martes, 27 de febrero de 2024

Sin personalidad

El fútbol tiene factores que precisan del trabajo diario y el entreno constante porque la mejoría va adherida a la práctica como una suela va adherida a un zapato y apenas es capaz de despegarse por más que insistamos en caminar. Un tiro libre, un centro al área, un desplazamiento en largo, una presión a la salida del rival, un tackle, un despeje, una anticipación, todo ello se gana con la memoria y se perfecciona con la práctica porque lo innato ayuda a manejarse, pero nada como el ensayo y el error para ayudarnos a aprender.

Sin embargo, el fútbol tiene otros factores que dependen absolutamente de la inteligencia emocional del futbolista. Tales son la capacidad para visionar el espacio, la inteligencia para encontrar los momentos y, sobre todo, la motivación extraordinaria que te lleva a competir por encima de tus posibilidades. Porque un futbolista comprometido, si es además talentoso, vale por dos. Y es que en la capacidad de imaginarnos a nosotros mismos como héroes reside el verdadero valor del éxito, porque los regalos nunca hay que darlos por sentados y las recompensas gustan mucho más si los logros se alcanzan gracias al esfuerzo.

El Atleti que jugó en Almería no fue sino la prolongación del mismo Atleti que hemos vislumbrado, durante toda la temporada, cada vez que se pone la camiseta de visitante y trata de ganar aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Puede que esa capacidad tan generosa con el aficionado que ha adquirido para ganar los partidos como local les haya llevado a la confusión de creer que todos los estadios son jauja y que nadie va a querer exigirte delante de su gente. De esta manera, cada equipo que recibe al Atleti obtiene una dosis de motivación extra; primero por enfrentarse a un grande de la categoría y segundo porque saben de antemano que le pueden y, ya puestos, hasta le deben ganar. Así, cada vez que el Atleti encuentra un equipo extramotivado, en lugar de sacar el puño y apretar los dientes, opta por asustarse, recular hacia su área y dejar que los goles le entren por inercia.

Primero fue Valencia, luego Las Palmas, después el mejor Barça de la temporada tras ser arrasados por un Athletic en alza, después no se había visto un Sevilla igual en dos años y ahora es el mejor partido del Almería como local después de encadenar dos meses sin hacer un solo gol en su estadio. Que todo sea contra el mismo rival deja de ser casualidad, que todo sea contra el mismo rival empieza a decir mucho de un equipo que quiere jugar a gustarse cuando se encuentra arropado por su gente pero que, cuando siente el frío del abandono, prefiere dejar pasar los minutos y esperar a que el chaparrón termine por escampar. Cuando lo hace, se va a casa empapado y aterido. Da igual, quizá piense, otra vez será ¿Pero cuándo será? La perspectiva indica que dentro de mucho porque jugando así no sólo no ganas al colista sino que mereces perder con creces. El siguiente partido es en Cádiz; seis meses sin ganar un partido. Los amarillos ya se frotan las manos.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Aventura

Sobrevive un alto nivel de riesgo en la mente de los audaces, ese sentimiento extremo que conduce hacia la aventura, esa insistencia tan meticulosa que no se borra ni cuando el error hace acto de aparición, esas palabras que nunca viajan con el viento puesto que, más que promesas, son auténticos actos de fe que, cuando se hacen carne, son capaces de levantar en un impulso a toda una multitud.

El Barça enfrenta la peor crisis de sus últimos veinte años subido a lomos de un niño que no quiere dejar de lado la responsabilidad. Sabedor de que las oportunidades no se regalan, se ha empeñado en situarse por encima de todos y conducir a su equipo hacia la victoria por más trabas que sus propios compañeros le pongan al empeño. Tras un error grosero de Araujo, una inexplicable decisión de Kounde o una conducción sin sentido de De Jong, aparece siempre un desborde y un ingenio del joven Lamine Yamal, dispuesto siempre a corregir errores tanto propios como ajenos.

