viernes, 27 de julio de 2018

Pichichis: Mundo

La guerra había desolado España, las disputas habían dividido el país, el odio había envenenado el ambiente. El fútbol, una vez más, como escaparate conciliador, intentaba hacer olvidar las rencillas en un espectáculo de noventa minutos. Pan y circo. Opio para el pueblo. El estadio de Mestalla, tantos meses cerrado, acartonado por las circustancias, vuelve a abrir sus puertas en la primavera de 1939. Llega Osasuna de Pamplona, pero el rival no es el equipo local. Es un partido de exhibición entre el equipo navarro y los soldados del batallón "Recuperación de Levante". Se trata de odar la gloria de la victoria, de aplaudir el valor de los vencedores. Papelillos y propaganda. Populismo y engaño.

Los soldados ganan y agradan. Entre ellos destaca un tipo peculiar. En una España de hombres bizarros y chaparros, el delantero centro es un hombre corpulento capaz de ganar cualquier salto. Se adorna con dos goles. Alguien pregunta su nombre y le dicen que se llama Edmundo, pero que todos le conocen como Mundo. Muy bien, observa el secretario técnico del Valencia, le ficharemos.

Pero el fichaje no es fácil. Resulta que el chico tiene firmada una cesión con el Baracaldo pactada tres años antes. Alguien intenta buscar un recoveco. El chico es del Athletic, sí, pero cuando firmó sus contratos, Bilbao era zona republicana. Es un régimen inválido, es un contrato inócuo. Y lo consiguen. El régimen mueve sus hilos, ávido de ver a los equipos de las ciudades fuertes en lo más alto del escalafón. La operación es un éxito y Mundo, que juega durante toda la década de los cuarenta en el Valencia, se convierte en el máximo goleador histórico en liga del equipo Ché.

Son ciento noventa y un goles en liga repartidos en once temporadas. Unos números de asombro. Números que ya apuntaba en su cuenta cuando jugaba en el modesto Lejona de Baracaldo, justo antes de que el Athletic se fijase en él y tuviese que renunciar a su evolución por el estallido del conflicto bélico. Once temporadas gloriosas que se cortaron el día que el hombre se sintió anciano. Fue entonces cuando habló con Luis Casanova, el presidente, y le pidió salir. Valencia ya no me necesita, pero yo necesito el fútbol. Jugó un año más, en Alcoyano, pero sus piernas le dijeron que se marchase antes de verse abocado a la inutilidad.

Su historia futbolística había empezado unos años atrás. Era apenas un adolescente cuando su padre falleció y se vio obligado a dejar los estudios para llevar un trozo de pan a casa. Fue contratado como aprendiz de tornero y tuvo la suerte de tener un jefe apasionado por el fútbol. En los partidos que los empleados jugaban los domingos en las viejas campas, Mundo destacaba por encima del resto. Había un contacto de un contacto que tenía relación con el Athletic. Le ficharon. Pero no llegó a debutar con ellos en partido oficial. No era su destino. El hombre, contundente como pocos, se convirtió, con los años, en el puntal de ataque de una delantera histórica que en Valencia bautizaron como eléctrica. Aún hay quienes la recitan de memoria. Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza.

Fue la gloria de tres ligas y dos copas del Generalísimo. La gloria del mejor Valencia de la historia. O al menos uno muy grande. En aquellos años, Mundo es dos ocasiones máximo goleador de la liga. Las dos veces con veintiocho goles en veintiséis partidos. La media habla de la capacidad goleadora de los delanteros de la época y, sobre todo, de la condición atacante de los equipos. Es un carácter, el suyo, de lo más peculiar. El mismo que no llegó a convencer al extinto entrenador del Athletic William Garbitt para hacerle ficha con el primer equipo bilbaíno, el mismo que, años más tarde, le obligó a coger las riendas de un Valencia en la deriva para sentarse en el banquillo y hacerlo campeón de Copa. Aquel fue el último acto de servicio al club de su vida.

