas y, para poder pasar a la ronda clasificatoria de octavos de final, debían vencer a los griegos por dos goles de diferencia. Aquella era una empresa complicada.

El Olympiakos era un equipo capitaneado por el incombustible Djordevic y donde jugaban los ex azulgrana Rivaldo y Giovani. También jugaba Gabi Schurrer, viejo conocido de la afición española, y algunos buenos futbolistas locales como Stoltidis y Anatolakis. No era el mejor equipo de Europa pero tampoco un equipo fácil de golear. Menos aún para un Liverpool que llegaba plagado de dudas y con la espada de Damocles balanceando sobre la cabeza de Rafa Benítez.

Benítez había llegado a Liverpool como el salvador después de la tormentosa estancia de Houllier, cargada de luces y sombras. Sin embargo, tras sus primeros meses en el equipo, el globo se había desinflado y, ya en noviembre, solamente le quedaba la Champions como tabla de salvación. Y aquella salvación pasaba por ganarle al Olimpiakos y hacerlo por más de un gol de diferencia.

La empresa se complicó bastante cuando Rivaldo anotó el cero a uno en el minuto veintisiete. Había que hacer tres goles y el equipo no estaba jugando demasiado bien. Con ventaja por la mínima se llegó a descanso y hubo quien pensó que era el momento idóneo para regresar a casa, tumbarse a lo calentito y olvidarse del fútbol al tiempo que se ahorraba la media hora de rigor atrapado en el atasco de salida del estadio.

Nadie imaginaba que el equipo que saldría a jugar en la segunda parte sería mucho más intenso, mucho más convencido, mucho más identificado con la afición. Sinama Pongolle apenas tardó dos minutos en anotar el empate y de ahí hasta el final el partido se convirtió en un acoso constante sobre la portería de Nikopolidis. Todo parecía perdido hasta que Mellor, a diez minutos del final, anotó el dos a uno. Quedaba una decena de minutos y la impresión de que la épica podía llegar a escribirse. Pero nadie imaginaba quien sería el héroe que completase la gesta.

Los héroes, como los padres, aparecen cuando realmente esperas algo de ellos. La mirada de un niño pequeño, siempre busca la mano protectora de su padre cuando presiente que un peligro acecha sobre su aventura. Esa mano protectora que la hinchada del Liverpool encontraría en su verdadero ídolo de masas. La jugada fue larga y algo embarullada. Minutos antes, Steve Gerrard había roto la bola con un disparo fabuloso, pero el español Mejuto González había anulado el tanto por falta previa de Milan Baros. Aquel, sí pero no, aún corría como un runrrún por la grada de Anfield. Por ello, cuando el balón llegó de nuevo al bueno de Steve en el borde del área no hizo sino lo que mejor supo, una vez más. La ejecución fue más ortodoxa pero mucho más eficaz. El obús entró a la izquierda de Nikopolidis que, pese a su buena estirada, no pudo hacer nada por alcanzar la pelota.

La locura, la gloria y la memoria dependen de hechos heroicos como este que acontenció en Anfield. Cuarenta y cinco minutos antes, el Liverpool tenía pie y medio fuera de la Champions League. Aquel gol de Gerrard fue la primera piedra de un edificio que terminó forjándose con hormigón armado. Cayeron el Bayer Leverkusen, la Juventus y el Chelsea. Y en la final, cuando todos daban por muerto al equipo de Benítez, los reds se conjuraron para obrar el último milagro. El penúltimo, el que les puso de pie hacia el camino que llevaba a Estambul, ya había obrado forma desde el pie derecho de Steve Gerrard. Sin aquel gol invernal, no hubiesemos dormido arropados por el asombro aquella noche de primavera del año 2005.