miércoles, 24 de noviembre de 2010

La recompensa al sufrimiento

Se acaba el año y, como en tantas y tantas ocasiones, toca ese crucial, cara a la galería, ejercicio de rememorar todo aquello que nos puso el corazón en pie. Bien fuese por mal o por bien, siempre hay momentos que nuestra memoria gusta de seleccionar con el fin de colocarlos en el lugar más apropiado de la libreta de nuestros recuerdos. Basta con buscar la página y encontrar el momento.

En el instante de mirar hacia atrás es cuando nos ponemos en situación de relevancia, intentamos hacer inventario de nuestras palabras y buscamos, como locos, el recuerdo más nítido de cada uno de los gestos regalados por todos aquellos que nos rodean.

Yo ahora me veo en Neptuno, preso de la emoción, del desahogo y del orgullo. Han pasado muchos años desde que el Atleti paseó por las calles de Madrid aquel doblete que, a la larga le causó un dolor a la memoria que fue directamente proporcional al daño que los directivos le iban haciendo al equipo por mor de sus habilidades para falsear cifras y jugar con los corazones de la gente. No estoy solo, junto a mi, un puñado de atléticos alternan momentos de ilusión, recuerdo, nostalgia y esperanza. Las lágrimas se mezclan con el júbilo y las promesas que saben que no se cumplirán se convierten en un grito de reivindicación ante el mundo. "Volveremos", dicen. Ya volvimos. Las heridas del camino no duelen cuando se llega triunfante al final del trayecto. Toca emprender nuevas aventuras y toca no cometer los mismos errores. Si queremos ser grandes, conviene actuar como tal. Si queremos seguir soñando, conviene saber que seguimos maniatados por dos tipos que gustan de actuar como bufones y que, cuanto más pequeñitos nos hacen, más relamen la consecución de cada territorio perdido.

Viajo ahora hacia mi barrio. Ha pasado un mes y medio. Cientos de niños y adultos con mirada infantil se arremolinan bajo el chorro incesante de una fuente aderezada para la ocasión. Casi todos visten de rojo e incluso yo mismo soy consciente de que lo que no me ha matado me ha hecho más fuerte. Tantos años agarrado al asa de la decepción que parezco no creerme tanto júbilo por algo gordo de verdad. Campeones del mundo. Un paño de emoción inunda mi mirada, soy partícipe de algo que soñamos todos juntos en aquellas tardes de desengaño en las que volvíamos a casa con la cabeza agachada y la esperanza puesta en el próximo campeonato. Arrojo al agua de la fuente el gol de Armstrong, el penalti de Eloy y el fallo de Salinas. Ya no existen pájaros de mal agüero ni existen mentiras a medias que, de tanto recordarlas se convierten en verdades.

Soy campeón de Europa y soy campeón del mundo. Y junto a mi lo fueron todos aquellos que lloraban su alegría como contraprestación al dolor. Es fácil apuntarse a la fiesta cuando la victoria se alumbra como el lugar más propenso para la alegría. Lo realmente difícil era seguir allí, acorralado por los críticos mientras la desazón iba comiendo las ilusiones. Para todos aquellos que aguantamos y supimos desclavar las rodillas de la tierra antes de decir "basta", estos títulos son un poquito más nuestros que del resto porque sin fe no se mueven las montañas.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El cabezazo que impidió un record

Si hubo un equipo francés que algún día fue grande de verdad, este fue el Olympique de Marsella del primer lustro de la década de los noventa. En aquellos años alcanzó dos finales de la Copa de Europa con distinta suerte; en la primera, se estrellaron en la tanda de penaltis ante el Estrella Roja del deslumbrante Prosinecki y en la segunda tocaron el cielo después de superar al imponente Milan de Fabio Capello.

