lunes, 20 de diciembre de 2010

El principito

Había un tipo con la cadera ancha, las piernas poderosas y una pierna izquierda que era un regalo de los dioses. Solía arrancar desde la línea de tres cuartos y, generalmente, terminaba la aventura en la celebración de sus propios goles. Fue santo en Zaragoza, patrón celeste en Roma y rey neroazurro en Milán. No había medias palabras en su juego, solamente verdades, disparos a la escuadra, redes tambaleantes y carreras inalcanzables.

Parecía físicamente poco dotado pero cuando se le veía parar la pelota era cuando nos dictaba el texto de nuestra equivocación. Muchas veces le admiramos y muchas más veces le consideramos como el tipo con el que siempre habíamos soñado. Después de batir a Urruti con aquel disparo lejano y después de pasear su gloria ante los aplausos sinceros de la afición zaragocista, emigró a Italia para hacer fortuna allá donde los grandes tipos se ganaban el pan, el prestigio y los galones.

Le apodaron "El principito" porque en su tierra ya había un principe. Él no era Francescoli, no tenía su ingenio a la hora de pensar en espacios cortos, la inventiva del pase, la iniciativa del sosiego en el centro del campo. Pero más allá de las comparaciones, el tipo supo hacer fortuna sobre los terrenos de juego. Era más que un centrocampista, era un huracán que arrancaba desde la segunda punta, un torbellino que regateaba en largo y disparaba a los ángulos como un delineante de celebraciones. Han pasado ya algunos años desde que alzó la mano para despedirse y los que le vimos sabemos que resultará muy difícil olvidarse de él.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Vivir en el área

Trece goles en seis partidos de un mundial es una cifra lo suficientemente brillante como para acaparar titulares y tramitar mitologías de records inalcanzables. Cuando Just Fontaine anotó su cuarto gol ante Alemana Federal en el partido por el tercer y cuarto puesto, todo el estadio y parte del mundo se puso de pie para aplaudir una gesta que muchas generaciones seguirán teniendo como auténtica referencia a superar.

El fútbol, en cuanto a concepto, no ha cambiado tanto desde sus orígenes. Una cosa bien distinta es que a medida que los años han ido aportando color le han llenado tanto de miedos que ahora resultaría imposible reconocerlo. Aquel dos-tres-cinco de los cincuenta no es más que una involución del cuatro-cuatro-dos, bien amarradito, que tanto gusta a los catedráticos de la actualidad.

Entonces, más que ahora, como había cinco tipos que se empeñaban en filtrar huecos por cualquier defensa, siempre había uno de ellos que podía permitirse el lujo de vivir en el área. Generalmente vestía el número nueve y estaba flanqueado, desde atrás, por los dos armadores del juego, el ocho y el diez.

El número diez de la Francia que jugó en Suecia en 1958 era Raymond Kopa. Un genio bajito, apodado Napoleón, que fue designado mejor futbolista del mundial que descubrió a Pelé. Kopa era un delantero fino, de velocidad endiablada y regate letal que gustaba más de regalar goles que de celebrar los suyos propios.

Y el número nueve era Just Fontaine. En una época, la actual, en la que nos hemos acostumbrado a delanteros que deben defender como centrales y combinar como centrocampistas, resultaría difícil asimilar a un tipo que cuanto más se alejaba de la jugada más problemas provocaba en el equipo contrario.

Fontaine, marroquí de nacimiento y francés de corazón, jugó siete temporadas a primer nivel antes de que un jugador del Sochaux le rompiese la tibia y el peroné. Tenía entonces veintisiete años, había jugado doscientos partidos en la liga francesa y había anotado ciento sesenta y un goles. Cuando quiso regresar, un par de años más tarde, su pierna le dijo basta y volvió a quebrarse para obligarle a decir adiós.

Fue una dolorosa despedida para un tipo que jugó un fútol sin ambages, que fue ídolo en Francia y temido en el extranjero. Un genio del gol que perdió su particular final contra el Madrid de la época, igual que lo había hecho su amigo Kopa o igual que lo harían artistas de la talla de Schiaffino o Julinho. Fontaine, igual que ellos, tuvo la oportunidad de lucirse ante el universo en un campeonato mundial. Y vaya si lo hizo. Trece goles en seis partidos. Todo ello sin salir apenas del área. El fútbol no miente; quien no sabe defender no busca el balón, quien no sabe combinar no interceden en la jugada, quien sabe marcar goles vive siempre cerca del área.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Jugar en el Ajax

Hasta aquel día nunca había conseguido disputar un solo minuto con la camiseta del Ajax, y él siempre había deseado jugar al fútbol vistiendo la camiseta del Ajax.

