viernes, 30 de marzo de 2012

La tormenta del león

Las gestas que se convierten en leyendas son aquellas que se escriben con letras mayúsculas. La emoción del momento es la encargada de hacer florecer los epítetos y de hacer expresarse a las hipérboles, la capacidad de emocionar solamente está en manos de los héroes y héroes son aquellos que guardan en la memoria las palabras de quienes les animan para devolver, con esfuerzo y orgullo, el precio de todos los sueños pendientes de cumplir.

El Athletic de Bielsa es un equipo de héroes. Si alguien dudaba del camino alisado, sin apenas trampas, que había encontrado en su ruta hacia la final de la Copa del Rey, nadie ha de discutir sus méritos a la hora de analizar su tránsito por la competición europea. Después de liderar un grupo frente al milmillonario equipo de París y al cienmillonario equipo de Salzburgo, se embarcó en la aventura de las gestas liderando una nave pirata dispuesta a conquistar todos los reinos prohibidos. Ganó la batalla de Inglaterra con descaro cuando todos aconsejaban prudencia y ganó la batalla de Alemania con arrojo cuando todos aconsejaban paciencia. Bielsa ha desatado una tormenta y no hay Raúl ni Rooney capaz de detener el huracán. Capitanes de otro tiempo que aún perduran en los libros del presente gracias a su arrojo, corazón y sabiduría, pero que tuvieron que claudicar ante el trueno del león. El Athletic no sólo ruge. También muerde. Y después, devora.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Pichichis: Bata

La historia del Athletic de Bilbao está forjada gracias las hazañas de un puñado de héroes y a los goles de una docena de magníficos rematadores. Uno de ellos, Bata, esculpió un mosaico de cuatro ligas, cuatro copas de España y un centenar de goles. Un delantero fornido que tenía un martillo en cada pierna y un cañón en la cabeza. Un tipo que fue máximo goleador en la temporada 1930-31 anotando veintisiete goles en diecisiete partidos. La media es sorprendente.

Al pequeño Agustín le llamaban "Bata" porque siempre iba ataviado con esta prenda, regalada por su madre para que anduviese con ella en casa con el fin de no ensuciar el resto del vestuario. Y es que, como miembro de una familia de clase trabajadora, el pequeño no contaba con más vestimenta que la de diario y la de los días de guardar y tanto una como otra debían aguantar varias temporadas, ya fuese invierno, verano o época escolar.

Las hazañas del joven Bata no pasaron desapercibidas en su pueblo, Baracaldo, y pronto fue reclutado por el club grande de la provincia, el poderoso Athletic. Allí, en pleno corazón de Bilbao, y vistiendo la zamarra roja y blanca, jugó durante siete temporadas dejando un record, aún no superado, en liga, de cero con noventa y dos goles por partido disputado. Casi un gol por actuación. Record que podría haber aumentado si la guerra civil no hubiese puesto freno a su sueño y le hubiese dejado seguir disputando partidos. Tenía veintiocho años y un centenar de goles más guardados en el cajón de las promesas. En su mejor momento, tuvo que dejar de jugar al fútbol.

Al terminar el conflicto, la edad y la baja forma le obligaron a dejar la élite. Regresó a Baracaldo e ingresó en el club que le había visto nacer como futbolista. Allí dio sus primeras patadas y allí anotó sus primeros goles. Fueron tantos que hubo un día que alguien tuvo a bien bautizarle como "El terror de San Mamés". Y es que en sus desmarques vivía la auténtica antesala de la pesadilla. Apenas hubo un defensa capaz de frenar su ímpetu. Fueron días de vino y rosas, días en los que, formando cuadrilla con Lafuente, Irigorri, Chirri y Gorostiza, el Athletic se convirtió en un equipo imparable. El tiempo les consolidó como la "primera delantera histórica", haciendo énfasis en que, antes de aquellos mosqueteros que más tarde sublimarían el fútbol, hubo otro grupo de futbolistas igual de geniales e incluso más letales.

