viernes, 30 de mayo de 2008

El fútbol de Calígula

Podría decir que no recuerdo cuando tomé el fútbol o quizás que desde siempre juego al fútbol. Buenos Aires vivía un paulatino cambio que terminó de plasmarse en los años 90. Hasta entonces, cuando la especulación inmobiliaria no había aterrizado, había potreros y ahí, sólo ahí, se veían los pingos, entre apuestas, piedras sobre la tierra y arcos de palos con travesaños de goma. Cuando los potreros fueron desapareciendo, y de hecho ya no quedan, la calle fue el campo y las ventanas fueron plateas desde donde también caían, como en nuestros grandes estadios, quejas, insultos y amenazas; partidos chivos de obstáculos urbanos como desniveles, árboles, adoquines desparejos, autos y doñas de compras.

Señas ancestrales hubieron dado la capitanía no al mejor jugador sino al más grande, que entonces decidía salir a los barrios sin camiseta; pensaba que el asunto de ir sin uniforme daba lugar a cierta subestimación que nos jugaba a favor. Aquel asunto fue una eterna discusión que terminó por resolverse rifando una canasta familiar a nombre de todos los vecinos. Así, a poco de comprar las camisetas, las mudanzas, los cumpleaños, las novias y otras yerbas dieron por terminadas nuestras presentaciones en aquel campeonato sin tablas. Las otras dos terceras partes del día las repartía en el colegio, jugando para el Oratorio que creara el benemérito Lorenzo Massa en la misma cancha donde se fundara San Lorenzo de Almagro y, por la tarde en los torneos internos de Ferro Carril Oeste.

Y transité las canchas por las inferiores de 3 clubes de primera, desde que no veía casi el horizonte y no sentía la pelota en los pies abotinados hasta entender la importancia de la táctica, la repartición de roles, la dosificación de la energía, la distribución del juego, la sincronización para tirar un off side, como pegarle a la pelota, el tiempo de un buen vendaje o de por qué un jugador es hincha del club donde juega. El olor del césped húmedo, los entrenamientos bajo la lluvia, los agujeros en los alambrados que usaban los números 10 para cortar camino y no trotar, los abdominales, los piques cortos, la popular, las infinitas gradas de la popular arriba y abajo, el dolor de piernas, los viajes en micro, los entrenamientos de la primera y alcanzando pelotas a Diego, Kempes, el pato Fillol, Passarella, Tarantini, Bochini, Chilavert, Cacho Saccardi, los consejos de Timoteo Griguol, los vestuarios con Rubén Insúa, la despampanante rubia de Miguelito Brindisi, los asombrosos entrenamientos de arqueros.

Puedo hablar horas de mi experiencia futbolística, que aun hoy, con otro handicap, continúa. Para mencionar dos o tres tópicos interesantes diré que si Umberto Eco encuentra dificultades para describir la diferencia entre el olor de la verbena y el romero, no imagina, por caso, la complejidad de explicar el fútbol, de pasarlo a palabras, desde sus dinámicas hasta sus técnicas pasando por la infinidad de situaciones que no son susceptibles de descripción. En mi caso, algo como describirte el olor del césped húmedo.

Por eso no dejo de sonreír cuando escucho un jugador reporteado después de un buen partido y, sobretodo, después de un gol de suma precisión.

Diré que el ambiente del fútbol es un nido de víboras sembrado de vicios y corrupciones desde los más bajos estratos.Y diré por último en esta amena invitación que me hace Pablo y que lleva implícitos los naturales límites de un post, que no dejemos de pensar y opinar cuando oímos sobre contratos, subvenciones, emigraciones y traslados de familias enteras atrás de un chico de 10, 11 o 12 años: he conocido más de trescientos jugadores de inferiores; de todos ellos sólo 2 llegaron a la primera división.



P.D. Calígula es administrador del blog La Pelota No Dobla, una magnífica bitácora donde poder asomarse al fútbol argentino, analizado con frescura, ironía y una seria y divertida dosis de humor. Sin duda uno de los mayores referentes a la hora de buscar información en las tierras hermanas de sudamérica.

lunes, 26 de mayo de 2008

Al ataque sin defensa

Han vuelto a resucitar las ilusiones. Volverán a reflotar las lágrimas. Han vuelto a nacer las portadas soñadoras. Volveremos a enfrentarnos a nuestras propias mentiras. Vuelve nuestra selección a la alta competición y como cada vez que nos encontramos de frente a nuestros sueños volvemos a volcar nuestras palabras hacia lo que cada vez es más un deseo que una realidad, porque lo de llegar más allá de unos cuartos de final muy poquitos lo hemos visto.

