jueves, 28 de febrero de 2019

El Pelé blanco



Durante años, el fútbol brasileño quemó generaciones gloriosas en espera de que una generación espontánea apareciese y, por magia y talento, devolviese al país al primer lugar en el escalafón futbolístico. Hasta el cincuenta y ocho, cuando pudieron coronarse como campeones del mundo por vez primera, anduvieron a la búsqueda del tipo que tomase el testigo histórico de Arthur Friedenreich, considerado, por todo el mejor futbolista visto hasta entonces.

Hasta Pelé, ningún otro futbolista había alcanzado tales cotas de popularidad. Su impacto fue tal, que durante años y años el fútbol brasileño fue quemando esperanzadores proyectos de futbolista sólo por no ser capaces de aguantar la comparación. Hasta que Romario primero y Ronaldo después no devolvieron el trono al país, este no dejó de buscar en los descampados a aquel niño que fuese capaz de sacarles a todos de la depresión.

Pero hubo un tipo intergeneracional que sí ilusionó al país y cargó sobre sus hombros el peso de una camiseta que sólo obliga a ganar. Se llamaba Arthur Coimbra, pero todos le conocían como Zico. Rubio, delgado, atlético, conducía la pelota como los artistas y bailaba en el área como los grandes genios del ballet. Llevaba el número diez cosido a la espalda y, después de ganarlo todo con el Flamengo, viajó a España para conducir a su selección a la que sería una de las actuaciones más memorables de la historia.

Decir que no ganaron el mundial es quedarse demasiado en la superficie del análisis. Sócrates, Cerezo, Junior, Falcao y Eder eran escandalósamente buenos, Zico, por su parte, era la guinda del pastel. Le llamaban el Pelé blanco porque regateaba en una baldosa, tenía un torpedero como pierna derecha y manejaba los tiempos con la soltura de un general. Era un líder silencioso, de esos que gustaban de pedir la pelota siempre y de los que daban siempre una salida limpia a la jugada. Un número diez clásico. No era Pelé, pero era la gran esperanza.

La esperanza de Zico se apagó una tarde de junio en el viejo estadio de la Carretera de Sarriá, igual que se apagaron las de miles de niños que quedaron fascinados con ese grupo de jugadores irrepetibles. Como si de una decisión masoca se tratase, Zico, quemado por la responsabilidad y cosido por las patadas, decidió dejar Brasil para enrolarse en la feroz jungla del Calcio. Los mismos italianos que enterraron su mayor sueño, terminaron enterrando su explosividad. Dos años después regresó a casa y Maracaná se puso en pie para recibir al ídolo caído. Su marcha definitiva, cuando acababa de cumplir treinta y seis años, se recuerda como uno de los momentos más tristes del viejo campo de Río de Janeiro. Porque allí, entre los vestigios del recuerdo que aún lloran el maracanazo del cincuenta, aún existe el anhelo de ver jugar a aquel tipo de rizos rubios que levantaba de su asiento al personal y dibujaba una sonrisa en cada niño que soñaba con ser como él.

martes, 26 de febrero de 2019

Descomposición

Un equipo de fútbol es un estado de ánimo. La frase, manida como pocas, la pronunció Jorge Valdano el día que analizó la racha imposible de un grupo de futbolistas. Resulta curioso analizar hasta que punto, ciertas frases, tienen connotaciones analíticas; puedes contar con los mejores futbolistas, tener las mayores expectativas y hacer creer a tu gente que serán los más felices del mundo, pero hay ocasiones en las que las promesas no son más que propaganda y en las que las relaciones personales se enquistan hasta tal punto de convertir un grupo en un compendio de problemas.

El Chelsea, sin salirse de la vía italiana, cambió el fútbol directo de Conte por el fútbol elaborado de Sarri. El plan, a priori, parecía atractivo vistos los antecedentes del entrenador en Nápoles y analizando, uno a uno, los futbolistas con los que contaba en la plantilla. Los comienzos fueron esperanzadores y, por un momento, empezamos a creer que había nacido un nuevo Chelsea. Señalado en las últimas décadas como un equipo rocoso y serio, las huellas pragmáticas de Mourinho, Ancelotti o el propio Conte habían marcado el estilo de un equipo que se había acostumbrado demasiado a la victoria como para no tenerle en consideración.

Pero las esperanzas duran lo que tardan en aparecer las dudas. La primera derrota inesperada, el primer traspié serio, la primera goleada en campo rival, las primeras decisiones impopulares. Cuando el discurso de un entrenador no cala entre la plantilla, normalmente es el entrenador el primero en saltar al disparadero. El Chelsea ha aguantado a Sarri en espera de superar el tramo más complicado de la temporada y con la duda de si la plantilla ya venía viciada de antes o realmente tiene el potencial para resurgir de las cenizas.

