martes, 21 de julio de 2015

Illa, Illa

Había un estadio que lo había vivido todo y casi todo había sido lo más grande. Había un público que había aprendido a ganar, a celebrar y a disfrutar. Había una gente que no se acordaba de llorar, quizá porque hacía demasiado que no lo hacían, quizá porque no lo habían hecho nunca. Y hubo un tipo, de aspecto tosco y piernas pequeñas, que les hizo sentir un torrente de emociones. El puño en alto, la garganta desgañitada, el césped como escenario y la carrera frenética como despedida.

El día que se marchó Juanito se nos marchó la infancia. Habíamos crecido pegados a la radio, escuchando goles y remontadas imposibles. Aquellos que lo amaban sintieron el orgullo intacto y la tristeza tan al fondo que no supieron si llorar o no querer nunca dejar de recordar. Los que le sufrimos, seguimos sabiendo que, aún en la rivalidad, el aplauso siempre corresponde a aquellos que miran de cara en la victoria y en la derrota. Juanito tenía arrugas de hombre serio y alma de niño. Hablaba de frente y goleaba como un mago sin chistera; todo inspiración, todo imaginación.

Las piernas arqueadas, la provocación en la sonrisa, el regate en corto, el disparo seco, elegante, curvado, certero. Y pase magistral. Siempre en el momento preciso. Dijeron que era un Guadiana, pero el día que el río llevaba agua era un torrente de genialidad. Le costó hacerse un hueco con la selección y el mundo le conoció con un botellazo que hizo honor a su fama pero no fue justo con su fútbol. Los niños bajaban al barrio con un número siete cosido en una camiseta blanca. Aquel fútbol de entonces honraba a sus héroes. Hoy, mientras observamos la triste despedida de un portero que nos lo dio todo, no imaginamos a Juanito marchándose sin honores. Sin embargo, todos sabemos que de aquel fútbol de patio de colegio no queda ni la educación.


miércoles, 15 de julio de 2015

El Kaiser


Nuestros padres nos hablaban de un tipo que jugaba con la cabeza levantada, que ponía el balón donde ponía el ojo, que barría la zona defensiva y sacaba el balón con elegancia, que disparaba a puerta con frecuencia y con más frecuencia aún realizaba cambios de juego que desorientaban al rival. Excelente toque de balón con el empeine, regate aseado y presencia física. Era tan elegante que amilanaba, nadie quería interrumpir su camino y el barro apenas manchaba su camiseta porque no necesitaba ir al suelo para arrebatar una pelota.

El recuerdo de nuestros padres se vio refrescado por aquello últimos años como comandante en la zaga, pero "El Kaiser" alemán fue mucho más que un extraordinario hombre libre. Cuando jugaba más adelante, era el mejor centrocampista jamás visto hasta entonces. Dotado de técnica, zancada y espléndido toque de balón, el número cinco alemán recorría el campo, de área a área, sorteando rivales con combinaciones precisas. Sabía disparar a las escuadras como el mejor y sabía dejar al compañero, en el área, en la situación más idónea para hacer un gol.

Franz Beckenbauer fue una de las más importantes estrellas en la historia de los mundiales, ese escaparate plagado de purpurina de cuyos sucesos vive la memoria más rutilante del aficionado. En 1966, pese a haber sido obviado por la historia, oculto entre la exhultante condición de Charlton y los asombrosos goles de Eusebio, Beckenbauer fue, posiblemente, el mejor jugador del campeonato. Sólo tenía veintiún años, pero le sobraba jerarquía e inteligencia. Dotado de aquella excelente técnica, poco más le hacía falta de encumbrarse.

En 1970, el primer mundial tecnicolor, nos enseñó a un Beckenbuer a cámara lenta; el hombre que gobernaba el juego y el guerrero sin antifaz que saltó al campo con el brazo sujeto al pecho con una venda para entregar el alma al diablo italiano. Su consagración, ya como defensa libre, se culminó en 1974, cuando un equipo tan eficaz como sobrio, ganó a la gran Holanda en la final y el recién nombrado presidente Havelange, puso la copa de campeón del mundo en sus manos levantandola hacia el cielo en una foto inolvidable.

Terminado su periplo por el escaparate inigualable del campeonato mundial, comenzó su era de tiranía europea como capitán del Bayern de Munich. Aquel era un equipo tan poco espectacular como tremendamente práctico. Un rodillo que ganaba a su velocidad de crucero. Hasta tres copas de Europa levantó aquel que ya habían bautizado como Kaiser. Dos balones de oro y la sensación de satisfacción después de batirse el cobre contra el mejor Borussia Moenchengladbach en el campeonato casero. Un jerarca incomparable, el hombre que aterrizó en Hamburgo para hacerlo campeón y retirarse en la gloria que nunca dejó de abrazarle. Para aquellos hombres que hoy son abuelos, Beckenbauer significó una perfección táctica tal que aún no han encontrado un tipo a quien poder compararle.