Jugador rápido, eléctrico y de débil aspecto, había recorrido el mundo pegado a un balón y cociendo en sus instintos un único deseo; jugar en el Ajax. Había nacido en Walkenburg, una pequeña ciudad al norte de Holanda donde cada chiquillo tenía su sueño personal. Muchos pedaleaban a toda pastilla por las sinuosas calles soñando con correr algún día el Tour de Francia, otros patinaban sobre el hielo deseando ser artistas sobre dos cuchillas, otros palmeaban la pelota buscando en el volley una vía de salvación y él, Richard Van Buyten, siempre había soñado con ser futbolista y ganar títulos vistiendo la camiseta del Ajax.

Ahora que contaba con treinta y dos años y echaba la vista atrás para rememorar todas sus patadas, solamente sentía un pequeño escozor en el alma y ese era el no haber podido jugar nunca en el Ajax.

El Ajax. Recordó la primera vez que vio un partido del fútbol. Corría el año mil novecientos ochenta y un joven talento deslumbraba sus ilusiones; se llamaba Marco Van Basten y anotaba goles como quien recita versos. Siempre quiso ser como él; fuerte, ágil, hábil y oportunista, el típico fruto de la cantera de un club que había hecho de sus jóvenes talentos una pura filosofía de vida. El Ajax era algo así como la majestad del fútbol, por más que perdiese patrimonios nunca iba a rechazar a la máxima consigna, aquella misma que le había llevado a lo más alto y que lo había situado como un ejemplo a imitar en el universo del deporte; jugar al fútbol.

Jugar al fútbol no significaba en el Ajax un regreso a la tradición de golpe y tentetieso; el fútbol en el Ajax significaba balón. Balón, balón y balón. Circulación, desmarque y gol. Y todas aquellas consignas habían situado el amor por el fútbol del pequeño Richard Van Buyten en lo más alto de su escala de valores. El fútbol, el balón y Marco Van Basten.

Nunca pudo adquirir las mejores características del gran delantero que hizo del Milan el mejor equipo del mundo, pero sí alcanzó condiciones óptimas para convertirse en un buen jugador de fútbol. E hizo carrera. Desde pequeño realizó multitud de pruebas y multitud de veces ofreció sus servicios al club de Ámsterdam, pero nunca había conseguido vestir aquella camiseta en la que el rojo y el blanco se combinaban para dar un aspecto de solemnidad total. Unas veces por falta de condiciones y otras veces por exceso de talentos, siempre se había visto fuera de su gran sueño.

Pero nunca desistió en su empeño de ser futbolista, el Ajax siempre estaría en la recámara pero el balón nunca le daría oportunidades de regresar si lo abandonaba por el mero ejercicio de la frustración. Y así, tras pasar por las categorías inferiores del Feyenoord, el gran rival del equipo de sus amores, consiguió debutar al fin en la primera división holandesa vistiendo los colores del Utrech cuando contaba tan sólo con diecisiete años. Pensándolo irónicamente, aquel dato significaba que llevaba media vida jugando profesionalmente al fútbol, media vida gastada buscando un sueño. No pudo sino sonreír. Tampoco le había ido tan mal.

Su primera temporada había sido excelente. Había jugado veinticinco partidos, catorce de ellos completos y había anotado doce goles. No era Van Basten, no tenía sus condiciones y ni siquiera jugaba como delantero centro. Era más bien un segundo punta, un jugador de compañía, de fácil regate y un interesante punto de velocidad. Aprendió a usar la cabeza antes que los pies y supo así que para marcar un gol primero es imprescindible desmarcarse y que para avanzar, a veces, un solo toque elimina a más rivales que un par de quiebros. Rápidamente interesó a todos, pero el Ajax nunca quiso mover ficha por él.

En su segunda temporada con el Utrech no cumplió con las expectativas que se habían generado en torno a su figura de joven promesa. Comenzó de titular y acabó defenestrado. Superado por la presión y agotado por las alabanzas sus dieciséis partidos como titular y sus doce como suplente acabaron con la pírrica cifra de un único gol marcado a la desesperada y a puerta vacía.

