miércoles, 25 de abril de 2012

Noruega 2002

En julio de 2002 aún sentíamos el dolor de una herida sin cicatrizar que nos había causado aquella puñalada trapera instigada por un egipcio de nombre impronunciable y ejecutada, desde el punto de penalti, por una pandilla de coreanos que corrían como locos y se restregaban los ojos ante la incredulidad que las sorpresas iban provocando en su camino hacia la gloria.

En aquel verano aprendimos a desatarnos como Camacho con las axilas impregnadas en sudor, a llegar a la línea de fondo como Joaquín y a lamentar la baja de Raúl en el partido decisivo. En aquel verano aprendimos otros nombres, pero aquello fue unos días más tarde, cuando la cicatriz aún estaba reciente y necesitábamos un bálsamo regenerador para nuestra maltrecha ilusión.

De Fernando Torres sabíamos que era un niño rubio, pecoso y atrevido que se había asomado a las alineaciones del Atlético de Madrid en el último tramo de su frustrado intento de regreso a la primera división. Habíamos visto su velocidad, su desmarque, su descaro en el uno contra uno y su manera de embocar el áera para preparar el remate. Y de Andrés Iniesta sabíamos que era chico tímido, de pelo oscuro y tez morena que había asombrado al mundo seis años atrás cuando se ganó el derecho a ser nominado a niño prodigio del año después de hacerlo todo bien en el anual torneo de Brunete. Nos hablaban de la discrección con la que le aislaba el Barcelona ante la presión y recordábamos su maneras de pequeño genio mientras era capaz de recorrer el campo con la pelota pegada al pie.

Lo que no sabíamos es que, juntos, podían jugar y hacerlo muy bien. Apoyándose en la velocidad de Torres, en la habilidad de Sergio García y en la clase de José Antonio Reyes, Andrés Iniesta pintó de color el primer gran verano de su vida. A su fútbol se rindieron la República Checa, Noruega y Eslovaquia y a la evidencia hubo de rendirse en la final la selección alemana liderada por Philip Lahm. El mismo tipo al que Fernando Torres, años más tarde, comería la tostada para proclamarnos campeones de verdad cuarenta y cuatro años después. El mismo tipo que observó, impotente, como Fernando Torres le comía la tostada a sus compañeros para convertirnos en campeones de Europa sub-19 por primera vez en nuestra historia.

Los mismos niños, los mismos hombre, los mismos momentos. A raíz de aquel gol aprendimos a soñar de nuevo. Vimos a Torres ante el portero y nos vimos campeones de Europa. Vimos a Iniesta en el área grande y nos vimos campeones del mundo. La mayoría de las veces hace falta mucho tiempo para llegar a vivir el momento, pero los sueños, cuando el talento, la fe y el trabajo bien hecho avalan los hechos, generalmente se acaban cumpliendo.

viernes, 20 de abril de 2012

Capitán en el milagro

A menudo nos preguntamos qué hubiese sido de nosotros mismos si algún acontecimiento inescrutable se hubiese interpuesto en nuestro camino. Igual que en nuestras reflexiones existen lugares para la imaginación, el mundo está lleno de tipos que crecen agarrados al talento y entorpecidos por una barrera temporal. A Friedrich Walter le frenó la guerra y, aún así, fue capaz de convertirse en leyenda en plena madurez física. Seis años después de su último partido, y cuando todos dudaban de su capacidad para reponerse a las heridas psicológicas del conflicto, el gran capitán regresó a las canchas y lo hizo a lo grande: ganando partidos, anotando goles y dejando una impronta inolvidable. Fritz Walter fue el jefe del fútbol alemán durante tanto tiempo que, años después de su retirada, y hasta la explosión de Beckenbauer, la memoria seguía buscando un sustituto donde solamente había una promesa.

Hoy en día resulta fácil recurrir a nombres tan ilustres como el propio Franz Beckenbauer, o como Overath, Netzer, Schuster, Matthaus y Effenberg; pero probablemente ninguno de ellos hubiese existido como estrella universal sin la aparición de Walter en una Alemania decaída y deprimida. Antes de ser capitán en el milagro, Walter pasó dos años como prisionero de guerra en un campo de concentración soviético y aquello le sirvió para conocer el verdadero valor de los sueños. Regresó al fútbol cuando los tratados dividieron Alemania en dos títeres en manos de los dueños del mundo y solicitó el brazalete de capitán que por derecho le correspondía. En la fría primavera de 1954, la selección de Alemania occidental se concentró en el alpino pueblo de Spiez, junto al Thun, y cocinó un espíritu que les condujo a la leyenda. Fueron días largos, intensos y dolorosos en los que, cada mañana, Sepp Herberger, legendario seleccionador alemán, acudía a la habitación de Walter para ponerle una mano en el hombro y la boca junto al oído para recordarle "ha llegado tu tiempo, Fritz".

