jueves, 28 de junio de 2007

Carrusel de mentiras

Algún poeta maldito dijo que el pueblo se alimenta de metáforas. Al pueblo, a nosotros, nuestros padres y nuestros amigos, nos gusta disfrutar de la posible mentira, porque en ella encontramos un motivo más que suficiente para encender el interruptor que acciona el mecanismo de nuestras ilusiones. Si no nos venden nada, aunque sea un puñado de humo, no nos sentimos satisfechos, pues cada día que pasa, estamos más sedientos de noticias.

Para la prensa deportiva, más allá de la verificación, vender un fichaje significa vender papel. Suena duro, pero también explicativo, porque en cada realidad mostrada en el sentido inverso a nuestras esperanzas, encontramos la coartada infame a la falta de escrúpulos. Generalmente, no tardamos en señalarles con el dedo como únicos culpables de nuestro desasosiego y sin necesidad de afinar el oído esbozan su sonrisa porque ellos viven de nuestra insatisfacción. Para generar inquietud solamente hace falta lanzar un nombre; y sin alcanzar la rúbrica que vista de gozo nuestros sueños, ellos ya se han llenado el bolsillo, porque seguimos siendo tan estúpidos que no terminamos de comprender que nosotros mismos les convertimos en el único sector capaz de vivir a dos bandas, entre la verdad y la mentira.

En una reflexión más fría, deberíamos lanzarnos a localizar primero al padre de cada rumor antes de decidirnos a levantar el dedo. Porque si bien es cierto que en cada mentira encontramos un motivo de recelo, no estaría de más mirar, alguna vez que otra, más arriba de nuestras creencias. Con los mismos bulos de portada que hoy denunciamos indignados, resolvieron dos comicios presidenciales Joan Laporta y Ramón Calderón. El primero agarrado al hombro del metrosexual Beckham, el segundo, prometiendo el fútbol infinito de Kaká. Quizá ningún votante terminó de creer la promesa preferencial de cada campaña, pero seguro que todos quisieron creerla porque en el fondo, cuando se dibuja un futuro lleno de fortuna, nos encanta que nos mientan.

Si se miente por deseo o se miente por necesidad, deberíamos ser nosotros los que analizásemos el camino que cada rumor ha ido tomando a lo largo de los últimos años. Al Madrid y al Barça, le han colocado tantos buenos jugadores como para iniciar mil campañas de reactivación de la confianza. Si se toma el rumor como una estrategia, podemos encontrar mil motivos para incidir en las realidades consumadas, al tiempo que encontramos algún que otro motivo para desestabilizar al rival. Se trata de calar en el aficionado, se trata de apuntar las decisiones a tomar y se trata, al fin y al cabo, de construir entre todos el imposible que todos dibujamos en el papel de nuestros perfiles. Nada ayuda más a la consecución de una esperanza que un pueblo que reclama sus deseos en voz alta.

Como hemos llegado a esa época en la que cada portada vale tantos millones como la credibilidad que ponen en juego, sirvan estos párrafos para asegurarnos un verano en calma tensa porque de todo lo que leais solamente será creíble lo que veais. Mientras tanto, seguiremos atentos a cada globo sonda porque en el fondo, nuestra ilusión sigue bebiendo de la fuente del rumor. Cuanto más enfadados nos sintamos, más seguirán ellos llenando su plato de satisfacción. Y es que sabemos que no existe peor sensación que la de sentirse engañado, pero mientras tanto y despues de todo... ¡Qué bonito es soñar! ¿O no?

lunes, 25 de junio de 2007

Existen derrotas que no duelen

No sé si será por nuestra condición de equipo humilde; quizá fuese porque sabíamos que nuestra gesta ya había sido publicada, porque la final en sí ya era un premio o porque aunque no hubiese sorpresa ya nos sentíamos triunfadores. De alguna manera, el fútbol es capaz de generar un círculo de felicidades que puede dar la vuelta, como un boomerang cargado de ánimo, e hincharte de orgullo aún sin haber conocido el resultado. Algo parecido es lo que nos ocurrió el sábado, por ello, la derrota no dolió tanto como hubiésemos pronosticado; en nuestra conjura vespertina ya habíamos derrotado al miedo.

El partido se partió en tres tiempos dentro de mi cabeza. Como trazos de una experiencia inolvidable, trate de grabar a fuego cada uno de los momentos vividos. Primero llegó la fiesta, después los nervios y, por último, la celebración. Una fiesta cargada de ilusión y compañía bajo el justiciero sol de un verano recién nacido que aclaró de una vez por todas que se puede amar a dos equipos a la vez y no volverse loco. Un manojo de nervios posterior, vestido de partido de fútbol donde pudimos comprobar que la grandeza del deporte viaja mucho más allá de nuestras imaginaciones. Y por último, un recibimiento glorioso en el corazón de la madrugada, para agradecer eternamente a un equipo de fútbol su capacidad para hermanar a un pueblo muchos años dividido entre dos colores capitalinos.

