lunes, 6 de noviembre de 2017

Estrella fugaz

La fama es, en ocasiones, una estrella fugaz cuya estela arrasa hasta los cimientos de la ilusión. En el recuerdo queda el breve destello, la promesa eterna y el momento mágico de la elevación. Jugar a especular es peligroso porque el futuro es tan incierto como la brasa de un cigarrillo bajo la lluvia; puede durar una calada o puede esfumarse en medio segundo tras las cenizas de la desesperación.

Cuando el infinito Ferguson hizo debutar a Federico Macheda en el primer equipo del Manchester United, los más audaces quisieron adivinar condiciones de hombre boya capaz de bajar la pelota al pasto, aguantar las embestidas y trufar sus condiciones con remates de ensueño. Todas aquellas propuestas se pusieron sobre la mesa aquel día en el que, jugándose la Premier, y acuciado por el resultado, le anotó un gol al Aston Villa en el último segundo. Para él fueron las portadas y para él fueron las promesas. Repitió el chaval siete días más tarde después de anotarle un gol al Sunderland apenas un minuto después de pisar el terreno de juego.

Los aficionados del Manchester se frotaban los ojos y los italianos suspiraban emocionados. Unos creían haber encontrado a su delantero perdido, otros creían haber recuperado el gol. Nada más lejos de la realidad. Las promesas, al igual que el viento, también se las lleva el fútbol. Entre lesiones, malas decisiones y un olvido fraguado a golpe de partidos discretos, la llama se fue apagando poco a poco hasta dar con los huesos de Macheda en el abismo de la mediocridad.

Cesiones, intentos de recuperación y más cesiones hasta terminar perdido en las divisiones inferiores. No funcionó en su Inglaterra de adopción ni lo hizo en su Italia natal. Tampoco le fueron bien las cosas en Alemania y tuvo que bajar hasta Gales para intentar redimirse. Tampoco fue su destino soñado. Hoy en día, mientras añora sus cinco minutos de fama y sigue respondiendo preguntas sobre aquel gol en el descuento, intenta disfrutar del fútbol en la Serie B italiana. Allí, entre gol y gol, entre oportunidad y oportunidad, sigue intentando sentirse futbolista una vez ha llegado a la conclusión de que jamás será una estrella.

lunes, 30 de octubre de 2017

El equipo del mejor

La involución, en el fútbol, no está reñida con el resultado. Más allá del estilo, existen matices singulares que convierten un proceso en un intento y un mecanismo en un juego de memoria. La distinción, más allá de la intención, la aporta el futbolista. Uno puede querer jugar a gustar y se tiene que conformar con el pragmatismo; otros, sin embargo, van muriendo de inanición propositiva mientras siguen buscando la pelota en el pie del equipo rival. Existen infinidad de estilos y propuestas, pero, por el contrario, existen muy pocos jugadores únicos. 

Cuando el Barça perdió a Xavi, perdió una manera diferente de mirarle al mundo a los ojos. Perdió la distinción, perdió la elegancia y, perdió, por encima de todo, la exquisitez de un estilo que le convirtió en modelo a imitar, e incluso a envidiar, por el resto de equipos del mundo. Cuando perdió a Neymar perdió algo intangible que va más allá de la distinción; perdió el canapé de caviar en el cocktail, el toque de distinción que separaba la magia de la monotonía, la arrancada furtiva en lugares de impía necesidad, la burla futbolística sobre un rival domesticado.

 Sin la exquisitez y sin la magia, el Barça se ha visto obligado en convertirse en un equipo cada vez más académico. Iniesta va cumpliendo años y, aunque sigue sabiendo jugar como los ángeles, ha perdido reflejos a la hora de poner en marcha el mecanismo del instinto. Busquets sigue siendo un eje fiable y Rakitic es un peón incuestionable; pero más allá de las intenciones, queda un bonito recuerdo y el aura de unos grandes resultados conseguidos merced a la recuperación de la solidaridad defensiva y, sobre todo, al mantenimiento de Messi en el equipo por encima de todas las circunstancias.

 Más allá del fútbol, de la propuesta y de la constatación, Messi es la prueba viviente de que para ser el mejor hace falta jugar como el mejor. Mira atrás y ya no encuentra la complicidad de Xavi para dibujar un pasillo de profundidad. Mira hacia delante y ya no encuentra la bota de Neymar pegada a la cal, presta a ofrecer un auxilio y desalojar tres fantasmas de un plumazo. Pero él sigue manteniendo la mirada periférica y la cabeza fría. Juega, asiste, apoya, drible, ve, escucha y hace funcionar una máquina cada vez más desengrasada. Y por encima de todo decide. Decide porque así lo quiere, porque pisa el área como un delantero, porque gana la línea de fondo como un extremo, porque maneja los tiempos como un centrocampista. A falta de juego, a falta de velocidad, a falta de un estilo que les vuelva a encumbrar en la cima de la envidia ajena, el Barça se ha convertido en Messi y diez más, y todos parecen sentirse tan cómodos en el rol, que a nadie le extraña comprobar como el equipo de todos se ha convertido en el equipo de uno. En el equipo del mejor.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Lejos del juego



Existe un lugar en el mundo donde la gente nos unimos en lazos de afinidad. En el lugar del sentimiento sobreviven la calma y la histeria, la razón y la locura, el silencio y la palabra, el sueño y la realidad. Más allá de la libertad, existe la conciencia. Más allá de la irracionalidad, existe la cordura y, con ella, ese bendito razonamiento que nos hace bajar al barro y ensuciarnos como animales salvajes.

No existe nada más oscuro que el lado perverso de un sueño. Nada más insano que una pesadilla convertida en realidad. Nada más aterrador que un mal presentimiento. No existe peor razón para llorar que la creencia de una derrota; no existe más sosiego que el aplomo cuando eres capaz de saber que quizá la confianza debería ser el camino más corto para regresar al sendero de la fe.

Durante años hemos aprendido a vivir en un tobogán de sentimientos. Tan es así, que olvidados aquellos tiempos en los que éramos más comparsa que actor principal, nos hemos hecho presos del puño cerrado y el diente apretado. Hemos aprendido que sufrir no significa perder por decreto sino que sufrir es ganar sudando y terminar achicando hasta el alma en el último segundo. Sufrir va más allá del convencimiento, porque sufrir no es dormir como un mártir sino mantenerse despierto aferrado al latido de un puñado de valientes.

Pero el valor del logro es más cercano cuando se busca desde el afán y se encuentra desde el empuje. Es más fácil creer con la pelota que sin ella. Es más fácil saber con el buen juego que ser un ignorante con los ojos cerrados. Todos sabemos, por predicción y por costumbre, que aquel que atormenta a sus seguidores con irracionalidad y mal juego, termina perdiendo la partida porque este póker no admite faroles. Está muy bien eso de que el Atleti es un equipo que sabe estar, que sabe defender y que sabe competir. Pero todos sabemos que cuando ha sabido jugar, todo le ha resultado más sencillo. Todos sabemos que cuando se ha olvidado del juego, a la larga, también se ha terminado olvidando de ganar.

