jueves, 31 de mayo de 2012

El divino manco

El pequeño Héctor sólo tenía trece años y ya manejaba una motosierra. Montevideo no era un lugar sencillo para quien tenía necesidades. Su padre, gallego de nacimiento y buscavidas por necesidad, se vio obligado a zarpar años atrás en busca de un trozo de pan que llevarse a la boca. En Uruguay encontró una mujer con quien criar una familia y un trabajo demasiado duro como para no quejarse a cada final del día. Héctor, el mayor de los hermanos, hubo de dejar la escuela para echar una mano en casa y con doce años ya era un aprendiz con sueños más allá de un taller de carpintería. Soñaba en grande, soñaba en redondo, soñaba con dar la vuelta al mundo manejando una pelota de cuero. Quizá fue buscando aquella pelota perdida en su imaginación cuando realizó el escorzo y la motosierra se enganchó en la tela del mono de trabajo. No pudo apagarla, no pudo evitar la inercia, no pudo detener el desastre. La mano, a la altura de la muñeca, quedó seccionada y los sueños se derramaron por el desagüe de la desilusión. Pero alguien le dijo que al fútbol se juega con los pies y que él no había nacido para ser arquero. No, él era delantero. Héctor Castro creció y se convirtió en el delantero centro del mejor equipo de la época, la Uruguay de los años treinta. Compareció veinticinco veces vestido de celeste y anotó dieciocho goles. Hoy, esas cifras son historia. Héctor Castro sigue siendo memoria.

No vivió demasiado, solamente cincuenta y cuatro años, y se retiró a los treinta y dos como jugador, pero aún queda algún anciano que un día fue niño y celebró los goles de un delantero rápido, potente y gran cabeceador al que le faltaba la mano derecha. Ese era Héctor Castro. Un niño que soñó ser grande y un futbolista muy grande, de los más grandes de la historia de Nacional de Montevideo. Con el equipo tricolor hizo ciento siete goles en la primera división uruguaya y sus actuaciones le catapultaron a la internacionalidad con su país. Y fue con la celeste, vistiendo la zamarra que le aportó más gloria, con quien se convirtió en futbolista eterno, sobre todo en aquel verano de 1930 en el que su país se coronó como referente futbolístico a nivel mundial.

En aquel equipo jugaban auténticos ases del balón como Andrade, Gestido, Cea o Dorado y, como delantero centro, Héctor Castro. El niño que había perdido una mano trabajando con un motosierra y que se había hecho hombre a base de marcar goles y enseñar los dientes en el área. No era un manco cualquiera, Castro no se amilanaba en el área y utilizaba su muñón como arma en el salto contra los rivales. Sin el descaro que podría haberle aportado un empujón con la mano abierta, Héctor Castro clavaba su muñón en la espalda del rival y, gracias a ello, obtenía una ventaja certera en el salto. Parecía que saltaba más que nadie, pero lo cierto es que era más pícaro que nadie. Aquellos saltos por encima de los defensores, aquellos goles de cabeza y aquellos sprints en busca de un balón imposible le valieron el sobrenombre de "El divino manco". A aquellas alturas, holgaba decir que Uruguay le adoraba como a un Dios. Y lo adoraba, también, como adoraban al resto del plantel, por haberse convertido en el martillo pilón que derrotaba en todas las finales a Argentina, ese molesto rival deportivo al otro lado del río de la Plata.

A Argentina le ganaron la batalla por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1928 y a Argentina le ganaron la final del mundial de 1930. Aquello parecia un mal sino para los argentinos, condenados a perder contra los incordiantes vecinos del este. En aquella final del mundial que hizo estremecerse a todo Uruguay, Héctor Castro anotó el cuarto de los goles de su equipo. Fue el definitivo, la puntilla, el último gol del campeonato. Curiosamente, Castro también había anotado el que había significado el primer gol de Uruguay en la historia de los mundiales. Lo suyo eran los goles recordados, los meritorios, los inmortales. Y como personaje dado a la leyenda, una vez hubo abandonado los terrenos de juego, se puso el chándal y tomó las riendas de su equipo del alma. Con Héctor Castro como entrenador, Nacional de Montevideo salió cinco años campeón de Uruguay. Como para no tenerlo en un altar.