Un frío vacío comenzó a inundar sus ánimos y se replanteó seriamente la idea de seguir jugando al fútbol. Fue cedido a un mísero equipo de la segunda división holandesa donde no cabía ni su talento ni sus posturas de jugador enclenque. Tuvo que luchar contra la dureza, la adversidad y contra la realidad, aquella que le escribía en renglones de oro que su sueño de vestir la camiseta del Ajax se estaba rompiendo para siempre.

La segunda división defenestró sus inquietudes y le convirtió en un joven huraño en busca de su título personal. El Utrech rompió su contrato y un jugador rival estuvo a punto de romper sus ilusiones para siempre. En aquel momento era un simple jornalero del fútbol que gastaba sus mejores momentos jugando partidos de competiciones regionales. Quebraba a los rivales con los mismos escrúpulos que la vida había tenido en él en cada uno de sus quiebros. En uno de ellos y mientras avanzaba frenéticamente hacia la portería rival, un defensa de aspecto rudo y cercano a los cien kilos de peso se había lanzado con violencia buscando el balón y encontrando su pierna por el camino. El diagnóstico reflejaba rotura de tibia y peroné y el tiempo le convertía, a sus veinte años, en una vieja gloria con inexistentes sueños de grandeza.

Aprendió a soñar despierto y a conformarse con haber podido ser alguien. Disfrutó con los partidos del Ajax pegado a su televisor y agarrado a sus sueños de niñez, y se convirtió en un aficionado más de la máquina de Ámsterdam.

Nunca dejó de amar al fútbol pero aprendió a convencerse que nunca volvería a ser lo poco que fue. Superó la lesión y se apartó del balón. Habían pasado cinco años desde que debutara por vez primera en la primera división holandesa y ya se había convertido en un ex futbolista. Emigró a Ámsterdam y encontró un trabajo en un comercio de ropa. Comenzó a asistir al Louis de Knuip cada vez que el Ajax disputaba un partido como local y aprendió de cerca los mejores conceptos del fútbol; la presión, el toque, el desmarque y el gol. El fútbol, en el Ajax, se convertía en un ejercicio facilísimo.

Nunca podría olvidar una templada tarde de septiembre de mil novecientos noventa y cinco; tenía veintidós años, toda una vida por delante y un montón de sueños incumplidos amén de los millones de sueños que le quedaban aún por cumplir. Sintió pronunciar su nombre tras él y se giró para descubrir quien era el artífice de aquella llamada de atención. De jugador de fútbol célebre en su ciudad se había convertido en un ciudadano anónimo en Ámsterdam y era por ello que sentía extrañeza por haber sido reconocido por un extraño. El hombre tenía aspecto de bonachón. Fumaba un habano de tamaño considerable y sonreía a medida que acompañaba el movimiento de su prominente barriga. Su cabello, totalmente blanco, le daba un aspecto de hombre interesante y su voz, firme y convincente, le convertía, a primera vista, en un personaje bastante fiable. Se llamaba Antoine Regard y hablaba con un pronunciado acento francés. Le contó sus recuerdos y sus propósitos. Le habían encandilado aquellos partidos de Richard con el Utrech y le había reconocido minutos antes entre la estremecida afición que poblaba las gradas del estado del Ajax de Ámsterdam. Se había hecho con el poder de un club de la segunda división suiza y buscaba talentos para situarlo en lo más alto de las clasificaciones de aquel país. Le prometió fútbol, dinero y respeto y aquellas promesas hicieron reverdecer en él viejos laureles. Se estrecharon la mano y se citaron para dos días después en un pequeño despacho situado en un céntrico edificio de Ámsterdam.

Firmó un nuevo contrato y abandonó su vida sedentaria; volvía a ser un nómada del balón. Durante aquellos largos meses de reflexión había aprendido de la vida tanto como del fútbol. Estaba cerca de cumplir los veintitrés años cuando vistió por vez primera los colores del Thun suizo. Hizo un partido memorable. Volvió a sentir como sus pelos se erizaban al tiempo que las gradas coreaban su nombre vistiendo su ánimo de pura ilusión. Hizo tantos goles como partidos disputó aquella temporada, en total veintiocho, por primera vez en su vida se sintió futbolista de verdad y fue consciente por vez primera de las enormes consecuencias de su talento. El Thun ascendió a la primera división del fútbol suizo y dos temporadas, un título y cuarenta y nueve goles después fue vendido por tres millones de libras al Liverpool inglés.