Cuando Los Limones rasgaron su último acorde de himno adaptado y lanzaron un mensaje de unión infinita, levantamos a la par nuestras miradas al cielo y dimos media vuelta para dirigirnos al estadio donde debíamos estar dispuestos a sentenciar nuestro encuentro con la historia. De camino al Bernabéu rememoramos los mejores momentos de un año legendario; los goles de Güiza, las asociaciones en corto de Vivar y los remates de Casquero se convirtieron en el tema más recurrido para asociar nuestras conversaciones. Cuando alcanzamos la periferia del coliseo madridista fuimos conscientes de la dimensión que había alcanzado la afrenta que nos reunía; nos adentrábamos en territorio sevillista.

Que la de la grada era una batalla perdida fue una sensación que se convirtió en real una vez pudimos acceder a nuestras localidades; durante unos minutos tuvimos la incómoda sensación de que íbamos a jugar un partido en el Sánchez Pizjuán. Gracias al ímpetu y al fútbol, puedo agradecer, día y medio después, que aún con la derrota en la mano, el baño que sufrimos en las gradas no se trasladó por completo al terreno de juego.

Con todo ello pueden seguir diciendo que nos ganaron. Así lo reflejó el marcador y por ello les sigo felicitando. Nos ganaron porque supieron manejar mejor los momentos clave del partido, porque aprovecharon su momento y porque un partido de fútbol se gana en el mismo lugar donde nosotros fallamos y ellos acertaron: las dos áreas.

Que el fútbol es un juego de errores es una máxima repetida a la saciedad y que, un partido tras otro, va quedando demostrada como una premisa irrefutable. En una oportunista alocución a la misma, podríamos decir que los errores de Güiza y Pulido marcaron el partido. Podría ser. Del mismo modo que desde el otro bando tienen el derecho a replicar optando por los aciertos de Palop y Kanouté como símbolos de un partido que siempre tuvo un ganador moral. Queda el recurso del pataleo y el intento de denuncia arbitral por el claro penalti cometido sobre Manu Del Moral, pero a posteriori existen pocas circunstancias capaces de empañar una victoria labrada durante todo un año repleto de constancia, corazón y, sobre todo, fútbol de verdad.

El Sevilla es el equipo del año y así lo reconocimos todos aplaudiendo la vuelta de honor que rinde pleitesía a los campeones. Su afición, en el aplauso reconocedor de la entrega, demostró un buen puñado de grandeza aplaudiendo el último paseo cabizbajo de un Getafe pletórico en ganas pero ciego en fútbol. Se puede echar mano del nerviosismo, de la falta de grandeza y de recursos para afrontar un partido de la máxima trascendencia, se puede apelar a la falta de calidad y demostrar que los boletos de la felicidad ya habían sido repartidos antes del partido inicial. Todo puede ser cierto e incluso demostrable, pero nuestro último aplauso no pudo esconder ningún conato de reproche porque las finales solamente las pierde el que las juega.

Por ello el equipo fue aclamado como triunfador en su regreso a Getafe. La fuente de La Cibelina se impregnó de honor y gloria cuando la plantilla sintió el calor de un pueblo. Les recibimos como campeones en el grito y en el ánimo porque, aunque la derrota nos hubiese vestido de subcampeones, cada uno de nosotros ya nos habíamos sentido campeones de Copa el día que accedimos al final optando por elegir el camino de la hazaña. Gracias por todo Geta.

viernes, 22 de junio de 2007

La ilusión por lo imposible

He vuelto a reconocer mi cara. Durante toda la semana, mi primer examen frente al espejo, mientras desperezaba mis párpados y dejaba asomar mi garganta en un bostezo, ha sido una tarea de regresión hacia los momentos más emprendedores de mi vida.

No es que haya sido yo el adalid de la valentía y el arrojo suicida, ni mucho menos, pero como cada ciudadano al que le enseñan a crecer por las vías de la costumbre, he ido quemando etapas a medida que conseguía crecer unos centímetros más.

En mi cara del lunes reconocí aquella expresión de mi infancia que llegó para sacudir mis entrañas el día que a mi padre se le antojó que yo debía aprender a montar en bicicleta. Para un niño de nueve años, su primera bici es como ese sueño que siempre se quiso tener cerca pero que nunca deseó que llegase el día para afrontarlo. Sabía que me iba a caer, sabía que si no conseguía enlazar una docena de pedaladas en un plazo de dos días iba a conseguir que la mirada de mi padre descendiese hacia la desilusión, sabía que si lo conseguía me convertiría en mi propio héroe y obtendría la libertad para dejar de considerarme como esclavo de mis temores.