Yamal es un producto más de una inagotable cantera de valores que se ha aprovechado de un momento clave en la historia del club. En su última gran crisis, aparecieron tipos como Valdés, Puyol y Xavi primero para dar testigo al final del túnel a dos genios sin parangón llamados Lío Messi y Andrés Iniesta. En este camino de regreso al barro, visto que el club sólo se las puede ingeniar a base de palancas, Xavi ha decidido que morirá joven pero morirá con todo y ese todo incluye a una cuadrilla de niños que han saltado a la titularidad para sujetar la crisis con sus manos e incluso tratarla de borrarla con sus pies.

Entre ellos destaca el bisoño Lamine que, con tan sólo dieciséis años, se echa a la espalda al equipo cada vez que tira un desmarque pegado a la banda derecha. Desde allí ha aprendido que la mejor escuela es la improvisación y la mejor carta es el talento; por ello encara, dribla y, generalmente, gana el espacio suficiente para dejar atrás al defensor y provocar una ocasión de gol que, visto lo visto, cuesta mucho conseguir.

Desde el extremo, Lamine Yamal ha llegado al fútbol de élite para asentarse como una estrella, primero en el Barça y después, ya veremos, en la selección. De momento ya ha batido récords de precocidad y eso, más allá de lo llamativo, alcanza lo sustantivo, porque que esté jugando no es ningún capricho, como ya dijeron algunos, si lo hace es porque, ahora mismo, es el único jugador de Barcelona capaz de proponer algo distinto a los demás, algo ilusionante tratándose de un niño y algo preocupante tratándose de un club lleno de tipos con un currículum tan brillante que hasta serían capaces de deslumbrar.

miércoles, 7 de febrero de 2024

La pulga

Ahora que los flashes se apagan, que la cuesta a abajo parece un precipicio, que la lejanía nos envía ecos de enfermería, que las viejas amistades han llegado para arroparle en su penúltimo viaje, ahora que el mundial soñado está en la estantería de las promesas cumplidas, que los premios han vuelto a relucir el expediente, ahora que los críticos quieren trocear su decrepitud, que el fútbol sigue siendo sabio pero el tiempo desagradecido, ahora que no quedan tipos como él, ahora que sabemos que no veremos otro como él, es de merecida obligación rendir el homenaje porque lo póstumo suele llevar el aroma de cierta demagogia sentimental, pero lo sincero siempre es doblemente abrumador, primero porque cuenta la historia, segundo por la englosa.

Lionel Messi ha sido Dios sin necesitarlo y discípulo eterno sin pretenderlo. Porque lo suyo fue más allá del corazón; lo suyo fue un idilio con la pelota que empezó cuando no podía crecer y terminará el día en el que diga adiós entre lágrimas. Se marchó del Barça y el agujero que dejó fue tan grande que ni las viejas glorias de banquillo han sido capaz de taparlo. Y es que Messi fue al Barça, como la llegada del profeta llegado desde otra tierra, el tipo que les hizo creer inmortales, el hombre que, con su sóla presencia, condicionó el fútbol de todos los rivales a los que se enfrentaron.

Porque Messi fue tres jugadores a lo largo de su carrera. Primero un extremo inciso que driblaba por talento y definía por condición, después un nueve retrasado que abarcaba el espacio y dominaba los tiempos y, finalmente, un gobernador con puño de hierro que conseguía el propósito de que los partidos se jugasen dónde y cómo él quería. De esta manera llegó el título mundial, con un grupo de compañeros entregados a él y un último servicio a la causa de una majestuosidad tan grande que pasará el tiempo y se le comparará, esta vez sin miramientos, con los más grandes de la historia.

Porque el lugar de Messi es ese; el olimpo de los dioses del balón donde perviven las sinfonías de Di Stéfano, las invenciones de Pelé y el genio ingobernable de Maradona. El hombre que convirtió en oro lo que tocó también llegó de Sudamérica, tierra de ínfulas y sueños, de despechos y realidades, de pasión y gloria. Allí lo crió un potrero y el mundo aprendió su nombre desde que se presentó ante la gente volviendo loco a Mourinho y su plan defensivo el día que cayó el Chelsea y el ciclo del fútbol viró ciento ochenta grados buscando fortuna en el pie izquierdo de un niño que llegará a hombre colmado de honores.