Alejado en la clasificación de los primeros puestos y sin opciones de ganar un título nacional, el equipo se agarra al salvoconducto que ofrece la Europa League y a la esperanza que otorga poder aspirar al cuarto puesto. Aún hay tiempo de salvar la temporada, pero episodios como el vivido por Kepa durante el úlitmo domingo invitan a pensar que el grupo está más roto que unido y que un equipo de fútbol sin un buen estado de ánimo no es más que un grupo a la deriva en espera de encontrar, quien sabe, un nuevo capitán.

viernes, 22 de febrero de 2019

Más allá del resultado

La globalización del juego nos ha conducido a un lugar donde la opinión cuenta más que el análisis. Estamos en un lugar donde no sólo queremos que nos escuchen sino que queremos, además, que el resto de la gente nos diga aquello que queremos escuchar. Hemos entrado en el juego de la desvirtualización hasta el punto de que es más importante decirle a los demás lo que tienen que creer antes de saber lo que los demás piensan de nuestra creencia.

Soy del Atleti, algo que nunca he ocultado, por pasión y por convicción. Muchas veces he pensado qué hubiese sentido de haber decidido hinchar por otro equipo más ganador, pero ello no me convierte en un ciudadano de segunda fila. Resulta curioso analizar de qué manera se empiezan a discernir las clasificaciones personales en función de a qué equipo perteneces; como si el fútbol fuese un reflejo de la vida y la cotidaniedad se midiese en Copas de Europa.

Desde luego que no me considero más que nadie, mucho menos moralmente. No tengo mayor problema con el Real Madrid más allá de querer que pierda siempre. Pero eso no es tan malo; no confundamos rivalidad con odio. Siento una profunda admiración por el Real Madrid como equipo de fútbol, no lo escondo. Esa manera de controlar las emociones, esa manera de empujar en el extremo de la cuerda, esa manera de someter a los rivales son intangibles que producen absoluta admiración. Ahora bien, si mi equipo no los tiene y en sus valores entran otros preceptos, no tengo porque ser un ciudadano de segunda fila. Yo elegí ser de un equipo, todos lo hacemos, porque más allá de la admiración existe un lugar destinado para la pasión.

El devenir del aficionado atlético viene marcado por el pasado. Demasiado fatalista como para no sentir miedo y demasiado cruel como para no ser prudente. Entiendo, aunque no comparto, la soberbia que gastan algunos incitados por la seguridad que les otorga el palmarés, el presente y las realidades. Por ello, me esquilma sobremanera encontrar a alguno de los nuestros con esos aires de gallardía que rozan el ridículo. No nos equivoquemos, nosotros no somos como ellos, no por conducta moral ni por ciencia pragmática, sino porque no podemos y no debemos. Ni mejores, ni peores, todos somos diferentes. Ellos tienen un colchón sobre el que amortiguar los golpes porque cuentan con un palmarés envidiable y un ADN incorregible. Para encontrar el orgullo, los que no podemos remontar medio siglo de historia ni alcanzar la cumbre de un rascacielos escalando por los alfeízares, debemos olvidar el tremendismo, dejar la agonía a un lado y seguir disfrutando de momentos irrepetibles.

Nunca alcanzaremos su palmarés, ni su grandeza deportiva, eso lo tenemos asumido, pero la sala de trofeos de un club no convierte a sus seguidores en ciudadanos de segunda; tan sólo somos personas que decidimos seguir a un equipo y nos dejamos la vida por ellos más allá de las victorias. Desde luego que queremos ganar ¿Quién no lo quiere? Pero entre querer que tu equipo gane y querer a tu equipo porque gane existe una criba que separa a los aficionados al fútbol de los globeros morales. A todos nos gusta ganar pero no todos sienten el gusanillo en el estómago antes de cada partido ni todos saben lo que es llorar después de una victoria o una derrota. Emoción o tristeza; el éxtasis del sentimiento separa a los respetuosos de los forofos, porque todos aquellos que apagan la tele cuando el resultado no les interesa o abandonan el campo cuando lo ven imposible, no son aficionados a un equipo de fútbol sino fieles oportunistas adscritos a lo único que les interesa; la victoria. Y, como dijo Bielsa "deberíamos explicarle a la gente que el éxito es una excepción". Quien no entiende el matiz no conoce el verdadero valor de la pasión; porque el orgullo, la mayoría de las veces, viaja más allá del resultado.

