martes, 27 de noviembre de 2012

Il capitano

El día veinte de enero de 1985 apareció por la banda de San Siro un niño imberbe de mirada desafiante. Profundos ojos azules, pelo negro enmarañado y piernas de alambre. Parecía sacado de un descampado y, vestido de futbolista, era el caballo ganador para los niños del barrio. Pero aquello no era un descampado y los rivales no eran los chicos de la pandilla del parque, sino Udinese, un equipo de primera división y el primero en aplaudir las virtudes de un niño que empezó siendo un aspirante a defensor y se retiró como el manual defensivo que todos quisieran aprender de memoria.

Veintitrés años más tarde el Milan visitaba Parma y el chico de ojos azules y pelo negro enmarañado ya era un hombre, pero seguía jugando al fútbol. El hombre, el mito, había cumplido treinta y nueve años y jugaba su partido número mil con la camiseta rossonera. Como para no aplaudirle. El niño de dieciséis años, colmado de honores, había levantado ya, en cinco ocasiones, la copa de campeón de europa, y había ganado seis campeonatos de liga italianos. Menuda criatura.

Se ganó la fama primero por descarado, más tarde por rápido y después por inteligente. Espectaculares fueron sus primeros duelos contra Diego Maradona en aquellos enfrentamientos contra el Nápoles en los que se ponía en juego una hegemonía; algo más que un partido de fútbol. El Diego, potrero como era, buscaba el pique, el regate, la frontal, el desequilibrio, pero el joven Maldini no se achicaba; cuerpeaba, citaba, miraba y muchas veces robaba. Eran los tiempos del marcaje al hombre, de la dureza contra el estilista, del ingenio contra el fajador. Al joven imberbe le ordenaban pegarse al mejor jugador del mundo y cumplía su misión con entereza. Más tarde llegó Sacchi y universalizó la zona. Se acabaron los férreos marcajes, las entradas a destiempo, las tarjetas rojas, los regates inverosímiles. El laboratorio convirtió el fútbol en un campo simétrico donde cada uno cumplía su función dentro de su parcela y Maldini hacía su trabajo igual de bien que el mejor. El mejor era Baresi, lider espiritual y referente de una época. Mentor, padre y amigo íntimo. El hombre que le enseñó a defender. Juntos hicieron historia viviendo en zona; juntos pusieron los pilares del mejor equipo defensivo que se recuerda. Tassotti, Costacurta, Baresi, Maldini. Aquella defensa aún se cita de memoria. De carrerilla.

Paolo Maldini sonrió durante muchas veces a lo largo de su carrera. Pero si le preguntan cual fue la más amarga de las veces en las que lloró, les retrotrairá a Estambul, veinticinco de mayo de 2005. Aquel día Maldini marcó un gol y no pudo ser feliz. Su equipo se fue al descanso ganando por tres goles a cero y no pudo ser feliz. No pudo ser feliz porque el Liverpool se aferró al milagro y remontó el partido hasta rematarlo en la tanda de penaltis. Aquella afrenta, para un ganador, fue como un trago de vinagre en el desierto. Pero todas las afrentas se pagan, y aquel día Maldini supo que debía seguir jugando al fútbol porque algún día el destino le volvería a poner por delante de la cotidianidad. Dos años más tarde, con un Maldini curtido y mentalizado, el Milan enjauló al Liverpool y volvió a tomar lo que era suyo; aquella copa orejona que se había convertido en el mejor testigo de sus hazañas.

Paolo Maldini aprendió de Baresi lo que ya había escuchado en las lecciones de infancia cada vez que su padre le veía correr tras la pelota en el jardín de su casa. Su padre no era un tipo cualquiera sino el, hasta entonces, mejor defensa en la historia del Milan. Cesare Maldini fue César en una zaga que hizo del catenaccio símbolo de identidad y que ganó las primeras copas de Europa en la historia del club. Pero Paolo fue más que un César. Al principio, mirada tímida y cabeza gacha, caminaba entre sus compañeros mientras los dedos le apuntaban a la espalda; "Mira, por ahí va el hijo de Césare". Pasó el tiempo, pasó el fútbol y llegó hasta la retirada. Hoy, Paolo Maldini sigue acudiendo a Maranello para mantener su forma física. En alguna ocasión, tras él, camina, ya renqueante, su anciano padre y es a él a quien ahora apuntan los dedos; "Mira, por ahí va el padre de Paolo". Ambos mitos, ambos grandes. Ambos llegaron a ser conocidos como "Il Capitano".