Jugar en un grande no pudo con sus ánimos de jugador inquieto. Ya había aprendido que fracasar es sólo para los tímidos así que se propuso ser líder en Liverpool, en Inglaterra y en el mundo entero. Tres años en el Liverpool le convirtieron en el mejor jugador de la Premier League y en un fijo en las convocatorias del seleccionador holandés. Se había convertido en un jugador grande en el terreno y admirado fuera de él. Nunca perdió la humildad que aprendió mientras se arrepentía de sus egos pasados postrado en un sillón y con su pierna derecha cubierta por una escayola. Pero tampoco volvió a arrojar su toalla al precipicio de los cobardes. Cada partido jugado se convertía en un signo de admiración y cada gol era festejado como el último y recordado como el primero.

Aprendió a ser un ídolo y se comportó como tal, recibió multitud de ofertas y aunque su reojo siempre miraba al remitente antes de rechazar cualquier propuesta, siempre sintió deseos de ser pretendido por una vez en la vida por el Ajax de Ámsterdam, el mismo club con el que aprendió a amar el fútbol hacía ya más de veinte años.

Tres años, dos títulos y noventa y ocho goles después de fichar por el Liverpool, abandonaba Inglaterra para fichar por el Real Madrid. Después de haber sido alzado a la categoría de ídolo por parte de los hinchas “reds”, subía un peldaño más en su ascenso hacia la gloria fichando por el club más importante del mundo. Atrás quedaban las desdichas, los triunfos y los goles, atrás quedaban sus sueños de grandeza vistiendo la equipación del Ajax y frente a él se presentaban los últimos años de su carrera formando parte de la historia del mejor club de todos los tiempos.

Su llegada a Madrid estuvo bendecida por un halo de entusiasmo. En el club merengue se le esperaba como el agua del mes de mayo como el engranaje perfecto para una máquina a pleno funcionamiento. No le resultó demasiado fácil adaptarse a su nueva situación en la que el compromiso con la victoria iba más allá de un simple reto. Hubo de soportar unas semanas de banquillo que acicatearon en parte sus humos; no había llegado tan lejos como para rendirse a las primeras de cambio, así que no cambió ni un ápice su fórmula del éxito: constancia, trabajo, ilusión y unas gotas de demagogia. Nada mejor para levantar a un público acostumbrado a lo más grande.

Richard Van Buyten jugó por vez primera como titular vistiendo la camiseta del Real Madrid en el Nou Camp de Barcelona el cuatro de noviembre del año dos mil y aquella misma noche salió aclamado por la prensa como el mejor jugador del mundo. Su exquisita aportación y sus ganas de triunfar hicieron una parte, su talento inmenso y sus dos goles anotados hicieron el resto. A nadie le quedó una ínfima duda de la realidad; rendirse a su talento o morir.

Con la camiseta del Real Madrid alcanzó sus cotas más altas. Lo ganó todo y se hizo con el balón de oro, un premio que le reconfortó tanto que por instantes creyó verse libre de su gran sueño y que seguía siendo el de jugar en el Ajax.

Sumo tantas temporadas como títulos jugando en el Real Madrid, un total de cuatro, en las que sumó doscientos cuatro partidos y ciento doce goles. Se convirtió en un mito, en un ídolo y en la personificación de los premios de la vida a quien busca la fortuna detrás de cada esquina.

Pero nunca olvidaría la tarde del veintiuno de marzo de dos mil cuatro. El Bernabéu, colosal y mágico, como de costumbre, estaba a rebosar. Se jugaba un partido clave de cara a afrontar las verdaderas aspiraciones hacia el título y sus quiebros tenían emocionados a los más de setenta mil espectadores que abarrotaban las gradas, sus intenciones eran las más directas y sus genialidades se estaban convirtiendo en películas de las mejores memorias. Pero olvidó, por un instante, que el hombre, como ser tozudo y despistado, es el único ser vivo que tropieza dos veces con la misma piedra y así, olvidó que quien entra con quietud puede entrar también con violencia si el respeto y la furia se descontrolan por completo. Así, incapaz de ver al defensa central que aparecía desde su flanco izquierdo, hizo amago de continuar y frenó buscando a un compañero a quien regalarle la delicia del gol, pero lo único que halló fue una dura patada que lo mandaba para varios meses a la enfermería. De nuevo, la misma tibia y el mismo peroné se rompían para ofrecer una imagen macabra y dolorosa, un gesto torcido por el dolor y una baja que significaba un adiós casi definitivo a la temporada.