Las historias de los grandes hombres tienen puntos de inflexión en momentos relevantes. Hector Castro perdió una mano pero no perdió la pasión por el fútbol. Soñó ser una estrella y se convirtió en el más afamado delantero de su época. Las desgracias no invitan a quedarse tirado en el suelo, sólo algunos consiguen levantarse y muy pocos son los que logran seguir caminando. A ellos, a Héctor Castro y muchos otros, les corresponde la historia.

miércoles, 16 de mayo de 2012

3012


Año tres mil doce, la Tierra, asolada por el pasado y reconstruida por varios presentes, vive momentos de calma tras años de guerra en la que todos buscaron su parte y sólo algunos encontraron su idea. La Tierra sigue siendo amalgama de circunstancias y ruinas con historia, el hombre es cada vez más sofisticado y la vida es cada vez más larga, pero las tradiciones y las memorias siguen siendo las mismas de siempre; la emoción le sigue pudiendo a la mentira y la pasión sigue pegada a un balón de cuero.

Llora Godie Donamara la incertidumbre que aferra su alma a las travesuras del destino. Quien le niega una palabra le niega la verdad que tanto desea saber y como tal, cree vivir en el engaño de sus cualidades y en la fé rota de sus pretensiones. Su talento va más allá de la sujeción y sus maneras de jugar, regatear y pegarle al balón son pura fantasía con nombre propio. Godie nació sin nada y creció con todo, se le entregó un don y lo explotó con tanta fe que ya no existen defensas capaces de detener semejante torrente de calidad.

Harrison Laponte sonríe complaciente. Él fue el descubridor de Godie y el mentor de su fútbol en la Tierra y en el cielo. Si por él hubiese sido, habría sido capaz de bajar hasta el mismo infierno para venderle al diablo el alma de su mejor discípulo. Cuando adoptó a Godie bajo su protección era consciente de que sus cualidades empezaban a ser asombrosas y cuando le dio placer a sus instintos pudo ser capaz de localizar todos los puntos fuertes de aquel pequeño cuerpo fabricado a la medida para jugar al fútbol.

En tres mil doce no existen países como tales. El mundo es una confederación de naciones en una misma capacidad de convivencia. La globalización ha alcanzado su punto límite y lo que ayer eran España, Francia o Portugal hoy son solo pequeñas partes de una Europa que avanzó en política hasta convertirse en precursora de un nuevo mundo en el que, guerras aparte, ningún dominio podría enterrar el espíritu de libertad y ningún capricho podría ensombrecer una obra maestra.

El fútbol, como deporte de masas, ha crecido tanto como su fama. Atrás quedaron todos los jugadores que convirtieron este deporte en la sal y la pimienta de las conversaciones del mundo entero. Ya no existe el soccer que competía en parrillas con los nuevos inventos norteamericanos, ahora solamente existe un deporte global, con una competición definida y muchos sueños, como siempre, pendientes del hilo de una afición. En las calles se comenta que un día existieron equipos llamados Real Madrid, Milan, Juventus y Manchester United que dominaron el planeta y que acapararon tanta fama y dinero que nadie pretendió llegar a más sin imitarlos. Hoy, aquellas definiciones de equipo han pasado a la historia y las ciudades se engloban por sí mismas en crear, de cara al mundo, un único equipo competitivo para hacer historia planetaria y descubrir un palmarés de oro.
Harrison Laponte dirige el Club Madrid de Fútbol Internacional. Su pantalón es rojo y su camiseta es blanca, frutos ambos, de una herencia que en el pasado dejaron el Real Madrid y el Atlético de Madrid antes de renunciar a sus pasiones y fundirse en una unión que, visto como avanzaba el planeta, no era sino beneficiosa para todos. Harrison creció bajo los instintos de un aficionado de barrio e hizo fortuna apostando a ganador. Como trabajador consiguió confianzas y como empresario consiguió tanto dinero como sus cuentas corrientes pudieron acaparar. En una época en la que la Tierra estaba cubierta de satélites y los cables invadían el subsuelo, invertir en comunicación era un negocio tan seguro como la decisión de suicidarse con un disparo en la sien.