Desde el valor y el sentimiento

La regularidad es esa finalidad tan recetada que acostumbra a ir más apegada al futbolista cumplidor que al talentoso. Lo realmente válido es encontrar un futbolista que aúna ambas cualidades porque, cuando al talento se le asocia el trabajo, es entonces donde encontramos un diamante al que pulir. Pero más allá de las condiciones esenciales, existen otras, más intangibles pero no menos esenciales, que convierten a un futbolista interesante en todo un proyecto de ambición. Porque los futbolistas buenos de verdad, más allá de los detalles, viven de la constancia y de la pericia, del conocimiento y del poder de resolución.

Mikel Oyarzábal es algo más que una buena pierna izquierda. No pierde el tiempo en conducciones absurdas, es hábil con la pelota y sabe que elegir la mejor opción de pase le sitúa en el lugar correcto de la jugada. Como además, es el más listo de la clase, sabe encontrar un lugar en el espacio donde acudir al remate o al desahogo de la jugada. Es fuerte, constante y combativo. Es listo y eficaz.

Durante años, la Real Sociedad se perdió en el limbo de los sueños rotos. Acuciado por las deudas económicas y, sobre todo, por las deudas morales, se despeñó por el precipicio el día que pretendió jugar con la absurdez dándole una patada a la tradición. Tras el periplo por el infierno y el asentamiento en el lugar que le corresponde, aprendió a crecer de la mano del imprescindible Xavi Prieto y sujetado a tipos como Griezmann e Iñigo Martínez. A medida que Zubieta ha ido completando el puzle, el equipo se ha ido convirtiendo en una promesa cada vez más real. Y es que, más allá de los sueños, viven las certezas y más allá aún del fútbol, se sitúa el sentimiento. Si al valor del corazón le añadimos el talento con la pelota, es fácil creer que, liderado por Oyarzábal, la Real seguirá creciendo porque tipos como él sólo se descubren desde el valor y el sentimiento.

jueves, 19 de octubre de 2017

Chus

La clase, ese respeto hacia la pelota que vive entre el empeine y el dedo, corresponde a los tipos que nacen con la calidad bajo el brazo. Esa manera de pegarle, templado, suave, buscando las telarañas, esa manera de pasar el balón al compañero, tocando música, silbando al aire, recitando a ras de césped. Había un tipo que jugaba andando y pensaba corriendo; sus pases, casi a cámara lenta, hacían moverse al equipo de costado a costado, y sus lanzamientos de falta, por contener melodías de seducción, eran un pasaporte permanente hacia el país de los deseos cumplidos. Castellano de nacimiento, castizo de adopción, aprendió la alta competición con una camiseta azulgrana que le tejieron demasiado grande. Cuando regresó a Madrid, casi de vuelta, era más futbolista y mejor pensador. Impartió cátedra y arropó a una hornada de chicos que crecieron a su lado. Cuando la idiosincrasia del club explotó en mil pedazos, le quisieron cargar un muerto que no le correspondía. Terminó despedido y vilipendiado por obra y arte del tipo que mató la esencia de un club que se había forjado desde la pasión. Pero sobre el césped del Calderón, por más que los millones podridos de Gil intentasen tapar el grueso de sus errores, muchos aficionados de bota de vino y bocata de jamón, seguían añorando el temple y la clase de Jesús Landáburu.


martes, 5 de septiembre de 2017

Entre dudas y certezas

Silencio. El alma en pie para aplaudir al genio, la garganta seca para buscar un nuevo trago de realidad, la palabra escondida en el pasado y la rectificación que, por más presurosa que llegue, no deja de ensuciar una verdad que, por culpa del talento, terminó convirtiéndose en mentira. Dijimos, algunos, que Isco no era el tipo peculiar que merecía titulares, que gustaba de la galería, del efectivismo por encima del efectismo y de la condescendencia por encima de la tributación física. Pero resulta que el chico escondía otras seis vidas, que resucitó de entre los incomprendidos y que se destapó como un artista de festival. Más allá de la sospecha se encontraba un jugador de verdad, más allá del presente se vislumbra un futuro cargado de highlights.

Inquietud. Al aficionado del Barça le puede el desasosiego, se le infecta el alma ante la duda, se le
contrae la mirada, sueña con lo que ya no es. Vive arropado en la nostalgia y se niega a creer que quien fue adalid del fútbol planetario se vaya condenando, poco a poco, a convertirse en comparsa de su mayor enemigo. Lo peor, más allá de la incertidumbre, es que aún queda cera y aún hay una llama resplandeciendo sobre el umbral de la tristeza. A Bartomeu le comen las verdades y a Robert le come la inoperancia. Han fichado poco y mal y tan solo se decidieron a dar palos de ciego cuando se vieron con la soga anudada en el cuello. Aún al borde del abismo, tienen una esperanza iluminando las sombras como el resuello encontrado al final de una carrera; el clavo ardiendo, la punta del iceberg, es ese fenómeno interplanetario llamado Lío Messi y que ha convertido en viva ilusión los pocos sueños que aún perviven en el ideario del colectivo culé.


Mentira. Así habría de catalogarse el sinfín de interpretaciones que, como consecuencia de la maniobra contractual que efectuó el año pasado Simeone, perpetraron sobre nuestros oídos los dueños de la palabra mediática. Hablaron de traición, de maniqueísmo, de desenlace dramático y de una estacada donde ya nos veíamos cada uno de los aficionados del Atlético. Pero más allá de sus palabras está la palabra de un tipo que no ha empeñado ningún verbo desde que es capitán de la nave rojiblanca. Se ha permitido renegociar su contrato porque él fue quien renegoció todas nuestras ilusiones. En un mundo hiperglobalizado e hipersubvencionado, en la época del fair play, el negocio y los petrodólares, el tipo del traje negro se ha declarado fiel a su causa y nosotros, que no sabemos hacia dónde vamos pero sí sabemos de dónde venimos, nos hemos empeñado en quererle porque, más allá de los valores, de los resultados y de los cánticos a garganta abierta, sabemos que sin él no existiría ninguno de nuestros sueños.

España. Esa roja que nos perdía en debates absurdos, que nos enfrentaba en barras de bar, en
vertederos de papel, en descampados de piedra y arena, nos ha vuelto a unir, más allá de los entredichos, para hacernos saber, una vez más, que sin talento no hay gloria, que sin sentido común no hay resultados y que sin centrocampistas no hay fútbol. Las vicisitudes, esas que terminan colocando las realidades por encima de las aspiraciones, pueden convertirse en el eje de la justicia y hacer que los sueños se despeñen en un acantilado ruso, pero más allá de las verdades, de las realidades y de las aspiraciones, están las percepciones. Está la situación y está, por encima de todo, el balón. Y el balón dice que quiere estar en los pies de Iniesta, que quiere circular entre Isco y Asensio, que sigue enamorado de Silva y que no encuentra mejor cerrojo que el estilo clásico de Busquets. El tiempo colocará un podio y los titulares se encargarán de ensoñar o de jugar al oportunista barato, pero más allá del tiempo, y más allá de Alemania y Brasil, no encontramos una mayor favorita al éxito que la roja de nuestros desvelos.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Cemento en las botas

El tiempo es el único juez capaz de dictar sentencias de continuidad. Es el único ingrediente capaz de
alterar el producto, el único motivo por el que sentirnos nostálgicos, el camino más corto entre el recuerdo y la memoria. El tiempo es tan cruel que cuando queremos añorar los éxitos nos damos cuenta de que aquellos héroes de carne y hueso ahora se han convertido en señores de cartón piedra que apenas pueden dibujar un regate sobre el pasto.

