miércoles, 26 de septiembre de 2012

Pichichis: Manuel Olivares

Manuel Olivares fue un delantero demasiado listo para su tiempo y demasiado adelantado a su época como para no haber sido lo suficientemente apreciado. Un ratón de área que aprovechaba los despistes y castigaba con goles los balones sueltos. Audaz, rápido y potente en carrera, tiraba desmarques a la espalda de los defensas y marcaba goles después de burlar a los porteros.

Viajó a San Sebastián de niño y no pudo contener la nostalgia cuando la profesión le llevó lejos de casa. Regresó para jugar en Atocha y apurar sus últimos goles vestido con el azul y blanco de la Real Sociedad demostrando que, a veces, los sueños de niño terminan cumpliéndose cuando el corazón late por un pasión.

Pudo desmarcarse mil veces en el área, pero no pudo desmarcarse de la maldita Guerra Civil que partió en dos a España y que le obligó a buscar fortuna en los campos de combate. Cuando regresó al fútbol ya no era un futbolista rápido, ni potente, ni goleador, sino un veterano de mil batallas que debió buscar el banquillo como punto de fuga y alternó el gabán con el pantalón corto en algún lance esporádico. En sus ojos de hombre guipuzcoano aún brillaba el sol de las Islas Baleares, aquellas que le vieron nacer y de cuyo mar aún recordaba el sabor de la sal mediterránea. Pero aquello fue en su infancia. Su adolescencia y juventud se forjaron en el Cantábrico y sin salir de las Vascongadas viajó a Vitoria para fichar por el Alavés y convertirse en el primer goleador del equipo en su historia en la primera división española.

Fue con goles como alcanzó la fama y fue la fama la que le llevó a debutar con la selección española. Solamente jugó un partido, el que España perdió frente a Checoslovaquia en 1930, pero en aquellos años no era fácil ser internacional teniendo en cuenta que apenas se disputaban partidos y que solamente jugaban once futbolistas por equipo. Aquello, pues, tuvo su dosis de mérito. Igual que lo tuvo lo de volver a jugar cuando ya se había retirado, o lo de marcar diecinueve goles en su primera temporada con el Alavés. Sus facultades no pasaron desapercibidas para los clubes poderosos y no fueron pocos los que viajaron hasta Álava para llamar a la puerta de su presidente.

Finalmente fue el Real Madrid quien se hizo con sus servicios. Para el hijo de un carabinero obligado a emigrar y buscarse la vida, vivir en la capital era poco más que cumplir el sueño de varias generaciones. En una época en la que los medios de transporte eran artículos de lujo, Madrid se divisaba desde la costa como aquella ciudad de interior a muchos días de distancia. Pero Olivares, a quien ya apodaban "El Negro" porque tenía la piel morena color caoba, buscó su identidad en un equipo que buscaba la suya propia. Junto a sus amigos Ciriaco y Quincoces aterriza en Madrid y dibujan un equipo casi invencible. Dos ligas, dos copas y un trofeo pichichi serán el palmarés de Manuel Olivares durante sus dos años de estancia en la capital. Un rédito demasiado fructífero como para no sentirse orgulloso.

En Madrid dejó recuerdos, amigos y su mejor fútbol. En San Sebastián inció una cuesta abajo que le terminó mandando a Zaragoza donde terminó por retirarse en dos ocasiones. Su carrera en los banquillos no fue muy fructífera y finalmente terminó sus días como corredor de seguros. Muchos de los jóvenes de nuevas generaciones no sabían que, cuando contrataban un seguro, tenían frente a ellos al máximo goleador de la temporada 1932-1933, a un delantero que había jugado más de treinta partidos y había marcado más de treinta goles con el Real Madrid y un hombre que fue internacional con España cuando jugar con la selección era más un sueño que un objetivo.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El hombre de hielo

Era un futbolista impresionante; un esteta, un creativo, un innovador, un genio. Le aterraba volar pero con los pies en el suelo era inigualable, domaba la pelota con la mirada y como un prestidigitador mantenía la mirada fija y los defensas caían hipnotizados a sus pies, tal vez aterrados ante el ridículo, muchas veces impresionados ante la variedad de recursos de aquel delantero rubio.

Se crió en la mayor escuela de talentos de Europa, dio un paso al frente en la final de la una Copa de la Uefa y viajó a Italia para estrellarse contra el muro del catenaccio. Perdió la felicidad y perdió el duende, perdió la fé y perdió el fútbol. Apresado en un castillo de hormigón suplicó ayuda y un joven entrenador francés acudió al rescate y le obligó a prometer espectáculo a cambio de romper sus grilletes.

La promesa fue magia. El rubio se instaló en Londres y en pocos meses ya era un ídolo. Pocos años después se había convertido en un Dios pagano vestido de rojo y blanco. Inventaba goles, ingeniaba pases imposibles y levantaba a la grada cada vez que merodeaba el área. No era un delantero centro, pero tampoco un mediapunta; era un espíritu libre que ingeniaba goles con la cabeza levantada. Buscaba el hueco, el espacio y, tac, el balón terminaba en la escuadra, junto al palo o debajo de las piernas del portero.

Muchas veces lo hacía después de haber humillado a un defensa. No era un jugador altivo y de aires superiores, pero gustaba jugar al circo; hacía magia, ilusionismo, regates imposibles, remates increíbles. Se despidió una tarde de primavera y llovieron aplausos sobre su espalda. No hubo más tardes, ni más goles, ni más trucos de mago. Pero quedó el recuerdo, imborrable, de un tipo que nació para hacernos a todos un poquito más felices.

martes, 11 de septiembre de 2012

Hugol

Había un jugador que jugaba a un solo toque, generalmente en el área, había un jugador que lo remataba todo y casi siempre bien, había un jugador que celebraba goles con volteretas, que inventaba remates acrobáticos, que tenía un cañón en la zurda y un bombardero en la cabeza, había un delantero que chutaba faltas junto al palo y penaltis al centro. Había un jugador que marcó trescientos goles, que jugó más de una década, que ganó varias ligas, que abandonó una orilla para traicionar el sentimiento de un niño que soñó con sus goles en las frías noches de invierno tras el Estudio Estadio del domingo.

Había una camiseta recién planchada y un nueve de escai cosido a la espalda. Había un escudo colorido, con varias rayas verticales, un oso y un madroño sombreado que reptaba en busca de un sueño. Hubo un sueño que cambió de acera, que se esfumó en un descampado, que dejó huérfana la camiseta de ese niño que presumía de delantero frente a sus compañeros de colegio.

Habíá un jugador que llegó como extremo y se consagró como delantero centro. Era el número nueve por excelencia, el tipo que tiraba desmarques a la espalda del central, el tipo que devolvía de primeras y se volvía para buscar el área, el tipo que lo remataba todo, la punta de lanza de un equipo que jugó de memoria y que sentó cátedra en un Bernabéu que aplaudía a rabiar cada tarde de domingo. Había un jugador que se dio a conocer de rojiblanco y triunfó para siempre de blanco mientras no tenía piedad de sus enemigos, ni siquiera de aquellos que un día le adoraron como el dios azteca del gol en el que se terminó convirtiendo.