Como sucede cada dos veranos, una vez más volveré a ser hincha enfervorizado del equipo de mi país. Soñaré con imposibles, cantaré goles aislados y volveré a rebozarme en los motivos del fracaso. Porque en el viaje hacia la realidad y en el carrusel de recuerdos que nos rodean no encontramos un motivo de verdad que realmente nos permita soñar con un título. Y es que más allá de los cuatro o cinco jugadores de primer nivel que completan nuestra plantilla, todos estamos de acuerdo en que nos faltan argumentos deportivos y extradeportivos con los que iniciar nuestra tesis de favoritismo. Cada participación de España en un torneo es una ponencia muda, un juicio cantado y una sentencia definitiva. Todos a casa y, a continuación, carrusel de portadas tintadas de ventajismo, oportunismo y otras dolorosas ignorancias.

Entrando en materia deportiva, la más palpable, la más visible, la que nos gusta admirar, cabe, como fórmula de preaviso, hacer un análisis de los últimos grandes campeones. A mí, que me vuelven loco los equipos de apuesta atractiva y ego descontrolado, me cuesta poco reconocer la vital importancia que adquieren las grandes defensas en estos campeonatos tan cortos e intensos. Se comenta en las tertulias de almuerzo y sobremesa que al equipo de Clemente le faltó lo que tiene Luis y que a Luis le falta lo que tuvo Clemente. No voy a negar lo evidente. Simplemente me gustaría hacer un ejercicio de hipótesis e imaginar este equipo de hoy con Hierro, Nadal y Abelardo en el lugar donde hoy están Marchena, Albiol y Juanito. Y es que, tan frustrante resulta reconocer que carecemos de auténticos defensores de calidad como comprobar que en la próxima Eurocopa, el centro de nuestra defensa estará formado por jugadores que han sufrido una temporada terrible y casi dramática.

En el tema extradeportivo entran en juego los sentimientos y las actitudes que afloran y retratan a cada uno de los miembros del escalafón futbolístico. Por un lado, los aficionados, de quienes dicen que no somos capaces de sentir nuestra selección de la misma manera que lo hacemos con nuestros clubes. Por otro, los futbolistas, de quienes dicen que no son capaces de soportar la presión y comprender el significado de vestir la camiseta nacional. Por otro lado, el seleccionador, a quienes los puristas del ventajismo achacan haber dinamitado la convivencia del equipo y haber amputado sus opciones por culpa de sus cabezonerías. Y en último lugar, el presidente de la Federación, a quien los más sentimentalistas acusan de haber convertido nuestro fútbol en una feria y utilizar el cargo más para beneficio propio que para el beneficio de la selección que, a fin de cuentas, es la institución que realmente nos interesa.

Por lo tanto, volvamos a desempolvar nuestras camisetas, estirar nuestras bufandas y encender al unísono nuestros televisores. Volveremos a ser uno, volveremos a enloquecer con nuestro equipo y a morir de desencanto. A sentirnos dueños de una ilusión y a empujar todos juntos hacia la victoria. Tenemos razones para ser optimistas. Pero las tenemos aún mayores para no serlo. La victoria no es propiedad privada de nadie, pero si perdemos, no regresemos a lo de siempre porque, una vez más, estábamos avisados.

miércoles, 21 de mayo de 2008

A la sombra de Naranjito

Lo de que “Spain is different” había quedado grabado en la memoria colectiva como uno de los lemas más ensombrecidos de la dictadura que nos oprimió durante cuatro décadas. Se quiso hacer creer al mundo que el sol, las playas, la paella y los machos inventores de piropos eran patrimonio exclusivo de nuestra distinción, cuando en realidad todo el mundo sabía que nuestra diferencia radicaba en la ausencia de derechos y libertades. Pero España tardó en despertar y uno de los acontecimientos que terminó de incluir a nuestro país en los mapamundis de los países desarrollados fue un mundial de fútbol que futbolísticamente no nos sirvió de nada pero que de cara al exterior nos lavó la cara y nos abrió las puertas a un futuro más esperanzador.

Y en la diferencia más estrambótica apareció una simpática naranja de complexión obesa y gesto afable que representaba la imagen de nuestra hortera situación y nuestro deseo de sonreír al mundo. Naranjito nos diferenció del mundo y nos enseñó a los niños que el fútbol estaba al alcance de cualquiera y como ilusos enamorados de lo desconocido nos sentamos delante de nuestras pantallas para descubrir un mundo nuevo. En España, 1982 significaba el poder de los equipos vascos, la reconstrucción del Real Madrid y la lucha eterna de Atlético de Madrid y Barcelona por seguir ocupando el lugar que les había otorgado la historia.