Como ya se había olvidado de llorar decidió sonreír, al fin y al cabo, la vida le había llegado a tratar mucho peor de lo que lo estaba haciendo entonces. Regresó a su país y tomó con calma su recuperación. Al contrario de lo que se hubiese podido esperar, su equipo no le echó de menos. Quizá había llegado la hora de ceder su lugar a nuevas hornadas y dar la razón a todos aquellos que auspiciaban el fin de su carrera. Hacía ya unos meses que venía sintiéndose más lento y más pesado, con menos brillo y más peso, con menos ganas y más canas en el pelo. Debía de ser verdad aquello de que se estaba haciendo viejo.

En Holanda, mientras sus huesos soldaban y su corazón recuperaba la monotonía, volvió a sentir de cerca el cariño de sus seres más queridos, volvió a pasear por las calles que le habían acogido durante los peores días de su juventud, volvió a respirar el aire frío que tanto añoraba y volvió a ver al Ajax.

Primero fue una visita por compromiso, después fue una visita por curiosidad y por último, pisar las gradas del Ámsterdam Arena, el nuevo estado del Ajax, cada dos semanas, se había convertido en poco más que una obligación. Sintió como un profundo ánimo abrigaba su corazón y sintió, por enésima vez en su vida, la eterna nostalgia que producía el único gran deseo que jamás consiguió hacer realidad en su vida; jugar al fútbol con la camiseta del Ajax.

Él, que había nacido una tarde de mayo de mil novecientos setenta y tres, cuando el Ajax levantaba su tercera Copa de Europa, y que siempre se había sentido ligado, por entusiasmo, concordancia y obligación a la filosofía futbolística del mejor club de Holanda, estaba a punto de poner fin a su carrera como futbolista sin llegar a vestir los colores que siempre amó. Parecía insólito, pero una solitaria lágrima resbaló por su mejilla y le hizo añorar todo aquello por lo que luchó de niño; había alcanzado todos sus sueños, pero por más que intentó cabalgar las bandas del Ámsterdam Arena vistiendo la camiseta del Ajax, nunca había conseguido más que vestir aquella camiseta en algún partido de patio de colegio o en algún paseo por un parque o una playa, añorando y, por otra parte, consiguiendo, sueños de grandeza.

Volvió al fútbol y regresó a un Bernabéu repleto. Pronto se notó que Richard Van Buyten no era el jugador energético que dejó el estadio en camilla por última vez hacía más de seis meses. Sus piernas añoraban sus mejores tiempos y su cabeza añoraba los tranquilos paseos por las calles de Ámsterdam. Era posible que se estuviese convirtiendo en esclavo de sus propios sueños. Sintió por vez primera la dureza del Bernabéu en forma de silbidos una noche de diciembre de dos mil cuatro, la misma noche en la que hizo la maleta para irse y no regresar jamás. Estaba cansado de fútbol, de viajar y de sobrevivir corriendo, driblando y chutando. Sintió deseos de obtener oxígeno y replanteó todas sus dudas en apenas cinco minutos. Dos días después le estaba diciendo adiós al Real Madrid con su carta de libertad en la mano y apenas una hora después toda la ciudad añoraba la marcha de quien, durante cuatro temporadas había sido un ídolo, un ejemplo y un cúmulo de talento irrepetible. Los que le habían aplaudido lloraban por fuera y los que le habían silbado lloraban por dentro, arrepintiéndose de sus actos y pidiendo al cielo de la gloria el perdón inmediato a todos sus pecados.

Pero nadie era el culpable de aquella despedida. Richard necesitaba un espacio para acomodar sus ideas y aquel estaba lejos de los terrenos de juego. Regresó a Ámsterdam y adquirió una bonita casa en el centro. Adquirió nuevas costumbres y no olvidó ninguna de sus costumbres anteriores, sobre todo, la de ir a animar al Ajax cada dos domingos, a las gradas del Ámsterdam Arena.