En mi cara del martes descubrí el gesto apretado y la afrenta viva de aquellos partidos de quinceañero contra el mejor equipo del barrio. La noche anterior ya las pasaba en un duermevela que anunciaba grandes detalles y mucha rivalidad. Desde que me levantaba, miraba el balón como intentando embrujar su válvula con la mirada. Era difícil, la mayoría de las ocasiones la función terminaba mascando una derrota que me enfundaba la mandíbula en una mezcla de rabia e incomprensión. Masticaba sin hambre el cocido del sábado, pero siempre terminaba intercambiando un par de sonrisas con el pensamiento porque sabía que una semana después, la palabra y la intención me regalaría una nueva ocasión para la revancha.

El miércoles repetí ante el espejo la mirada de acongojo del que sabe que se enfrenta a una prueba vital. Cuando mi adolescencia dio permiso a mi juventud para que se hiciese dueña de cada rincón de mi cuerpo y mi pensamiento, me convertí en un estudiante de vicio criticable y desgana continua. Por ello, cada vez que me enfrentaba a un examen importante sabía que ponía en juego mi prestigio y mi futuro. Era la misma mirada del estudiante que años atrás aprobaba por los pelos y, de vez en cuando, obtenía el justificante perfecto para autoflagelar su ánimo. Nada hay más angustioso que enfrentarse a tus nervios y no saber cómo puede terminar la función.

El jueves rememoré los mejores momentos y a la vez los más angustiosos de mi vida. Frente a mí volví a encontrarme con la incertidumbre del galán que siempre quise ser y la naturaleza no me permitió. Era la cara compungida del que salía los sábados a conquistar y la mayoría de veces regresaba a casa con las orejas agachadas pero la moral intacta de cara al siguiente asalto. Sentí ese cosquilleo de asaltador de carmines y pronunciador de discursos incoherentes. Como en definitiva, nada estaba en mi mano, toda la colonia y toda la gomina gastada no eran más que fuegos de artificio, pero a ilusión no me podía ganar nadie. Igual que ahora.

Porque esta mañana he sido consciente de todo. La mirada afrontadora del lunes, la retadora del martes, la angustiosa del miércoles y la ilusionada del jueves son la misma mirada de un aficionado dispuesto a presenciar uno de los partidos más importantes de su historia. Como rojiblanco de corazón he vivido mil penurias y una decena de alegrías de verdad. Pero como azulón de garganta en carne viva y nervio dibujado para animar, este es el primer gran reto (ascenso aparte) de mi época de abonado. Es el equipo de mi pueblo, es el equipo de mi barrio, es la amante con la que me he permitido poner los cuernos al Atleti sin perder el amor a los colores. Desde las gradas del Coliséum he descubierto que siendo aficionado de un equipo pequeño, los pequeños logros se convierten en catedrales de la felicidad, porque al que más le cuesta escalar le sabe mejor llegar a la cima.

Con mi entrada a buen recaudo, mis bufandas dobladas, mi camiseta del ascenso en el cajón de la esperanza y los bocadillos de tortilla en el pensamiento, me preparo hoy para un día histórico mientras intento compartir mi ilusión con aquellos que algún día esperaron un momento como este, con los que ya lo han vivido y con los que ya están saciados de gloria. Tiendo mi mano a la afición del Sevilla y le reto a un duelo de cánticos sin perder la educación aún en el conocimiento de que esa es una batalla dificilísima de ganar. También será difícil la batalla del césped, porque el rival es un equipazo, porque nuestra historia delata debilidad, porque en fútbol, Goliat ha terminado comiéndose a David en la mayoría de las ocasiones. Nosotros ya hemos cargado nuestras hondas y esperamos el milagro. Esperamos el fútbol. Cómo nada es imposible nos inclinamos ante el vocablo taurino y recitamos. Que Dios reparta suerte.

miércoles, 20 de junio de 2007

Así deberíamos creer nosotros en la selección y así debería la selección creer en nosotros

A menudo nos han intentado definir la fe como ese ejercicio de autoconfianza capaz de mover montañas. Los elementos que necesita cada héroe para llevar a cabo su misión son la gloria personal, el orgullo por lo que está por venir y la ilusión de quienes le rodean. Al Real Madrid no le han faltado ninguno de estos elementos desde que se empeñó en desenterrar su hacha tras un frenético partido en el Nou Camp; cuando la andanada fue consciente de que el toro volvía a embestir, ni prensa, ni afición, ni agnósticos del milagro le dieron la espalda.