Eran tres grandes equipos. El Estrella Roja porque contaba con lo más selecto de la última gran generación del fútbol yugoslavo. Era un equipo que representaba a un país en descomposición y, como tal, no tardó mucho tiempo en descomponerse. Allí deslumbraban el citado Prosinecki, un rubio de zancada fina y regate fulgurante que terminaría estrellándose en el Real Madrid; Savicevic, un extremo de soberbia conducción y clase a raudales; Mihajlovic, un zurdo de pegada descomunal; Jugovic, un centrocampista de largo recorrido que terminó haciendose un sitio entre los más granado del fútbol italiano; y Pancev, un demoledor del área que una vez hubo conseguido su bota de oro se fue difuminando en la misma medida en la que el olvido fue siendo injusto con aquel equipo.

El Milan de Capello era otra cosa. Durante la temporada 1992-93, después de cumplir una sanción impuesta por la UEFA tras haberse retirado en pleno partido de cuartos de final de la máxima competición ante el Olympique de Marsella, había demostrado que había regresado a la élite para destrozar todos los registros. Tras más de un año invicto en el Calcio, se presentó en la final de la Copa de Europa dispuesto a pulverizar todos los registros históricos; desde que el mes de septiembre había comenzado la competición, el Milan había ganado a todos y cada uno de sus rivales en todos y cada uno de los partidos disputados. Era un equipo demoledor, no demasiado vistoso más sí muy eficaz y que contaba en la punta de lanza con un Van Basten en estado de Gracia y un Papin que durante un año estuvo buscando el lugar que había dejado olvidado en algún rincón del sur francés.

Con un parcial de siete a cero, se deshicieron del Olympia Lubljana en primera ronda; en la segunda se deshicieron del Slovan de Bratislava por un compendio de cinco a cero; ya en la fase de grupos ganaron todos sus partidos tras enfrentarse a Gotteborg, PSV Eindhoven y Oporto. Solamente faltaba la victoria sobre un equipo francés para marcar con última última muesca su revólver y firmar una Copa de Europa completamente inmaculada.

Precisamente era ese equipo francés el mismo ante el que habían atentando contra el espíritu de la competición un par de años antes. Había sido en un partido de vuelta, el equipo de Sacchi, en pleno estertor antes de su defunción definitiva como equipo cíclico, se jugaba la honra y el pase a semifinales en el Velodrome ante un equipo de incipiente talento y hambre voraz. Corría el minuto noventa y virtualmente eliminado por el marcador en contra que reflejaba el marcador, el Milan decidió retirarse del campo una vez la luz del estadio se apagó por completo. Lo que supuestamente había sido un fallo técnico, ellos lo tomaron como una trampa; la peor manera de frenar sus últimas y desesperadas acometidas.

Sea como fuere, tras aquella eliminatoria nacieron dos equipos campeones de Europa. Uno de ellos, el francés, se fraguó gracias a la fuerza de su línea defensiva y a la creativa genialidad de su tridente de ataque. El otro, el italiano, resucitó de la mano de un Capello menos romántico pero más efectivo que Sacchi. Dos equipos, dos estilos y un puñado de grandes jugadores enfrentados por el máximo segundo de gloria.

Y fue Basile Boli, el defensa francés, oriundo de Costa de Marfil, quien, con un cabezazo certero a la salida de un córner, destrozó los pronósticos y dejó al Milan de Capello con dos cuartos de narices y el deseo de un record inmaculado en el baúl de los asuntos pendientes. El Olympique, que ganó aquella copa terminó autodestruyéndose por culpa de un presidente que, de tanto desear el éxito, terminó ahogándose en sus propias miserias. Y el Milan, que salió derrotado, siguió creciendo un año más hasta demostrarle al mundo que no había equipo invencible por muy sublime que fuese y terminó despedazando al Barcelona de Cruyff en una de las finales más inolvidables de la Copa de Europa. Pero esa, como tantas otras, es otra historia.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Una copa prostituída

Recitaba el gran poeta del Siglo de Oro, Don Francisco de Quevedo, aquel estribillo que se estableció en el vocabulario popular y que rezaba aquello de "poderoso caballero es don dinero". "Madre, yo al oro me humillo...", "Grandes clubes de nuestro fútbol, vuestros deseos sean órdenes". Aquello es lo que cantaba el poeta y esto es lo que parecen decir los dirigentes de una Federación que han dejado que una de las competiciones más antiguas y bonitas del mundo caiga en la deshonra.