Alma de África - Por José David López

Hablemos de números. En el año 2015, el último del que se tienen datos completos, España recibió casi 17.000 inmigrantes irregulares procedentes de África y Oriente próximo. Lo más llamativo es que el porcentaje de quienes llegaron cruzando las vallas de Ceuta y Melilla (barreras físicas para separar e intimidar generadas por la Unión Europea) descendió drásticamente en la última década. Si no se puede entrar por tierra (España es la única entrada terrestre cercana entre Europa y África), se puede entrar por mar. Hoy, varios años después de ese último registro, la situación, precisamente por lo sucedido en el Mediterráneo, es de caos absoluto, multiplicando rotundamente cualquier cifra o aproximación anterior y, sobre todo, generando una respuesta cada vez más extrema y agresiva como mensaje global desde todos los países de ‘acogida’ (incluso los barcos de organizaciones gubernamentales como Open Arms o Sea Watch, cuya principal misión es rescatar del mar a aquellas personas que intentan llegar al continente, están bloqueados en puertos europeos bajo petición expresa e intocable de cada uno de sus gobiernos ante la avalancha que son incapaces de gestionar). Tanto, que sólo el 7% de quienes solicitaron asilo en los últimos años, lo lograron en nuestro país.

Toda persona tiene derecho a buscar asilo y disfrutar de él en cualquier país. Sobre el papel, es un derecho internacional de toda la humanidad pero, en la práctica, no deja de ser un sueño, una utopía. Pero es el lema de quien ha conseguido cumplirlo y lucha por reivindicarlo con un balón en los pies. Porque no se trata de números, de cifras, de estadísticas o de porcentajes, sino de personas. Historias de vida, de superación y de cómo no hay obstáculos cuando, gracias a una pelota y a un grupo de trabajadores solidarios, han devuelto la dignidad y la identidad a estas personas que, tras años de interminables rutas hacia lo desconocido, de todo tipo de vejaciones y de insufribles actos con el añadido de pérdidas de familiares o amigos, logran volver a sonreír cuando la meta son los goles. 

Jerez de la Frontera (Cádiz) es un maravilloso rincón de una de las zonas más bonitas de España pero, a su vez, por su enclave cercano a las playas del sur, es un lugar adecuado para la llegada de inmigrantes que intentan ganarse la vida y conseguir reiniciar su moral. Cuando acudí a ellos hace unos años, tenía muy bien gestionado el papel de un equipo de fútbol que equilibra esa parte gris que todos han tenido que atravesar para llegar hasta allí y, a su vez, les otorga un apacible lugar donde, en compañía, logran encontrar su relax mental. Eso pensaba yo, pero vivirlo en persona y conocer sus historias choca frontalmente con cualquier idea preconcebida que podamos tener los que nacimos al otro lado. Algo se rompió dentro de mí, algo quebró y algo me hizo ver que cuando has perdido todo y no se puede caer más bajo, sólo se puede mejorar. Así lo ven cada uno de los integrantes de Alma de África, el primer club de fútbol que logró federar a inmigrantes para jugar partidos oficiales en los modestos campos de tierra de las divisiones inferiores en Andalucía. Y, sin embargo, pese a moverse gracias al fútbol, son muchísimo más que fútbol.

“Un amigo del que hacía tiempo que no sabía demasiado, Quini, me llamó de repente un día. Y, con una simple frase, la verdad que iba a cambiar mi vida. Me dijo: ‘Alejandro, ¿te puedes venir el domingo a arbitral el domingo un partido de africanos a La Pradera de Jerez?’. Yo aluciné porque imagínate qué pregunta tan rara después de un tiempo. ‘Sí, es que aquí cada domingo se reúnen un grupo amplio de africanos, de los que están en los semáforos y buscándose la vida, a jugar al fútbol y, la verdad, es que no hacen más que gritarse y discutir mientras quieren jugar, así que les dije que necesitan un árbitro’, me explicó”, cuenta Alejandro Benítez, que pasó en cuestión de semanas de ser el árbitro al que, de repente, hacían caso y respetaban para poder disfrutar legalmente de sus partidos domingueros, a convertirse en uno de los creadores de algo absolutamente brillante y con una carga solidaria irrepetible.

“La mayoría, al verme, pensó que un árbitro era lo mejor que les podía pasar. Se peleaban hasta en el sorteo para hacer los equipos. Ese partido, tras una semana de pasarlo mal buscándose la vida como pueden, era su desahogo. Pero claro, se evolucionó. Tras unas semanas, charlamos Quini y yo. Vimos que algunos jugaban bien y decidimos hablar con el Xerez Deportivo y el Atlético Sanluqueño, dos clubes de esta zona, para ver si podíamos jugar un torneo o un triangular benéfico. Les organizamos un poquito y les pusimos el nombre de Alma de África porque la hermana de Quini, que era tremendamente solidaria con este grupo de personas, falleció por una grave enfermedad. Y dejó su perra, que se llamaba Alma, de donde procede todo. Así que compró las equipaciones y tiramos para adelante con toda la ilusión a ver qué nos encontrábamos”, recuerda sobre aquellas primeras semanas tan convulsas pero, a la vez, esperanzadoras. 