El momento culmen en la carrera de Bata llegó en la décima jornada de la liga 1930-31. En el ecuador del campeonato se enfrentaban dos gallitos en San Mamés. El Ahtleti ganó al Barcelona por doce goles a uno marcando un registro no igualado hasta hoy al igual que el marcado por Bata, quien anotó siete goles en ese mismo encuentro. Son cifras que hablan bien claro tanto del personaje como del equipo bilbaíno; una auténtica máquina de picar carne. Aquellas actuaciones sirvieron para que al joven Bata le apodasen "el león enfurecido"; era el líder de la manada, el hombre capaz de destrozar todas las marcas y de ganar todos los partidos. Pese a sus cifras goleadores, que ascendieron a ciento ocho goles anotados en ciento dieciocho partidos disputados en la liga española, Bata tan sólo fue internacional en una ocasión. Y es que, en años en los que las selecciones nacionales apenas disputaban tres o cuatro partidos por temporada, la competencia era brutal y Bata tenía que ganarse el puesto nada más y nada menos que con el irundarra Luis Regueiro y con el ovetense Isidro Lángara, auténticos mitos del fútbol español.

La llama de Agustín Sauto Arana se apagó en el verano de 1986. Tenía setenta y ocho años y un millar de recuerdos en la memoria. Comenzó siento Agustín, más adelante fue Sautu y, definitivamente, ingresó en la historia como Bata, el goleador implacable. Un tipo letal en el área, fino en la conducción, elegante en el control, rápido en el desmarque y certero en el remate. El puente de unión entre Pichichi y Zarra, el hombre de entreguerras que situó al Athletic en lo más alto del panorama futbolístico nacional. La historia de los grandes clubs, se escriben con letras mayúsculas gracias a jugadores mayúsculos.

lunes, 26 de marzo de 2012

Qatar 1995

A menudo se habla de generación perdida cuando se quiere hacer referencia a un lapsus temporal en el que una institución o una nación han atravesado por un desierto sin oasis al que aferrarse. A menudo, cuando el talento desaparece de nuestra vista y nuestra única esperanza es el esfuerzo, nos entregamos a la excusa como atajo más rápido hacia el olvido. No fue así en el mundial juvenil celebrado en Qatar en el año 1995 en el que España se presentó con un equipo repleto de jóvenes promesas que, años más tarde, escribirían páginas  gloriosas en la historia de sus clubes. Allí hubo una delantera formada por Etxeberría, Morientes y Raúl, un centro del campo liderado por Iván De la Peña y escoltado por Roger y Toni Velamazán y una defensa en la que Michel Salgado hacía kilómetros y César y Cuartero se repartían la tarea de frenar a los delanteros rivales. Un equipazo, vamos. Un equipazo que no fue capaz de alcanzar la final. A veces, en lugar de hablar de generaciones perdidas, quizá sea más conveniente hablar de generaciones malgastadas. Aquel equipo perdió contra una Argentina menor en semifinales y, un año después, ya con muchos de sus futbolistas como destacados miembros de los equipos más punteros de la liga, volvieron a ser humillados por una Argentina más señorial en los Juegos Olímpicos celebrados en Atlanta.

Algunos culparon a Goicoecha de manera directa y a Clemente de manera indirecta. La relación del cuerpo técnico de la selección con el aficionado venía de más a menos y la prensa tampoco ayudaba en nada a la reconciliación. Aquel fue un fracaso demasiado sonado y demasiado mal aceptado por nuestro orgullo. Perdimos la oportunidad de ser finalistas ante un equipo en el que su máxima figura era un tal Walter Coyette al que algunos quizá recuerden por su efímera estancia en el Leganés un par de años más tarde. Y, como desconsuelo, tampoco pudimos ser cuartos al perder la final de consolación ante una Portugal en la que Dani (ese que destrozó la vida de los atléticos en una tarde de abril) tiraba del carro con todos sus pros y sus contras.