Y eso que su padre no quería que fuese futbolista. Pero el chico tenía aptitudes, nadie lo podía negar. Por ello su madre, casi en secreto, le compró unos botines. Y el niño, tan feliz, bajaba a la campa a anotar goles por escuadras imaginarias. Su potencia física le hacía imponerse en el área, su carácter batallador le hacía imponerse en los partidos. Fue sólo tres veces internacional. Era una época en las que las selecciones apenas jugaban media docena de partidos al año y la competencia, además, era feroz. 

Pero el seleccionador, animado por el hecho de jugar en Valencia, le convocó para un partido ante Suiza. Aquello fue el apoteósis de la ciudad. Mundo anotó dos goles e hizo las delicias de los presentes. Anotó un gol más, ante Alemania, pero no volvió a ser llamado. Tampoco aquello cortó su trayectoria, la de un goleador colosal. El hombre alto y corpulento que anotó doscientos sesenta y gol goles con la camiseta del Valencia. Cifras de otro tiempo. Es el décimo máximo goleador histórico de la liga española y es, sobre todos, el máximo goleador histórico en liga con el Valencia. Y a ver quien es el valiente que consigue alcanzarle. En una época en la que los mercados mueven futbolistas como si de pesaje se tratase, resulta imposible imaginar a alguien alcanzando las cifras de Mundo. Mientras tanto, quedará el recuerdo y el reto. El de un Valencia muy grande, el de una ciudad que sigue soñando con tipos como él.

jueves, 26 de julio de 2018

Au revoir

Ser un enfant terrible conlleva adjudicaciones implícitas; falta de reconocimiento, falta de unanimidad alabadora y, sobre todo, falta de comprensión. Pero cuando sobra el ego y, sobre todo, sobra el talento, las costuras se rompen y el corsé se libera. Porque el fútbol no entiende de rabietas y es muy propenso a encumbrar, como mitos, a aquellos tipos que, de tanto golpear la mesa, terminan siendo los protagonistas del banquete.

Eric Cantona nunca fue un tipo fácil de llevar y, sin embargo, para todos aquellos que le disfrutaron, fue el tipo más fácil de querer. Ídolo caído, fue dejando sorbos de realidad en cada estación. Parada y fonda. Y volver a empezar. Auxerre, Martigues, Marsella, Burdeos, Montpellier, Nimes. A todos los lugares llegaba con una maleta vacía, la llenaba de realidades, y se marchaba a cumplir sueños a un nuevo lugar. Su definición era sencilla; un tipo listo, lleno de talento e inconmensurable en las inmediaciones del área. Su forma de jugar era tan asombrosa como efectiva; balón al hueco, definición perfecta, regate inverosímil. Pero tenía tanta rabia acumulada que no se dejó disfrutar ni de sí mismo.

Apartado de la selección francesa y apartado de la vida mundana, cruzó el Canal de la Mancha para hacerse un hombre y lo que consiguió fue hacerse leyenda. Fichó por el Leeds y el Leeds ganó la liga después de dieciocho años sin ganarla. Fichó por el Manchester United y el Manchester United ganó la liga después de veintiséis años sin ganarla. Y allí se acomodó. Junto al canal del Mersey dibujó sus momentos más grandes, sus noches más gloriosas y también, como punto final, sus peores pesadillas.

El sueño se acabó cuando saltó a la grada para agredir a un aficionado. Era un hombre sin término medio, una persona que descargaba tensiones en momentos complicados. Libre sobre el césped y genio bajo la grada señorial del teatro de los sueños, acomodó sus instintos en cada uno de sus lances. Le quisieron más por lo que hizo que por cómo lo hizo. Él encumbró la Premier. Un campeonato muerto que resucitó su presencia. Él inició el dominio de un Manchester imperial. Un equipo en continua búsqueda de su indentidad.

En una de las escenas de "Buscando a Eric", de Ken Follet, Cantoná declara que el más bello momento de su vida deportiva fue un pase de gol. Así de altruísta se mostró el personaje. El tipo único que, en el cénit de su carrera y al comprobar que ya no podía dar más gloria, se subió, por última vez el cuello de su camisa y, como en el anuncio, nos dijo a todos "Au revoir".

miércoles, 25 de julio de 2018

Renovación

Toda renovación requiere de descaro, toda revolución requiere de un ideario. Implantado el estilo, presentado el plan de choque y analizados los puntos débiles, el nuevo seleccionador tiene ante sí el reto de reintegrar a los mejores jugadores y, sobre todo, el de dar la alternativa a aquellos tipos que llevan tiempo llamando a la puerta.