Pero el mito de Friedrich Walter comenzó a forjarse muchos años antes de aquella concentración previa al mundial que se celebraría en Suiza. Sus padres, quienes regentaban el bar que había bajo la estructura del viejo estadio Betzenberg en Kaiserslautern, dejaban a los pequeños Fritz y Ottmar jugar en el césped, previo permiso del club, una vez habían terminado los entrenamientos del primer equipo. Lo que en un principio había sido un juego de niños se convirtió en una firme promesa con visos reales de convertirse en una auténtica sensación. Los niños no sólo pateaban la pelota, sino que jugaban al fútbol como los ángeles. No tardaron en formar parte de las categorías inferiores del club y no pasaron muchos años antes de debutar con el primer equipo del Kaiserslautern. Los hermanos, quienes jugarían juntos durante toda sus carreras, se convirtieron en la insignia de un modesto club que apuntaba a perdedor y se convirtió en el dueño del corazón de miles de ciudadanos. En la época en la que Alemania carecía de un campeonato nacional, los hermanos Walter se ganaron el respeto de un país que seguía con entusiasmo, en el periódico del lunes, el devenir de los campeonatos regionales. Y más adelante, cuando Alemania ya era una potencia reconocida con una liga competitiva, Fritz Walter se convirtió en dueño de los designios de su equipo hasta el punto de que el equipo de Kaiserslautern no era reconocido en la prensa como tal, sino como "los once de Walter".

No en vano, el Kaiserslautern ganó sus dos primeros títulos de liga en 1951 y 1953 con Walter al frente de las operaciones. Su larga zancada, visión de juego y llegada a gol le convertían en ídolo de masas y, fuera del terreno de juego, su elegancia y humildad le convertían en el yerno que toda madre quisiera tener. Era tan querido y admirado que en una de las escuelas de la ciudad, un profesor se sentó frente a sus alumnos tras pedirles que redactaran un escrito sobre uno de sus personajes preferidos. Huelga decir que la gran mayoría de la clase optó por hablar de Walter y, sirva como ejemplo de su universalidad, el comienzo de la redacción de un alumno que fue enmarcada en los pasillos del estadio Betzenberg y que comenzaba diciendo que "Fritz Walter fundó la ciudad de Kaiserslautern". Parecía como si el pasado de la ciudad, que se remontaba a la Edad Media, no le importase a nadie y que la vida, la historia y la emoción hubiese nacido el día en el que Fritz Walter vistió por primera vez la camiseta del primer equipo. Pero, tras consagrarse como profeta en su tierra, a Walter le quedaba un último paso; se había convertido en leyenda de su ciudad, aún le quedaba el reto de convertirse en leyenda de toda Alemania.

Y el milagro ocurrió en Berna y fue por ello que todos lo bautizaron así, como "el milagro de Berna". El reto era doblemente duro: por un lado, se trataba de vencer a todos los miedos y, por el otro, se trataba de vencer a la impresionante selección húngara dirigida por Gusztáv Sebes. Alemania, que hasta entonces había mirado al fútbol con desconfianza, reprobándolo por haber sido ese infausto deporte ideado por los ingleses, se convirtió, de la mañana a la noche, en una de las naciones más futboleras del planeta. Y en ello llevan desde entonces. Aquel espíritu de Spiez que se fraguó en las montañas suizas sigue vivo hoy en cada generación de alemanes que se asoman al mundo para competir en el alto nivel. Podrán ser más rudos, más técnicos, más veloces o más físicos, pero lo cierto es que los alemanes son terriblemente difíciles de vencer. Y gran parte de culpa de aquello la tienen aquel grupo de intrépidos alemanes que vencieron al miedo y a Hungría en una final histórica que dejó a todos con la boca abierta. David venció a Goliat porque hubo fe y porque hubo un tipo que les capitaneo hacia la gloria.

