lunes, 30 de julio de 2012

Escuela brasileña

Hace demasiado tiempo que Brasil no juega bien al fútbol. Con algún ramalazo que otro, ha ido sobreviviendo ante las adversidades después que la dungarización de su juego se llevase por delante a mitos como Falcao, Alemao o Valdo. Su juego, antes basado en la posesión y la improvisación, y que alcanzó su cénit en el verano español de 1982, ahora se basa en el orden, la táctica y la inspiración de sus estrellas. Así ganaron los mundiales de 1994 y 2002, con un equipo ordenadito atrás y dos genios delante como Romario y Ronaldo. Y así pretenden ganar los Juegos Olímpicos de Londres; con dos centrales expeditivos, dos mediocampistas de contención y cuatro locos del regate en la parte delantera.

Si extrapolamos este Brasil al que nos hizo bostezar en competiciones anteriores, al menos podemos alegar que Menezes pone en el campo más talento que sus predecesores. El fútbol, como acepción literal del juego visto como entretenimiento, aún queda distante, pero al menos, a ratos, la diversión está garantizada.

Hulk es una bala sin rumbo fijo, un torbellino que arranca el motor y no para hasta no probar el fusil de su pierna izquierda, una revolución convertida en extremo y que quiere vivir como un espíritu libre. Necesita espacios, necesita campo, necesita de un compañero que le haga aún mejor. Es una bomba de racimo en el contraataque, es la tormenta perfecta cuando el partido está enfrascado en el ida y vuelta.

Óscar es pie de seda y cuerpo de bailarín. Un joven aprendiz de Zidane que juega a la ruleta marsellesa utilizando los dos pies, un loco del ingenio, un cuerdo del área grande, un chico que promete tardes de espectáculo. Necesita el balón por encima de todas las cosas, necesita un compañero al que tirar una pared, necesita recitar poesía con un último pase. Es la elegancia de Brasil, es Sócrates reinventado, es el último mohicano de una estirpe casi olvidada.

Pato es energía controlada, es el movimiento preciso, es la lucidez del delantero de área chica. Le gusta venir atrás y tocar de primeras, le gusta encontrar el espacio, desaparecer un segundo y aparecer con un remate certero. Necesita amigos en la banda, necesita amigos en el centro, necesita amigos en el área. Sabe regatear y a veces define de maravilla, pero tiene fama de frío, de aprensivo, de indefinido. Pero es el gol del equipo cuando más se le necesita, el único capaz de tirar un desmarque y dejar cinco metros de área libres. Y eso hay que saber aprovecharlo.

Neymar es la estrella, el mediático, el gallito valiente del corral del Santos. Heredero de Pelé, con cintura de Robinho y estadística de Romario, ha ido derribando paredes al tiempo que le han ido poniendo trabas. La gente habla del poco nivel de la liga brasileña y él sigue generando obras de arte cada tarde de domingo. Necesita un balón en los pies, un defensa al que quebrar y un portero al que batir. No precisa de más cosas para convertirse en genio. Es la magia de un equipo que quiere ser oro olímpico, la vitalidad de un país que ha conquista el mundo en cinco ocasiones y aún no ha sido capaz de colgarse una medalla de oro en el olimpo de los deportes.

jueves, 12 de julio de 2012

El hombre langosta

Barcelona, 1922. Barcelona, 1957. Dos momentos, dos inauguraciones, dos estadios y un mismo tipo en el centro de las avenencias; José Samitier, que jugó en el primer equipo entre 1919 y 1933 y cuya celebridad obligó al club a cambiar su campo de juego. El mismo tipo que, años después, convenció a Ladislao Kubala de su lugar estaba en Barcelona, el mismo Kubala que obligó, una vez más, al club, a cambiar su campo de juego. El campo de la calle de la Industria, el estadio de Les Corts y el Camp Nou, y por encima de ellos, sobrevolando el mito de Samitier, el hombre que lideró al Barça en la consecución de la primera liga de su historia y el hombre que, años después, consiguió la segunda liga del club vestido de traje y sentado en el banquillo.

El mito de Samitier sobrevivió a la adversidad. A día de hoy, resulta prácticamente impensable imaginar que el mejor futbolista del Barça fiche por el Madrid y siga manteniendo su buen nombre prácticamente inmaculado. En Madrid, igual que en Barcelona, Samitier jugó con Zamora, ambos grandes amigos, ambos grandes estrellas. Los dos héroes deportivos de la época jugaron muchos partidos juntos tanto dentro como fuera del terreno de juego; ambos ganaron la medalla de plata en Amberes y ambos ganaron el corazón de millones de españoles. Igual que lo hizo otro portero, posterior a Zamora, al que apodaron el gato y a quien Samitier descubrió una cálida tarde de primavera realizando milagros bajo palos sobre la arena del barrio de Gracia; se llamaba Antoni Ramallets y fue el primer gran aporte de Samitier como secretario técnico del Barcelona. Puesto en el que se desempeñó durante diez y desde el que divisó, antes que nadie, las facultades de un argentino de pelo rubio tan rápido y tan certero que todos le llamaban "La Saeta". Di Stéfano, "La Saeta", y Samitier, terminaron fichando por el Real Madrid y el Barcelona perdió tres décadas en el camino a la búsqueda de su identidad.