El lateral izquierdo ha sido, tradicionalmente, el gran talón de aquiles del fútbol. Brasil aparte, tradicionalmente, ha sido difícil, para casi todas las potencias, encontrar a ese tipo que aporte el equilibrio necesario entre el ataque y la defensa. Todos sabemos que los zurdos suelen ser tipos libres, virtuosos que gustan de distinguirse en zonas de definición y galanes de sala de fiestas que siempre son dueños del último baile.

Hay pocos defensas zurdos competentes, y los pocos que hay son un caudal de disputa porque en su juego vive la necesidad ajena. Jordi Alba ha sido el dueño del lateral izquierdo de la selección durante el último lustro. Como tantos otros que terminaron por recorrer el carril desde atrás, nunca tuvo vocación de defensa. Incisivo extremo en sus inicios, hubo de reconvertirse en lateral por orden de Emery y, desde entonces, ha evolucionado en el puesto hasta convertirse en uno de los hombres más fiables del Barça. El tipo que dibuja sociedades con Messi es el mismo que terminó en el banquillo en los estertores de la era Luis Enrique.

Pero ahora el asturiano vuelve a la picota y Jordi Alba no las tiene todas consigo. España viene de tres batacazos seguidos y el equipo necesita una renovación. Tras el biombo de los sustitutos se encuentra Marcos Alonso. Un tipo que, convertido en jornalero del carril, hubo de recorrer Europa para encontrar su sitio. Asentado en el Chelsa, amenaza con ser titular en la selección, pero hasta ahora, todos sus amagos han quedado en la nada.

Dicen que es un tipo que sólo funciona en sistemas de tres centrales y dos carrileros, dicen que es débil defensivamente y que le pierden los partidos trascendentales. Más allá de las faltas, quedan las virtudes. Es rápido, es certero, va bien por alto y tiene un buen pie. Es un candidato más, uno de los fiables. Uno de esos tipos por los que Luis Enrique debe empezar a apostar para conseguir que la selección no se termine de acartonar. Las renovaciones con descaro y las revoluciones con ideario.

Balones de oro: Bobby Charlton

Hay un poso de grandeza en las imágenes más crepusculares. Cuando Bobby Charlton y Bill Foulkes acudieron a abrazar a Matt Busby, aquel abrazo llevaba consigo más lágrimas por el recuerdo que alegría por el éxito. El Manchester United acababa de ganar la Copa de Europa y, sin embargo, dos de sus jugadores no podían dejar de pensar en algunos de sus excompañeros.

La vida de los hombres es el camino de la voluntad. El talento de Charlton le hizo debutar como profesional con tan sólo diecinueve años. Como si de un guiño del destino se tratase, el rival fue el Charlton Athletic a quien su "tocayo" anotó dos goles. Meses después, aún siendo un imberbe juvenil, le llevaron a jugarse la vida en uno de aquellos amistosos de antes en los que el orugullo y el barro valían más que los títulos. Inglaterra le ganó a Escocia en Hampden Park y el joven Charlton anotó un gol. "Aún recuerdo el sonido del balón golpeando la red", rememora. "Después, sólo se escuchó el silencio".

Su carrera, desde aquel frío día de 1956 hasta la primavera de 1973, en la que vistió por última vez la camiseta del Manchester United, estuvo sujeta al aplauso y al reconocimiento. El silencio vino después. Un año después de su marcha, el United descendió a segunda y dejaba atrás la estela de un equipo irrepetible.

Pero aquel equipo irrepetible tuvo más trabas que caricias en el camino. Charlton, futbolista por genética más que por vocación (cuatro de sus tíos y un primo hermano de su madre fueron futbolistas profesionales), se convirtió en el líder de un equipo que hubo de transformarse desde la desgracia. La evolución del equipo se marcó en su propia evolución; comenzó jugando como extremo izquierdo y, cuando las necesidades del grupo le obligaron a tomar responsabilidades, acudió al centro del campo y se convirtió en el mejor futbolista de su país.