Quizá fue la mala suerte en el momento más puntual. España fue el equipo más goleador del campeonato y el que mejor juego desplegó hasta que le llegó la hora de la verdad. La primera hora de partido ante Argentina fue muy buena, pero le faltó oficio para rematar. Ese oficio que con el tiempo hemos aprendido y que no es otra cosa que saber aprovechar el momento. España fue campeón cuatro años más tarde con un equipo con menos nombre y más empaque. Aquella fue la historia de tres tipos que mandaban en la portería, en el área y en el campo. Casillas, Marchena y Xavi. Tres campeones del mundo que ya habían aprendido a serlo. Aquella es otra historia y a ella recurriremos cuando llegue el momento.

jueves, 22 de marzo de 2012

El Mózart del fútbol

El fútbol está lleno de historias que, de pura tristeza, se convierten en los más bellos cantos poéticos al deporte. El fútbol lo han escrito genios, tipos duros y, sobre todo, tipos valientes. Hubo un tiempo en el que los futbolistas, los ciudadanos y los soñadores creyeron poder vivir en libertad, hubo un tiempo en el que el dolor se convirtió en lágrimas, las lágrimas en miedo y el miedo en desesperanza. Hubo un tiempo en el que las calles de Viena se llenaron de gente para despedir a un tipo que desafió al orden establecido y decidió que prefería morir de pie a morir arrodillado.

La historia del mejor jugador austriaco se escribe con números, con palabras y con hechos. Matthias Sindelar vistió durante cuarenta y cuatro ocasiones la camiseta blanca de la selección de Austria y anotó veintisiete goles, se levantó en un discurso temerario contra las imposiciones nazis y se escondió entre callejones para escapar del horror cuando Hitler había puesto precio a su cabeza.

Allí, en la clandestinidad, y abrazado a quien sería su gran amor, Camila Castagnola, tuvo tiempo de mirar atrás y rememorar los días en los que fraguó su genio en las calles del barrio judío de Viena. Allí, entre latas, piedras y barro, jugaba a sortear amigos con una pelota de trapo. Eran tan asombrosos sus regates que le apodaron "hombre de papel"; era como si un papel, conducido por el viento, se filtrase entre las piernas de los rivales que jugaban con él a soñar en grande cada domingo de descampado. Eran días felices, de infancia e inocencia, de hambre y sudor, de pasión e incertidumbre. Fueron los días en los que se convirtió en futbolista. En un maravilloso futbolista.

Y pudo rememorar aquel día en el que les reunieron a todos por última vez y les dieron la camiseta de la selección nacional. La consigna era clara: "Este partido lo debemos perder". No podían anotar ni un solo gol. El Führer lo observaría todo desde el palco y no tenían motivos para disgustarle. Aquello debía ser una demostración más de la superioridad alemana sobre el resto de Europa. Austria ya no era Austria, sino una provincia alemana, la Marca Oriental, y, por lo tanto, todos sus ciudadanos le pertenecían, incluido los futbolistas y, por ello, antes de que cambiaran de escudo y aprendiesen a saludar con el brazo en alto, se les concedió el honor de un último partido ante los nuevos dueños de su destino. Pero Sindelar se lo tomó en serio. Tras una primera parte en la que se dedicó a humillar a cuantos alemanes se cruzaban en su camino, decidió tomar la directa con el pitido que daba comienzo al segundo acto y tornó las filigranas en arte competitivo. A los cinco minutos le sirvió en bandeja el uno a cero a su compañero Karl Sesta y cinco minutos después fue él mismo quien sentenció el partido con un gol de museo. Su reacción posterior quedó como símbolo imperecedero grabado en el recuerdo de quienes jugaron aquel partido y reflejado para siempre en los libros de historia. Matthias Sindelar, el hombre de papel, se acercó a la línea de cal, desafió a Hitler con la mirada y bailó un vals. El último vals.