En el éxito más reciente del Madrid sobreviven los valores de un equipo campeón: administración del talento, fortaleza física y hambre de triunfo. Era por ello que cada gol de última hora era aplaudido como si del último de la historia se tratase. En cada victoria quedó dibujada la sonrisa de quienes supieron desde el principio que había llegado la hora de volver a vender un título.

En el mismo lugar de la palestra en el que se encuentra el Madrid cada vez que le sobrecoge una derrota, está la selección española. Todos nos mostramos igual de poco generosos en el verbo y en el perdón; cuando pierde, lo primero que hacemos es fusilar al entrenador y después vamos despellejando a los jugadores uno a uno como si fuésemos tertulianos de un programa basura. Sin embargo, cuando gana, no nos queremos creer el éxito y pasamos de puntillas por la alegría porque estamos seguros que no tardará en llegar el fiasco.

Inversamente a lo que le ocurre al Madrid cuando promete gloria, cuando se trata del equipo nacional, ponemos a circular nuestras creencias en el sentido contrario de las agujas del reloj; nunca, ni a prensa ni a afición, nos ha dado por creer que aquello que dicen puede llegar a ser cierto. Y como el fútbol esconde tantos sentimientos recíprocos como la vida, en nuestra triste consciencia reside el poco valor que le suelen dar los futbolistas a la camiseta de su país. Ojalá en aquel partido contra Francia hubiésemos podido ver la misma convicción moral que demostró cada jugador del Madrid a la hora de afrontar sus remontadas de última hora. De haber sido así ¿Nos hubiese cantado otro gallo?

lunes, 18 de junio de 2007

Infartos, triunfos y decepciones

Los domingos de final de liga se convierten en un atajo perfecto para alcanzar el éxtasis o, por el contrario, llegar a hundirte en la miseria más absoluta. Domingos como el de ayer justifican toda una temporada plagada de sinsabores, recelos y críticas desmesuradas.

Como si de un ejercicio de de autoexpiación se tratase, resultaría injusto no dar la enhorabuena al campeón y aplaudir, en tanto, su tesón, su confianza y su fe para alcanzar un título que hace cuatro meses estaba escondido en el rincón más rancio de las apuestas. De la misma forma que no sería de recibo dejar de admirar el esfuerzo futbolístico que hasta el último instante propusieron Barcelona y Sevilla como aspirantes perpetuos a un título que nunca tuvo un dueño designado.

Ganó el Madrid y lo hizo sufriendo. Cómo si hubiese querido tomar prestado el papel de su vecino hundido, le ha dado a su afición dos meses plagados de partidos de infarto y resultados inciertos hasta última hora. Aún en la incertidumbre, los que seguíamos el partido éramos conscientes, igual que en partidos anteriores, que solamente faltaba el primer gol para abrir el tarro de las remontadas épicas. Ganó el Madrid y el triunfo coronó a Capello como rey inmune de la gloria. Hay quien dice que prefiere perder antes que ganar así. En la sonrisa del vencedor se descubre la falta de reconocimiento que se esconde detrás de la pataleta.

También ganó el Barça, pero en su victoria se dejó una mueca de tristeza que viajaba a través del puente aéreo en asiento de primera. Algo debe hacer mal un equipo para acabar una liga con más goles marcados, menos encajados y menos partidos perdidos que los demás y, sin embargo, acabar en el podio como el primero de los perdedores. Si algo ha debido aprender el Barça de la derrota es que la soberbia se convierte en el peor pecado capital del mundo del fútbol y que aún en la derrota sigue siendo el equipo con una estructura mejor definida y una idea mejor concebida para jugar al fútbol. A pesar del resultado final, sigue siendo el campeón quien necesita revolucionarse mucho más que sus perseguidores.

Como si de una cadena de recorrido prolongado se tratase, cada gol del Barcelona fue cayendo como cielo plomizo sobre los corazones animados de los jugadores del Sevilla y cuando ya no cabía más esperanza ni ánimo en el empeño de cada jugador del Sevilla llegó el gol de un Villarreal que ha rematado un fin de temporada totalmente extraordinario y admirable. En cada jugada culminada por parte del submarino amarillo comprobamos la textura de un equipo armado desde hace varias temporadas, un equipo cuajado que puede ser capaz de reinventarse después de una decena de lesiones y una primera vuelta para olvidar. Justo lo contrario de lo que vemos en el Atlético de Madrid; un equipo que cada verano deja su tarea a mitad de camino e intenta mirar hacia otro lado dando carpetazo a sus propias miserias. Entre el gol de Fuentes y el gol de Milito volvieron a renacer los fantasmas más recientes que han convertido al Atleti en un equipo despojado de toda gloria. Villarreal y Zaragoza jugarán la Uefa mientras que al Atleti le queda el objetivo desgastador, desmotivador y desprestigiante de la Intertoto.