Y fue con la camiseta de su país, Inglaterra, con la que se coronó como rey de reyes. En su tercera participación en un mundial (acudió a un total de cuatro), Charlton, organizador total y comandante en el juego, condujo a su equipo a la gloria. Campeón del mundo. Los sueños del niño se hacían realidad, la recompensa del hombre se fraguó en reconocimientos.

En la final, marcado por Beckenbauer, no pudo desplegar su fútbol, pero su trabajo defensivo produjo el efecto pantalla; la estrella alemana tampoco pudo destacar en el partido. Aquella anulación mutua convirtió el partido en un correcalles de diez contra diez donde las estrellas se miraban a los ojos y los subalternos jugaban a coronarse. Aquel reconocimiento como estrella le llegaba en su mejor momento, pero sobre todo, le llegaba cuando más lo necesitaba. Siempre fiel a su United, con el que llegó a disputar setecientos cincuenta y ocho partidos, tuvo que verse abocado, en cada momento álgido, al segundo plano de la fama. Cuando Busby montó su guardería personal, todos alababan el talento inconmensurable de Duncan Edwards. Y Charlton, juvenil y precoz, miraba de soslayo a su líder y aprendía cada lance con el ardor del deseoso. Más tarde, cuando Busby reconstruyó al equipo de sus cenizas, el mundo quedó boquiabierto ante el descaro de un tipo que se comía el césped; se llamaba George Best, y mientras el irlandés caía a los infiernos, seguía siendo Charlton quien recogía los pedazos y se mantenía firme sobre el césped.

Ni siquiera en su selección, pese a ser la estrella, contaba con el privilegio de la capitanía. Aquel era el equipo de los Bobby, y mientras el coloso defensivo Bobby Moore levantaba la copa al cielo, el sigiloso Bobby Charlton observaba satisfecho la recompensa de su esfuerzo. Un esfuerzo que le condujo a anotar ciento noventa y ocho goles en la liga inglesa, siendo el segundo máximo goleador de la historia del Manchester United, sólo superado por Wayne Rooney, el único futbolista capaz de superarle, además, como máximo goleador histórico de la selección inglesa.

En una época en la que el dominio del fútbol inglés se ganaba a cara de perro (hasta once equipos distintos ganaron la liga durante sus diecieste temporadas como red devil), Charlton y su United levantaron la copa de campeones en tres ocasiones, amén de la FA Cup de 1963 ganada al Leicester de Gordon Banks. Fueron años de gloria compartida y éxitos ganados a base de esfuerzo y sueños. Muchos sueños. Fue por ello que Charlton, agradecido al esfuerzo de la grada, bautizó a su estadio, Old Trafford, como "El teatro de los sueños".

En 1970, tras caer eliminado en los cuartos de final del mundial, decidió abandonar la selección inglesa. Atrás quedaba la carrera gloriosa de un caballero rubio que galopaba sobre el césped con la bravura de un capitán. La gloria de aquella final del sesenta y seis se la había llevado Hurst, pero todos sabían que aquel era el equipo de Charlton. El jugador que volvería a triunfar en Wembley dos años más tarde, anotando dos goles en la gran final y coronando a su United como primer equipo inglés campeón de Europa. Aquello compensaba el sufrimiento, que no el dolor. Los años de plomo, los días grises, los llantos a escondidas. El pelo quemado, el cuerpo magullado, una cama de hospital, una promesa cumplida.

Se puede decir de Charlton que fue el tipo que resituó a Inglaterra en el mapa futbolístico. Tras unos años inócuos, la selección volvía a brillar y su club volvía a gobernar. Dice que aprendió a ganar después de ver la exhibición del gran Garrincha en aquel partido que les eliminó en 1962. Lo cierto, es que él ya había empezado a brillar desde que Busby le diera la alternativa y le dejara disputar los últimos catorce partidos de la temporada 1956-57. Aquello fue fascinante. El chico era descarado y prometedor. Muy prometedor. Anotó diez goles y ayudó a su equipo a repetir el título cosechado durante la temporada anterior.