Cuando, abrazado a su amada Camila, rememoró aquel instante, no pudo evitar una penúltima sonrisa de satisfacción. El monóxido de carbono invadía la estancia y, mientras se fundía en un dulce sueño camino a la eternidad, volvió a repasar su vida y se sintió orgulloso de no tener que arrepentirse de nada. Había sido el niño prodigio que murió como un héroe, un hombre de papel que fue Mozart del fútbol debido a su precocidad y talento. Había debutado con quince años en la primera división austriaca y con dieciséis ya marcaba goles con la selección nacional. Fue miembro estelar del Wunderteam de Hugo Meisl, probablemente el primer precursor de la inmortal escuela de buen fútbol que ha desembocado en la actual selección española, y fue el único hombre capaz de sacar a Austria de su letargo y su subordinación. El día de su entierro, cuarenta mil paisanos acompañaron su cortejo fúnebre por las calles de Viena. Ni los nazis pudieron evitar aquella marea humana de dolor y respeto.

En el estadio del Austria Viena aún quedan recuerdos de su pasado; alguna placa, algún busto y las palabras de los últimos aficionados vivos que le vieron jugar. Ellos recuerdan la fantasía de sus primeros días y el valor de sus últimas decisiones. Sindelar fue el hombre que se burló de Hitler y a cuya cabeza pusieron un alto precio. En lo que no se ponen de acuerdo es en el motivo de su muerte; los románticos creen que prefirió el sucidio antes que la abdicación, los desconfiados piensan que un compañero le delató y le asfixiaron a traición, y los más realistas piensan que le asesinaron a sangre fría y escondieron el verdadero motivo de la muerte para disfrazarla de accidente. Solamente así pudieron darle un funeral con honores. El último día en el que los judíos de Viena salieron a la calle antes de verse forzados a caminar en masa hacia los campos de concentración que simbolizaron el holocausto nazi. Sindelar murió antes de verse hacinado en un campo de exterminio, pero la suya fue la primera de muchas muertes injustas. Conviene recordar la historia de estos hombres porque conocer los errores del pasado ayuda a convencerse de que no debemos repetirlos.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El matador

Era un futbolista brutal, imparable, con un tren inferior poderoso y un cuerpo de atleta que le convertía feroz en el choque e intratable en el cuerpo a cuerpo. Tenía olfato y tenía raza; el gol en la sangre, el disparo seco siempre en la punta de la bota, el cabezazo poderoso elevándose por encima del defensor, el regate eléctrico antes de afrontar el disparo decisivo.

Marcó muchos goles y en cada celebración enseñaba los dientes apretados y la alegría controlada, siempre pensaba en la próxima ocasión de gol, en el siguiente gol, en la siguiente victoria. Fue el murciélago del escudo del Valencia cuando la liga estaba demasiado centralizada como para atrever a toserla. Se reivindicó como estrella en un momento y en un lugar que parecían equivocados, pero su espíritu competitivo fue más allá de los pronósticos. Le ganó una Copa al Madrid en su ciudad y puso Valencia en pie al igual que ya lo había hecho con toda Argentina.

Fue el hombre gol de un país que soñaba con ser libre y que enseñó al mundo la fuerza que movía su pasión por el fútbol. Seis goles decisivos en aquel mundial del setenta y ocho que le coronó como el mejor goleador del planeta. No hizo sino cumplir con todo aquello que venía prometiendo desde que, siendo casi un adolescente, se enroló en las filas de Rosario Central para debutar en la primera división argentina y ganarse un nombre a base de goles.

Marcó tantos que perdió la cuenta. Tenía un mano a mano feroz, un martillo en la izquierda, y siempre encontraba la manera de quitarse de encima a los defensores y de colarle el balón a los porteros. No era un virtuoso de la técnica pero, por momentos, parecía imparable. Inalcanzable en los últimos metros, letal en el área grande. Dejó Valencia para viajar por el mundo cuando su cuerpo se convirtió en el de un exfutbolista, pero aún le cabían goles en la mochila. Conoció otras ligas y otras ligas conocieron el nombre de Mario Alberto Kempes porque hubo pocos embajadores del gol tan incansables como él.