"Madre, yo al oro me humillo...". Mirando hacia la expansión futbolística del continente, miramos (algunos) con envidia la maravillosa liturgia que, tradicionalmente, se ha organizado en torno a los torneos coperos de las principales potencias. Huelga hablar de esa FA Cup en la que el vencedor consigue tanta gloria como el campeón de liga o de esa copa alemana en la que, a menudo, un cabeza de ratón se escurre entre los tablones del vagón de las sorpresas. En Francia, el torneo sigue respirando aquel aire romántico que ni el drama de Furiani pudo deshacer, un torneo de cientos de equipos, profesionales y aficionados, en busca de un bocado de gloria y esperanza.

"Él es mi amante y mi amado...". No hace mucho de aquellas eliminatorias en el frío otoño español en las que un pequeño campesino con maza de hierro destrozaba al poderoso ejército de un general poderoso. Aquellas humillaciones, más que servir como ejemplo y motivo de admiración, fueron tenidas en cuenta como castigo a evitar. "Qué no vuelva a suceder", dijeron los jefes de la guardia real. Y no sucedió jamás.

"Pues de puro enamorado, de continuo anda amarillo...". Eliminatorias a doble vuelta en campo del grande, equipos de primera con el privilegio de entrar a jugar en las últimas rondas, diferencias económicas y deportivas insalvables, sueños rotos a media noche, ilusiones en el pozo de la cruel realidad.

"Que pues doblón o sencillo hace todo lo que quiero...". Lograron sus propósitos los grandes, la Federación prostituyó la Copa del Rey, el Madrid goleó al Murcia, el Barcelona arrasó al Ceuta, el Sevilla humilló al Real Unión de Irún y al Atleti le sobró un partido ante el Universidad de Las Palmas. Solamente Betis y Córdoba defendieron el orgullo de la Segunda División e hicieron saltar la caja, con un aplauso, aparte, merecido para un Portugalete que se marcha a casa sin perder ningún partido y dejando la sensación de que el Getafe estuvo más cerca del ridículo que de la misión cumplida.

Es lo que hay y es lo que seguirá habiendo. No habrá más finales entre el Mallorca y el Recreativo que colmen los sueños de dos ciudades fabricadas de una materia futbolística de bajas aspiraciones, no habrá más semifinalistas de segunda, ni más segundas b que gusten de emular el sueño de aquel Numancia del noventa y seis. Habrá un Barcelona, un Madrid, un Atleti, un Valencia, un Sevilla que engorden su palmarés. Ellos engordan con el dinero y los demás no tienen ni migajas. "Poderoso caballero es don dinero". Y que usted lo diga, Don Francisco.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El vulgo entre la nobleza

Hubo una época, en plena Edad Media, en la que una serie de ciudadanos, agrupados en burgos (o lo que posteriormente se conocería como ciudades) y formada por comerciantes, artesanos libres y personas no sometidas a la jurisdicción señorial, reclamaron su lugar en una sociedad que avanzaba a pasos demasiado cortos. Ellos, a medio camino entre el populacho obligado a cumplir su jornal y pagar su diezmo y la nobleza que se enriquecía del sudor del campesino y el jornalero, decidieron someterse al juicio de los libros de historia y pasaron a ser conocidos como burguesía. Eran gente acomodada que comerciaba su propio dinero, se atrevían a manifestarse políticamente y movían el capital de las ciudades.