Pero había mucho más. Existía Europa y existía América. Europa eran Francia, Alemania e Italia. Y América eran Brasil y Argentina. Magia pura y talento desconocido. Europa era ingenio y orden. América era fantasía y anarquía. Nos gustó tanto ese otro fútbol que los niños y también los padres fueron capaces de olvidar el fracaso de la roja porque más allá de lo que habían añorado durante tantos años, existían otros mundos, otras maneras de jugar, otros conceptos que no se basaban en la furia como modelo exclusivo.

Si hubo un país para el que España fue diferente este fue Italia. Despedida primero entre dudas y desprecio y recibida después como la heroína que solucionó todos sus males de tristeza, la selección italiana tuvo que pasar un calvario antes de consolidarse como la selección más sólida del planeta. Tras unos primeros titulares que pedían el adiós del “viejo” Bearzot y una serie de empates que le pusieron de rebote en la segunda fase, Italia tuvo que reconstruirse mental y tácticamente para afrontar la fase decisiva. Tras la decisión de darle la espalda a la prensa y a la federación italiana, siguieron sus propios consejos y los jugadores italianos se convirtieron en auténticos creyentes de su propuesta. Quizá no hicieron el mejor fútbol, pero cuando las exigencias suplicaron un esfuerzo extra, allí estuvieron para mostrar fortaleza y marcar los goles necesarios que les ayudasen a alcanzar la gloria. Una gloria que quedó reflejada en tres imágenes que pasaron a la historia de la fotografía y la anécdota popular.

La primera de ellas es la imagen de un estadio repleto reflejado en las oscuras gafas del seleccionador italiano. La segunda, es la de Sandro Pertini saltando como loco celebrando los goles delante del Rey de España. Y la tercera y más inolvidable, es la carrera antológica de Marco Tardelli después de marcar el segundo gol de la final, festejando con el alma y cerrando bocas con la garganta. Tres iconos representativos de un fútbol que buscaba recrear sus mejores días y que, sin embargo, había encontrado más dudas que realidades en su camino hacia el título.

Fue el propio Tardelli el que reflejó la situación vivida durante el mundial con una frase que dejaba bien a las claras la relación de los integrantes del plantel con el resto del mundo. “Me dejé crecer la barba porque escuché a un dirigente de la Federación Italiana criticar la espesa barba de un compañero. Sin embargo, cuando días después, otro dirigente me dijo que me quedaba muy bien, decidí afeitármela”. No existió relación, todo fue contradicción. Por ello, en cada celebración dejaron su diferencia de parecer y en cada gesto dejaban la rabia contra quienes no creyeron en ellos.

Uno de los partidos que más expectación y menos fútbol generó fue el Brasil – Argentina de la segunda fase. A priori, ambos eran favoritos para liderar el grupo y dejar fuera a los insípidos italianos. En su choque, más caracterizado por la violencia que por el espectáculo, se vieron dos goles de fantasía y la expulsión de un frustrado Diego Armando Maradona. Era su primera participación en un mundial y terminó marchándose por la puerta de atrás, cosido a patadas y exhausto por los marcajes. En su juramento, prometió volver a lo grande y esa es otra historia que todos conocemos de sobra.

Al finalizar el choque, el delineante Sócrates se acercó al gran capitán Passarella y con todo el respeto que le profesaba le pidió por favor un intercambio de camisetas. El capitán, ciego por la furia y frustrado por la derrota, se volvió airado para contestar “¡Qué te voy a dar! ¿Sabés lo que vale esta camiseta?”. Sócrates se marchó cabizbajo; satisfecho por la victoria pero desilusionado por el rechazo. Quizá solo un argentino podía comprender lo que realmente valía esa camiseta.

No fue la de Argentina una participación cómoda en el mundial de España. Después de viajar a nuestro país con la vitola de favoritos que les otorgaba el último campeonato cosechado, terminaron marchándose con el orgullo herido y varias derrotas que les partieron el ánimo. Y es que tras un comienzo demasiado titubeante, los argentinos quedaron emparejados junto a Brasil e Italia en el que se presumía grupo más complicado del mundial. No se equivocaron los pronósticos. Tras perder frente a Brasil, se jugaron el todo por todo ante Italia y la moneda salió cruz. Los argentinos, que creían que por tener el mismo plantel que en el 78, el campeonato era suyo, regresaron a su país sin ni siquiera alcanzar las semifinales. Fue un grupo duro en el que no supieron jugar y en el que Brasil e Italia se jugaron el pan en un partido decisivo que resultó inolvidable. Italia dio la sorpresa y tras batir a Brasil y a Polonia, se plantó en la final para ganar a Alemania y gritar su logro al cielo madrileño.