Por abajo las cosas fueron más crueles y más cargadas de tensión. En las salvaciones de Betis y Athletic quedaron dos cosas patentes; la primera es que las aficiones están muchas cabezas por encima de los equipos, la segunda es que tras el eco del sufrimiento queda el deseo y la obligación de una lección que debe ser aprendida, sobre todo por parte del Athletic que ve hoy como las barbas de su vecino han sido totalmente rasuradas y duda entre tirar para adelante mirando hacia atrás o poner las suyas a remojar y esperar a que la inercia del fútbol termine de dictar sentencia.

Las lágrimas, esta vez, cantaron una Rianxeira en forma de réquiem. De nada valió el segundo efecto Stoichkov posterior al primer efecto Stoichkov. El fútbol viaja tan rápido que ni las victorias ni las derrotas sirven para cicatrizar las heridas del desamparo. Más allá, junto al mar de Levante, la Real Sociedad dejaba tras de sí la estela impecable de cuarenta años en primera división. Con el ascenso donostiarra quedó certificada la herida grabada de quien juega con fuego y la realidad que dictan los goles. Y es que ningún delirio de grandeza vale más que la garganta desgarrada del aficionado.

Se acabó una liga y ya estamos pensando en la siguiente. Tres equipos nos dejan y otras tres ciudades toman el relevo de la ilusión y la esperanza recuperada. Si creéis que aún queda mucho verano por delante solo tenéis que cerrar los ojos un momento; cuando volváis a abrirlos ya estará el balón rodando de nuevo y regalando rienda suelta a cada uno de nuestros sentimientos. Desde ya, empiezan los rumores, se destapan los planes y se concluyen las promesas. Se cierra el telón, pero la función nunca termina.

miércoles, 13 de junio de 2007

Obligado por el dolor

Existen sentimientos tan profundos que tiran de ti tan fuerte como para plantearte no expresarle tu dolor al mundo. Alguna vez me he levantado con la duda en carne viva mientras me planteaba si escribir o no sobre mi equipo, casi siempre he terminado desistiendo por temor a resultar demasiado duro.

Como no creo en los análisis en caliente, he dejado reposar tres días el salitre de mi disgusto y he decidido por fin lanzarme al vacío de mi desazón para denunciar una situación que, desde hace casi diez años, me está destrozando el corazón un domingo tras otro.

En las primeras alineaciones de mi infancia aparecía un portero llamado Navarro. Como eso de correr quedó siempre catalogado en mi diccionario como un recurso para los cobardes, decidí calzarme los primeros guantes que vi por casa y jugar a ser el primer portero que descubrí en mi álbum de cromos; curiosamente el portero del Atlético de Madrid. Mi padre, sabedor de lo que me esperaba y en su intención por precaverme de todo lo que estaba por llegar y que él ya había sufrido en sus carnes, me compró la camiseta del equipo de moda en aquel momento; la Real Sociedad. Y así, después de que mi madre me cosiera un número nueve de escai a la espalda, tiré los guantes a un lado para empezar a jugar como Peio Uralde.

Pero mi padre se equivocó. Junto a la camiseta blanquiazul, me regaló un balón de reglamento serigrafiado con la firma de un tal Luiz Pereira. Cuando pregunté a mi progenitor por el individuo de la firma me contó que era un defensa que tiraba caños a los delanteros mientras esbozaba una sonrisa. Nunca debió haberme contado aquello. Igual que no debió contarme que aquel tipo con canas que se sentaba en el banquillo del Atleti le había marcado un gol de falta a un tal Maier en una final que su equipo había terminado perdiendo en el último segundo. Imposible no amarlo.

Como si de un reflejo de mi vida se tratase, empecé a quedar impresionado por las historias de final infeliz y tardé poco tiempo en quedar prendado de ese equipo por el veía a mi padre suspirar cada domingo. Mientras jugaba con mis playmóbil, fui testigo de transistor de los goles de Hugo Sánchez y los regates imposibles de un pequeño extremo llamado Rubio. En mis primeros años como aficionado ya estábamos por debajo de lo que había representado nuestra historia, pero en mitad de cada disgusto arreciaba el orgullo de un equipo nacido para ser grande; eran aquellos años en los que en mitad del fracaso, de pronto íbamos al Bernabéu, al Nou Camp, a Mestalla o a San Mamés y montábamos la marimorena. Empezabas a vivir en una montaña rusa porque lo mismo que alcanzabas la mayor, al domingo siguiente llegaba el Elche y te la liaba en casa. Vuelta a empezar. En el fondo te daba igual, porque aún en la derrota sabías que tus aspiraciones seguían siendo mayores que las del Elche o cualquier equipo de similares características.