El capitán en el milagro se consagró en un mundial y falleció, cuarenta y ocho años más tarde, mientras se disputaba un nuevo mundial en el que Alemania estuvo a paso de volver a consagrar una sorpresa. Mientras la selección alemana más hosca que se recuerda se plantaba en la final del verano japonés, el país lloraba la muerte del primer gran líder de su fútbol. Walter ganó un mundial para alemania y anotó más de trescientos goles a lo largo de su carrera, casi todos ellos vistiendo la camiseta roja del Kaiserslautern. Como para no estarle agradecido. El tributo tuvo nombre y forma de estadio de fútbol. Desde entonces, el viejo estadio Betzenberg, fue bautizado con un nombre de guerra, el de "Fritz Walter stadium". Los monumentos al fútbol son la mejor manera de honrar la memoria de los grandes hombres que escribieron sus páginas más gloriosas con un balón pegado al pie. En el recibidor del estadio, junto a cientos de recuerdos que rememoran los mejores días del club, una estatua contempla al visitante con la mirada firme y un balón junto al pecho. Si alguien se olvida de hacerle una reverencia, estará olvidando la liturgia del respeto. Aquel hombre enseñó a ganar a los alemanes y, desde entonces, el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania.

lunes, 16 de abril de 2012

Los caprichos del destino

El destino es caprichoso porque mantiene escondido su baúl de los recuerdos particular. De vez en cuando saca la memoria a pasear y desenvaina una afrenta pendiente para ponernos cara a cara contra nuestros propios pecados. En la manera de asimilar el reto está el verdadero valor de la persona; la personalidad marca una casilla entre dos opciones: se puede pedir perdón y llorar por el error o se puede apretar los dientes y demostrarle al mundo que nuestra locura tuvo una razón de ser.

Fernando Torres emigró a Inglaterra para ganar títulos y, desde entonces, no ha disputado ni una sola final. Han pasado cinco años desde que el niño partió de casa para hacerse un hombre y aún no ha sido capaz de cumplir ninguno de sus sueños. Quizá porque no fue consciente de que el verdadero sueño de cualquier futbolista debe ser el de convertirse en referencia memorial de cualquier institución. De haber permanecido en Liverpool, quizá no hubiese tenido opción de disputar un gran título, pero hubiese coleccionado un buen puñado de recuerdos a flor de piel nacidos de la garganta de cualquier scouse y, quizá, un monumento al gol erigido por un puñado de aficionados agradecidos al esfuerzo. En lugar de la inmortalidad, Torres optó por la materialidad. Y en el viaje de vuelta hacia sus sueños tampoco encontró el premio qué el hubiese esperado.

Pero el destino le guardaba una penúltima carta boca abajo en su particular partida contra la gloria. Ayer el Chelsea se clasificó para su primera final en dos años y la parca del destino le deparó al Liverpool como rival en la afrenta. Los reds han agotado todas sus opciones en busca de sus dos finales particulares y, a costa de un particular desierto de desidia en liga, han logrado sus objetivos preferenciales. Y enfrente estará Torres, el niño al que adoptaron como "The Kid", el "number nine" que resonó en las gradas de Anfield durante cuatro años y el tipo que abandonó un amor para buscar un título. Aquí está su final. Sus dos equipos frente a frente y el error y el acierto, pendiendo de un hilo como la espada de Damocles. Solamente el destino dilucirá el resultado. Ese caprichoso destino que ha puesto a Torres cara a cara contra sus propios pecados.

jueves, 12 de abril de 2012

Irrepetibles

Irrepetibles son los momentos que generan más asombro y que quedan guardados en la retina de la memoria colectiva. Irrepetibles son el espectáculo garantizado, los goles a ritmo de record, la seguridad de una victoria por la vía del aplastamiento y dos equipos que se han situado en lo más alto del escalón histórico. La liga se parte en dos, por debajo, juegan dieciocho ilusos que taparon sus bocas el día que firmaron un contrato que les ligaba para siempre a la esclavitud. Ahora les toca mirar desde abajo como los dos grandes se comen el pastel y, mientras las migajas caen debajo de la mesa, se pegan vilmente entre ellos por un trozo de bizcocho equivocando el enemigo y el objetivo.