Cuando Harrison adoptó a Godie, no contó a nadie la flor del secreto que abrigaba semejante operación. Solamente él había sido capaz de descubrir el lugar donde descansaba el éxito eterno y daba fe, con sus ojos, de que quienes le hablaron del pasado no se equivocaban en venerar a ídolos que, más de un milenio atrás, habían dado al fútbol los momentos más espectaculares de su historia.

En tres mil doce primaba la fuerza sobre la técnica y un jugador veloz era más importante que un jugador imaginativo. Eran cosas del instinto, o podías con el rival o morías y sobrevivir pasaba por correr y correr pasaba por triunfar. Pero todo cambió cuando apareció Godie Donamara. Debutó en el campeonato universal con catorce años y dos años después ya era considerado el mejor jugador del mundo. Su pierna izquierda era un prodigio total y su capacidad para ver el fútbol antes que nadie era la nota que señalaba al jugador como el profeta que todos habían esperado de por vida.

Ahora que nadie es capaz de bajar el balón al piso sin mirar hacia detrás, Godie marcó los tiempos en cada jugada, apoyó cada balón con dulzura y enseñó a cada uno de sus compañeros que ganar era cuestión de creer en él. Y tanto le dieron el balón que Godie se hinchó a marcar goles, a fabricar regates de ensueño y a levantar estadios en gritos de ánimo inolvidables.

Y Godie no comprende el por qué de tanta diferencia con el mundo. No comprende por qué, siendo tan afortunado en el deporte, la vida le negó una infancia calurosa. Nadie le contó jamás que había pasado con sus padres y nada le hizo averiguar cada paso que dio en pos de una investigación. Nunca descubrió atisbo alguno de la existencia de una familia Donamara y aunque dejó muchos días intentando averiguar dónde estaba su pasado lo único que encontraba eran las palabras amables de su mentor, Harrison Laponte, en un guiño amistoso y cargado de paternalismo.

Godie tiene veinticinco años y ha ganado tantos campeonatos como los que ha jugado. Es tan bueno que nadie sabe de dónde le vienen sus facultades. Todos se preguntan cuál es el secreto de tanto prodigio técnico y nadie encuentra una razón para despreciarlo. Todos le adoran porque Godie juega al fútbol como los ángeles. Los estadios, que ahora se sustentan bajo lonas de fibra y se rellenan de almidón, cuero y aire, están empezando a dejar de ser un teatro para convertirse en un circo de sueños cada vez que Godie pasa por allí para tocar el balón como los dioses. Nadie ha visto nunca un jugador igual, nadie sabe de la existencia de alguien semejante y todos piensan, mientras frotan sus ojos ante la perplejidad, que jamás volverán a ver a otro jugador parecido.

Y Harrison Laponte sonríe porque se sabe ganador de sus instintos. Sonríe porque gana tanto dinero como prestigio cada vez que Godie alcanza a tocar el balón. Y sabe que su tesoro será eterno mientras dure su carrera porque nadie se atreverá a tocarle un pelo antes de ver la furia de la grada en su contra. Todos adoran a Godie y nadie duda en gastar sus ahorros para asistir a verle en directo. Godie es una máquina de fabricar dinero, pero él no busca el dinero, ni el éxito y ni siquiera una fortuna deportiva. Lo que Godie quiere es conocer su origen y lo que Harrison sabe es que tendrá que ocultar durante toda su vida las artes que utilizó para desenmascarar el cuerpo de Godie ante los ojos del mundo, pues para ello cometió delito y en su delito está la falta y en la falta está su silencio y nadie jamás sabrá cómo llegó Godie a sus manos de protector infalible.