Y es que Charlton era dueño de una pierna derecha prodigiosa. Su certero disparo le ayudaba a anotar en las situaciones más comprometidas y su desplazamiento de balón le ayudaba a desahogar el juego en las situaciones más difíciles. Aquel equipo campeón había sido derrotado por el Real Madrid en las semifinales de la Copa de Europa del año anterior. Charlton tenía diecinueve años y había observado el juego de Alfredo Di Stéfano. Quedó impresionado. Eso era lo que él quería llegar a ser. Y de alguna manera, aunque en menor escala, lo consiguió. En 1966 fue galardonado con el Balón de Oro y dos años después, liderando la Santísima Trinidad del United (Best, Charlton y Law), asaltó el Santiago Bernabéu cobrándose la venganza que el destino les había impedido lograr.

Aquella gran época, sin embargo, se fue convirtiendo en su canto del cisne. Desde el título del sesenta y siete, el United estuvo veintiséis años sin conquistar la liga y la selección inglesa, además, inició un descenso a los infiernos que dura hasta el día de hoy. Descenso que se inició en el partido de cuartos de final del mundial de 1970 ante Alemania. Aquel día, con dos a uno a favor y sólo veinte minutos por delante, Alf Ramsey decidió sacar a Bobby Charlton del campo. Fue su último servicio como internacional. Pero lo que llegó después fue el drama. Seeler empató en el último minuto y Alemania se impuso en la prórroga. No ha vuelto a haber una selección inglesa igual.

Una selección en la que Charlton anotó cuarenta y nueve goles. Cuando Gary Lineker dejó el equipo inglés con cuarenta y ocho goles en su casillero, declaró que le alegraba no haber superado a Charlton, porque, "sinceramente, Bobby fue mucho mejor futbolista que yo". En la sinceridad de los hombres vive el valor de sus palabras. Charlton, hombre y héroe, fue nombrado Sir por la reina Isabel en 1994. Era el último reconocimiento al hombre que había encumbrado el fútbol inglés.

Lo había hecho en el cénit de su carrera. El mundial celebrado en su país le pilló con veintiocho años, en plena ola del éxito. Ya había saboreado la gloria del gol en el campeonato mundial en Chile, cuatro años atrás, cuando había perforado la portería argentina, pero aquello fue un amago que no se concretó. En Inglaterra, sin embargo, la selección local se vino arriba conforme fueron pasando los partidos. Tras un cero a cero inicial ante Uruguay que sembró el ambiente de dudas, un magnífico gol de Charlton ante México abrió el camino de la confianza. El equipo se sintió liberado y soltó las riendas. Y fue contra Portugal, comandada por el inconmensurable Eusebio, cuando Charlton destapó el tarro de sus mejores esencias. Fue un partido colosal rubricado con dos goles que puso a su equipo en su primera final y a los corazones ingleses en el umbral de un sueño.

Atrás quedaba las primeras patadas a una pelota desvencijada, en el jardín de su casa, junto a su hermano Jackie (también futbolista profesional y campeón del mundo), los primeros goles en el equio del colegio y el día en el que, con dieciséis años, Matt Busby le había sacado de las aulas para ofrecerle el contrato de su vida. Y atrás quedaba también, parecía que más lejos aún de la infancia en Ashington, el día en el que el avión "Elizabeth", de la British Airways, decidió no despegar en el aeropuerto de Munich, dejando, sobre la pista, un reguero de muertos. Un grupo de compañeros de equipo que no regresaron a casa. Un equipo destrozado, un equipo castigado por la tragedia. Y un reto pendiente en el horizonte. El reto de Matt Busby fue el reto de Bobby Charlton. Volver a crecer, volver a ganar, volver a triunfar. Por ello hay un poso de grandeza en las imágenes más crepusculares. Cuando Bobby Charlton y Bill Foulkes acudieron a abrazar a Matt Busby, después de conquistar la Copa de Europa de 1968, aquel abrazo llevaba consigo más lágrimas por el recuerdo que alegría por el éxito. El Manchester United había alcanzado al cima y, sin embargo, dos de sus jugadores no podían dejar de pensar en algunos de sus excompañeros.

martes, 24 de julio de 2018

Papel charol

Los sueños se fabrican en papel charol. Reluciente, imponente, siempre deslumbrante. El dibujo de un gol, el sonido de un aplauso, la gloria del reconocimiento. En cada niño vive un sueño latente, en cada adulto vive un sueño frustrado, en cada lugar duerme un sueño eterno.