Al Atleti le han pasado muchas cosas buenas durante los últimos seis años. Llegó Simeone y se recuperó el esfuerzo, la fe y la competitividad. El equipo ascendió hacia arriba y se mantuvo en la nube hasta que los recursos y la mala gestión de sus dirigentes le pusieron un palo entre las ruedas. Resulta difícil crecer si están machacando continuamente con un martillo en la cabeza. Resulta difícil consolidarse si lo máximo a lo que puedes aspirar es a jugar con un ídolo caído y varios tipos que, aunque admirables, ya no saben cómo vaciar sus botas de cemento.

El problema más grande que tiene Simeone es tanto de fe como de agradecimiento. Sigue sumido en el mismo sistema de trabajo con el que alcanzó la gloria y sigue confiando en el mismo bloque que le alzó hasta el cielo. Pero el bloque, debido al tiempo y las filtraciones, se desquebraja, poco a poco, como ese insensato ermitaño que sigue pretendiendo sobrevivir a la soledad con un vaso de agua y un mendrugo de pan.

A Juanfran Torres la espalda se le convierte en un erial; cada carrera hacia detrás es una competición consigo mismo y cada cruce tardío es el estío de quien fue primavera y hoy se va convirtiendo en un otoño sin remisión. A Gabi, por su parte, las jugadas le pasan de largo como lo hace la vida con los contemplativos. Duele verle así, porque él ejemplificó el modelo y él ha dignificado cada uno de nuestros sentimientos. Duele verle perder el norte porque sobre su brújula de acero se asentaban los valores de un equipo que picaba piedra como un coloso. Fernando Torres, por su parte, va camino de convertirse en un ídolo caído por su propia mitificación. No busca, no alcanza, no asusta. Le han ponderado tanto cada gol anotado que aún cree que puede sobrevivir a base de rentas y escudos protectores, pero la realidad es que, con él en el campo, el equipo juega con menos profundidad y menos mordiente, y esos son dos pecados que, generalmente, te condenan al infierno.

Podría, y debería, ser un renovarse o morir si los dos tipos que dictan los designios del club no se hubiesen empeñado en emponzoñar el trabajo, digno e impoluto, de un cuerpo técnico que ha devuelto al equipo al lugar que le corresponde. No se puede fichar y ni siquiera se puede aspirar. No hay un nueve porque vendieron a todos los que funcionaron, no hay un mediocentro porque obviaron el momento en el que Tiago dijo adiós a las armas, no hay un fantasista porque el equipo se ha acomodado en la trinchera y prefiere verlas venir antes que recurrir a la heroica.

Poco a poco, paso a paso, partido a partido, el tiempo va dictando sentencias de continuidad, va alterando el producto y nos va haciendo confundir recuerdo con memoria. Hay mimbres, sigue habiendo sueños y, sobre todo, el futuro sigue estando en manos del principal valedor moral de la hinchada. Lo único que falta es que el tipo que nos devolvió al cielo se decida a cambiar el chip y que el mes de enero, amén de Vitolo, nos regale un nueve competente. Igual así, con juventud, renovación y ganas, el equipo deje de hacer ridículos tan espantosos como el que perpetró el sábado frente al Girona.

miércoles, 16 de agosto de 2017

La edad de los excesos

Los 90 fueron los años de la alegría y del todo vale. Ningún país tan dispar como Italia pudo haber sido la cuna perfecta del blanqueo y la especulación. Ante la llamada del dinero fácil, grandes empresas surgidas de la nada se convirtieron en imperios todopoderosos y que mejor lugar común que el fútbol para marcar músculo y repartir felicidad. 

A la sombra de la improbable Parmalat, creció un equipo que, de la noche a la mañana pasó de pequeño a gigante. En aquel Parma jugaban campeones del mundo, grandes promesas y firmes candidatos al balón de oro. Todo era felicidad durante el año aunque en el momento decisivo el equipo no terminase de dar el paso definitivo. Con un par de Uefas y una Recopa en su palmarés, el Parma, como outsider imperfecto, no terminaba de dar el paso definitivo en el Scudetto, siempre por detrás de la Juventus o el Milan de turno. 

Algo parecido le ocurriría a Hernán Crespo. Técnico, veloz, coordinado y trabajador como pocos, se veía siempre relegado por el eficiente Batistuta en el corazón de los argentinos. Por todo ello, cada enfrentamiento ante un gigante significaba, para Parma en general, y para Crespo en particular, un momento idóneo para la reivindicación. Nada podía hacer más felices a los parmesanos que ver como una contra desarbolaba al mejor equipo del mundo y como su delantero estrella, Valdanito Crespo, rompía en añicos la cintura del gran Ciro Ferrara.

martes, 4 de julio de 2017

El cambio alemán

Aprender a perder es el paso primordial a la hora del regenerarse en el aprendizaje. Uno cree siempre saber hacia dónde va, pero muchas veces olvida de donde viene. Bien por comodidad o bien por altivez, solemos renunciar al aprendizaje por el mero hecho de sabernos poseedores de la fórmula mágica. Si algo funciona para qué cambiarlo, nos dicen. Y así, mientras vamos azotando el aire con nuestros palos de ciego, tardamos demasiado tiempo en comprobar como quienes sí han hecho... los deberes terminan por adelantarnos y proyectarnos con un severo golpe en la cabeza.

Por ello, contar con un plan alternativo, no solamente supone una ventaja contra el conformismo, sino que nos sitúa dos pasos por delante de nuestros enemigos a la hora de encarar futuras afrentas. Algo así debió pensar Joachin Low después de ser vencido por España en sus últimos enfrentamientos trascendentales. El estilo, ese librillo tan saludable al que recurrir en caso de emergencia, no sólo sitúa a los mejores en perspectiva sino que los encumbra en el largometraje de la memoria.

Cuando había perdido todo atisbo de esperanza, cuando las derrotas se hacían eco en la llaga del orgullo y cuando creyeron que mirar atrás era de valientes, fue cuando Alemania dejó de ser Alemania. Y entonces recuperaron la esperanza, y las derrotas hicieron eco en la cicatriz del orgullo y, para ser valientes, miraron hacia adelante. Y España, ese conjunto de pequeños magos y disidentes del contragolpe, se convirtió en un ejemplo, no solamente a admirar, sino también a imitar. Y los laterales empezaron a sentirse centrocampistas, y los defensores sacaban el balón como laterales, y los centrocampistas cambiaron el choque y la conducción por el pase y el desmarque y los delanteros, más dispuestos al juego que al mero resultado proporcional, se vistieron de gala para culminar un estilo que había roto con los cánones de la austeridad.

Y así, mientras ganaron un mundial ajeno después de perder el propio, y tras atisbar un magnífico porvenir en una injusta semifinal parisina, la Mannschaft ha regresado a la gloria en un verano de entreguerras arrebatándole un sueño juvenil a España y un sueño confederado a Chile. Y es que para ganar, no siempre sirve la tradición, pero casi siempre servirá el estilo.

viernes, 26 de mayo de 2017

El equipo por encima del método

La capacidad para asombrar es el recurso exclusivo de los que cuentan con la capacidad de generar
magia. El talento, el trabajo y, sobre todo, el genio, son elementos diferenciadores a la hora de distinguir a los muy buenos de los mejores. Existen en el mundo un ramillete de grandes equipos pero solamente uno, el Real Madrid, ha conseguido alcanzar, a base de inversión y cierta dosis de trabajo, esa excelencia irredenta que lo ha convertido en el mejor equipo del mundo. Un Dream Team en toda la extensión de la palabra contra el que nadie puede competir fuera del campo pero que, en el mismo, sigue ganando batallas gracias a sus dosis de talento y, por qué no, un poquito de suerte.