El fútbol, a medida que ha ido progresando en cuanto a negocio por encima del sentimentalismo, se ha convertido también en una sociedad injusta en la que, como aquella, los nobles hacen pagar su diezmo a los pobres vulgares a base de fichajes de estrellas, goleadas implacables y una atención mediática desorbitada. Ocurre a veces que algún jornalero, harto de ver su espalda quebrada al sol del feudalismo, se rebela contra el noble y pide un hueco en la burguesía. A menudo son sueños de grandeza incontrolable, anécdotas de abuelo cebolleta, momentos para recordar y aplausos en la memoria. En cada gran liga europea, inmiscuido entre el poder de la firme mano de hierro de los grandes, hay un pequeño burgués o un minúsculo campesino que sueña durante un par de meses con la magia de la grandeza del fútbol. Porque ellos también forman parte del juego.

En Inglaterra, el West Bromwich Albion, un recién ascendido con más de cien años de historia, se ha colado entre los grandes con un fútbol donde la fe ha conseguido mover más de una montaña. Situada en la región de Sandwell, la ciudad de West Bromwich se convirtió en uno de los puntos álgidos durante la segunda revolución industrial. Allí la ingeniería y la química tienen un lugar prioritario como motor económico y sus ciento cuarenta mil habitantes pueden volver a soñar con aquellos felices años veinte en los que el equipo consiguió el que, a día de hoy, es su único título de liga. El equipo, que ya ha derribado la puerta del Emirates Stadium y de Old Trafford, marcha en sexta posición, a diez puntos del imparable Chelsea e igualado a puntos con el incipiente Tottenham Hotspur. Allí jugaron tipos como Cunningham, Zoltan Gera o el aclamado Brian Robson y allí patea hoy la pelota nuestro paisano Pablo Ibáñez que, al igual que el equipo, intenta regresar al lugar donde una vez estuvo.

En España, un lugar donde el bipartidismo se ha convertido en costumbre por encima de la noticia, un pequeño equipo vestido de amarillo intenta llamar la atención con un fútbol de precisión y entusiasmo. En realidad su aporte al campeonato no es novedad sorpresiva puesto que el Villarreal lleva jugando, para bien, con la felicidad de sus aficionados durante varias temporadas. Situado en plena zona de La Plana Levantina, el municipio de Villarreal, de apenas cincuenta mil habitantes, se situó en el primer plano de la pirámide económica del país gracias a su colosal industria azulejera. En unos años en los que la crisis económica se ha llevado por delante miles de sueños y de empleos, a los habitantes del municipio aún les queda la esperanza de pedirle a San Pascual Bailón por un puñado de alegrías convertidas en goles. El equipo, sujetado por la maravillosa conexión formada por Cazorla, Rossi y Nilmar, está situado en la tercera posición de la tabla, a dos puntos del brillante Barcelona de Guardiola y a tres del arrebatador Madrid de Mourinho. Atrás quedaron los inolvidables años de Pellegrini, las semifinales de Champions y la dupla Riquelme - Forlán. Hace muy poco de aquello pero nadie puede pararse a añorar porque la nostalgia es el camino más directo hacia el olvido.

En Italia, el Lazio intenta, a base de un fútbol clásico, arrebatarle el protagonismo a los tres grandes del país. El equipo que ya ganó Scudettos, Coppas y títulos europeos antes de que el imperio de Cragnotti se fuera al traste, intenta reverdecer viejos laureles apoyado en las genialidades de Hernanes, Zárate o Rocchi. De momento aguanta el tirón y, tras un impresionante arranque de temporada, lidera la clasificación con cuatro puntos por encima del Inter, cinco por encima del Milan y siete por encima de la Juventus. Ahora la gente no mira a Roma solamente para citar el Colisseum, el imperio o el Vaticano. A la que fue capital del mundo le ha costado mucho ser referencia futbolística y este año, a los más de cuatro millones de habitantes de la capital de la República, no les basta con discutir por una rivalidad centenaria; la Roma sigue siendo un equipo inconstante el Lazio ya no es solamente aquel equipo donde jugaron Chinaglia, Giordano, Signori y Crespo, ahora mismo es el lider del Calcio.