Prometer no es sinónimo de cumplir, pero viajamos tan deprisa en el tren de las exigencias, que queremos que cada nombre signfique gloria y cada gol signifique futuro. Hay tantos tipos desparramados en el camino de la promesa que se convierte en obligatorio reflexionar sobre si exigimos a los demás lo que no exigimos a nosotros mismos o si, realmente, nuestra necesidad de victoria nos convierte en devoradores de mitos.

Bojan llegó al fútbol con la vitola de chico deslumbrante. Se encontró a Messi en el camino y no le cupo la comparación. Más allá de dejarle crecer y creer en que podría ser otra cosa, ninguno nos paramos a reflexionar que Messi sólo hay uno y que basta con ser un buen jugador para vivir del fútbol.

El profesional, como persona, busca la estabilidad, pero nosotros la negamos con el ímpetu del deseo. Los chicos que, como Bojan, caen en el pozo de la desesperación, terminan su recorrido a mitad del camino. No le sirvió al Barcelona, como no le sirvió a la Roma, ni al Ajax, ni al Mainz. Sigue buscando un atajo en Inglaterra, pero más allá del final, están las consecuencias del principio. A él, como a otros, le mataron antes de empezar, porque no supieron entender que una promesa no es más que un bonito recipiente vacío de contenido.

Crecer es creer. Valorar es respetar.

La nueva burbuja

La sociedad es la devoradora de sueños que exige emolumentos al mismo tiempo que desprecia fracasos. Todos somos hijos de la ambición en mayor o menor medida. Durante años, los vástagos del fútbol italiano han tenido que soportar como los fornidos ingleses y los chaparros españoles les daban una lección de ostentosidad. Incluso en la vecina Francia, algún nuevo rico se había apoderado de una exclusividad que, antaño, solamente les había pertenecido a ellos.

Las políticas populistas conllevan un ingrediente demagógico que busca contentar a la plebe; pan y circo. Igual que antaño, antes de que la burbuja le explotase en la cara, el fútbol italiano ha vuelto a ajustar su fiscalidad al capricho de los ricos. De esta manera, cualquier tipo que, con muchos millones, quiera trasladar su residencia al país transalpino, verá reducida su tasa de pago fiscal. Es una vuelta de tuerca a la ley Beckham con la que Aznar invitó a los grandes capitales a instalarse en España.

Como millonarios ambiciosos que son, los futbolistas suelen ser los primeros en olfatear el verdadero valor del euro. En una tierra donde los Cragnoti y los Tanzi desarraparon equipos, los grandes magnates vuelven a poner pies en la península y regresan las grandes inversiones. Es una forma de avisar que el Calcio, una vez más, pretende ser el fútbol más competitivo del planeta. Y recordemos todos lo que pasó la última vez que aquello ocurrió; hubo un tiempo en el que, literalmente, no había quien les tosiera.

Antes de que estalle la burbuja, antes de que revienten los sueños, antes de que la equidad vuelva a poner los ropones en cada lugar, podremos llegar a congratularnos, si somos frívolos y obviamos el populismo, por esta amenaza de regreso. Porque Italia fue la madre del catenaccio, correcto, pero nadie, como ellos, supieron darle una vuelta de tuerca a la competitividad.

Asimilar el vértigo

Los tiempos cambian, las esperanzas, a veces, también toman forma de realidad. Para aquellos que hemos visto al Atlético en el pozo, la realidad del presente se parece más a una fantasía que a una verdad, porque cuando el barro ahogaba hasta al más optimista, no había una rendija, un resquicio o un espacio por el que respirar. Porque todo era oscuridad y podedrumbre en el calabozo, porque aquel castillo de If no parecía tener un lugar por donde escapar.

Como Dantés, el Atlético escapó de su prisión cuando le dieron por muerto. Le lanzaron al acantilado de los desaparecidos y le escucharon aullar de miedo. De alguna manera, aprendió a creer, a luchar y a trabajar. Partido a partido, cholismo, fe, energía. Soñar fuerte, lo llamaban. No dejar de creer, nos sugirieron.