Pero la segunda aventura de Samitier en el Madrid apenas duró un par de años, lo que tardó en discutir con Santiago Bernabéu a cuenta de ese jugador Húngaro pasado de kilos que el presidente blanco se había empeñado en fichar. Samitier fue claro; "Presidente, o Puskas o yo". Y la historia nos ha dejado claro en más de una ocasión cual fue la opción elegida por el presidente. Atrás quedaron años de un personaje inmenso, un tipo que acaparó fama, gloria y fortuna, el hombre al que sus remates imposibles apodaron como "El hombre langosta" y el hombre al que sus regates imparables apodaron como "El mago"; una institución, un mito, el hombre por el que cualquier barcelonista hubiese estado dispuesto a entregar sus ahorros. El hombre que huyó de España una vez hubo estallado la Guerra Civil y buscó en Francia a su amigo Ricardo Zamora para volver a encontrar un lugar donde vestirse de corto una vez más. Fue en su retiro, jugando en Niza, cuando Samitier supo que, aunque le pesasen las botas, él podia aportarle algo más al fútbol.

Y le aportó historia, tanta que es el único hombre de fútbol, junto a Gamper y Zamora, que tiene una calle a su nombre en Barcelona. Y es que allí se le perdonó todo; sus desavenencias con el club, sus deslices con el Madrid y sus excentricidades. Por ello, cuando regresó a Barcelona después de su segunda aventura en Madrid fue recibido, una vez más, con los brazos abiertos, como se recibe al hijo pródigo que ha escrito las mejores páginas del club; páginas como aquellas cinco copas de España, como aquella liga del veintinueve, como las doce copas de campeón de Cataluña. Y aunque en su único año como futbolista en la capital fue capaz de ganar el doblete liga y copa, todo dio igual en Barcelona, puede que aquella fuese otra época en la que la rivalidad no iba más allá de lo deportivo o puede que sus gestas fuesen para siempre inolvidables, pero el caso es que el nombre de José Samitier irá para siempre ligado a la historia de oro del Fútbol Club Barcelona.

Historia que comenzó en 1919 cuando el Barcelona regaló un traje con chaleco y un reloj con esfera luminosa al presidente del Internacional de Sans a cambio de un juvenil que jugaba como un maestro. E historia que terminó en 1972 cuando su corazón se frenó en seco y decidió que era hora de decirle adiós a la vida. Con su muerte nació el mito y florecieron los recuerdos; Barcelona, Amberes, Madrid; oro, plata, gloria; Zamora, Di Stéfano, Puskas; futbolista, entrenador, directivo; medio, delantero, interior izquierda y, por encima de todo, un futbolista impresionante, el primero en obligar al Barcelona a cambiar de estadio porque la gente se moría por verle.

martes, 10 de julio de 2012

El Brujo

Había un futbolista de aspecto hosco, de espaldas anchas, mandíbula recta, mirada tímida, remate devastador. Con el balón en los pies era un manual de la sencillez, toco y me voy, sin el balón en los pies era un manual del desmarque, amigo del segundo palo, como los delanteros de antaño, como aquellos asesinos del área de los que aprendió en su niñez junto a las aguas del cantábrico.

Recibía de espaldas, descargaba, buscaba el área y remataba. Casi siempre marcaba. Fue ídolo de masas en Gijón, donde hicieron cisma en pos de evitar su marcha, pero el pájaro libre buscaba otras tierras, otros mares, otras aspiraciones. Junto al Mediterráneo se hizo un nombre internacional, siguió anotando goles, ganó algún título y, sobre todo, ganó el cariño de otra afición. Lo suyo era ganar corazones porque representaba la nobleza, la profesionalidad, la eficacia, el esfuerzo entendido como obligación contractual.

Sufrió en sus carnes el secuestro y encogió el alma de todo un país. El día que regresó a la libertad, con la barba rala, los ojos húmedos y la boca seca, prometió seguir marcando goles. El maestro del remate siguió vacunando porteros, jugó hasta los cuarenta y dio lecciones de vida a todos los que, junto a él, pretendían aprender de fútbol. Regresó a casa, al cantábrico, al Molinón, a escuchar los gritos entusiasmados de una afición entregada, siguió ganando corazones y se ganó el respeto de toda España. Hasta su úlitimo día, hasta su último gol, El Brujo siguió hechizando a la grada y conjurando su instinto para salir victorioso en cada duelo contra el portero rival.