lunes, 12 de marzo de 2012

El otro gol de Kiko

Todos recordamos hoy el saque largo de Molina, el fallo de Tomás, el defensor del Albacete, que se come el bote, el control de Kiko, la orientación hacia su pierna mala y el disparo cruzado ante Plotnikov. Aquel gol sellaba un partido, un título y un doblete. El tiempo enmarca momentos como imprescindibles, pero a medida que transcurre, se va dejando otros, tan importantes como aquellos, en el cajón de las cosas perdidas. Dos semanas antes de la fiesta del doblete, en un domingo soleado de primeros de mayo, el Atlético agonizó hasta última hora en un partido que, a priori, parecía fácil ante un Salamanca deshauciado. Fue aquel día en el que Jesús Gil acusó a los jugadores del club charro de haberse vendido por un plato de lentejas. Es posible que hubiese habido prima, pues el Atlético tuvo el partido en latín. Empezó ganando pronto pero pronto comenzó a recorrer un runrrún por cada asiento de la grada, las sensaciones no eran las mismas que se habían percibido durante el resto de la temporada y la catástrofe sobrevoló el Calderón cuando Ovidiu Stinga empató en el ecuador de la segunda parte. A raíz de ahí llegó un quiero y no puedo del Atlético; balones cruzados que se perdían en manos del portero, combinaciones fallidas y ansiedad en el rostro de cada uno de los futbolistas. El Valencia, que había ganado su partido, se ponía a dos puntos con dos jornadas aún por delante. Todos pensábamos en aquello que nos habían contado de una leyenda de un pupas hasta que un ataque en estático más llegó a los pies de Roberto Fresnedoso que volvió a repetir acción. Balón cruzado a la frontal del área, Caminero la peina a duras penas y Kiko se encarga del resto. El movimento de bailarín le define como futbolista: control con el pecho, aguante de embestida, media vuelta, regate en corto y disparo cruzado. El estallido del Calderón explicaba la tensión que cada uno de los espectadores tenía guardada. Basta ver la reacción de Gil para darse cuenta de la importancia del gol. El Atleti celebró la liga en un partido contra el Albacete, pero realmente la ganó aquel doce de mayo con un gol de Kiko a cuatro minutos para el final.

jueves, 8 de marzo de 2012

Regreso al pasado

A todos nos gusta mirar hacia adelante. A todos nos gusta soñar, imaginarnos en una situación mil veces evocada e idealizar el momento porque de nuestros deseos dependen gran parte de nuestros progresos. Solamente quien desea ser grande consigue ser grande, solamente quien recuerda de donde viene, sabe exactamente hacia donde debe ir.

El pasado es la caja registradora de todos nuestros sueños. Los buenos recuerdos sirven para saber hasta dónde podemos llegar y los malos recuerdos sirven para conocer el límite de nuestros errores. Se puede regresar al mismo lugar, no debemos volver a hacer esto. Es la enseñanza de la vida; a menudo los halagos debilitan tanto que necesitamos caer de bruces para saber lo duro que es el suelo. Volver a levantarse siempre es obligatorio, volver a andar el camino es de valientes.

La gente, en Bilbao, recuerda a un Pichichi que dio nombre al gol, a cinco mosqueteros que ganaron todos para uno, a once aldeanos que rompieron los pronósticos y a once tipos de casa que ganaron dos ligas en las postrimerías de la transición. Y entre todos aquellos recuerdos, pesa la lágrima de una eliminación y se enciende el orgullo ante una rememoración: aquel partido bajo la nieve que mitificó a San Mamés como un auténtico campo de dioses.