Dos meses después volvía a saltar a los terrenos de juego. Había cuajado una rápida negociación. Una llamada, docenas de lágrimas y una sonrisa que ya nunca se iba a borrar de su rostro. El veinte de febrero de dos mil cinco, Richard Van Buyten volvía al fútbol, a su infancia y a sus mejores galas debutando como jugador del Ajax en el Ámsterdam Arena.

Sonrió de nuevo. Le había costado treinta y dos años alcanzar su mayor sueño. De nuevo vestido de corto y con varias canas decorando su cabello jugó a recordar y volvió a sonreír. Sonrió por haber logrado ser quien era, pero sobre todo sonrió por la seguridad que le daba el saber que por primera vez en su vida estaba a punto de jugar de verdad al fútbol.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La temporada en dos meses

Resulta un tanto curioso analizar la zona crucial de la temporada de un equipo extrapolándola a la mitad de la temporada. Cuando aún faltan más de cinco meses para que los campeones salgan a pasear sus copas por su ciudad, hay equipos que, por no haber sabido sumar correctamente una suma de dos más dos ahora se ven abocados a una reválida de medio curso. En los exámenes de invierno se juega el Atleti gran parte de su ser o no ser de cara a la colección primavera-verano del próximo año.

En unas horas, cuando el tímido sol, que durante estos días está alumbrando Madrid con remilgos, se ponga, el estadio Calderón volverá a acoger un partido de esos que de pronóstico tan monótono no terminan de rezumar la verdadera importancia que conllevan. De no ganar al Aris, el equipo se verá abocado a un milagro en tierras alemanas y a un cara a cara aterrador ante un equipo que hoy se juega media vida en Noruega. Si el Atleti resultara eliminado tan pronto de la Europa League, miles de los corazones que durante el pasado mes de mayo latieron de exaltación, se verían apagados como una estrella que pierde su Navidad.

En el periodo de seis semanas, mientras la nieve vaya condicionando los terrenos de juego y los ánimos se vayan congelando poco a poco a medida que la cuesta de enero vaya haciendo estragos en el ánimo de cada voz, el equipo se jugará el resto en un fin de primera vuelta que, a priori, le tiene reservado lo más fácil del calendario. No resulta sencillo hacer pronósticos de un equipo que ya ha pasado por el tamiz de los más poderosos de nuestra liga; después de morder el polvo en Sevilla, Madrid y Villarreal y apurar un punto en Valencia, se espera al equipo que ganó en San Mamés y Anoeta para visitar los estadios de Levante, Málaga y Hércules. Cualquiera sabe. Si el Atleti pierde la comba de los puestos de Champions antes de que empiece la segunda vuelta, muchas de las esperanzas que en verano eran fundadas, se convertirán en desazón amarga y coloquios destructivos. Como casi todos los años.

Dentro de unas semanas, cuando las fiestas de diciembre sean un motivo para el recuerdo más que una espera para la reunión familiar de cada año, la Copa del Rey, ese precioso torneo tan denostado por la RFEF, alzará su telón definitivo para aclarar el camino de la final con unas eliminatorias finales de lo más llamativas. Como el fútbol siempre da una oportunidad para redimir las afrentas, el Atleti recibirá al Espanyol con vistas a enfrentarse al Real Madrid si es que termina pasando la eliminatoria. Convendría no pensar en el siguiente cruce antes de haber recorrido el primer tramo del camino. El Espanyol ha demostrado hace bien poco que le hace falta muy poquita motivación para morder sin piedad y la gente del Atleti, aunque sigan teniendo en la memoria aquellas finales de Copa que le encendieron el alma, hará bien en tomarse la eliminatoria de octavos como una final contra el destino. Si el Atleti cayase ante el Espanyol antes de creer demostrar lo que podría ser capaz de hacer ante el vecino, muchas de las apuestas que hoy siguen pendientes de un hilo se desplomarían a un abismo de incertidumbre.

Dos meses para jugar diez partidos, diez partidos para jugarse una temporada, una temporada de color incierto, un año más agarrándose a las urgencias. Si el tren descarrila en este tramo no habrá medidas de salvación que mejoren a este enfermo. Hagan juego, señores. En sus pies queda el destino.