Entre las fans que perseguían al equipo italiano, tomaron inolvidable trascendencia las que perseguían un autógrafo y un beso del lateral de la Juve Antonio Cabrini. Cabrini, que como futbolista era la antítesis de su homólogo en el lateral derecho, Gentile, era, además de gran pelotero, un atractivo personaje de rostro impune y porte de galán. A pesar de haberse convertido en pieza clave para el seleccionador Bearzot, el bueno de Cabrini pasó a la historia de los mundiales como el primer, y único hasta la fecha, futbolista capaz de errar un penalti en la final de un mundial. Una pequeña muesca en el impecable historial de uno de los mejores laterales izquierdos de la historia que no pasó de mera anécdota y que no impidió a Italia celebrar por todo lo alto el que sería su tercer título mundial. Y es que Rossi, Tardelli y Altobelli supieron cerrar la herida de aquel error con sus goles y sus abrazos de felicidad.

lunes, 12 de mayo de 2008

Le llamaban sufridor

Jacinto Pena, llevaba el alma como su apellido y una ferviente pasión por el fútbol. Desde pequeño se acostumbró a sufrir y nunca más regresó al regocijo desde que vibró por primera vez con un partido de fútbol. Lo del sufridor debió llevarlo marcado en las carnes el mismo día en el que nació y su padre le recitó de carrerilla la alineación del Atlético de Madrid. Así era Jacinto, un ser ilustre, inquieto y locuaz con una espina clavada en su corazón: ese Atleti que tanto sudor le arrebataba un domingo tras otro.

Jacinto aprendió a llorar por dentro y le mostró al mundo la cara de la consecuencia; si quieren guerra la van a tener, si quieren paz, desde luego que también, porque nada mejor que ser del Atleti para procesar un amor, un silencio y un sentimiento eterno. Aquel domingo volvía a haber partido y en los ojos del mundo se puso Jacinto Pena, socio decenario del club y amante exquisito de toda su historia.

Jacinto era un negociante de palabra fácil y verbo asombroso, le encantaba devorar libros y, en sus ratos libres, se marcaba alguna que otras líneas para regalárselas a su mujer en forma de poesía. Como todo poeta, era un soñador de voz baja y alma aguerrida y como soñador, otra vez, otro domingo, deseaba una victoria de su Atleti como la culminación de una estrofa perfecta.

El Atleti llevaba la palabra “historia” marcada a fuego en su corazón de equipo guerrero y precursor de un contragolpe que tiempo atrás ejecutó a la perfección. Jacinto se lamentaba por estar perdiendo la historia y poco a poco comenzó a convencerse de que ser del Atlético se iba a convertir, con el tiempo, en un ejercicio de fe mas que en una prueba de cariño.

Jacinto no recordaba cómo, cuándo ni por qué se había hecho del Atlético. Quizás hubiesen sido los gritos de su padre con cada gol anotado y el transistor junto al oído los que le habían puesto de camino a su afición, más su padre nunca le había precipitado de lleno al forofismo en rojiblanco, le dio a elegir y él, en un acto de audacia irreversible eligió el Atleti, por su leyenda, por el sentimiento pasional. Y si habría de explicarle a alguien el por qué de tanta fe, el porque de tanta esperanza, el porque ser del Atleti, Jacinto esbozaba una tenue sonrisa y perdonaba los ejercicios de ignorancia. “¿Por qué?”. Le preguntaban. “¿Por qué sois diferentes?”. “No somos diferentes, somos grandes”. Contestaba él con una sonrisa mientras proseguía su camino hacia la tarea cotidiana.

El ambiente le envolvió de nuevo, como cada domingo de fútbol, y los cánticos le hicieron recordar tiempos en los que creyó ser el aficionado del mejor equipo del país. Pero la bonanza, en el Atleti, dura tanto como la lluvia de verano y aquel histórico once compuesto por Reina, Capón, Heredia, Melo, Abelardo, Alberto, Ufarte, Luis, Gárate, Irureta y Salcedo se difuminó con los años y el recuerdo, y ahora solo le quedaban a Jacinto y al Atleti un puñado de jugadores sin gloria ni fortuna que comenzaba a arrastrar el buen nombre del equipo por los estadios de España.

