miércoles, 20 de mayo de 2020

Voy a fallar - Por Juan Tallón

Un lanzamiento de penalti es una maniobra tan fácil de convertir en gol, que en el fondo es dificilísima, casi imposible. Nadie lo ha hecho todavía, salvo en el 80 % de los casos, aproximadamente, en los que la pena máxima sí sube al marcador. El miedo, como salido de las sombras, lo impide. Te bloquea, emborrona tu discernimiento, te resta precisión, en silencio te absorbe energía, hasta conseguir que la portería te parezca un nido de golondrina dentro de un poema a medio escribir en un borrador inédito de un autor desconocido. Por supuesto, la estadística está de parte de los lanzadores, pero el miedo desprecia los números, que a la vista del pánico de un jugador ante la posibilidad de tirar y fallar, apenas representan maragatos en un papel, y no sirven para nada, como saber el padrenuestro.

Ese instante fatal, en el que se apuesta todo y se empujan las fichas al centro de la mesa, donde arde una gran pasión, posee una belleza y un dramatismo sin igual. Es normal que arrecien preguntas para las que no existe respuesta, como «Hostia, ¿y si fallo?». No quieres, pero por otra parte, no puedes evitar coquetear con el pánico. Las miradas del equipo se clavan en ti, sumadas a las del estadio, a rebosar, y a las de los espectadores —a veces millones— que siguen el partido por televisión. La presión se vuelve insoportable, como si al fútbol se jugase en una sima oceánica. Es casi natural presuponer que fallarás. De pronto, te parece que el portero es un gigante de siete cabezas y veinte brazos, y que tus pies son de madera, y que el balón, en el momento de golpearlo, actuará como el agua, dispersándose lejos de la red.
Ojalá fueses uno de esos jugadores toscos, sin toque ni visión de juego, carentes incluso de forma física, pero que cuando enfrentan un lanzamiento de penalti, nada temen. No son capaces de calcular que pueden fallar. Hablamos de situaciones en las que el optimismo ingenuo surte un efecto positivo. Representan a individuos de nervios con la punta de acero que desean ir al infierno de paseo. No piensan en los peligros que habrán de enfrentar ahí abajo, sino en regresar a casa a tiempo de cenar unas buenas nécoras. Al contrario que tú, son idiotas y valientes. Siempre confían —tal vez porque son muy idiotas— en que la cartas les sonríen, así que se dicen que por qué no van a jugarse el coche, la casa, las pelotas si hace falta, a que marcarán el penalti y se llevarán la gloria.
Mientras en tu cabeza bulle la posibilidad del error y la caída a los infiernos, en la suya arde una convicción muy distinta: «¿Y si gano?». Hay un género de individuos que, enfrentados a la probabilidad cierta de una bancarrota, nunca piensan en la estadística. Esos tipos se ríen de las probabilidades y de la estadística y de la bancarrota y de su puta madre. El mundo está lleno de madres, se dicen. Tú, en cambio, piensas en que le darás un disgusto cojonudo a la tuya si no marcas. Parece una gilipollez, pero hay muchos jugadores así. No estás solo. Arda Turan prefiere quedarse a rezar en el círculo central, lejos de donde se cuece el lanzamiento de penalti. Por no hablar de Michael Essien, que también se cierra en banda porque la última vez que tiró un penalti su madre terminó en un hospital. El futbolista ghanés falló un lanzamiento cuando jugaba en el Lyon y su error provocó que su mamá tuviera que ser ingresada por problemas cardíacos.
Estas son la clase de historias que hacen reír, malévolamente, a los jugadores con nervios acerados, que se recrean subrayando que lo importante en la vida es tener una buena mano y lanzarse en picado. Da igual lo que hayas hecho hasta entonces. Y en cuanto al futuro, ya lo discutirás cuando llegue. De manera que reúnen todo el arrojo y lo apuestan. Es algo difícil de explicar. Sientes el calor, las burbujas, la erección. «Todo al medio», se dicen, y lanzan el penalti por el centro. Gol. Otros jugadores, sin embargo, cuando se proponen lanzar por centro, para sorprender al portero, se ven sorprendidos por los nervios y echan el balón fuera, lejísimos, donde ni siquiera existen los conceptos geométricos.
El futbolista inseguro, miedoso, nunca está seguro de a qué lado debe dirigir el balón. Entre que lo deposita en el punto de lanzamiento y, unos segundos después, o años, chuta, cambia cinco veces de opinión. Por el centro, se dice. No, por la derecha. No, por la izquierda. No, por la derecha pero alto. No, a media altura y a la izquierda… Palacios-Huerta, profesor de la London School of Economics, estudió durante años los penaltis de las principales ligas europeas con el propósito de obtener datos que le ayudasen a profundizar en la teoría del juego. El secreto para meter un penalti, según sus conclusiones, es ser totalmente impredecible al tirarlo. «El jugador debería ser como una moneda al aire, que no sabes cómo va a caer», explica. Para conseguirlo, «el jugador no debería recordar nada del pasado y tirar de forma totalmente aleatoria», y por otra parte, «debería meter los mismos goles por la izquierda que por la derecha. Porque si un futbolista mete más goles por la derecha, pongamos, tenderá siempre a tirar hacia ese lado. Y el portero, si lo sabe, tendrá más opciones de parar sus tiros».
Raramente un jugador se comporta como una moneda. En las situaciones más críticas acaba por entablar una lucha endiablada contra sus fantasmas. Inevitablemente, cada vez que visualiza por dónde chutar, imagina al guardameta despejando el balón. En un recóndito ángulo del pensamiento del futbolista, tan oscuro que no es consciente, siempre late un presagio desolador: «Voy a fallar».

lunes, 4 de mayo de 2020

La liga de Messi

Cuando el fracaso atormenta y golpea con su hacha de doble filo. Cuando los sueños se esfuman por el sumidero de la derrota. Cuando las esperanzas se tornan grises ante el giro de los acontecimientos. Cuando la sensación de agonía se acrecienta a medida que ves como tu enemigo sonríe a costa de pisotear tu ego es cuando vuelves la cabeza hacia el cielo y buscas un Dios a quien culpabilizar de todo el estrepitoso desastre en el que te han involucrado.