El Athletic regresa hoy a su pasado, y lo hace después de caer al suelo y volver a levantarse. Atrás quedan las ligas de Clemente y las finales de copa, todas ya casi olvidadas. Atrás queda una travesía por el desierto de las dudas cuyo único oasis residía en el mismo lugar donde existía el único pozo indestructible; Lezama. Allí regresó el Athletic para reencontrarse consigo mismo y desde allí regresó a las portadas, inasequible al desaliento, para volver a sentir el cosquilleo que generan los grandes retos. La nieve volverá a los recuerdos y San Mamés volverá a ser un campo de dioses. El primer asalto se disputará en el teatro de los sueños. El Athletic se ha ganado el derecho a volver a soñar.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Jardín de infancia

Pegar a Wenger, ahora, es fácil. Los proyectos se le caen, uno a uno, como fichas de dominó minuciosamente ordenadas una tras otra. El francés tuvo un sueño después de alcanzar el cénit; el dibujaría su propio equipo desde su particular jardín de infancia. Lo cierto es que el único gran proyecto de Arsene Wenger en el Arsenal fue liderado por hombres y no por niños. Fueron los fichajes de tipos recios lo que fabricaron un Arsenal imparable; Lauren, Vieira, Ljumberg, Pires, Parlour, Bergkamp, Henry... más la aportación de veteranos de guerra como Adams y Winterbourn. A raíz de ahí vino el sueño, la evocación, la disolución de un grupo inigualable y la consolidación de un romanticismo imposible.

Entre los tipos más aclamados del jardín de infancia de Wenger estuvieron Cesc Fábregas, Walcott, Ramsey o Wilshere. No todos obtuvieron gloria y muchos decidieron buscar fortuna lejos de su mentor. Entre las plantas del jardín, ha florecido una fulgurante rosa con los pétalos de un rojo flameante y el tallo plagado de punzantes espinas. Alex Oxlade-Chamberlain llegó a la cantera por medio de la cartera. Doce millones de libras tuvieron la culpa de que este indefinido jugador abandonase Southampton y se aventurase a una vida de promesas en Londres donde la gente pudiese descubrir las cualidades que le catapultaron a la fama desde que era un niño.

Chamberlain es indefinido porque aún no se ha asentado como un futbolista en un puesto fijo. Poseedor de múltiples cualidades, igual arranca desde el extremo que aparece en el centro después de una diagonal de infarto. Es atrevido, fuerte, veloz y descarado. Los años le darán la calma igual que la juventud le está dotando de atrevimiento. Sabe arrancar, aunque aún no ha aprendido a frenar. Los aficionados del Arsenal le rogarán que no pare nunca y, sobre todo, que no imite a sus antecesores porque no le quieren imaginar con otra camiseta que no sea la roja y blanca de su equipo. Las promesas incumplidas por Walcott vuelven a posarse sobre la imperiosa figura de Chamberlain. El profesor a un lado, el presente al otro y el futuro en el escaparate de los sueños. De tipos como él depende el Arsenal para volver a convertirse en un equipo de hombres. Hace tiempo que sus objetivos dejaron de ser un juego de niños.

lunes, 5 de marzo de 2012

Japón 1979

El pequeño Diego se había presentado en sociedad una cálida tarde primaveral en el estadio de Vélez. En el descanso de un partido sin mucha historia entre Boca y Argentinos Juniors, el pequeño pelusa, recogepelotas del bicho colorado y malabarista de circo sin carpa, tomó el balón en el área grande y recorrió el campo haciendo jueguitos con la pelota. Era el mismo niño al que un par de años atrás había ido a visitar la televisión y había proclamado su sueño a ojos de todo el mundo; "Quiero salir campeón con Argentina".

No tardó mucho en hacerlo por vez primera. En el verano de 1979 y en la lejana tierra de Japón, el joven Diego y un grupo de muchachos talentosos, deslumbraron al mundo con un fútbol preciosista y eficaz. Anotaron veinte goles y encajaron solamente dos. Uno de ellos en la final ante la Unión Soviética y que les puso por debajo en el marcador. Pero no temblaron las piernas, ni palpitaron los corazones. Respiró hondo el Diego, retumbaron las gradas y cinco minutos mágicos dejaron el marcador en tres a uno para Argentina.