Harrison le cuenta a la gente que Godie apareció un día en la puerta de su casa. Harrison dice que lo acogió como a uno más de sus hijos y que todos sus hijos le criaron como a un hermano en el hogar. A Godie nunca le ha faltado el cariño, ni en la familia que le acogió, ni en los amigos de los estudios, ni en el corazón de los aficionados. Pero Godie tiene palabra y valor para alzarla. Godie nunca ha querido callar sus contradicciones y como tal ha alzado la voz cada vez que algo le ha parecido incorrecto. Como aquella vez en la que, en video rueda de prensa, puso en alza el espíritu del deporte criticando las maneras de uno de los árbitros que dirigió un encuentro decisivo. O como aquella vez en la que insultó a un rival ante los ojos del mundo para después negarle un perdón por la propia faz del orgullo.

Y todo eso lo sabía Harrison porque todo eso se lo habían advertido. Lo que había adquirido, además de una fuente inagotable de talento era una fuente inagotable de problemas y como tal, debía acomodar la educación de su ahijado por la parte de afuera del conflicto. Pero Godie tenía ideas, palabra y voto de grandeza. Godie es rebelde por naturaleza y reivindicativo por un destino ya pactado, porque Godie ha existido antes y eso nadie lo sabe.

Juega hoy Godie su último partido de la temporada. Todos le conocen como Donamara, como el genio que vino de la nada para aportarle al fútbol toda la grandeza que perdió entre los conflictos. Cuando la Tierra se empeñó en fabricarle fronteras al odio y a la sonrisa, el fútbol perdió todo el encanto que lo había convertido en la fiebre eterna de todas las pasiones. Pero el fútbol nunca ha muerto y nunca morirá. Llegaron otros para hacerlo más rápido y entre todos lo convirtieron en trepidante. Muchos se acordaban del gran Lift Garrigan, maestro de miles de jugadas y autor de cientos de goles. Garrigan había jugado en el London Internacional Group entre dos mil setecientos setenta y dos y dos mil setecientos ochenta y siete y había dejado tantos recuerdos como buenos detalles. Pero a Garrigan, a Finti, que jugó antes y a Ismac, que jugó después, y que eran considerados los pilares del último fútbol, los había eclipsado la llegada de Godie Donamara al universo del balompié.

Y Godie juega en Madrid, donde lo ha hecho siempre. La misma ciudad que había dominado el fútbol más de un milenio atrás era ahora el hogar familiar y deportivo del gran Donamara, el genio que llegó de la mano del magnate Laponte, amo del mundo, del fútbol y de la ciudad, para enseñarle a la gente los secretos de un buen regate.

Y Godie comienza el partido con la misma ilusión de siempre. Se acerca al balón y cuando lo consigue lo pone donde quiere, ahora en el pie de un compañero, ahora en la cabeza de este otro, ahora bajo las piernas de un contrario, ahora en la escuadra, ahora junto al poste. Godie ha marcado dos goles y su equipo ha vuelto a salir victorioso. Godie juega bien porque le sale, no le hace falta motivación alguna para hacerlo, el fútbol vive en su sangre y la genialidad duerme dentro de cada una de sus ideas, aunque quisiese jugar mal no podría hacerlo. Y siente como es aclamado de nuevo, y como sus compañeros le toman en volandas y le convierten de nuevo en ídolo de todas sus celebraciones, y cuando entra en el vestuario y se encuentra con Harrison Laponte, se funde en un abrazo con él y le ofrece su mirada en compensación a todos los cuidados. Y Harrison Laponte ya no puede pedirle más porque ya se lo ha dado todo, efectivamente, nadie, en su recomendación, había errado el pronóstico; hacerse con el chico había sido una apuesta segura hacia el éxito.

Godie vuelve a su casa con la satisfacción del deber cumplido. Le criaron para jugar al fútbol y juega al fútbol como nadie, le criaron para ganar y gana más que nadie. A menudo se pregunta porque le habían prohibido cualquier acceso hacia los excesos. Nunca le dejó Harrison Laponte acercarse al tabaco, al alcohol y mucho menos a cualquier tipo de droga. Harrison se lo ha dicho siempre de forma muy clara: “Si tú pruebas la droga, yo me mato”. Y Godie, que ama a Harrison Laponte y no desea su muerte, no se acerca a los vicios y vive en prosperidad, no se calla una injusticia y lucha siempre a favor de la causa perdida, es un revolucionario dentro del deporte, pero es el mejor y todos se lo perdonan.