En Alemania, la hermosa ciudad de Maguncia ha dejado de ser, provisionalmente, y de manera única, la cuna del mejor vino alemán. Los doscientos mil habitantes de la que fue capital del primer estado democrático en territorio alemán, pueden hoy presumir de un equipo joven, veloz, atrevido y descarado. Ahí está el sello del entrenador Thomas Tuchel, un tipo que se ha atrevido a mirar de tú a tú a los más grandes y les ha intentado decir que la osadía, en el fútbol, puede ser un camino hacia el éxito y no solamente hacia la locura. En Renania, hoy saben que el Mainz 05 es más una referencia que una casualidad y es por ello que sueñan con lo imposible. Desde la segunda posición de la tabla, a un punto del Dortmund y con nueve de ventaja sobre el Bayern Munich, ven la vida desde el lugar donde se acomoda la felicidad. Allí recuerdan las mejores tardes de Pekovic, Subotic y Voronin. Pequeños ídolos de una pequeña ciudad, pequeños pilares de un sueño muy grande que hoy intentan mantener con un equipo joven donde destacan, entre otros, los conocidos Polanski y Szalai, dos tipos que salieron de nuestra liga en busca de un lugar donde aprender a ilusionarse.

En Francia, el Stade Brestois 29 ha sorprendido a propios y extraños después de colocarse en el primer lugar de la clasificación. La ciudad de Brest, situada en la Bretaña francesa, se convirtió en el principal puerto militar de Francia después de haber sido arrasada durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que no podían haber imaginado sus ciento cincuenta mil habitantes es que la reconstrucción iba a ir acompañada de la reanimación de un equipo sin palmarés, de esos que viven entre dos divisiones y que no destacan más que por su juego ordenado. A este juego hoy le han sumado la ilusión y la velocidad y con un equipo plagado de jugadores nacionales está haciendo sonreir a una pequeña ciudad que ya en su día fue cuna de inolvidables genios como David Ginola o Franck Ribery.

En Holanda, el Twente intenta (y consigue) hacerle creer al mundo que su triunfo en la Eredivisie de la temporada anterior no fue fruto de la casualidad. La ciudad de Eschende, de apenas ciento cincuenta mil habitantes y lugar de nacimiento (cuento esto a modo de anécdota) del secretario general de los socialistas madrileños, Tomás Gómez, lleva muchos lunes consecutivos despertándose con el pecho erguido gracias a su equipo de fútbol. La ciudad industrial, capital de Overijssel, es hoy también ciudad futbolística y referencia europea. Haciendo gala de un contragolpe brutal, el Twente se ha situado primero en la tabla por encima de los poderosos Ajax y PSV Eindhoven y amenaza, un año más, con cortarles las alas en su camino hacia el título. Allí, los Ruiz, Janko, Collins y Bruggink intentan, y consiguen, hacer olvidar a los no hace mucho tiempo ídolos Elía, Engelaar o Nkufo.

Y en Portugal, ante el dominio casi abrumador de un Oporto retozado, es el Vitoria de Guimaraes el que se ha empeñado en hacer sombra al Benfica en su lucha por el segundo puesto. En el corazón de la región de Braga, Guimaraes es una ciudad donde la nobleza tuvo demasiado poder y donde la burguesía prefirió obviar el camino de la prosperidad. Zona rural, cuna y patria de los Duques de Braganza, la ciudad también copa su parcela de pasión futbolística. En un país dividido en dos y con la aportación pasional de un Sporting que cada año cojea de un pie distinto, los cincuenta mil habitantes de Guimaraes han de decidir si su corazón es azul, rojo o blanco. De momento, el equipo es casi brasileño y como tal actúa en el terreno de juego intentando demostrar que el carioca es un estilo inmortal. Tras la venta de Bebé al Manchester United el equipo se reforzó con jugadores de samba y el estilo les ha llevado al tercer lugar de la tabla. Hay mucha liga y poco objetivo; ser campeón es quimera, ser segundo una proeza.