Y es que, más allá, de la búsqueda infinita, es posible que no exista el equipo pluscuamperfecto. Es por ello que la Juve, próximo rival del Madrid en su camino hacia la leyenda infinita, cuente con el derecho propio, adquirido gracias a un bloque sólido y un ramillete de títulos, a soñar con lo muchos creen considerar como imposible. Porque, aunque en el cuerpo a cuerpo, es posible que los italianos salgan perdiendo, es el valor de la estrategia y la táctica donde puede jugar su carta ganadora.

La Juve ya no es el típico equipo italiano al uso porque, más allá de los tópicos, ya casi no existen los equipos italianos al uso. Desde que el país refundó su fútbol, sus instituciones y su estilo, en Italia se juega un fútbol más divertido y más extemporáneo. Es cierto que muchos equipos carecen de ese rigor táctico que les caracterizó en el pasado, pero este fútbol sin corsés es mucho más lícito y, sobre todo, está sirviendo para que el Calcio vaya creciendo exponencialmente en materia competitiva. Son muchos los que piensan que la Juventus se está paseando en su campeonato año tras año, pero más allá de logro, pervive un trabajo intenso con el que el equipo bianconero sobrevive en lo más alto salvando trampas y quebrantando emboscadas.

Y es aquí donde sobresale la figura de Massimiliano Allegri. Tras la marcha de Conte, muchos temieron al vacío y a la desazón. Pero lo que hizo la directiva juventina fue mover ficha de la manera más inteligente. Para ponderar la figura de Allegri, hace falta viajar unos años atrás en el tiempo. El trece de diciembre de 2011 un Milan en pleno proceso de autodestrucción deportiva, visitaba el Camp Nou para dirimir un duelo, en principio desigual, ante el mejor equipo del planeta. Aquel Barça, liderado por Xavi y coronado por Messi, era una máquina casi perfecta que ganaba por confección y por convicción. Lo que encontró aquel día, ante un equipo venido a menos, fue una tela de araña que terminó por ahogarle. No fue la primera vez que aquel Barça se atragantó ante el Milan en aquella temporada. En el segundo partido del grupo, el Barça tuvo que tirar de arrestos para levantar un partido que se le había puesto a cara de perro y en el cruce de cuartos de final, necesitó de dos penaltis para derribar el muro que había diseñado Allegri. De alguna manera, y sin que el mundo casi no se hubiese dado cuenta, el entrenador italiano había conseguido el antídoto para detener al mejor equipo de la última década. Si Mourinho logró aquella liga fue porque, más allá del método, contaba con los jugadores ideales para conseguirlo.

Es posible que la Juve eche de menos algunos aspectos del método Conte. Es posible que el ex futbolista del equipo sea tipo más metódico y experto en el trabajo anímico, pero nadie puede poner en duda el valor estratégico de Allegri. Un tipo que estudia cada enfrentamiento como una partida de ajedrez y que sitúa sus piezas en el tablero de una manera casi perfecta. El hombre que ha conseguido que el equipo sobreviva a la marcha de sus tres centrocampistas emblema; Pirlo, Vidal y Pogba, y haya sabido recomponer el sistema con jugadores tan dispares como Pjanic, Khedira y Cuadrado. Algo que habla de la versatilidad de su trabajo; el equipo por encima del método y los jugadores por encima de las necesidades. La mala noticia para el Real Madrid es que ya sabe que tendrá que jugar muy bien para ganar la final. La funesta para la Juve es que ya sabe que cuando el Madrid de Zidane ha buscado la excelencia, generalmente la ha encontrado.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Y entonces el Atleti dijo no

Todo se había puesto de cara. El ambiente, el marcador, la fe y hasta la congoja del rival. Los platos estaban puestos sobre la mesa, solamente faltaba degustar el banquete y entonces, como un chiquillo que se aburre de su juguete favorito, el Atleti dijo que no, que cambiaba de juego y que, además, no le apetecía sentarse a cenar. Y entonces regaló el balón, y traspasó la fe a su rival, y apareció Isco, y se acabaron los sueños. Por un momento, sólo por un momento, más de un...o nos vimos de pie en lo más alto de una cima llena de sueños. Nos han vuelto a eliminar. Si tiras de lógica, es sensato reconocer que ha sido hasta lo más lógico; son mejores, tienes más recursos, más poder y más pegada. Pero más allá de reconocimientos y felicitaciones, joder, qué bonito ha sido soñar aunque solo haya sido durante un rato. Qué bonito es sentirse orgulloso de tu equipo de fútbol aun cuando no ha conseguido el objetivo. Muchos buscan ganar. Es lógico. Es hermoso y gratificante. Es hasta extasiante. Pero más allá del logro final, somos muchos los que pedimos a nuestro equipo que no caiga, que siga en pie y que compita. El gol se compra con dinero y las copas se ganan con talento, pero el orgullo tiene un precio tan barato que a veces hasta causa sonrojo perderlo. Nos han vuelto a apear del camino y sin embargo lo sigo manteniendo. Hemos sido eliminados y sin embargo me voy a la cama sin una lágrima.

martes, 9 de mayo de 2017

La quintaesencia

La energía tiende a fluir. Se sostiene sobre la naturaleza y sin lógica alguna se va desparramando por el cosmos de tal manera que nos permite sobrevivir agarrados a su condición desprogramada. La materia, más allá de las causalidades, se distingue por su condición alimentadora. Tierra, agua, fuego y aire. Hubo quien quiso descubrir un quinto elemento, una quinta forma de materia que, convertida en energía, sería capaz de responder a muchas de las preguntas sobre el universo.

Cuando Kevin Keegan abandonó Liverpool, todos los que habían contemplado, gozosos, el ascenso imparable del equipo, quedaron desolados. Se marchaba el principal motor, el hombre que convertía en oro los contragolpes y el pilar sobre el que se sustentaban las aceleraciones finales. Un alquimista impaciente que decidió marcharse a Alemania para dar un empuje a un fútbol que amenazaba con conquistarlo todo una vez más. Pero más allá de la materia, perduraba la energía. Desde Glasgow, como un gaitero celta ávido de güisqui y cerveza de malta, llegó el tipo que cambiaría para siempre el rumbo del club.