La liga española ya no existe como tal. Se ha convertido en la merienda de dos monstruos de once cabezas que devoran plusmarcas y trituran rivales con puño de acero. La cuestión deriva, más que en la continuidad, en la repetición de los momentos ¿Volverá nuestro fútbol a vivir el esplendor de los dos mejores futbolistas del mundo? Messi y Cristiano son dos genios voraces que aplican el famoso artículo treinta y tres ideado por el maestro Montes: "Hago lo que quiero, donde quiero y como quiero". No hay respuesta. Ni siquiera tiempo para inquirir. Ellos disparan y después preguntan. El parte de daños suele ser tan dramático que se acostumbra pasar página y agachar la cabeza en modo de resignación. Ya todos dan por perdidos sus duelos y, aunque tengan un momento de lucidez en mitad del miedo, son mayoría los que acaban hincando la rodilla y mostrando pleitesía a los amos del mundo. Lo de estos dos tipos no tiene parangón.

Cuarenta goles uno y treinta y nueve el otro con seis jornadas aún por delante. Atrás quedaron aquellos records imposibles de Zarra y Hugo Sánchez. Este es un duelo al sol que pinta de oro y brillantes la zona noble de la liga. Por debajo todos miran, suspiran y hasta terminan aplaudiendo. Por delante les queda el reto de ganarlo todo, una vez más, y de volver a mirarse a los ojos para volver a cruzar una apuesta ¿Serás capaz de batirme? Los dos se saben ganadores y de su ambición viven sus equipos. Un momento repetible rubricado por dos tipos irrepetibles. Pasará el tiempo y los equipos seguirán engrosando su palmarés, pero cuando ellos ya no estén buscaremos en el futuro lo que solamente existió en el pasado. No volveremos a ver algo igual en mucho tiempo. Seguramente, no lo volvamos a ver.

miércoles, 4 de abril de 2012

La otra mano de Dios

Todos recordamos aquel gol precedente a la gran galopada del siglo XX. En un balón suelto, punteado por Valdano y prolongado por un defensor inglés, Maradona saltó menos que Shilton pero encontró un arma para trampear la definición. Cuando le preguntaron por aquello, el Diego recurrió a que no había sido su mano, si no la de Dios, la que había ayudado a la nación Argentina en su particular venganza deportiva contra la Inglaterra que, no hacía mucho, les había infringido una humillante derrota militar.

Argentina y, por supuesto, Maradona, regresaron al gran escenario cuatro años más tarde. Aquel era un equipo demasiado "bilardeado" como para tomárselo en broma. Entre miradas por encima del hombro y supuestas superioridades, terminaron la primera jornada con un revolcón doloroso ante la espectacular Camerún liderada por Roger Milla. Y ante aquella perspectiva, el segundo partido, a disputar ante la Unión Soviética, uno de los mejores equipos europeos en liza, se presentaba como una batalla a vida o muerte.

En aquel partido, y en el escaso intervalo de tres minutos, ocurrieron dos hechos que maracarían a fuego la historia de aquel aburrido mundial. En una jugada de ataque soviético, un balón en profundidad llega a Pumpido, meta argentino, con ventaja, pero tiene la mala suerte de chocar en su salida con su compañero Olarticoechea rompiéndose la tibia y el peroné. Lo que pudo haber supuesto una tragedia se convirtió en el principio de la consolidación de un fenómeno; su sustituto, Goycoechea, se convertiría en heroe nacional durante aquel mes de julio después de detener media docena de penaltis a yugoslavos e italianos en dos tandas teñidas de drama.

El córner que derivó de la jugada en la que Pumpido salió lesionado acabó en otro saque de esquina. La URSS lo sacó al primer palo y el remate fue manso, pero venenoso. En el primer palo, y cubriendo la jugada, se encontraba Maradona quien, a contrapié, se encontró el balón encima y sacó a pasear la mano para despejarlo y comprobar, aliviado, como el árbitro hacía la vista gorda.

Aquel penalti y expulsión hubiese mermado a Argentina. De no haber ganado aquel partido, los argentinos hubiesen quedado apeados en la primera ronda y el mundo hubiese perdido tres o cuatro imágenes impagables que nos dejó el recuerdo de aquel verano italiano. Aquella jugada mágica ante Brasil en cuartos, aquellas paradas de Goycoechea mientras fijaba la mirada en el lanzador rival y aquellos insultos a voz en grito ante los miles de italianos que silbaban el himno argentino.

Maradona no sólo tuvo una mano divina, y de no haber sido así, quizá la izquierda, la de México, hubiese sido la de Dios y la derecha, la de Italia, hubiese sido la del diablo.