Ocupó su asiento y gastó su tiempo de prepartido en dialogar con su compañero de abono, como lo hacía siempre. Hablaron del Atleti, una vez más, de lo mal que juegan, de lo mal que se hacen las cosas y de todo lo que quieren recuperar. El Atlético tiene esa difícil composición, puede aberrarte su juego y hacer sentir lástima por sus fracasos, pero en cada aficionado existe una semillita que no deja de florecer cada temporada. Y como su compañero era tan sufridor como él, entendió a la perfección cada uno de sus gestos, cada una de sus protestas, cada una de sus palabras, porque cada palabra era cómplice de su propio pensamiento.

Tembló y comenzó a padecer los síntomas que le convertían cada domingo en un obseso de la victoria. Desgraciadamente, sus deseos se estaban convirtiendo en poco más que sueños últimamente. El equipo saltó al campo y quiso levantarse para aplaudir, pero la tensión le mantuvo sujeto a su asiento. Gritó un par de frases incoherentes y sintió como el corazón se tambaleaba con fuerza dentro de su pecho, como el aire se escapaba de sus pulmones y como su garganta quedaba seca a medida que sus dientes iban castañeando. Era la enfermedad del hincha apasionado, más capaz de querer a su equipo que de quererse a sí mismo.

El coro de nombres del estadio le puso en situación del once titular y pudo distinguirles uno a uno. Allí estaban de nuevo, dispuestos a sumergirles en la gloria o a volver a ahogarles en el fracaso que conllevaría un nuevo lunes de regodeo. Y ya eran tantos que comenzaba a perder la paciencia donde siempre se sujetó con mayor caballerosidad; en las tertulias de barra y mesa. Sintió como el estómago se le empequeñecía y como el sudor se agitaba bajo su espalda, percibió sus propios temores y no se arrepintió de nada porque seguía siendo el mismo de siempre.

La primera jugada le puso en órbita con el espectáculo y el corazón se le volcó hacia delante para no regresar a su lugar original hasta el final del partido. Intentó emitir un gemido pero tenía la garganta tan seca que apenas pudo escucharse un “uy” más allá de la comisura de sus labios. Seguían fallando, seguían peleando, y la grada seguía de frente con su costumbre ante el objetivo; animar o morir.

Así que animó, pero se animó a sí mismo mucho más que al propio equipo porque se sentía distante dentro de su pasión. El comienzo del partido le había pillado rezagado en sus pensamientos y en sus entrañas comenzó a crecer la duda misteriosa del eterno aficionado “¿De verdad merece la pena?”. Sintió como una náusea espantaba sus alientos y se acomodó en su asiento para dejar pasar el tiempo y el aire dentro de sus pulmones, verdaderamente, Jacinto Pena era un sufridor de los de verdad.

Cuando el partido comenzaba a devorar todas sus inquietudes llegó la primera gran ocasión fallada por los suyos. Sus ánimos, los mismos que renovaba cada vez que acababa un domingo, se hundieron en la desesperanza; y el resultado, a pesar de estar convirtiéndose en vicio y costumbre, por inservible, pesó sobre una losa sobre su energía, hacía sólo unos minutos, en proceso de ser renovada. Las ocasiones falladas le hicieron desesperar y el corazón se encogió para volver a dar un salto hacia el vacío. Volvió a sentir las nauseas recorriendo su esófago y se dio dos minutos para recuperarse antes de marcharse a vomitar. Definitivamente, aquel sería su último año como socio del Atlético de Madrid y es que, como bien le decía su amigo Juan, cada vez que se encontraban cara a cara con una tertulia, él no disfrutaba el fútbol sino que lo sufría.

Y sufrir el fútbol es un mal tan molesto como la propia intención de revolcarse en la nada por obligatoriedad del resultado. Porque para Jacinto, quien sorbía el fútbol por todos los poros de su piel, sufrir tan bien amado deporte suponía una pequeña traición contra sus inquietudes. “Si me gusta tanto ¿Por qué lo sufro?”. Solía preguntarse y la única respuesta que acariciaba su mente se vestía de rojiblanco y se componía en un equipo que llevaba años quitándole el sueño y parte de su vida.