Kenny Dalglish no sólo era rápido y hábil, sino que era listo. El Liverpool perdió un referente en ataque pero ganó un delantero con alma de centrocampista. Combinaba con frenesí en el centro del campo, peleaba cada pelota como si fuese el último premio del mundo y dibujaba definiciones magistrales en cada aparición en el área. Suyo fue el gol que le dio al equipo la primera Copa de Europa. Suyos fueron siendo los goles que fueron encumbrando al Liverpool como el mejor equipo del mundo y de sus botas nació la energía necesaria para convertir a los reds en una tormenta perfecta de tierra, agua, fuego y aire. Más allá de los elementos, la gente se agarraba el tipo que les hizo soñar en grande porque suya fue la gran responsabilidad de liderar a un grupo de grandes futbolistas. Neal, Kennedy, Souness, Rush, Case y Highway le buscaban porque él era la materia oscura sobre la que gravitaba aquel universo. La quintaesencia.


lunes, 8 de mayo de 2017

El pie derecho de Dios

Para jugar bien al fútbol hay que contar con varias e imprescindibles cualidades. A los mejores se les exige a medida que van aportando soluciones sencillas ante problemas complejos. Los buenos de verdad saben pensar y jugar y hay muchos que con algún buen recurso ejecutado a la perfección son capaces de hacerse un hueco en la élite. Un buen pie, una visión periférica y el esfuerzo denodado de quien no se siente inferior al resto fueron recursos más que suficientes para convertir a David Beckham en un estupendo jugador de fútbol. Muchos, con esa tácita memoria que nos convierte a veces en esclavos de nuestras mentiras, quieren recordar a Beckham como el futbolista que servía goles desde la banda y clavaba en las escuadras los lanzamientos de falta, pero realmente el icono inglés del siglo XXI fue mucho más que un tipo con un buen pie. Sabía recorrer el campo de punta a punta ofreciendo esfuerzo y solidaridad. Sabía jugar siempre con el compañero mejor colocado y, sobre todo, sabía encontrar el espacio ideal en las inmediaciones de la portería contraria.

No son pocos los madridistas que conservan en formol, dentro de su memoria, aquella noche en Old Trafford en la que el Real Madrid, después de varios vaivenes, se reencontró consigo mismo en un partido en el que todo lo que tenía que salir bien le salió bien. Pero son pocos los que recuerdan que, regate de tacón de Redondo aparte, el auténtico golazo del partido lo anotó ese tipo de mirada fruncida, sonrisa perfecta y cabeza rapada que regresaba a Preston en cada cruce, levantaba los “oooh” en cada centro y seguía soñando con ser el mejor en cada disparo a portería.


miércoles, 3 de mayo de 2017

El chico que dio la puntilla

Las instantáneas eternas son aquellas que quedan reflejadas en la memoria colectiva. Son esas señas de identidad que definen a ciertas personas y detallan el sentimiento de ciertos personajes. Son esos momentos esotéricos a los que la gente se apunta y gusta de decir "yo estuve allí" porque muchas veces la historia es irrepetible y no da una segunda oportunidad de volver a sentirla.

Los gestos más icónicos, por conceptuales, son aquellos que pasan el tamiz del tiempo y se colectivizan en la liturgia. El primer conato de arrebato lo arrancó Piqué desde el sentimiento el día que levanto la mano al cielo y le dijo a la afición rival que sí, que lo habían vuelto a conseguir y habían vuelto a anotarle cinco goles que dolían como cinco puñales en el corazón del madridismo. Desde entonces hasta aquí, el Madrid aprendió a combatirle al Barça cerrándole los espacios y Piqué tuvo que buscar en las redes sociales su lugar común para deshojar las margaritas sentimentales. Pero de aquel día, más allá del baño memorable y la palma de la mano girando sobre una muñeca encendida, quedó la imagen de un chico en carrera frenética contra el córner celebrando lo que sería, a la postre, su última gran aparición a nivel internacional.

Jeffren Suárez era un niño de ascendencia venezolana que había aprendido a jugar al balón en un descampado de las Islas Canarias. Asombrados por su velocidad y su finísimo regate, los ojeadores de los grandes equipos de la liga no tardaron en tender sus redes pero finalmente fue el Barcelona quien pescó en río revuelto. En la Masía fue quemando etapas hasta asentarse como titular en el equipo filial. Fue entonces cuando le llegó la gran oportunidad. En un equipo cuyo mecanismo funcionaba con la precisión de un reloj suízo, la aparición de cualquier extremo rápido y con sentido del juego era acogida con cariño por el resto del plantel porque la consigna seguía siendo la misma. Los laterales apretaban, el mediocentro iniciaba y los interiores ponían la pelota en el lugar exacto. Alves, Xavi, Busquets, Iniesta y Abidal. Cinco tipos con cerebro de director y pies de artista que empujaban al equipo rival hasta ponerlo de espalda a su propia portería. Como un grupo condenado ante el pelotón de fusilamiento.

 La sublimación de aquel equipo se finalizó el día que le anotaron cinco goles a su máximo rival y consiguieron dejar a Mourinho con la boca cerrada y las ganas de vengarse bien sujetas en la solapa. Aquella noche, mientras el público jaleaba su entusiasmo ante el soberbio recital de fútbol, Guardiola dio entrada a Jeffren para hacerle partícipe de una fiesta con muy pocos precedentes. El chico, ansioso por agradar y ávido por sumarse al festín, encontró el área en un desmarque de ruptura y vació el quinto gol contra las mallas de un Casillas que, durante horas, hubo de quedarse cariacontecido mientras intentaba analizar los errores que le habían llevado a una de sus peores noches como guardameta.

Aquel estruendo en el Camp Nou fue silenciándose en la memoria de Jeffren a medida que tiempo fue siendo cruel carcelero de sus ilusiones. Buscó una salida para tomar empuje y creyó que en Lisboa todos le adorarían como la perla azulgrana que, realmente, jamás consiguió ser. Allí había vivido a la sombra de Pedro y aquí habría de vivir ante la sombra de su propio pasado. Terminó decepcionando tanto que buscó una cesión en el Valladolid y en Pucela volvió a visitar el fondo del pozo y soñando más con vivir que con triunfar del fútbol busca su penúltima salida en la segunda división belga. Los designios
son así de duros; un día estás en la punta del iceberg y cuando quieres despertar te has hundido con todos tus sueños. A Jeffren le quedará el regusto eterno de haberse sabido protagonista ante los ojos del mundo de una de las noches más mágicas en la historia reciente del fútbol.




martes, 2 de mayo de 2017

Volver a levantarse

El dolor se expresa con lágrimas, con fuego en la garganta, con un silencio frustrante, con un gesto de incoherencia, con una patada al aire, una caricia en el alma, una ensoñación interrumpida. La rabia se expresa sin argumentos, sin frenesí, sin raciocinio, sin silencios. La rabia es un gol en el último minuto, un fuera de juego no pitado, un penalti fallado, una expulsión innecesaria. El dolor no se agarra a nada porque busca una coartada y no encuentra más que la verdad. Toca volver a llorar, toca volver a ver esa asquerosa sonrisa de superioridad. Toca volver a asumir que no estuvimos a la altura. O asumir que quizá esta no es nuestra altura. Y toca, otra vez, volver a levantarse.

jueves, 6 de abril de 2017

El verdadero valor del logro

Regenerarse es un ejercicio demasiado complejo como para tratarlo como una banalidad. Muchas veces alcanzamos el éxito e incluso la excelencia y no nos proponemos mirar hacia otro lado porque la felicidad nos impide mirar más allá de nuestro ombligo. Pero en este mundo globalizado en el que el fútbol se ha convertido en el aparato de poder de mercaderes y operadores de cable, el mejor postor, al final, termina por llevarse a las piezas más codiciadas.

Resulta complicado, pues, para equipos cuyo lugar en la élite es más circunstancial que perenne, conseguir encauzar un ciclo ganador y saber superar las crisis con el ánimo de quien se sabe poderoso. Los cambios son traumáticos y si conllevan una revolución, aunque sea por obligación, lo son mucho más. No sólo no es fácil llegar, lo realmente difícil es mantenerse.