Y aunque muchos no lo hicieran, eran más los que aún seguían creyendo que el cuento terminaría, que la princesa volvería a ser cenicienta, la carroza una calabaza y el zapato nunca encontraría a su dueña. Pero los tiempos cambian y las esperanzas, a veces, toman forma de realidad. Aquel club que lo vendía todo; los futbolistas, las esperanzas y hasta el estadio, de repente se econtró de frente con un nuevo horizonte.

Es un nuevo presente. La figura del equipo campeón del mundo rechaza a Messi y asegura un futuro en rojiblanco. El equipo se apuntala, las ilusiones crecen y el tipo que obró el milagro no quiere marcharse de casa. Digerir la realidad es como sentarse a la mesa de los poderosos. No te van a negar el bocado, pero van a tratar de que se indigeste. Vamos a ver si todos aquellos que un día creyeron que su equipo era el adalid de la autodestrucción, son ahora capaces de sentirse dueños de este nuevo destino. La esperanza es el motor que mueve el corazón, pero la exigencia es la espada que sólo ciñen los valientes. A ver cómo maneja el Atleti este nuevo estatus. A ver como asimila el vértigo cuando, en las alturas, ya no le valgan las excusas.

lunes, 23 de julio de 2018

El tallo

La voluntad de crecer va asociada a la voluntad de creer. Como en toda planta, el tallo sujeta a la exhuberante flor, a la dueña de las pasiones y la acaparadora de asombros, pero más allá del pétalo, más allá del fabuloso estambre, sobrevive un junco que mece el aire y permanece erguido. El tallo nunca adornará salones, se partirá en dos, se sumergirá, se olvidará. Pero cuando la exhuberancia desaparezca y los pétalos caigan víctimas del tiempo, él será el último en derrotarse, porque, erguido aún a media y hundido en la soledad, seguirá manteniendo viva la esperanza de la última corola.

El mundial ha coronado a Croacia como reina de las aspirantes. A un sólo paso de la gloria, su campeonato se ciñó en la eficacia atacante, la exhuberancia creativa de sus dos estrellas y la solidez defensiva. En este último aspecto, más allá del trabajo impoluto de sus centrales y la abnegación de sus laterales, brilló la figura del tipo que sujetó el árbol desde la raíz.

Marcelo Brozovic no es el tipo más espectacular, ni siquiera el más fuerte, pero es el tipo abnegado que jugó a crecer desde la fe. Apostado en la zona crepuscular del terreno, ejerció de hombre escoba para que Rakitic pudiese iniciar y Modric pudiese concretar. Sólido, abnegado y eficiente, se complicó lo justo con la pelota y fue al suelo tantas veces como requirieron sus dotes de salvador. No brilló, no ejerció de exaltador de ánimos, no acudió a los cursos de mediatización, pero el día que no jugó de inicio hubieron de echar mano de su mecánica porque el equipo sentía una fuga en cada uno de los contraataques rusos.

El tallo sujetó a las exhuberantes flores. El junco, firme frente al viento, se mantuvo en pie mientras lo permitió el fútbol. La final fue músculo y fuerza, y ni siquiera Brozovic pudo auxiliar a Strinic cada vez que Mbappe desataba la tormenta. Más allá de la última derrota, queda el camino. Un camino de rosas y espinas. Y tallo que creció para sostener y creyó para hacer lucir. La volunta de crecer va asociada a la voluntad de creer. Todos los artistas, más allá del éxito, necesitan al auxiliar que les sostenga el escenario.

lunes, 2 de julio de 2018

No pasa nada, tenemos a Arconada

Durante algunos minutos del partido, la Real se atrincheraba en el viejo estadio de Atocha. Cuando era un barrizal, al equipo rival le costaba adaptarse al terreno. La Real se sentía en el patio de su casa y durante un tiempo, hizo del ejercicio defensivo una obra de arte. Cuando los días no eran tan buenos, los delanteros rivales encontraban un resquicio por el que encarar la portería. Era entonces cuando aparecía el titán. Una ocasión tras otra y todas desbaratadas. Desde una esquina del estadio sonaba una voz y toda la grada acompañaba a coro. "¡No pasa nada, tenemos a Arconada!".