Ese siguiente paso era gestionar de manera mucho más organizada, estructurada y, si cabe, con tintes de profesionalidad, aquel grupo de futbolistas que empezaba a animarse con la idea. ¿Cómo? Intentando que pudieran competir en divisiones inferiores y, aunque en principio parecía algo imposible, se encontró una vía para llevarlo a cabo, aunque lo primero era saber qué predisposición real tenían los protagonistas: “Lo primero era planteárselo a ellos, porque no sabíamos donde teníamos la mente cada uno. Pero les pareció bien. Hablamos de jugar la liga, empezar en la Cuarta División Andaluza, que es la más baja, y de que, al ser negros muchos de ellos, iban a tener que soportar que les insultaran, les molestaran y les crearan problemas que, quizás, aún no eran conscientes de ello. Es decir, que te llamen mono… Pero dijeron que sí que íbamos a ser respetuosos y defender una bandera global, pero mi sensación es que no se lo creían. Por eso, el día que llegué con las fichas oficiales de futbolistas donde pone su nombre, su foto y un sello de la Federación Andaluza, sus caras eran increíbles. Pensad que ellos son, en mayoría, personas que están en España de manera irregular. El viernes antes del primer partido, llegué con esas fichas y alucinaron. Era un documento oficial. Se sentían personas, que no eran fantasmas. Se emocionaron y hasta se les saltaban las lágrimas”, explica Alejandro sobre un día clave.

Eso sí, una cosa es imaginarse ser futbolistas y otra es serlo de verdad. Entrenamientos, compromiso de un staff de colaboradores y otros profesionales (como el entrenador y sus ayudantes), así como disciplina a la que comprometerse para llegar a un buen equilibrio deportivo, son palabras y actitudes que nunca acompañaron sus vidas: “El problema número uno fue su poca habilidad futbolística porque jamás habían jugado en serio y eso era evidente que llevaría un largo recorrido de trabajo. Aunque lo más difícil fue la disciplina. Son personas sin horarios en sus vidas, había que limarlo con el tiempo. Un partido, por ejemplo, vamos a jugar, saliendo justo al terreno de juego y cuando va a pitar el árbitro, vemos que faltan dos jugadores. ¿Dónde estaban? Rezando en el vestuario. Y claro, el técnico dijo pues o fútbol o rezo, vamos a compenetrar todo porque sino, no hay manera”, recuerda el presidente que, sin embargo, no oculta que el fútbol ayuda, pero no esconde el verdadero problema de estas personas, la ausencia de opciones para salir adelante en la vida.

Tienen un dicho que más que nada es una manera de explicar en una sola frase lo que sienten en Alma de África: “Sin inserción laboral, no hay vida”. Y es que, pese a que algunos futbolistas llevan muchos años en Jerez, no han logrado oficializar sus papeles y algunos siguen viviendo en la calle, pidiendo limosnas, trabajando en los semáforos. “No podemos decir que hay que jugar el domingo y entrenar dos o tres día entre semana si no han comido en todo el día o no saben dónde van a dormir esa noche cuando terminemos el partido. No es posible y somos un equipo cuya labor principal es la social, la humanitaria y la solidaria. Sin inserción laboral, ni el fútbol sirve de nada. Ahí es donde más trabajamos y a algunos, en este tiempo, ya les hemos podido generar algún puesto de trabajo, hemos logrado que la administración les otorgue alguna vivienda y cuestiones de reglamentación de papeles para empezar, ahora sí, a ser personas con todos los derechos. Algunos salen de la comisaría ya con pasaporte y permiso de residencia y eso les da todo. Ese es el verdadero partido ganado…. A mí me cambió la vida. Veía los telediarios, las pateras, cómo llegaban… pero una vez metido en esto, te das cuenta de la cruda realidad y de lo que han pasado estas personas”, explican desde el club.

Historias, a cada cual más dura, más luchadora y más surrealista, se acumulan en ese vestuario que podría gritar sin pudor que son el verdadero ‘club de la lucha’: “Salí de mi casa, en Camerún, un día sin decir nada a mi familia. Soñaba con viajar. Lo tenía pensado hace tiempo. Yo era boxeador allí y viajaba para competir, pero quería buscarme la vida mejor gracias a mis habilidades con el boxeo. Pero no teníamos prácticamente nada porque todo es muy peligroso. Mi mujer y mis hijos los dejé allí. Me vine a Europa sin saber dónde iba a terminar. Cogí la mochila, unos zapatos, dos camisetas y tres pantalones. Crucé la frontera de Nigeria, luego Níger, luego Argelia, Marruecos y llegué a España. Lo peor fue el desierto. Yo sabía que no debía seguir, pero cruzamos andando. La gente moría porque no había para comer ni beber. Alguno se caía y yo tampoco podía quedarme, tenía que seguir sin mirar atrás. Vi morir a gente. Teníamos que beber y, aunque sea duro, había que beberse nuestra orina. Pensé muchas veces que moría, pero había que seguir. Cada momento estábamos rezando, nada más. Y así, al final, una noche crucé la valla tras cinco intentos. Cuatro veces entré y me rechazaron. Pero la quinta era un domingo especial. Nunca lo olvidaré. Bajamos del bosque y a las tres de la madrugada, ya que había llovido mucho, la valla estaba caída y ahí vimos un hueco donde nos metimos para Melilla. Ese día fue gloria para mí. Pero mi futuro es gris, sólo espero poder traer a mi familia a Jerez”, destaca Kameni, uno de los pioneros de este club, pues acabó en Jerez pero sigue dando vueltas por Europa intentando ganarse la vida (en el momento de esta llamada, estaba en París y lleva años sin ver a su familia). 