Nunca acabábamos primeros, pero de vez en cuando avanzábamos en la Copa del Rey y nos llegaba el premio de una final ¡Incluso llegamos a jugar una final de la Recopa! Era una época en la que, de vez en cuando, tu madre te dejaba ponerte la camiseta del Atleti para ir a clase y nadie te miraba raro.

Después llegó Gil y las cosas empezaron a cambiar. A nadie se le escapaba que entre tanto baile de entrenadores se escondía un fracaso continuo que derivaba de mucha palabra en forma de promesa y ninguna consecución válida. Pero la gente callaba porque estaba Futre. Al portugués lo adorabas hasta cuando se salía del campo. Intentabas convencer a tu madre para que te dejara crecer el pelo, le decías a la gente que no te llamasen Pablo sino Paulo y cuando bajabas a jugar al parque te tirabas al suelo como si alguien te hubiese disparado por la espalda. Todos queríamos ser como el portugués.

Aquella fue otra época. Veías a Buyo revolcándose a los pies de Orejuela y te comías los puños de rabia. Eras testigo directo de cómo Socorro González se tragaba una mano en el área y mientras escuchabas a Gil soltar una de sus burradas te ibas a la cama pensando que el mundo estaba conspirando en tu contra. Jugabas una final en el Bernabéu y sentías como un reguero de entusiasmo e incertidumbre te hacía cosquillas en el esófago. Te acostumbrabas a vivir al ritmo que imponía Bernd Schuster y te hacías dueño de tu propio orgullo ¡Molaba ser del Atleti!

Luego se fue Futre y sentí como si me cercenaran un brazo. Después se marchó Schuster y me encontré huérfano de fútbol. Mientras fui testigo de una derrota tras otra me acostumbré a ser compañero inquieto de la mediocridad. Sólo los que lo hemos sufrido sabemos lo mucho que duele sentir el corazón desgarrado mientras eres testigo de como te van destrozando un amor. Y aunque el doblete le aporto un pequeño banco de rédito a la directiva, cuando se acabó todo el agua que pudo extraer de aquel oasis, el equipo se encontró apuñalado por la espalda y más muerto que vivo.

Llegaron los embargos, las detenciones, las espantadas y el descenso y al club le quedó la afición como el único patrimonio vivo que mostró los pocos indicios de grandeza que se pudieron ver en el Calderón en una época en la que hacerse del Atleti empezaba a considerarse un milagro más que una tradición. A parte del bochorno y la vergüenza que provocaron ciertos huevazos indecorosos y otras absurdas pataletas, comenzó a resultar emotivo y, hasta cierto punto, épico, contemplar las gradas del Calderón llenas cada domingo de sufrimiento en el infierno.

Y aunque fuesen las gradas las que alzasen a la categoría de mito a un club alicaído, cuando por fin se consiguió regresar a la élite el equipo ya no estaba para gestas porque se había quedado totalmente vacío de ilusión y entusiasmo. Cinco temporadas después el Atleti se ha convertido justo en lo contrario de lo que siempre soñamos; un equipo sin juego, un equipo sin aspiraciones y, lo que es peor, un equipo sin alma.

Escribo esto cuatro días antes de jugarnos la vida por el único objetivo posible al que podemos aspirar hoy en día. Porque todos sabemos que la clasificación para jugar la Copa de la Uefa no es una tirita que pueda cerrar la herida que tenemos abierta, porque más que un paseo infructuoso por Europa, lo que necesita el equipo es recuperar el espíritu de equipo grande que aún algunos mantenemos vivo dentro de nuestros corazones.

Será difícil, porque ahora que nos hemos empeñado todos en desenterrar la historia y rescatar del olvido todas las costumbres que nos convirtieron en leyenda, nos hemos dado cuenta de que recuperar a un enfermo terminal es poco más que una misión imposible. Es ahora cuando somos conscientes de que somos aficionados de un equipo que está muerto. Debimos darnos cuenta antes, porque el Atleti hace años que firmó su certificado de defunción; concretamente el 26 de junio de 1987. Veinte años llevamos ya de funeral. Que no nos vendan más humo y no nos cuenten más milongas. Que no nos engañen más.

lunes, 11 de junio de 2007

Una liga de tres minutos

La línea que separa el éxito del fracaso es tan delgada que corre el peligro de romperse cada vez que nos asomamos al abismo del riesgo o de las dudas. Dirán algunos que lo del Madrid es suerte, otros optarán por resolver el debate apelando a la constancia y tesón del equipo blanco, fuera como fuere, si al Real Madrid le hubiesen quitado tres minutos de sus últimos cuatro partidos, hoy no lucharía por la liga sino por una plaza directa en la próxima edición de la Champions League.