Y Harrison Laponte también perdona sus palabras. Estaba avisado y al igual que el destino ha cumplido su palabra quiere él dar rienda suelta a los instintos de su pupilo. Frustrar su alma sería condenarlo al abismo de la incertidumbre y su condena le llevaría al infierno de la corrupción y de allí viajaría hacia la autodestrucción y hacia el final de un mito fabricado a base de goles y regates de ensueño.

Harrison Laponte se acerca hacia su habitación y le ve dormir. Se satisface viendo el descanso del guerrero y se soporta a sí mismo creyéndose el auténtico precursor de la fama. Godie es una mina que explotará mientras el físico se lo permita, lo que ocurra después solamente Dios y los recuerdos serán capaces de dictarlo. Pero mientras tanto, acogerá a Godie en su casa como el banco de petróleo que le reporta todos sus mayores beneficios. Acogerá a Godie en su casa porque Godie es para él su mayor proyecto, su única apuesta segura y el más secreto de sus delitos.

         Porque, a parte de él y de las cuatro personas que le ayudaron en su proyecto, nadie sabe que en una época en la que la clonación, como máxima responsable de las más cruentas guerras que habían azotado a la tierra durante los últimos siglos, está castigada con la pena de muerte, Harrison Laponte descubrió, tras intensas investigaciones, el lugar donde descansaban los restos del mejor jugador de fútbol de la historia. Nadie sabe que aquel viaje a la antigua Argentina que había realizado años atrás no había sido para proyectar la imagen de su empresa por las metrópolis del hemisferio sur, sino que había sido ideado para robar un hueso, una muestra de ADN y fabricar de nuevo al jugador perfecto. Nadie sabe de aquellas existencias porque nadie quiere hoy estudiar los principios del fútbol, y por ello, Harrison Laponte clonó, mil veintiséis años después de su mejor verano, al número uno del fútbol y que el nombre de Godie Donamara, es realidad, una ligera transformación, a sílabas cambiadas, del nombre de Diego Maradona.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La vida en rojo y blanco

Un recuerdo de la infancia suele pintar en color el mejor motivo para ser optimista. Aquellos goles de Hugo Sánchez, aquel centro de Landáburu, aquel gesto adusto de Luis Aragonés. La vida es larga y, en cada vaivén, hay un lugar para el descenso después del duro ascenso desde los infiernos. Momentos de amargura hubo muchos; hubo un día en el que nos impideron soñar y hubo más días en los que no quisimos soñar. Pero regenerarse forma parte de la condición humana y por ello estamos hoy aquí, de nuevo, mirando al cielo e implorando un gol, mirando al suelo e imaginando una celebración. El fracaso no entra en las cuentas. Las cábalas son siempre más sencillas porque, a la hora de soñar, preferimos la grandeza a la decepción.

Imagino como se sentirán los hinchas del Athletic después de tantos años en una travesía alimentada por las dudas. Les marearon con aquello del sistema, les echaron en cara aquello de la tradición y no encontraron argumentos para poner patas abajo sus ilusiones. Ellos son únicos en su especie, y en su singularidad sobrevive el espíritu libre de un club que no cayó en la trampa de la tentación y no se vio abocado a las lágrimas de la destrucción. Sufrió, sí, porque nadie regala nada y porque a nadie le sobran los recursos, pero cuando volvió a colocar los muebles en su sitio y se sentó a reflexionar sobre la idiosincrasia, fue consciente de que la única revolución consistía en no hacer ninguna revolución. El Athletic como libro de estilo y el fútbol como único argumento. Bielsa no ha conseguido engrandecer a un club, ha conseguido despertar a un gigante y hacer saber a una ciudad que así se jugaba allí hace muchos años y que así se podía volver a jugar.