Fue el último capítulo de un serial mágico que comenzó dos semanas atrás. Cinco goles a Indonesia, uno a Yugoslavia, cuatro a Polonia, cinco a Argelia, dos a Uruguay y tres a la URSS, vigente campeón. Cinco más uno, más cuatro, más cinco, más dos, más tres, igual a veinte. Seis del Diego y ocho de Ramón Díaz, socio necesario y compañero letal. Ellos formaron la dupla inolvidable, amigos durante un mes y enemigos durante el resto de su vida. Uno, Diego, haciendo magia con la franja oro de Boca y la celeste del Nápoles, y el otro, vacunando porteros sin cesar con la banda sangre de River y la neroazzurra del Inter. Inolvidables para el espectador e imparables para los defensas.

Aquel fue el primer mundial de Maradona. Pudo haber sido el segundo si Menotti hubiese tirado a la basura los miedos y el hubiese convocado para el campeonato celebrado en Argentina un año antes. Pero aquello fue sólo anécdota, la verdadera dimensión del diez se vio en México, siete años después. Aquel recorrido memorable en la jugada de todos los tiempos lo eclipsó todo. El pasado y el futuro. Maradona fue Dios en La Boca, Príncipe eterno en Nápoles y, para el resto del mundo, un barrilete cósmico que llegó de otro planeta para dejar en el camino a tanto inglés.

jueves, 1 de marzo de 2012

Tiqui taca

El malogrado, e inolvidable, Andrés Montés, acuñó la expresión "Tiqui taca" para ensalzar el juego de nuestra selección allá por el 2006 cuando Luis Aragonés intentaba cambiar la expresión del equipo. Eran días turbios, la opinión se encontraba dividida y el seleccionador había decidido apostar por un sólo rumbo. Durante años anduvimos turbados por la falta de esencia y el equipo caminaba sin un estilo que lo identificase; quisimos ser furia con Clemente, expresionismo con Camacho y mezcla con Sáez. Lo único que hicimos fue coleccionar fracasos, regresos angustiosos y una colección de titulares para olvidar.

Pero el camino de Luis era el correcto. España era el germen de una generación de inolvidables centrocampistas. Si durante años anduvimos admirando las maravillosas pandillas que habían formado sobre el césped Genghini, Giresse, Tigana y Platini o Falcao, Sócrates, Zico y Cerezo, no entendíamos porque nosotros no podíamos sentar cátedra histórica con Xabi, Xavi, Iniesta y Silva ¿Acaso los nuestros eran peores que aquellos? Ni lo eran, ni lo desaprovechamos. El despechado Luis retomó su apuesta, el equipo comenzó a ganar y en el triunfo se consolidó un estilo.

Partidos como el de anoche sirven para reconciliarse con los sueños. El rival, que a priori podía sonar a Cenicienta y a posteriori suena a pluff, era, ni más ni menos, que un semifinalista de la Copa de América, más concretamente, el equipo que se quedó a un penalti de alcanzar la final. Podríamos hablar de Arango, de Rosales, de Amorebieta, de Miku, de Rondón, de jugadores de un país que hace diez años era comparsa y ahora ocupan titularidades en ligas de alto nivel, pero sería un error citar al contrario para dejar de hablar de los nuestros. Porque los nuestros no son solamente muy buenos, son los mejores.

Basta ver una combinación entre Iniesta y Silva para darse cuenta de que en el fútbol, lo más sencillo es lo más complicado. El ejercicio de precisión y coordinación de anoche solamente es semejante a un sueño perfecto; miles de veces hemos imaginado la jugada ideal, esa en la que seis tipos se asocian al primer toque y filtra el balón entre la defensa contraria para regalársela al delantero centro. El tercer gol de anoche fue pura magia. Antes habían abierto la lata nuestros dos pequeños genios de aspecto frágil y esencia mágica. En ellos vive el fútbol de verdad, en Cesc vive el vértigo del penúltimo pase siempre en la dirección correcta, en Xabi Alonso vive una brújula que siempre encuentra el norte aún mirando hacia el sur y en Busquets vive el rigor táctico en estado puro. Puede que no ganemos la Eurocopa, pero quien quiera derrotarnos va a tener que jugar muy bien al fútbol. Y hacerlo mejor que nosotros es prácticamente imposible.