Intentaré dar rienda a mis explicaciones antes de que tacheis mis palabras de auténtica perogrullada. Para algunos, el liderato y virtual campeonato del Madrid (campeonato seguro para su presidente) no es más que el mero fruto de la suerte, para mí, los goles del Madrid son fruto de un empeño y de una jugada culminada, porque bien analizado, un centro al área es igual de peligroso en el primer minuto que en el último y como más de una vez nos han intentado explicar utlizando uno de los símiles nacionales por excelencia; hasta el rabo, todo es toro.

Si por algo he lanzado el análisis del primer párrafo es para dejar constancia de lo cruel y maravillosa que puede ser la vida y de lo cruel y maravilloso que puede llegar a ser el fútbol. Porque todos los goles marcados, todos los encajados, todas las críticas de cajón quedan hoy totalmente expoliadas por culpa de tres minutos de puro énfasis; los tres mil trescientos veintisiete minutos restantes de liga no valen para nada por más que se haya estado dando vaivenes montado en esa montaña rusa del ánimo que conduce desde el llanto hasta el alboroto.

Por ello, todos los que celebran la liga del Madrid como una consecuencia del trabajo bien hecho, se sienten hoy más reconfortados que nunca. Por contra, a todos los que intentan esconderse en la suerte blanca para excusar sus errores y verter sus lamentos les diré que yo soy de los que piensan que ninguna liga se gana por demérito y que por muy cierto y concreto que haya sido el mal juego del Madrid durante gran parte de la temporada, no es menos improbable reconocer que si el Barça hubiese anotado una quinta parte de las ocasiones falladas, ya hubiese cantado su alirón hace varias semanas. Y es que el fútbol de un equipo se sostiene en un estilo pero solamente se concreta con goles.

jueves, 7 de junio de 2007

Tres estilos y un solo campeón

A menudo, nos equivocamos tantas veces que necesitamos, sin remedio, volver repetidamente atrás para conseguir enmendar el error. Son las ocasiones en las que creemos correr hacia adelante y sin embargo vamos dando pasitos de cangrejo en el camino hacia nuestro pequeño fracaso. Como en fútbol, el fracaso se mide en kilómetros y se pesa en toneladas, para analizar cada error hay que dar la vuelta al mundo, recuperar decenas de portadas y poner sobre la mesa el estilo que siempre ayudó a encauzar el triunfo.

Cuando Capello regresó a Madrid dio prioridad absoluta a un mismo discurso: "Debemos recuperar el espíritu de la camiseta". Los que solamente comprenden el fútbol como el éxtasis que desprende el alzamiento de una copa no quisieron adivinar espíritus escondidos en un pedazo de tela. A los que llevamos tiempo apasionándonos con el sonido del gol no nos puede confundir la historia. Cuando vi a Higuain pelear un balón en el último minuto y después correrlo frenéticamente para marcar el gol que daba la victoria al Real Madrid ante el Espanyol, volví a comprenderlo todo; el Madrid había recuperado el espíritu al que apelaba Capello.

Se trata de un plus de arrojo que ha situado siempre al Madrid por encima de los demás equipos, es la corriente de luz que necesita el Bernabéu para ponerse en pie y acongojar a cada uno de sus rivales. Mientras el Madrid navegó entre dos aguas, se fue rebozando en la confusión. Fue un momento idóneo para la descriptiva pregunta de Menotti, "¿Quieres ser toro o torero?". Al final, como casi siempre, optó por la embestida; esa forma de jugar tan práctica, tan arrebatadora y tan generosa con el esfuerzo que tantos éxitos le ha reportado al Madrid a lo largo de sus historia.

El Barça es un caso distinto. Quizá fuese Kubala, o quizá el estilo ya estaba arraigado desde mucho antes. Hay quien opina que fue la llegada de Cruyff como jugador la que empezó a sentar las bases de la modernidad definitiva del club y que, cuando cogió al equipo como entrenador, terminó por imponer esa manera de jugar que tantas veces nos ha hecho volver la mirada hacia el nordeste.

El Barcelona optó más veces por el rol de torero. Marcado por la irregularidad, era capaz de alternar tardes de puerta grande con otras de pañolada. Fuera como fuere, el Barça, aún con menos gloria a sus espaldas, siempre jugó distinto. Jugó a tocar rápido, jugó a buscar el espacio, jugó a abrir el campo.

Pero como todo buen torero, su ambición quedó siempre expuesta al filo traicionero de las cornadas. Cuando el Barça se agazapa, pierde el estilo, porque sin iniciativa no es más que un invitado en una fiesta ajena. Por ello perdió este año tantos puntos; fue un equipo que mantuvo el fútbol pero que perdió la decisión y mientras se para a rebuscar en el baúl de sus pecados comprueba, atónito, como está a un solo paso de perder la liga.