Durante meses nos hablaron del Sevilla como el adalid del fútbol moderno. Un equipo vigoroso, pleno de entusiasmo y con un entrenador con vocación ofensiva. Los mimbres, en principio, sonaban de manera excelente. Tocaban tambores de guerra y el Sánchez Pizjuán era un fortín. No sólo eso, sino que el equipo recuperó algo que había perdido durante sus últimas temporadas; la fiabilidad en los partidos de fuera de casa. Lo que ocurría, más allá de los augurios, es que el equipo, aparte de un buen grupo, era un compendio de futbolistas que jamás se habían visto en vicisitudes similares.

El Sevilla sigue siendo un muy buen equipo más allá de las caídas competitivas. Sus futbolistas son excelentes, su entrenador sigue siendo el mismo loco feliz que aplaudíamos en diciembre y sus aspiraciones, más allá de boutades fuera de contexto, siguen siendo las mismas con las que comenzó la temporada. A estas alturas no está ni más cerca ni más lejos de lo que debería estar; en cuarta posición y a tres puntos de la tercera ¿Qué ha ocurrido, pues, para que hayan saltado las alarmas en torno al Sevilla? Más allá de la realidad, ha ocurrido lo de siempre; la alta expectativa que se genera en torno a los resultados y el optimismo exacerbado implícito en la misma.

Pero la realidad es mucho más dura que la expectación. La realidad es que, Real Madrid y Barcelona aparte, a cualquier equipo de la liga le resulta extremadamente difícil mantener una regularidad de nueve meses por más ilusión que pongan en el empeño. Porque es una liga de dos poderosos que gobiernan con puño de hierro, que debilitan las plantillas de los demás fichando sus mejores jugadores y porque, gracias a ello, mantienen, año a año, dos auténticos All Star en liza con los que saber y poder competir durante toda una temporada. La caída del Sevilla durante el último mes no tiene por qué hablar mal de su plantilla y de su entrenador. Estar cuarto y con aspiraciones de ser tercero a ocho jornadas del final es una posición excelente vista con perspectiva. Si algo pone en valor, sobre todo, es el extraordinario mérito de la liga ganada por el Atleti hace tres años. Porque subirse a la barba de Atila y Alarico no sólo no es fácil siendo un simple guerrillero, es una hazaña de valía colosal.

martes, 4 de abril de 2017

La victoria del cruyffismo

El Barça ha sido durante muchos años un club a la deriva, rodeado de una masa social con un pesimismo recalcitrante y con tantos complejos que no era capaz de mirar hacia el frente y buscar las ciento una oportunidades que tenía frente a sus ojos. En sus dos mayores agonías, un tipo huesudo, de mirada intuitiva y andares chulescos llegó a la ciudad para salvar la catástrofe. Primero llegó como jugador y abrió los ojos al aficionado. La segunda vez lo hizo como entrenador e instauró un monumento en el Camp Nou. Porque aquella manera de jugar el fútbol se convirtió en una patente tan particular que, durante años, no hubo equipo capaz de imitar el estilo.

La revolución iniciada por Cruyff se explica mejor desde la derrota que desde la victoria. Hoy todos los clásicos mencionan al Ajax de los setenta y el cero a cinco en el Bernabéu como los principales puntos de inflexión del fútbol en general, primero y, segundo, del Barcelona en particular. Pero el camino se inicia el mismo día que Alemania le gana la final de la Copa del Mundo a Holanda y el planeta termina de soñar con utopías.

El modelo de fútbol total holandés fue engullido por un grupo de alemanes que, justo ese año, empezaron a dominar la Copa de Europa. En el setenta y ocho, la aguerrida argentina volvió a vencer a Holanda justo en el momento en el que el fútbol británico, tan directo y emocional, empezó a dominar el continente. Cuando la década de los ochenta llegaba a su fin, y los equipos italianos se habían apoderado del fútbol convirtiéndolo en un aburrido ejercicio sin lugar a la improvisación, no quedaba ningún vestigio de aquella revolución que había comenzado en Amsterdam un par de décadas antes.

Para entender el Cruyffismo, habremos de situarnos en una de las fechas claves de la historia del fútbol moderno. Una simple final de Copa podría haberlo cambiado todo. El presidente Núñez había llegado a un acuerdo para el regreso de Venables y la cabeza de Cruyff, ya entrenador del Barcelona, pedía del hilo del resultado. Una derrota en aquel partido contra el Madrid, y el holandés regresaría a casa como un loco iluminado que fracasó en el intento. Y aquel no era un Madrid cualquiera, era el mismo equipo que había arrasado en la liga anotando ciento siete goles e igualando el récord de cinco ligas ganadas de manera consecutiva. Prácticamente invencible en España.

El resultado final de aquel partido ha quedado en el tiempo como una mera anécdota comparado con las consecuencias del mismo. El Barcelona no solamente ganó un título, sino que ganó un estilo. Cruyff se mantuvo en el banquillo e impuso un magisterio que aún, a día de hoy, impera en el libro de estilo del Fútbol Club Barcelona. Un estilo al que agarrarse en los malos momentos, un estilo que pasa por la circulación del balón, la apertura del campo y la presión alta. Un estilo que ha convertido al Barça en el club más reconocible a nivel mundial.

Pero el camino hacia la excelencia no fue fácil. Mientras el Barça plasmaba en el césped una manera de ver el fútbol menos superficial de lo que estábamos acostumbrados a ver, en las grandes competiciones, los rudos alemanes y los precavidos italianos seguían dominando el fútbol. Para colmo de males, el tradicionalmente exquisito Brasil vulgarizó su juego y aquel paso atrás le sirvió para ganar su cuarto campeonato mundial. Como para no creer en el juego de precaución y choque. Mientras Barcelona se convertía en la aldea de Astérix, el fútbol mundial viraba hacia un lugar muy efectivo pero mucho más antipático.

El equilibrio, ese grial tan deseado por miles de entrenadores a lo largo de la historia, para Cruyff significaba tener la pelota. Para ello, apostó por un tipo de jugador que estaba en las antípodas de lo moderno. El tipo pequeño, liviano, con el centro de gravedad bajo que utilizaba la cabeza antes que el cuerpo y ejecutaba lo que le pedía la inteligencia antes de lo que le pedía el corazón. Todo era cuestión de pensar. De saber pensar.

Bajo la premisa de la técnica y la inteligencia antes que el físico, llegaron a la Masía chicos como Iniesta, Cesc o Messi. Pero antes que ellos ya había llegado Xavi. Xavi era, sin saberlo, el más cruyffista de todos los futbolistas. Su batalla, como la de Cruyff, fue la más dura de librar. Cuando subió al primer equipo, el reinado de Guardiola languidecía y todos le señalaron como el nuevo cacique del centro del campo. Con unas condiciones técnicas más dotadas para la libertad que para la sujeción, Xavi sufrió en sus carnes la ira de los predicadores. Ni tenía el físico ni las condiciones para jugar como pivote y, sin embargo, en cada partido se dejaba el alma, daba un clínic con la pelota e intentaba esconder sus defectos con una mal entendida capacidad de sufrimiento.