Y puedo decir, porque lo vi con mis ojos, cómo él se quitó unas zapatillas para dejárselas a un compañero y jugar un partido quedando él descalzo: “El fútbol me dio la alegría de mi vida en Jerez y mi familia es Alma de África. Llegué solo y ahora sé que ya no lo estoy allí. Únicamente me faltó trabajo, pero todos los besos, todos los apoyos, todos los ánimos… siempre me lo dieron. Si me quitan Alma de África, mato”, explica entre risas y, de vez en cuando, alguna lágrima de emoción, el propio Kameni, una de las decenas de historias, terribles pero, a la vez, conmovedoras por su gran corazón, que se guardan en el vestuario de un equipo único e irrepetible. 
Más que nunca, Alma de África representa una excusa para poder usar el fútbol como lanzadera de apoyo y de impulso a las vidas de quienes más lo necesitan. Y aunque nunca está de más, es increíble que existan personas dispuestas a dejarlo todo para que esto sea posible. Porque hay que ser muy buenas personas (dije cara a cara a sus fundadores que yo dudo de si soy tan buena persona para hacer algo así) para encaminarse a una batalla sin fin y eterna, la de conseguir para quienes vienen desde fuera, una vida justa (siendo Jerez la ciudad con más paro de toda España, aún más). Todo se logra desde el apoyo y la fuerza inquebrantable de la familia. Una, formada alrededor del fútbol y la vida, la de Alma de África.

jueves, 21 de febrero de 2019

El escupitajo de Rijkaard




Las rivalidades tienen connotaciones tan dispares que resulta difícil discernir cuál puede ser el motivo de ciertos comportamientos. A menudo, nos encontramos con personas tan amablemente calmadas que nos resulta imposible imaginarles en un estado de histeria. Cuando el hombre pierde los nervios pierde, generalmente la razón. Y cuando el escaparate es el lugar hacia el que el mundo pierde todas sus miradas, es cuando la salida de tono pasa de ser comidilla a leyenda.

Nadie sabe qué le ocurrió exactamente a Frank Rijkaard en el verano de 1990 para perder los papeles hasta el punto de convertirse en enemigo del mundo. El tipo tranquilo, correcto y cortés que entrenó al Barça durante la primera década del siglo, había sido señalado, años atrás, por un momento concreto; el momento en el que se convirtió en un pendenciero de poca monta destrozando su prestigio después de escupir durante dos ocasiones al delantero alemán Rudi Völler.

El punto de partida de cada historia se puede ubicar en el hito de la rivalidad. Dicen que los holandeses pasaron año odiando a los alemanes. No sería descabellado pensarlo en tanto y cuando los nazis invadieron holanda y exterminaron a medio millón de judíos al tiempo que sometían al resto de la población. De aquí nacieron odios que, como muchos otros, se extrapolaron al mundo del deporte. La final perdida en el setenta y cuatro es, para los holandeses, la madre de todas las derrotas. El título ganado por Holanda en el ochenta y ocho en tierras teutonas, fue celebrado por Ronald Koeman, según las malas lenguas, pasándose por el trasero la camiseta que el alemán Olaf Thon le había regalado tras la semifinal.

Puede que Rijkaard hubiese crecido influido por aquellas historias de nazis y judíos. Puede que odiase a los alemanes como tantos otros, puede que aquello, para él fuese más que un duelo. Pero lo cierto es que hacía semanas que se había separado de su mujer, había afrontado el mundial sin apenas preparación tras la celebración de la Copa de Europa y se había reencontrado con uno de los delanteros que más quebraderos de cabeza le había dado durante su etapa en el Calcio. Mediaron las palabras y, en el minuto veinte, el centrocampista holandés arrolló a Gullit en una entrada que bien valió la tarjeta amarilla. Cuando fue a recuperar la posición, escupió en el cabello rizado del alemán y este se volvió loco ante el colegadio argentino Juan Carlos Loustau. El árbitro, deseoso de de que el partido no se le fuese de las manos, amonestó a Völler. Yo no he visto nada, vuelva usted al juego.