Pero no todo el universo milanista supo apreciar a Maldini como un tipo único en el fútbol. En su despedida, mientras dibujaba una vuelta de honor sobre el césped de San Siro con la mano en alto, la grada más radical del Milan le reprochó todos sus enfrentamientos. Ni el uno, ni los otros, se sintieron jamás en armonía. "Nunca serás nuestro capitán", le recordaron en forma de pancarta. Aquel sector adoraba a Baresi y nunca supo apreciar a Maldini. Fueron veinticuatro años de tormento para ellos.

Y es que ¿Quién no podía sentir admiración hacia Paolo Maldini? Solamente un necio radical. Maldini hizo escuela en el lateral izquierdo a pesar de que la zurda nunca fue su pierna buena. Maldini era diestro, sí, pero jamás podría adivininársele una carencia por ello. Era, por encima de todo, un defensor inteligente; al rápido lo cuerpeaba, al lento le ofrecía la salida por afuera para comersele en velocidad, al astuto lo retaba, al miedoso lo amedrentaba

Maldini pudo haber sido todo y se quedó en casi todo ¿Qué le faltó? Sus dos mayores frustraciones visten el color azurro de la selección italiana. En 1994, tras una final prodigiosa en la que se tuvo que ver con Cafú, escondió la cabeza bajo la zamarra después de que Baggio fallase el penalti definitivo. En 2000, tras capitanear una selección amparada por la suerte, el desamparo llegó en el último segundo con aquel gol de Wiltord que significó el principio del fin. Ni mundial, ni Eurocopa. Por ello, el día que un cabezazo de Ahn le dejó fuera del mundial de 2002 decidió que aquellas habían sido sus últimas lágrimas sobre el azul.

Se retiró del equipo nacional, dejó el brazalete a Cannavaro y fueron muchos los que vaticinaron el fin de su carrera deportiva. Y esa es la sensación que deja su juego en esa misma temporada en la que Maldini solamente ha disputado veinticuatro partidos y tiene una presencia, casi testimonial, en los éxitos del equipo. Parecía la hora del adiós, del relevo y de los homenajes, pero el mejor homenaje lo brinda el orgullo. La temporada siguiente Maldini vuelve a ser un fijo en en el once titular del Milan, Ancelotti le convierte en pilar indiscutible, situa a Pirlo en el mediocentro y libera a Schevchenko de cualquier responsabilidad. El resultado es una copa de Europa más levatnada por el eterno capitán.

Mientras, Cannavaro luce con orgullo el brazalete heredado por Maldini. Y tanto lustre le saca que es él el encargado de levantar la copa del mundo que tanto se le resistió al capitano Paolo. La ecuación improbable se hace aún más sorprendente cuando el nuevo capitán es premiado con el Balón de Oro por France Football. Lo flagrante se hace tangible. A Maldini le habían premiado en dos ocasiones con el Balón de Bronce porque se excusaban que el más preciado metal no estaba hecho para revestir defensores. Cruenta mentira como demostró el tiempo. Ni él, ni tampoco Roberto Carlos, los dos mejores laterales izquierdos de la historia, fueron nunca galardonados como los mejores del mundo. Quizá tampoco les hizo falta; la memoria es su mejor juez.

Su zona de influencia era tan temida que incluso los grandes jugadores rehusaban de acercarse por allí. El propio Zidane, en declaraciones previas a un partido llegó a declarar: "Cuando juego contra el Milan prefiero escorarme a la izquierda. No me gusta encontrarme con Maldini". Más elocuentes fueron las palabras de su compañero Kaka, por entonces referencia del fútbol mundial, quien, tras una nueva batalla ganada salió del campo impresionado para preguntarse "¿Cómo es posible que este hombre, después de ganarlo todo, mantenga invicta la ambición?". La respuesta estaba en sus miradas, en sus sonrisas con la copa en alto, en sus carreras contra el delantero rival.