Las entreguerras nunca fueron un periodo fructífero para el Barça, pero terminan siendo positivas porque le obligan a mirar atrás. Y atrás está Cruyff. Está el estilo. Y Xavi era el alma de ese estilo. Entenderlo solamente era cuestión de encontrar a la persona adecuada. Rijkaard dotó al Barça de ese equilibrio cruyffista del que adoleció durante un lustro e hizo regresar el fútbol por la puerta grande al Camp Nou. Lo que reinició Rijkaard lo sublimizó Guardiola y raramente se hubiese entendido dicha sublimación sin la presencia en el equipo del pequeño Xavi Hernández.

La revolución de los pequeños condujo a la selección española a un cambio de estilo y mentalidad. Dirigidos por el ya consagrado Xavi, una maravillosa sinfonía integrada por tipos antes improbables como Iniesta, Cesc, Cazorla, Mata, Pedro, Silva y Navas, entre otros, consiguieron hacer realidad los sueños imposibles del aficionado español. España no solamente fue campeona de Europa y del mundo, lo fue con un fútbol tan espectacular que enseñó al resto del mundo que aquello que pintaban como una bicoca; lo de jugar bien y ganar, era posible.

Esa España no hubiese sido posible sin Cruyff. Él sentó las bases de un fútbol que, aunque nos parecía quimérico, se convirtió en una seña de identidad. Primero en Barcelona, después en España y, seguidamente, en el resto del mundo. Cuando Alemania perdió frente a España la final de la Eurocopa de 2008, Joachim Low supo que aquel era el estilo a imitar. Durante años el fútbol se había empeñado en el choque y continuación. Un estilo muy respetable. Hubo entrenadores que quisieron imponer la belleza, pero se dieron de golpe contra el pragmatismo. Les llamaban soñadores y románticos. Como si soñar con el romanticismo fuese pecado. Pero cuando los profetas de lo aburrido dejaron de ganar, volvieron la vista hacia lo bello y cayeron en la cuenta de que la funcionalidad no debía estar reñida con la estética.

Entonces, la Alemania que durante años había vivido de la segunda jugada, la que competía cada parcela del centro del campo con un puñado de músculo, la que anotaba un gol tras cada bostezo, la que había ganado a Holanda la final de 1974, se convirtió en campeón del mundo tratando la pelota como si fuese un tesoro, dejando para la historia un uno a siete a Brasil en su propia casa que se convertirá, por derecho, en uno de los tesoros de la Copa del mundo. Díganme ustedes si eso no es una victoria del Cruyffismo.

lunes, 3 de abril de 2017

La disyuntiva

La disyuntiva es esa herramienta de doble filo que el entrenador debe manejar con soltura y habilidad con ambas manos. La mano derecha, como rey en plaza, debe ser usada para que los vasallos, convertidos en este mundo mediático, en niños ricos con hambre de acaparación, cumplan sus órdenes a rajatabla y solamente se salten el guión para producir excesos maravillosos. La mano izquierda, al contrario, debe ser usada con precisión para lograr que no quede suelta ninguna pieza del engranaje. Ya sabemos como se las gastan los futbolistas; a más prensa más ego, a más ego, más necesidad de sentirse imprescindible.

Durante la segunda temporada de Ancelotti como entrenador, el Real Madrid funcionó como un reloj desde septiembre hasta enero. Encadenó una racha de triunfos tan impresionante que hizo temblar los cimientos del libro Guiness de los records. Su contundencia, establecida en la parte superior del vértice de ataque, se acomodaba en la línea de creación. Allí, mientras a Kroos le respetó el físico y a Modric le respetaron las lesiones, se bulló un fútbol vertiginoso y, en ocasiones, deslumbrante.

En aquella línea de creación, apareció el colombiano James Rodríguez para dotar al equipo de una nota de distinción que lo convertía definitivamente en diferente. Muchos disintieron del fichaje debido a su alto precio. Daba la sensación de que se pagaba ochenta millones por un tipo por el simple hecho de haber hecho un par de apariciones espectaculares en el mundial. Pero el tiempo, una vez más, fue ese imparcial juez que dio razones a quienes creyeron en el colombiano.

James es un tipo listo que conoce como pocos los conceptos del juego. En su caso, del buen juego. Aprovecha su falta de velocidad para tirarse a un costado y arrancar hacia adelante con paredes. En su caso, encontró dos socios perfectos en Benzema y Marcelo. Sabe poner la pelota en el área en el momento preciso y, si se presenta la ocasión, golea con belleza porque tiene un toque de balón excepcional.

Todo pareció venirse abajo cuando James se lesionó del tobillo recién nacido el año 2015. Quedaba un mundo por disputarse y de los pies del colombiano habían nacido casi la mitad de las jugadas de gol del equipo. Pero la preocupación se tornó en menor cuando apareció en liza el malagueño Isco Alarcón.

Isco es un futbolista completamente diferente. Menos centrocampista que James, es más habil en la conducción, más desequilibrante en el regate y más rápido para filtrarse entre líneas. Mientras Modric y Kroos sujetaron al equipo, Isco pudo jugar con libertad y mostró lo mejor de su repertorio. Se hizo habitual de los vídeos de Youtube y la red se inundó de sus pequeños detalles: rabonas, caños, taconazos, sombreros.

Pero Isco es un jugador menor cuanto más se aleja del área. Cuando hubo de asumir más responsabilidad en la creación es cuando se vieron sus carencias. Falto de físico y de entendimiento, sus conducciones se convertían en interminables y cuando llegaba al borde del área encontraba al rival armado, por lo que le costaba un mundo convertirse en el genio creativo de meses atrás.

Comprobadas las carencias, resultó lógico que Ancelotti volviese a apostar por James cuando este se recuperó de su lesión. El equipo no volvió a la fiabilidad de antaño porque Modric seguía en la enfermería y a Kroos se le acabó la gasolina. Pero durante algunas semanas se atisbó la esperanza de que el equipo podía regresar a la excelencia del primer tercio de curso. Quedaba claro que para el 4-4-3, James era más útil porque era mejor como centrocampista.

Ahora, sin embargo, hemos comprobado que las piezas, para Zidane, encajan de una manera completamente diferente. El francés le ha utilizado, con éxito, en el 4-4-2 que pergeña cada vez que el malagueño hace acto de aparición. Teniendo en cuenta de que la BBC sigue siendo poco más que innegociable y que el medio sigue siendo gobernado por Modric y Kroos, Zidane, que habla poco pero piensa bien, ha sabido adaptar las condiciones de Isco a los partidos menores.

Y es aquí donde aparece la disyuntiva de Zidane y su capacidad para manejar al futbolista con ambas manos. Para un puesto donde el mediapunta juega con respaldo, Isco es un futbolista ideal, porque podría convertirse, bien arropado por detrás y con dos o tres tipos por delante, en una versión reciclada del mejor Valerón que vimos en el Dépor. Un regateador insultante y un pasador excelso con una gama de recursos a la altura de los mejores. James, por el contrario, sería capaz de aportar al equipo ese factor que tan contento pone a los entrenadores: equilibrio. Y, además, ese punto de fantasía que vive en su pierna izquierda y que le convierte en distinto a los demás. Pero más allá de las características queda el poso del peso que ambos jugadores tienen en la plantilla. A día de hoy, con James apartado de la competitividad y con Isco en fulgurante ascenso, queda saber cual es el papel real de ambos en la mejor plantilla del mundo, porque más allá de su ordinario o extraordinario rendimiento, queda la sensación de que cuando el equipo se juega los garbanzos, ambos son carne de banquillo y que el once de gala de verdad, ese que se recuerda de carrerilla por jugar clásicos, derbis y finales, no cuenta en ningún caso con su presencia.