Y el juego volvió con un balón colgado por Brehme al corazón del área holandesa. Allí emergió Van Breukelen, el gato de Utrech, para acomodar el balón entre el pecho y los brazos, pero Völler, revolucionado por la acción anterior, buscó una pelota imposible haciendo falta al guardameta. Van Breukelen recriminó a Völler la entrada y Rijkaard que ya venía caliente, comenzó de nuevo a increparle de forma aviesa. La discusión se fue de madre y el árbitro, antes de llamar al diálogo, los mando a ambos al vestuario con sendas tarjetas rojas.

Aquello no fue sino el preludio de la batalla final. Camino de vestuarios, Völler se anticipó a Rijkaard con una única intención; partirle la cara. Y el hecho hubiese sucedido sino hubiesen mediado técnicos de ambas selecciones. Ambos jugadores fueron sancionados, Alemania ganó el partido y Völler no pudo disputar el partido de cuartos de final. Fue un verano alemán en tierras italianas. Holanda fue el primer escollo; después llegarían las agonías ante Checoslovaquia e Inglaterra (el camino estaba minado de viejos enemigos) y la apoteosis final ante Argentina. Atrás quedaba, también, el sueño holandés de coronarse como una selección irrepetible. Cuando Van Basten, Gullit y Rijkaard quisieron jugar otro mundial, a uno le habían podido las lesiones, a otro la edad y al último, la vergüenza. Rijkaard será para siempre señalado en Alemania como un sucio defensor y, en Holanda, será siempre admirado por ser el tipo que se atrevió a ofender, por fin, a la poderosa nación teutona.

Fuego y gloria





Los peores momentos de la historia pasan una y otra vez por nuestra cabeza a modo de pesadilla para hacernos saber que sí, que podemos soñar todo lo que queramos, pero no somos más que esclavos de un pasado donde las ilusiones se cercenaron de manera cruel. Y aunque la vida, en más de una ocasión, nos ofrezca un instante para la revancha, en nuestro momento de felicidad seguirá doliendo el pinchazo que aquella maldita espina nos produjo en el centro del corazón.

Hay equipos marcados a fuego, para siempre, por un instante maldito. El gran Deportivo La Coruña de los noventa tuvo su momento de esplendor en los albores del siglo cuando, cabezazo de Donato mediante, pudo alzar los brazos en lo que era un merecimiento por derecho propio. Aquel campeonato de liga ganado a los más grandes quedará para siempre como la mayor gloria de un club que, sin embargo, nunca podrá quitarse el estigma de aquel penalti fallado por Djukic en el último minuto.

Se ha hablado tanto de Djukic que apenas se ha hecho hincapié en los valores de un equipo que aprendió a jugar al fútbol desde la libertad y el talento. Los fichajes de Mauro y Bebeto apuntalaron a un equipo que, capitaneado por Fran y bien escoltado por secundarios de lujo, supo hacer un fútbol vistoso y aguerrido que puso en pie a decenas de estadios en el país. Durante unos años, todos nos hicimos del Dépor porque todos nos creímos, a pies juntillas, la historia del equipo humilde que venía a toserle en la cara a los poderosos. Pero todo aquel cuento de hadas comenzó un poco antes, justo el día en el que Stojadinovic se convirtió en un ídolo más dentro del santoral deportivista.

Jugar en primera era un sueño que, desde hacía casi veinte años, se había esfumado en las ilusiones de los ciudadanos coruñeses. Un sinfín de proyectos baldíos daban con el equipo, una temporada tras otra, en los confines del infierno. El descenso a Segunda División B supuso un momento de catarsis en un club que había vivido del talento y ahora se veía obligado a salir de una guerra con el cuchillo entre los dientes. Fue un camino largo que terminó aquella tarde de junio en un partido contra el Murcia poco después de ver como la grada de Riazor ardía como una tea en un día que pudo ser tragedia y terminó en historia.

Deportivo La Coruña y Real Murcia saltaron al césped de Riazor con una premisa en la mente y una misión en el alma; ascender a primera división. Eran los tiempos de dos puntos por victoria y esa era la ventaja que el Murcia tenía sobre su rival. En la ida, los pimentoneros habían ganado por tres goles a dos por lo que les valía el empate e, incluso, perder por un solo gol. Por ello, cuando Stojadinovic anotó a puerta vacía al comienzo de la segunda parte, las llamas que, durante un buen rato habían poblado parte del estadio, se convirtieron en fuego interno para los más de treinta mil espectadores que lo abarrotaban. Una explosión de alegría que confirmó el segundo gol del yugoslavo. Un jugador que llegó, vio y cumplió. Un tipo que, con la llegada de Bebeto y Claudio al equipo hubo de buscarse otro lugar donde seguir creyendo en los milagros. Y aunque el futuro no le dio más tardes de gloria como aquellas, en algún rincón de La Coruña siempre será el tipo sobre el que empezó un sueño.