Y luego está el Sevilla. Situado históricamente dos escalones por debajo del nivel de los más grandes, le ha dado una vuelta de tuerca a sus tradiciones para convertirse en el Ave Fénix que regresa de sus peores pesadillas. Hace un lustro peleaba por escapar de la mediocridad y hoy nos regala partidos de fútbol de los de verdad, porque el Sevilla es un equipo sin mentiras y sin medias tintas y porque en el estilo del actual Sevilla sobreviven los conceptos básicos del juego que siempre conocimos: Un portero, dos laterales de campo entero, dos centrales, dos centrocampistas de ida y vuelta, dos extremos y dos delanteros. Y a jugar. No hay más, sólo fútbol.

Y como el fútbol, cada día que pasa, es una apuesta distinta, a dos días de la jornada definitiva más de uno se come las uñas y el resto intentamos pronosticar lo que nos puede dar de sí cada uno de los partidos. Si la moral es un elemento trascendental a la hora de escalar hacia el éxito, entonces el Madrid ya tiene la mitad del camino recorrido. Si hablamos del bien del fútbol, entonces deberíamos desear un Barça campeón porque, aún con sus errores, sigue intentando aplicar, cada domingo, la doctrina del espectáculo. Y si me piden un deseo, abogo por el Sevilla, porque su temporada es impecable y porque, tradicionalmente, siempre me gustó estar del lado de los más débiles.

lunes, 4 de junio de 2007

Un domingo sin fútbol

Te levantas y no sabes hacia dónde dirigirte. Los excesos del sábado retumban en tu estómago y mientras intentas aliviar tus instintos piensas que un nuevo domingo ha llegado a tu vida. Por un instante piensas en liga y una sonrisa aparece para vestir tus labios de ilusión. Inmediatamente después recuerdas el partido de la selección la noche anterior y empiezas a temer que la tarde será tan vacía que ni tú mismo serás capaz de encontrarte entre el vertedero de horas muertas.

Los domingos son días raros. Por un lado te abraza la felicidad de un día de descanso, por otro, pensar en el siguiente día laborable te quita las ganas de inaugurar nuevas iniciativas. Por eso, cuando hay liga, sientes que tu vida se llena de pasión y promesas pendientes de cumplir. Por eso le hemos tomado tanto cariño al fútbol. Por eso, cuando no encontramos fútbol en el horizonte dejamos caer los hombros y nos atrapamos en la tediosidad de lo inexistente.

En verano es distinto. No hay liga pero hay ilusión. Las portadas, repletas de promesas, nos hacen engullir ilusión y nos enfrentamos a las tertulias más apasionantes. Empezamos a apostar por una temporada pendiente de victorias y, como además acompaña el tiempo, nos dejamos llevar por la brisa cálida del verano mientras refrescamos nuestras gargantas con sabrosas cervezas amparados por la exigua sombra de la terraza de cualquier bar.

Pero en mitad de la temporada, un domingo sin fútbol resulta infumable. Comes con la desgana que te aporta la depresión de lo venidero, te tumbas en el sofá esperando una buena película y cuando menos te lo esperas el sueño te ha vuelto a coger desprevenido. Todo ello después de que tu pareja te haya mandado mil veces a la porra por haber cambiado mil veces de canal en tu obsesión por encontrar algo entretenido que sustituya a la apasionada fiesta del Carrusel Deportivo. Pero no encuentras nada.

En algunos momentos de deslucidez intentas buscar nuevos resultados en el teletexto e inmediatamente después vuelves a enfrentarte a la crudeza de la nada. No busques más, no hay fútbol. Meriendas con la sensación de vacío que te aporta el saber que no habrá partido de las siete y, mucho peor, no habrá partido del plus. Conoces la existencia de programas que desconocías, encuentras en el baloncesto una pequeña vía de escape e incluso, por unos minutos, intentas zambullirte en la fiesta nacional y comprender la pureza de una corrida de toros. Pero nada, todos los esfuerzos son vanos.

Y al final, cuando el día termina por agotar sus horas e intentas encontrar las liras de Morfeo, enchufas la radio esperando un apasionado debate de puente aéreo y solamente encuentras entrevistas que no aportan nada. Terminas durmiéndote, tarde y desesperado por el sueño que pasarás el lunes. Tras un centenar de vueltas entre el entramado de sábanas de la cama, sientes que el sueño se apodera de tí lentamente y te duermes imaginando los goles que debían haber vestido la tarde del domingo y sin embargo nunca llegaron. Por fin abarcas la esperanza de lo que está por venir y sonríes ante el último suspiro de lucidez. Así de inútil e inoperante es un domingo sin fútbol.