Zidane tiene, pues, a dos peloteros únicos y un esquema que parece invariable. Es un tipo enfrentado a una disyuntiva maravillosa. Querría saber cómo encajarlos y pese a su rendimiento aún no sabe en qué lugar situarlos. Algunos creen que entrenar tantos egos es un ejercicio de maquiavélica habilidad, un viaje en la cuerda floja con el éxito como único objetivo. Pero habría muchos lobos de banquillo que venderían su piel por estar en el pellejo del francés.

viernes, 31 de marzo de 2017

El oficio

El oficio es esa cosa tan seria que los pragmáticos anuncian como fundamental y los resultadistas alertan como vital, eso sí, siempre después de comprobar cómo el viento les sopla en la cara. Tras la palabra oficio se escoden tipos de cejas fruncidas, rostro adusto y gesto desconsolado. Son muchos los que gustan de utilizar el concepto para ponderar el esfuerzo, el sudor y la carrera descontrolada. Pero son pocos los que comprenden el verdadero valor de los tipos que conocen el juego y no necesitan del aspaviento para poner las cosas en orden.

Un buen mediocentro precisa de dos cosas fundamentales; saber leer el juego y tener un buen pie. Lo primero implica conocer los lugares comunes, impedir contragolpes rivales e iniciar la jugada siempre hacia el lugar correcto. Lo segundo es fundamental porque implica no tener que perder la pelota una vez que la recuperas. Los tipos listos, esos que conocen realmente el oficio antes que la propaganda, son aquellos que realizan el pase sencillo. Siempre al compañero mejor colocado. Conducir es de temerosos. Rifarla es de cobardes.

El Deportivo Alavés se ha asentado en la primera división gracias a once tipos implicados en una causa y a un mediocentro que conoce el oficio como pocos. Desde pequeño, Marcos Llorente ha absorbido fútbol en una familia donde el deporte es poco menos que una religión. A sus características técnicas añade unas características tácticas que le permiten estar siempre en el lugar idóneo y en el momento preciso. Conocer el oficio implica dominar el tempo del juego. Llorente juega desde el círculo central, inicia entre los centrales y empuja al equipo hasta la zona de tres cuartos generalmente con pases sencillos. Al conocer el juego, su fijación posicional le ayuda a ser el primero en ayudar en defensa cuando el equipo pierde la pelota.

En una época donde los mediocentros se han convertido en tipos hoscos que ganan el salto del portero rival y pierden la pelota tres veces por cada cuatro que la recuperan, el joven Llorente se ha descubierto como un chico listo que conoce el oficio y sabe cuidarse del verbo de los ventajistas. No necesita correr de más, ni patear de más, ni levantar los brazos de más. Lo suyo es llevar al fútbol a los conceptos más básicos. Un mediocentro está para ser el primero en iniciar la jugada y ser el primero en socorrer en defensa. Ese es el verdadero oficio.

jueves, 30 de marzo de 2017

Una luz en el camino

Hay una especie de instinto que sobrevive en los goleadores que les convierte en tipos de naturaleza única. En un deporte donde la finalización vale oro y la consecución es el camino hacia la gloria eterna, contar con un goleador eficaz es el camino más rápido hacia el éxito porque el gol, como el lujo, se paga con monedas de oro.

Existen tipos de olfato fino que no necesitan interpretar el juego para conocer los secretos del área. Otros, más sofisticados, prefieren interactuar con los centrocampistas antes de hacerse invisibles y aparecer en el área y fijar su objetivo en la red de la portería rival. Los hay más rápidos, más listos y más fuertes. El catálogo es tan extenso que cualquiera puede condicionar su juego en función de las cualidades de su delantero; lo realmente difícil es encontrar un tipo que se amolde a cualquier circunstancia y a cuya mano puedas agarrarte en el borde del precipicio.

Hay jugadores que, por inesperados, constituyen un soplo de ilusión en el sueño constante de cada afición. Durante los dos últimos años hemos ido viendo la evolución del Manchester City de un equipo dominador a otro dormido para pasar de nuevo a un quiero y no puedo que le está castigando por la ausencia de finalización. Una vez que Agüero ha perdido el hambre y que Iheanacho sigue siendo un proyecto de finalizador sin la necesaria consistencia, a Guardiola no le queda otra que agarrarse a la tabla de Gabriel Jesús para salvar unos muebles que la corriente del río está arrastrando hacia una catarata infinita.

En Gabriel Jesús se adivinan las grandes condiciones de los mejores delanteros brasileños, que es casi como nombrar la biblia del gol. No solamente es rápido y hábil, condiciones con las que ya cuentan muchos de los delanteros de la actualidad, sino que también sabe interpretar el juego de posición. Se tira a la banda para dar oxígeno al centro del campo, juega de primeras en la zona de tres cuartos y acompaña la jugada siempre de frente para encontrar el gol en las mejores condiciones.

No es de extrañar, pues, que la lesión del brasileño haya caído como un puñal en el corazón de un equipo que amagó con reinventarse y ha tenido que regresar al juego posicional. El fútbol gira en torno a Silva porque no hay un mediocentro creativo sobre el que posar el juego, De Bruyne es más un contragolpeador que un director y Sterling y Sane dependen del espacio en un equipo que no los encuentra. Sin alas y sin director, Agüero se ve abocado a su propia melancolía. Durante un par de meses, Gabriel Jesús iluminó el camino de un equipo encerrado en un callejón sin salida. Ahora solamente falta saber qué ocurrirá en su vuelta para terminar de saber si el problema del City es estructural o simplemente coyuntural.

martes, 28 de marzo de 2017

Una batalla secundaria

La realidad y el deseo recorren líneas paralelas que raramente se confrontan. Son muchas las ocasiones en las que nos hemos querido ver sorprendidos por la pasión y lo que realmente nos interesa es el futuro menos inmediato. Los acontecimientos se valoran en la medida justa que ofrece su determinación y por más que nos quieran vender veneno en frasco de perfume lo que realmente queremos es rociar la piel y no tragar cicuta en cristal de bohemia.

España llega a Francia en plenitud física. Con muchos de sus mejores jugadores en un estado de forma sensacional y, sin embargo, son pocos los realmente ilusos que siguen pensando que hoy puede ser el partido de sus vidas. Con el grueso de la temporada a la vuelta de la esquina, se hace extraño querer pensar que lo de hoy será una batalla por más que la propaganda le quiera quitar el calificativo de amistoso al partido.

No imagino piernas fuertes, ni disputas a cara de perro, ni mucho menos una afrenta por resultados anteriores. Jugarán dos grandes equipos, dos de las potencias en ciernes del fútbol actual que, en otras condiciones, querrían dilucidar su verdadero potencial si no fuese porque durante los próximos treinta días se jugarán la vida por demostrar al mundo que el suyo, a nivel de club, es el mejor equipo del mundo. Quien paga manda y sabemos, de cierto, que a Roma no le gusta pagar traidores. No digo que no quieran jugar, no digo que no les apetezca hacerse goles entre ellos y, como dijo Griezmann, poder vacilarse tras el duelo. Lo que pienso, realmente, es que no será más que un amistoso porque a estas alturas los soldados, inmersos en su guerra, estarán más pendientes de otras batallas.