Y en sus divagaciones vio volar un balón hacia el área rival, disfrutó un control extraordinario y dibujó con su mirada un disparo ajustado a la cepa del palo. Se tiró de los pelos y se tragó la lengua en su intención por cantar un gol que parecía profetizado. Pero no, los designios del señor, al igual que sus caminos, deben ser tan inescrutables como aquella afición por unos colores. Tocaba seguir perdiendo, tocaba seguir sufriendo. Y como no pudo más con aquella congoja se levantó como un resorte y bajó corriendo la escalinata que le devolvía al vomitorio. Buscó el aseo y sin poder aguantar más la tensión, derramó todos sus nervios junto a una columna de hormigón. Nadie se acercó a ayudarle porque nadie quería perderse el partido, parecía insólito, pero en la necesidad aquella afición se acercaba más a su equipo.

Se sentó unos segundos en el suelo para meditar y tomar una decisión que le arrastrara de nuevo a su lugar de aficionado o, por el contrario, le devolviera a su casa para disfrutar el cariño de su mujer y el olvido de su Atleti. Y en sus pensamientos escuchó una algarabía y en sus oídos retumbó el sonido de una grada cantando un gol con sabor a gloria. Corrió de nuevo y se abrazó a sus vecinos de asiento. “Ha marcado el uruguayo”, pudo escuchar. Y en su ansia por considerarse un rojiblanco de los de siempre, se golpeó la cara varias veces a modo de reprimenda. Ningún vómito pacificador valía más que un partido del Atleti.

Desaparecieron las náuseas y desapareció el tic que retumbaba en sus mandíbulas al tiempo que el árbitro daba la señal indicativa del final de la primera parte del partido. Esta vez fue la incertidumbre quien embriagó sus instintos, una incertidumbre tan sonora que tuvo que taponar sus oídos para conseguir concentrarse. Se aisló del mundo y soñó con una victoria que les diese derecho a pensar en grandes aspiraciones.

El comienzo del segundo tiempo no le pilló tan desprevenido como lo había hecho el principio del partido. De divagar pasó a concentrarse y de soñar pasó a instigar al viento por una victoria. Los nervios volvieron a anudarse bajo su estómago pero las náuseas no regresaron, el corazón continuó volcado y cerrado en un puño y en sus pulmones solo había espacio para la suficiente cantidad de aire que le permitiese seguir viviendo. Viviendo y sufriendo. Porque Jacinto Pena nunca dejó de sufrir. Hacía tiempo que había dejado de disfrutar.

Una jugada le puso el alma en vilo y la siguiente el desamparo en una procesión de súplicas. Otra jugada más le situó en lo más alto de la desesperanza y la siguiente, por ser el cuarto error consecutivo le dictó las ironías de la vida; aquello no podía ser posible. Y en cada jugada vibró, saltó, se sintió preso de su asiento y al mismo tiempo zapateó insistentemente y de manera inconsciente contra el hormigón de la grada. El Atleti volvía a darle más motivos para morir inquieto que para vivir satisfecho. Decididamente, aquel sería su último año como socio.

Un nuevo falló le hizo gemir de dolor y su alma volvió a escupir años de vida, si seguía por ese camino era más que posible que su corazón dijese basta antes de cumplir la vejez, aunque bien analizado, pensó, uno del Atleti podría morir de cualquier cosa, pero el infarto no entraba dentro de las probabilidades supremas, el corazón del aficionado atlético está hecho de otra pasta, la sangre debe de ser más fluida y el aire debe de estar tan contaminado de tensión que ni el mismo pulmón se atreve a rechazar semejante sentimiento. Por ello, cuando fue testigo de un nuevo error dentro del área contraria y en su pechó se cortó el aire, supo que aquello no era sino la repetición de un síntoma de sobra conocido y que seguiría viviendo para seguir siendo, una vez más, eterno sufridor por su causa.

Al partido le quedaban quince minutos y a Jacinto no le quedaba paciencia, pues ya la había agotado con el paso de los minutos y las oportunidades perdidas, deseaba tanto una alegría que por momentos se olvidó que en el Atleti, los resultados son tan inciertos que asustan por poca previsión. Y mientras nacía una nueva jugada en un nuevo balonazo sin sentido ni protesta, Jacinto se agarró a su asiento para ver si sus impulsos eran capaces de echar una mano a aquel grupo de jugadores casados con el infortunio y la falta de carácter. De la calidad, pensó Jacinto, sería mejor olvidarse, porque aquella se la llevó Caminero el día que dijo adiós a su afición con un gol antológico.

Si para ser del Atleti había que vivir así, era posible que no mereciese la pena ni tan siquiera el vivir. Pero Jacinto, en el fondo, se sentía tan orgulloso de su sentimiento que quizá no fue consciente de que llevaba más horas que sueños perdidos en la grada del Vicente Calderón soñando con un título que llegaba cada veinte años y se escapaba envuelto en el ridículo durante muchos años más. Pero la penúltima jugada del partido hizo revivir en Jacinto los mejores momentos de su afición; un balón perdido atrás, como siempre, porque aquello de asegurar el área debía ser consigna olvidada por aquella defensa, llegó a una esquina, un control decente puso la pelota en la línea de fondo y un disparo picudo tras un centro desesperado puso el balón en el poste de la portería rojiblanca.