Lo más duro de saberse mejor que el resto es no terminar de encajar que puede que alguien sea mejor que tú. Durante sus dos ciclos como presidente del Real Madrid, Florentino Pérez no ha escatimado en gastos; con mayor o menor fortuna, los mejores futbolistas del mercado han terminado jugando en el equipo blanco. La gloria, hablando en liga, algo más esquiva durante esta segunda etapa, fue mucho más sonora en sus inicios, cuando de la mano de los conocidos como galácticos, el equipo conquistó en dos ocasiones la competición doméstica.

Nadie puede negar el esfuerzo económico realizado por el presidente del Real Madrid para conseguir que un puñado de extraordinarios futbolistas vistiese la camiseta del equipo. Cristiano Ronaldo es un futbolista superlativo que en ocho temporadas y media ha dejado la escalofriante cifra de cuatrocientos cincuenta goles. Kaká llegó como el último balón de oro terrenal. Ozil era el futbolista alemán con mayor proyección. James contenía una zurda de dibujos animados. Isco llegó después de convertirse en el mejor futbolista del Europeo sub 21 que España terminó ganando por la vía del aplastamiento. Varane es el mejor defensor joven del momento, Kroos llegó después de convertirse en flamante campeón de Europa y el mundo, Modric y Bale llegaron después de ser considerados como los mejores futbolistas de la Premier League. Xabi Alonso, Albiol y Arbeloa, formaban parte del grupo español que había conquistado el mundo. Y otros, como Benzema, Di María o Khedira llegaron como algunos de los mejores futbolistas jóvenes del momento. Entonces, después de tal cantidad y calidad en los fichajes ¿Qué ha podido pasar para que los resultados en liga no hayan sido exactamente los previstos? La respuesta es fácil de decir y quizá no tan sencilla de asumir. Lo que ha ocurrido se llama Lío Messi.

Durante los años cincuenta, un suceso en el planeta fútbol cambió el sentido de la victoria haciéndole tomar un casi eterno puente aéreo. El Barcelona, que durante el comienzo de la década había formado un equipo vistoso y casi temible, encadenó cinco victorias consecutivas en la Copa del Rey y se alzó con los campeonatos de liga en 1952 y 1953. Eran años prósperos y felices, pero entonces en Madrid aterrizó una Saeta Rubia y el equipo blanco de la capital comenzó a ganar ligas como quien gana partidas de póker con las cartas marcadas. Desde la ciudad condal, se quería hacer ver que su jugador fetiche, Ladislao Kubala, era realmente el mejor futbolista del mundo. Incluso el gran Joan Manuel Serrat se encargó de glosar en una canción su preferencia por el húngaro. A Kubala se le sumaron los magníficos Kocsis y Czibor, llegó Luis Suárez y se mantuvieron los eternos Gensana, César o Evaristo. Hubiese sido un equipo temible de no haber contado con un rival superior y el único trofeo que pudieron gobernar fue la Copa de Ferias. Justo el torneo que el Real Madrid no jugaba.

Siempre nos han hablado Di Stefano como el hombre orquesta que gobernaba los partidos de cabo a rabo. Nos decían que era capaz de iniciar la jugada desde su área, combinar tirando paredes, dejar sentados a un par de rivales y lanzar a un compañero de cara a puerta o terminar el mismo rematando la jugada dentro del área. Uno ve a Messi en cada lance, emulando el mismo partido que ya ha jugado unas doscientas veces, y no puede sino evocar todo aquello que le contaron los más viejos del lugar. El tipo que gobierna el juego, que se asocia con todos, que lanza a sus delanteros, que inicia con un dribling, una pared o un robo y que, en muchas ocasiones, culmina su propia jugada con un remate, casi siempre, junto al palo, el lugar más dañino para un portero.

Éste, como aquel, no da tregua a la derrota. Éste, como aquel, contagia a todo a su equipo, quien se ve obligado a ganar por la vía del aplastamiento con tal de no dejar atrás tamaño derroche de virtudes. Éste, como aquel, convierte a sus compañeros, algunos buenos futbolistas, en futbolistas extraordinarios. Porque éste, cómo aquel, convierte cada partido en historia y cada temporada en portada de la épica del fútbol.

Tipos así nacen cada cincuenta años. Son interacciones planetarias o designios de algún Dios. Nacerá otro igual, o quizá mejor. No se sabe. Volverá a jugar aquí o quizá lo haga en otro lugar, lo que seguramente ocurra es que dejará a todos sus rivales por el camino; quien quiera destronarle gastará una fortuna y reiniciará sus proyectos una y otra vez. Alguna vez caerá, pero se levantará más fuerte y quienes lo disfruten le recordarán para siempre. Quienes le sufran no tendrán otro remedio que esperar a que la llama se apague, se inicie un nuevo ciclo y, con la tecla de reinicio pulsada, esperar a que una nueva etapa comience de cero. Entonces, cualquier fortuna, probablemente, volverá a valer un puñado de títulos.