Se falló un penalti en un último minuto de un último partido, sí. Y más tarde se ganó una liga. Y dos Copas, una de ellas asaltando el tempo más inexpugnable del planeta. Toda la gloria tiene un final y los que hoy observamos al Dépor deambular en la zona noble de la Segunda División, no olvidamos a ese equipo que, durante muchas temporadas nos hizo creer en los cuentos de hadas. Un cuento que empezó la tarde en que Riazor se impregnó de fuego y gloria antes y después de los dos goles de Stojadinovic.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Ter Stegen para y los delanteros se paran - Por Marcos López

No se desconecta nunca. Ni siquiera en los inicios del partido como puede ocurrir con algunos de sus colegas. Él, no. Siempre llega puntual a su cita. Da igual que sea un partido de Champions, una entrevista o cualquier otro tipo de acto… Marc André Ter Stegen, el mejor regalo posible que le pudo dejar Andoni Zubizarreta a su Barça, acude fiel a ese compromiso con el balón. Es así. Basta ver los primeros 10 minutos del retorno del Barça a la Champions. Ahí, y ya ha dejado de ser noticia, emergió la mejor versión de un portero descomunal, capaz de reponerse de un error propio para firmar una gran parada.

Falló Marc en su pase, andaba, eso es verdad, Lenglet despistado colocándose en su posición de central izquierdo, cuando el Olympique de Lyón creía haber hallado un tesoro. Y, en realidad, lo tenía. Ese envenenado disparo de Aouar topó, sin embargo, con las alargadas manos del portero azulgrana, que reaccionó con energía estirándose hasta el rincón del poste izquierdo. No era una parada fácil. Ni mucho menos.

Lo parecía al inicio. Pero ese tiro del joven francés (m. 4) tenía un mensaje diabólico, que supo descifrar correctamente Ter Stegen porque no solo evitó el gol sino que su despeje tuvo la dirección necesaria para evitar una segunda opción de disparo. Son esos pequeños, y a la vez, invisibles detalles, pero de enorme trascendencia. Paró y eludió volver a parar.

Aunque el alemán aún guardaba otra joya cuatro minutos más tarde cuando el Barça todavía seguía sin hallar su sitio. En la primera acción estuvo ágil en ese disparo raso. Pero en la segunda acción, en cambio, emergió ese guardameta volador, al que le falta únicamente la capa de Superman, como ya demostró en el Nuevo San Mamés. Entonces, Susaeta quedó asombrado porque aquel balón parecía predestinado a acabar en la red. Llegó el alemán casi de manera milagrosa, sostenido en el aire como si estuviera unido por un hilo al cielo, esperando pacientemente a que la pelota cayera al reencuentro con sus manos.

Pues algo así, sucedió también en Lyón. Parece imposible, pero volvió a ocurrir. El disparo de Terrier (m. 8) tenía muchísima más potencia que el de Susaeta. Uno fue suave y delicado; el otro fue rotundo y contundente. Da igual. Ter Stegen no entiende de balones rasos o pelotas voladoras. No es nada casual, por lo tanto, que haya conseguido la cifra impresionante de 17 paradas sobre los 20 remates a portería que ha recibido el Barça en esta Champions.

Pero no existe mayor valor que la fiabilidad que transmite Ter Stegen. El vuelo frustró al Olympique ayudado, además, el alemán porque la pelota fue repelida por el larguero. Justo en ese momento, se levantó rápidamente para evitar cualquier susto. Cuando los delanteros tiran y tiran, sin acierto alguno, el Barça puede estar tranquilo porque atrás tiene un auténtico guardaespaldas. Un portero que no solo gana puntos y partidos sino que inyecta calma.

Una calma más que necesaria para un equipo atormentado porque le están fallando sus 'vacas sagradas'. Le están fallando sus piezas más decisivas en el ataque. Para Ter Stegen, pero los delanteros se han parado.

En busca de la luz

El mosquito es un insecto irracional que se mueve por impulsados por la fototaxia, es como una especie de nirvana interior que encuentran cada vez que un resplandor aparece en su camino y se sienten atraídos hacia un lugar que, sin saberlo, termina siendo su fin. Orientación, dirección, placer, muerte. Nosotros, aficionados de un deporte donde los lugares comunes se fijan con sentimientos y se localizan en los recuerdos, tendemos a la irracionalidad cada vez que encontramos un sueño y, como aquellos mosquitos irracionales, buscamos la luz hilarante de aquella copa que nos copa de esperanzas la memoria.

El reto de los mosquitos racionales, líderes de una manada de sueños y de un grupo de jugadores inducidos por los mismos, es el de no dejarse cegar por el brillo de una copa que está por encima de cualquier expectativa. La obsesión, la ansiedad y la expectativa son enemigos demasiado crueles como para no tenerlos en cuenta. Cuando el talento no es suficiente para alcanzar el sueño, queda el remedio del trabajo y, como proceso inherente al mismo, queda el derroche necesario de fe. Trabajar, creer, conseguir. Preceptos de un cholismo que, exportado a la universalidad, salpican las esperanzas de cada candidato a derrocar al Real Madrid de su trono de hierro.

