martes, 31 de marzo de 2015

Hillsborough

"Ahí dentro está muriendo nuestra gente". El capitán Alan Hansen no podía dar crédito a lo que un joven aficionado le gritaba desesperadamente. Era un partido de semifinales de Copa, el rival era el archienemigo más voraz de la década y el esceneario era un viejo estadio contruido en el barrio industrial de una ciudad mayoritariamente obrera. Ni se daban las condiciones para albergar a una masa como aquella ni quisieron poner coto a la avalancha que se sumergió hacia el desastre en el fondo oeste del vetusto estadio de Hillsborough.

Las medidas adoptadas por el juez Taylor a raíz de aquella tragedia supusieron un punto de inflexión para el fútbol tal y como se había conocido hasta entonces. El fútbol, como espectáculo de masas, jamás había alcanzado el siglo XX. Demasiadas tragedias para tan pocas soluciones. La puerta doce del Monumental, Ibrox Park, Bradford, Heysel y Hillsborough obligaron a tomar medidas contra la tragedia. La muerte se había convertido en algo demasiado común para un espectáculo que pretendía ser una fiesta.

El grito desesperado del aficionado frente a Alan Hansen significó el grito de una multitud que se había visto abocada a la muerte por la incompetencia de las autoridades. Años después, demasiado tiempo para haber dejado sin cicatrizar una herida demasiado latente, el gobierno británico reconoció su responsabilidad en el desastre. Cuando llegó la mano sobre la espalda, en Anfield ya hacía años que los ramos de flores se amontonaban haciendo sonar sobre las conciencias el más desgarrador sonido del silencio. Justice for the 96. Con aquel lema, durante años, los aficionados del Liverpool suplicaron que se reconociera a los muertos con la dignidad que merecían y no como la basura como la que habían sido tratados.

Cada quince de abril el fútbol se paraliza, Anfield mira hacia el cielo y el pasado vuelve en forma de lágrima encendida. Ni la justicia ha podido apagar el dolor. Steve Gerrard, alma del Liverpool durante las dos últimas décadas, perdió a su primo Jon Paul Gilhooley en el desastre. La avalancha humana acabó con cientos de sueños. "Yo juego al fútbol por Jon Paul", llegó a declarar Gerrard. Noventa y seis Jon Paul necesitan que se siga jugando al fútbol por ellos. Olvidar es abocarse a repetir el desastre. Recordar es aprender que la muerte no debe hacerse compañera habitual de un juego que siempre necesitó su parte lúdica para seguir existiendo.

miércoles, 25 de marzo de 2015

El Niño

El proceso vital obliga a dejar huella a todos aquellos a los que han señalado desde pequeños como elegidos para el éxito. A muchos, la responsabilidad les pesa tanto que no son capaces de soportar la losa y terminan derrotados en la cuneta del fracaso, relamiendo la oportunidad perdida y añorando los sueños perdidos. Otros, más voraces consigo mismo y más aptos para la ocasión estelar, conviven con el elogio hasta el día en el que la crítica hace su aparición para aplicar su zarpazo más dañino. Ese es el momento crítico de los que deciden dar el paso o quedarse en el camino de las promesas pendientes de cumplir.

Fernando Torres apareció por vez primera ante los ojos del mundo una mañana fría de diciembre mientras un grupo de alevines se disputaban la gloria en un torneo internacional. El niño pecoso con el número nueve evitaba rivales con el balón cosido al pie y anotaba goles desde cualquier ángulo. No fueron pocos los que se atrevieron a vaticinar el advenimiento de un nuevo Mesías. Era arriesgado. Estar en lo cierto pronosticando el éxito futuro de un niño de once años es tan complicado como jugar a ganador con un boleto cualquiera de lotería. Gustar en una primera impresión puede llegar a ser fácil; basta con ser uno mismo, enseñar las cualidades y contar con la suerte de que todo salga bien. Otra cosa es mantener el nivel y aumentar la exigencia para alcanzar las cotas que los aduladores llegaron a prometerte.