Ambición. Sacada la palabra a la palestra no hace falta buscar otro término para analizar la carrera de Paolo Maldini. Quiso retirarse en 2004, lo tenía todo planeado; un añito más, quizá otro título, varias decenas de partidos y una despedida digna. Pero sucedió que en diciembre de 2003 Boca Juniors les ganó la final del mundialito de clubes. Y Maldini supo que algún día el destino le recompeensaría con una revancha. Y por ello se quedó, y esperó, y encontró. En 2007, después de levantar su quinta copa de Europa, viajó a Japón para volver a verse las caras con Boca. Y entonces volvió a ganar. Y entonces volvió a decir "hasta aquí hemos llegado". Y entonces se le reconoció como el mejor "One club man" de la historia del fútbol. Difícil encontrar quien le supere.

En activo hasta los cuarenta años y con seiscientos cuarenta y siete partidos en Serie A ¿Algún record más? Uno anecdótico: es el jugador en marcar el gol más rápido en una final de la Copa de Europa ¿Alguna otra mención? Más de mil partidos jugados en la zona de atrás y solamente una tarjeta roja directa, amén de otras tres expulsiones por doble amarilla. Brillante, limpio y con explendor. Toda una academia defensiva.

Maldini llegó a un Milan de entreguerras, sacudido por el descenso administrativo de 1980 y en busca de una identidad perdida. No tardó demasiado en convertirse en el mejor equipo del mundo y en sus cifras ganadoras aparecen aquellos cincuenta y tres partidos en Serie A en los que el equipo se mantuvo invicto. Casi dos temporadas completas. Al equipo, entonces, ya lo entrenaba Capello y Maldini, entonces, ya no era solamente un lateral izquierdo. Poco a poco se fue reconvirtiendo hasta convertirse en un defensor central de primer nivel. Tuvo el mejor maestro y ejecutó a la perfección todas las enseñanzas. Después de amargar la vida a tipos como Michel, Lentini, Kanchelskis, Beckham o Figo, pasaba al centro de la zaga para vérselas con Ronaldo, Henry, Van Nistelrooy, Eto'o o Ibrahimovic. Todo un acicate para un hombre al que no le asustaban los retos.

Tantos retos superó que inclusó produjo un efecto iluminador en la afición rival. En el último derbi milanés disputado entre Inter y Milan y con Maldini de capitán, mientras los radicales milanistas refunfuñaban por no reconocer el mérito de su capitán, desde la grada interista se desplegó una pancarta; "En la cancha nuestro rival, en la vida siempre leal". Siempre leal al Milan desde que Nils Liedholm le hiciera debutar en aquella fría tarde de enero en Udine. Entonces, los amantes de la crítica se lanzaron al cuello del sueco haciendo creer que el debut del niño Maldini era un favor que el viejo Nils le hacía a su gran amigo Cesare. La verdad la ofreció el tiempo y las ocho finales de copa de Europa que jugó Paolo. Tan sólo Gento jugó tantas finales. Ellos dos y nadie más. Menudo favor le hizo al fútbol el viejo Nils.

Con alma de capitán desde pequeño, anduvo siempre detrás de un brazalete fantasma. Fue capitán en su país antes que en su equipo. Siempre tras la estela del gran Baresi iba recogiendo los legados que Franco le iba dejando. Primero en azul, más tarde en rossonero y por último en el corazón del fútbol. Con Italia jugó ciento veintiséis partidos y con el Milan más de mil. El Milan, el gran Milan de su padre. Fiel a unos colores pese a que de pequeño se quedó anonadado después de ver jugar a Franco Causio y Roberto Bettega. Quiso ser de la Juve, más su progenitor le dejó las cosas claras: "En esta casa el blanco se cambia por el rojo". Y así aprendió a soñar en rossonero. Lideró el proyecto megalítico de Silvio Berlusconi y se retiró con la satisfacción que quien ha dejado una huella imborrable tras él. El público en pie, la mano en alto y una camiseta sobrevolando las gradas del viejo Giussepe Meazza. El número tres a la espalda y una promesa lanzada al aire: el número tres no se retira, simplemente espera. Si alguno de los hijos de Maldini llega a profesional y juega en el primer equipo del Milan tendrán derecho a vestir el número de su padre. Solamente ellos, ninguno más. Visto al abuelo, visto al padre ¿Alguien se imagina cómo podría ser el hijo? Lo imposible vive en el recuerdo, lo posible vive en el anhelo.