La angustia se palpó y Jacinto volvió a nacer dentro de su congoja. Con el pitido final, los brazos buscaron el cielo y las gargantas desafiaron al viento ¿Quién dijo que aquel sería su último año? Dejar el Atleti, nunca. Celebró la victoria y repasó su vida al tiempo que gozaba con el abrazo de sus jugadores. Este equipo es así, tan imprevisible que te hace dudar de tu propia existencia, tan capaz y, al mismo tiempo, tan incapaz, que puede llegar a supurarte el alma, tan así que se vuelca en el tiempo dentro de su incoherencia.

El día que a Jacinto le prohibieron seguir fumando para cuidar sus maltrechos pulmones, Jacinto apuró su último paquete de tabaco para no volver a tocarlo más. El día que a Jacinto le recomendaron abandonar su costumbre de sol y sombra después de cada comida, Jacinto escupió el último sorbo para no volver a probar el anís más que en fiestas de guardar. El día que a Jacinto le controlaron la dieta para asegurarle una sangre limpia de colesterol, Jacinto declinó en sus placeres y dejó a un lado sus deseos de panceta y chorizo. Pero el día en que a Jacinto le recomendaron darle descanso al corazón abandonando sus visitas dominicales al Vicente Calderón, Jacinto se rió del mundo y le hizo un corte de mangas a los consejeros de su realidad. Podía ser capaz de abandonarlo todo, pero al puñetero Atleti… “Sí, me mata”, pensó en voz baja. “Pero también me da la vida”. Le llamaban sufridor, pero él era un ganador. Por eso no iría a Neptuno; abandonó su asiento con los puños apretados y la sonrisa dibujada en su rostro. En su camino de vuelta a casa se fijó en aquella gente que se concentraba buscando una fuente y un motivo que celebrar. Se lamentó de su empequeñecimiento y escupió al suelo la verdad que más le dolía y que sólo unos pocos entendían; un atlético de verdad no celebra cuartos puestos.

lunes, 5 de mayo de 2008

Al este de La Paternal

Para los que no hayan escuchado nunca la historia de los acontecimientos ocurridos en Chicago, en mayo de 1886, contaré, a modo de brevísima introducción, como a cientos de trabajadores les cortaron las alas, la ilusión y la voz por el simple hecho de reclamar lo que consideraban justo.

En esta época de libertad en la que los derechos han sumado individualidades vocales muy por encima de los deberes, lo de las ocho horas laborales nos suena a cántico diario, a derecho preconcebido y a obligación innata. Pero no siempre fue así. Hubo un día uno de mayo en la que miles de obreros de las fábricas de Chicago, hartos de trabajar de sol a sol sin derechos ni votos, salieron a la calle para contarle al mundo la tiranía a la que se veían sometidos. No pedían mucho menos de lo que ahora gozamos con un mínimo de coherencia; jornada laboral de ocho horas, salario justo y un mínimo de seguridad. A cientos de aquellos inocentes reunidos en el Haymarket de Chicago les acusaron de revolucionarios, les juzgaron como anarquistas y los mataron como a perros.

Desde entonces, el mundo entero celebra el primer día de mayo como el día internacional del trabajador, en homenaje a los mártires que dieron la cara por su justicia y la vida por sus principios. Poco después, y también en homenaje a ellos, un reducido grupo de amigos bonaerenses, reunidos en su pequeño club del barrio de La Paternal, decidieron crear un club de fútbol al que llamaron “Mártires de Chicago”.

Para su inauguración como equipo deportivo, aquel grupo de idealistas del verbo, decidieron invitar a sus colegas ideológicos del “Sol de la Victoria” con el fin de disputar un partido que terminaría con tres a uno a favor de los mártires. Como la idea era grande y la institución era muy pequeña, ambos clubes decidieron fusionarse para formar la “Asociación Atlética y Futbolística Argentinos Unidos de Villa Crespo”.