Desde su debut en la élite, Fernando Torres se ha tenido que enfrentar a los dos extremos de la crítica. El peaje que deben pagar los que no generan indiferencia es el de saber convertir en energía positiva el defecto y en tener mano izquierda para manejar los excesos. Las mareas generadas por tipos como Torres son capaces de llevarse por delante cualquier carrera. Los que le admiraron lo hicieron tan exageradamente que nos vendieron un buen Wolkswagen como un Ferrari. Los que le criticaron lo hicieron tan ferozmente, que vieron un seiscientos donde había mucha más carrocería y mucho más motor. Al término medio, ese que, en frío, termina poniendo cada capacidad en su lugar, no se acercó prácticamente nadie.

Torres ha regresado a casa en un punto de no retorno. Los que le afean el curriculum desconocen que sus números son tan buenos como los de cualquier gran delantero histórico. Los que engrosan sus logros desconocen que su humanidad se reduce a apariciones fulgurantes en momentos puntuales. Ni el paquete que nunca aperece, ni la estrella que lo devora todo. Torres sigue siendo el muchacho de ojos vivos que sueña con levantar un título con el club de sus amores. Sigue viviendo de sus virtudes y ahora, con la edad, se le notan aún más los defectos, pero en cada balón que persigue sigue vigente la feroz competitividad de quien sabe que en esta vida nadie le ha regalado nada y que todo lo que ha conseguido le ha costado el doble que a los demás porque sus méritos, a pesar de lo que muchos opinan, no se reducen a un gol en la final de una Eurocopa. El cariño, la fe y el trabajo mueven montañas y a Torres aún le queda un último gol que brindar a su gente.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El tipo que dominó la Premier

Dominar un partido es factible. Hace falta ser muy bueno, tener carácter, aptitud y una visión global del juego. Puede resultar factible, también, dominar el juego en una racha positiva; aunque para ello haga falta saberse un líder y agarrarse el arnés del carro a la cintura. Más difícil es dominar un campeonato porque para ello se requiere ser una estrella con mayúsculas. Para dominar toda una Premier League durante todo un siglo, el vocablo de estrella se queda corta y podríamos utilizar, sin reparos, la palabra genio.

Los aficionados del Arsenal no debieron esperar demasiado de aquel chico espigado que se presentaba ante ellos con los ojos encendidos de ilusión. Venía de ganar la liga francesa demasiado pronto y había sido colamdo de elogios demasiado rápido. Campeón del mundo, mejor jugador joven y gran contrato en Italia, como casi todas las grandes estrellas del momento. Pero el sueño italiano quedó en nada y Wenger, como el antiguo maestro que sigue creyendo en su pupilo, reclamó sus goles para un equipo que jugaba muy bonito pero al que le faltaba velocidad.

Lo que vino después forma parte del imaginario colectivo de cualquier aficionado al fútbol. El chico espigado se conviritió en el mejor jugador de la historia del Arsenal y cada partido se convirtió en una pieza de museo. Su condición le permitía recibir en el centro del campo, avanzar, combinar, regatear y marcar. Lo hacía tan fácil que parecía plausible, pero nadie más era capaz de repetir sus hazañas. Mientras Manchester United, Chelsea y Liverpool se confabulaban para derrotar en base a la fuerza grupal, el trabajo, la competitividad y el ánimo, al Arsenal le bastaba con darle la pelota a Thierry Henry. Él se ocupaba de resolverlo todo.

El Arsenal de Henry es el equipo que gana dos Premier y tres FA Cup en plena dictadura fergusionana, el Arsenal de Henry es el equipo que derrota en el Bernabéu al Real Madrid galáctico camino de su primera final de la copa de Euorpa, es el equipo de los goles maravillosos, de las goleadas a los grandes equipos, del juego de memoria, de la velocidad infernal, el campeón de liga invicto, el del gol a Barthez y el taconazo imponente ante el Charlton Athletic. Henry marcó doscientos treinta y siete goles con el Arsenal, pero más allá de las cifras, quedó la sensación de ser el máximo ejecutor del famoso artículo treinta y tres por el que Andrés Montes hizo famoso a Shaquille O'Neal; hago lo que quiero, cuando quiero y donde quiero.