La vida en rojiblanco a este lado del río no ha sido mucho más fácil. Nos han robado el alma y encima nos han hecho creer que deberíamos dar las gracias por ello. Es como aquello de nos mean y nos dicen que está lloviendo. En el Atleti llueven lágrimas de amargura por aquello de lo que se fue y ya no se es. Se fue un equipo grande, así, con mayúsculas y ahora se es un equipo sin identidad. Y el problema no lo arregla una final, ni siquiera una victoria. Porque el problema son deudas económicas y morales, el problema es bicéfalo, es la angustia, es el tener que creerse que somos lo que no somos, es el saber que hace tiempo dejamos de ser lo que fuimos. Para ser consciente de la realidad solamente hace falta abrir los ojos. Con esta final borran cientos de partidos en los que la inoperancia fue el sustantivo más lícito para describir el juego; el Atleti secuestrado ya sólo aspira a ser cuarto y la mayoría de veces no consigue ni alcanzar ese puesto. No son sensaciones, son datos. Pero aún en la miseria seguimos buscando un rincón para seguir soñando, para seguir viviendo, para seguir respirando. El rincón de esta noche tiene forma de final. No se me olvida el daño sufrido, pero no por ello voy a dejar mi camiseta guardada en el cajón. El escudo del Atleti late sobre mi corazón. Estas son nuestras noches. Este es nuestro lugar.

lunes, 7 de mayo de 2012

En busca de la luz

La oscuridad ciega, confunde, produce pesadillas, monstruos, sinrazones. La oscuridad es el camino más directo hacia el error porque los palos de ciego se pagan con caídas libres, con empecinamientos que conducen a la locura, con la negativa a ver la realidad porque siempre existe el miedo a que la luz de la verdad nos ciegue los ojos.

El Atleti lleva años sumido en la oscuridad del mal fútbol. No es que se hayan cortocircuitado las esperanzas en busca de un estilo, es que hace muchos años que el equipo no encuentra un estilo. Y no lo ha hecho, principalmente, porque se han encerrado en el cuarto oscuro de la mala gestión y se niega a ver la realidad. Tanto ha distorsionado la oscuridad la verdad que la gente se ha terminado por creer los cuentos del vecino y las historias para no dormir; que si aquello del pupas, que si aquello de lo peor y lo mejor, que si aquello de la imprevisibilidad. Pamplinas. De lo que ha carecido el Atleti, más que de fortuna, es de buenos futbolistas en el eje del centro del campo.

Es por ello que cada verano vuelven a renovarse las ilusiones cada vez que un nuevo nombre aparece en la palestra de lo futurible. Pero, como naipes de un castillo, los proyectos de motor para un coche de frágil carrocería, caían en el cajón de las promesas incumplidas. Ni fue Albertini, ni Luccin, ni Raúl García, ni Tiago, ni Gabi el capaz de enterrar a la sombra del desconcierto y alumbrar el fútbol del equipo. Es por ello, que cada vez que aparece el nombre de un niño prodigio, los puños se cierran para rezar, los ojos se abren para mirar y la mente se despierta para soñar. El Atleti necesita fútbol, sentimiento y verdad, y nada de ello es fácil de encontrar en el cuarto oscuro de los despropósitos.

El nombre de Oliver Torres ha aparecido en los titulares de prensa como el de ese nuevo mesías que promete la redención de un club sumido en el infierno de todos los pecados. Se mira al frente, se buscan vídeos, opiniones, resultados, estadísticas, y aparece la imagen de un niño de tez morena, mirada osada, fútbol intuitivo, un guante en el pie y la capacidad para mover a un equipo de área a área. Eso lo ha hecho con un equipo juvenil, no lo olivdemos. Más que nada porque cuando le veamos en primera y le contemos los diez primeros fallos, correremos a escondernos en el cuarto oscuro y a lamentar la mala suerte de las promesas incumplidas, cuando la verdad es que cualquier niño tiene derecho al error y, en nuestra prisa por devorar etapas, hemos terminado por devorar proyectos de buen futbolista. Recordemos lo que eran Gabi, Mario y Koke cuando empezaron. En el foso hace frío y en el coso cunde el pánico. Sin prisas y sin sueños. La luz nos iluminará a todos cuando el fútbol aparezca, cuando la paciencia impere y cuando la gestión sea acorde a nuestra historia.