Villa Crespo, barrio situado al este de La Paternal, vio nacer la primera sede entre las avenidas de Araoz y Corrientes, y una vez inaugurada la sede hacía falta crear un escudo que se convirtiese en seña de identidad de un club recién nacido y de una gente ávida de novedad. Como ningún dibujante, impresor o practicante del diseño fue capaz de introducir tanta palabra en un pequeño redondel, la cúpula creativa decidió rebautizar el club como “Asociación Atlética Argentinos Juniors”. Y aunque en su denominación actual muchos no puedan recordar la magia del comienzo, lo cierto es que los bichitos colorados nacieron como movimiento socialista gracias a las ideas progresistas de un grupo de intelectuales afincados en el viejo barrio de La Paternal.

Setenta años después y con el club sumido en su interminable crisis de identidad, se enfrentaron a Boca en el estadio de Vélez con el fin de dirimir su particular cuota de protagonismo dentro de la capital. En el descanso de un partido anodino, sin goles y sin más historia que un par de disparos lejos de la portería, un jovencito recogepelotas de abundante pelo rizado, prácticamente enano y con pintas de enclenque, tomó el balón cerca del punto de penalti y comenzó a hacer jueguitos como si estuviese en el patio de su casa. La gente, enfervorecida, aclamó el ingenio del pequeño malabarista y denunció la salida al campo de los dos equipos al grito de “¡Qué se quede! ¡Qué se quede!”. Sobre aquel pequeño embaucador se tenían algunas noticias y de aquel pequeño genio se supo mucho más con el paso del tiempo.

Apenas un año después, pasó de encantador de serpientes en el entretiempo a suplente del primer equipo de Argentinos Juniors. Su descubridor, Francisco Cornejo, esperaba impaciente la hora del debut y su entrenador, Juan Carlos Montes, viendo como el partido ante Tigre seguía atascado en la monotonía, le miró a los ojos y le preguntó “¿Se atreve?”. Una simple afirmación con la cabeza le mandó a la banda a calentar y un rutinario examen de sus botas le mandó a la cancha con apenas quince años en su documento de identidad. “Haga lo que sabe. Y si tiene que tirar un caño, hágalo”. En las palabras de Montes se escondía el descaro de un tipo nacido para la gloria y en la obediencia del adolescente se presentaba el genio de un jugador incomparable. Tras aquel primer caño al defensor de Tigre, Cabrera, la platea se estremeció en un sonido de admiración y mientras un tipo preguntaba por el nombre del pibe, otro le contestaba con los dientes apretados y la lágrima candente; “se llama Diego Maradona”.

Dieguito no duró mucho en “El Bicho”. Hipnotizado por la hinchada de Boca desde aquel día en que saltó al campo para regalar un entretiempo de circo, soñaba con vestir la franja amarilla sobre el fondo azul que simbolizaba la camiseta xeneize. Maradona partió rumbo al barrio de La Boca y La Paternal y Villa Crespo quedaron huérfanos de magia pero no de ilusiones. Argentinos recibió dinero dos veces por Maradona; primero cuando el poderoso Boca Juniors lanzó sus garras sobre el fenómeno, y después, cuando el aún más poderoso Barça viajó a Buenos Aires para llevarse a la joya. Con aquellos dineros pudieron juntar un plantel muy competitivo formado por ilustres como Pavón, Castro, Canducci, Comisso, Batista, Borghi o Videla. Fue este último quien puso la piedra en la cúpula del proyecto anotando el penalti definitivo que mandaba a la lona a América de Cali y proclamaba a Argentinos como campeón sudamericano en 1985.

Fue el canto del cisne de un equipo que tocó techo con pocos recursos y un gran trabajo en las categorías inferiores. Poco antes de deshacerse un equipo que llegó alto y duró muy poco, la Juventus de Platini les robó el sueño del campeonato mundial y mientras el equipo se desangraba, nuevos jugadores llegaban a la primera plantilla para intentar formar parte de una historia interminable. Diez años después de que el pequeño Diego deslumbrara a la grada del José Amaltafini con su impecable repertorio de recursos, un joven de pelo rubio y anchos hombros se atrevió a debutar en primera con los mismos quince años que atrás habían dejado a Maradona como jugador inolvidable. Se llamaba Fernando Redondo y tampoco tardó mucho tiempo en emigrar en busca de gloria y fortuna. Fue una piedra más en un proyecto inagotable; el mismo que posteriormente bautizó a Fernando Cáceres, Diego Cagna, Lucas Biglia, Federico Insúa, Cristian Ledesma, Diego Placente, Juan Pablo Sorín y Víctor Zapata. Un proyecto que comenzó como un sueño y como un homenaje en color rojo, a la memoria, ideología y sangre derramada por un puñado de mártires que un día pidieron un mundo mejor y murieron con la cabeza alta tras alzar los puños en el Haymarket de Chicago.