El propio Simeone, presión mediante en cuanto al conocimiento de que la final se disputará en su propio estadio, deberá enfrentar al coco sabiendo que su equipo, con el paso del tiempo, ha ganado en candidez y ha perdido fiereza. A su favor cuenta con una plantilla talentosa y la tranquilidad que otorga saber que, cuando lo ha pretendido de verdad, sus jugadores le han seguido hasta el mismísimo infierno. Pero ha perdido dos finales y sabe que las balas se acaban con el peligro que supone gastar un último cartucho con un disparo a ciegas.

Allegri, que también ha perdido dos finales, sabe que a su afición ya no le sirve el Scudetto como acicate. Siete títulos consecutivos, con el octavo a la vista y en la mano, colman la sed de cualquier aficionado. Quieren más y eso Allegri lo sabe igual que lo sabe una plantilla que, al contrario que la del Atlético, ha ido ganando peso y compostura con el paso de los años. Afrontarán su primera final a tres meses vista de la que se disputará en el mismo estadio. El equipo con peor suerte en los sorteos es el coco al que se tendrá que enfrentar Simeone. A Madrid regresa Cristiano, otro coco que ha goleado al Atlético en formas dispares y casi siempre con un resultado común: la victoria. Apagar la sed de este monstruo es tarea ardua, por lo que el plan pasa por desactivar los cables de conexión y rezar porque no aparezca el latigazo inesperado.

Esta plaga de mosquitos racionales que acuden al brillo de la copa más preciada, habrán de tener en cuenta que, ante las exigencias, el largoplacismo es la trampa que les lleva a deslumbrarse. Partido a partido, de nuevo la vieja filosofía cholista y, sobre todo, orgullo. Cuando este está intacto las derrotas duelen menos porque cuando satisfacemos el ego nos damos cuenta que, por más que busquemos la luz, no siempre es oro lo que reluce.

martes, 19 de febrero de 2019

Un partido de otro tiempo




Nada escapa a la mística en el fútbol inglés. Cada victoria, cada momento, son vividos con tanta intensidad y relatado con tanta literatura, que los años no hacen sino impregnar de épica cada particular partido del siglo. Para la leyenda, además, nada mejor que una de esas historias en las que David, honda en mano, es capaz de derribar a Goliat ante la estupefacta mirada del mundo.

Hablar hoy del Leeds United es hablar de un equipo perdido en los confines de las divisiones inferiores del fútbol inglés. Pero hace años el Leeds United era otra cosa. En los años setenta era, junto al Liverpool, el mejor equipo del fútbol inglés. Y lo era a su manera. Un equipo guerrillero, de fútbol directo, muy comprometido y que no dejaba prisioneros en cada partido. Aquella manera de jugar y, sobre todo, aquella manera de ganar les supuso ganarse la antipatía de la mayoría de las aficiones del país.

Por ello, cuando alcanzaron la final de Copa del año 1973, no fueron pocos los que simpatizaron con la que, a priori, debía ser la víctima perfecta de la máquina liderada desde el banquillo por Don Revie. El Sunderland era un equipo histórico pero que, en aquella época, no pasaba por su mejor momento. Acomodado en la zona media de la segunda división, fue avanzando rondas en el torneo de Copa a base de superar “replays”. De aquella manera, fue superando eliminatorias dejando en la cuneta a Notts County, Reading, Manchester City y Luton Town, antes de dar la campanada en semifinales y eliminar al Arsenal, otro de los grandes equipos de la época y que había sorprendido a todos logrando el doblete sólo dos temporadas atrás.

El partido fue bronco y muy disputado. El Sunderland se adelantó a la media hora de juego, gracias a un gol de su jugador más talentoso, Ian Porterfield. A raíz de aquello y, sobre todo, durante toda la segunda parte, tuvo que aguantar un ataque continuo y feroz del Leeds. Pero la firmeza de su defensa y, sobre todo, la portentosa actuación de su portero, Jimmy Montgomery, le permitieron permanecer en pie y alcanzar, ante la mirada estupefacta del entrenador Bob Stokoe y la algarabía de medio país, una victoria que, aún hoy, se recuerda como una de las mayores sorpresas de la historia del deporte.

Aquel día, once muchachos desafiaron a la lógica y se mantuvieron firmes frente a los pronósticos. Jugar con el alma y defender con el corazón, muchas veces, tiene premio. El de aquel Sunderland, más allá de una copa, tuvo el valor histórico de la inmortalidad. Nadie es capaz de pisar aquella ciudad y no escuchar, durante algún momento del día, el relato de aquella tarde en la que ganaron una final a uno de los mejores equipos del mundo.