viernes, 30 de octubre de 2009

Bajo la tormenta

La tarde había amenazado tormenta bajo la capota gris que recubría el cielo y por ello, ahora que llovía a cántaros, jugar al fútbol se hacía tan difícil como pretenderlo. El césped olía a lluvia y las gradas olían a desencanto, con aquel tiempo no había fútbol ni ganas de verlo, y en el banquillo, Juan Castillo desgañitaba su garganta en una nueva sinfonía de órdenes que se perdían en la tormenta.

Juan Castillo era uno de esos hombres que miraban a la vida de frente y al fracaso de costado. Desde que se había enamorado del fútbol no había alejado un minuto de su vida cinco metros más allá de un balón. Como jugador fue más bien vulgar, le llamaron Castillito y le apodaron “El Expreso de Toledo”, un central de mucha talla y poca categoría con el balón, de mucho trabajo y pocas concesiones, de muchos alientos perdidos y pocos triunfos importantes. Cuando se retiró y decidió ser entrenador su mujer le abandonó por enajenado mental y sus hijos terminaron por reprocharle su falta de atención antes de darle la espalda. Nunca había tenido más ojos que no fuesen para mirar al balón y desde entonces sólo tuvo ojos para los jugadores que pasaron a sus órdenes.

Llevaba más de cuarenta años sentado en un banquillo y jamás se había sentido cansado de entrenar. Le acaparaban varios títulos y no menos titulares. Su verbo era locuaz y su capacidad de reacción era tormentosa, cada vez que escupía una frase se convertía en portada de periódico. Entrenó a los más grandes y acabó por desertar en sus teorías; definitivamente, al gran jugador no se le puede formar, el talento es innato. Cada una de sus órdenes fue un guiño a la memoria colectiva y cada una de sus decisiones una verdad como un templo. En el campo su equipo ganaba y en el banquillo Juan planeaba cada estrategia como una verdadera batalla campal. La decisión de cambiar a uno u otro jugador no resultaba tan fácil como la de analizar la estrategia del rival. Si cambiaba un ocho por un nueve lo hacía en consciencia de las realidades del partido y si cambiaba un centrocampista por un defensa, quizá fuese porque tener el balón no era tan trascendente como saber encaminarlo. En Juan Castillo siempre existía un por qué, y en cada por qué existía un milagro que lo convertía en un auténtico profeta del éxito.

Y aquella noche, mientras gritaba sus órdenes y la lluvia empapaba su corazón, pensó por vez primera en abandonarlo todo. Y buscando un por qué se encontró con su vejez, que ya le había visitado prematuramente veinte años atrás cuando perdió un título en el último minuto y tuvo que reconstruir cada pieza del partido para encontrar un motivo. Y se encontró con su cansancio, que le comía el alma cada vez que tenía que visitar un nuevo banquillo para hacerse cargo de la voluntad de todos; vencer o nada. Y se encontró con aquella lluvia que le estaba calando hasta el último rincón de su cuerpo. Y recapacitando se encontró de frente con la verdad, la memoria y los años, porque Juan Castillo acababa de cumplir setenta y seis años y hasta aquel día llevaba cuarenta y dos pretendiendo sentar cátedra continua desde los banquillos de la élite mundial.

Ningún momento más duro que aquel en el que tuvo que afrontar una nueva vida en Alemania. Le obligaron a aprender el alemán y el inglés y él, que como conversador le daba tantos motivos de irritación al castellano como para considerarle un aprendiz del coloquio, pasó las de Caín para hacerse entender en el país de los teutones y los coches caros. Pero hizo carrera, oficio y facultades. En Alemania vivió cinco años y entrenó a dos equipos y desde allí pasó a Escocia y tuvo que pelearse con la tradición, eliminó el patadón e impuso el toque, el contragolpe y la cabeza para pensar más que para prolongar. No le resultó fácil, pero de nuevo, acabó imponiéndose a la lógica y volvió a vencer como un Napoleón en racha. Quiso imponer sus costumbres y se encontró de frente con una destitución que llegó cuando las cosas fueron mal dadas y como una saudade que le impedía respirar a cada paso regresó a su país para convertirse en técnico de tercera, de segunda y de primera en tan solo cuatro años de carrera patria. Su discurso más elocuente la dirigió aquel día en el que se encontró de verdad frente al éxito y lo afrontó abriendo los brazos y señalando un punto en el vacío del vestuario: “¿De verdad queréis ganar? Ganar es cuestión de vida, la vida es fútbol y el fútbol es victoria. Jugad al fútbol y os convertiréis en héroes”. Y tanto quisieron ganar sus jugadores que a poco convierten en ridículo el concierto de despropósitos del rival, la goleada ayudó tanto como su ansia por continuar y desde allí pasó a otro club y a otro y a otro y a otro más. Y se encontró, de repente, demasiado mayor para seguir creyendo y demasiado empapado como para seguir sufriendo. Con diecinueve equipos en su currículum de entrenador y recapacitando en sus intenciones sobre si llegar a la veintena la convertiría más en una leyenda o en el mayor bobo de la historia.

Se disimuló a sí mismo y trató de concentrarse en el juego mientras en el terreno sus jugadores no parecían querer tener el día. El barro incapacitaba las ansias y la derrota, esta vez por defecto de forma, se hacía hueco en su alma de guerrero herido. En el banquillo de al lado, un entrenador de nueva generación y porte elegante intentaba convencer a sus jugadores de que ganar pasaba por tener el balón. Juan le miraba de reojo y se sonreía en sus adentros cada vez que comprobaba en sus voces la obsesión por la zona, el orden y la estrategia. Y de repente volvió a verse a sí mismo como el jugador que nunca quiso dejar de ser y mandando al garete cualquier palabra de entrenador que le pidiese algo más de lo que estuviese en facultad de dar. Por ello, cuando se decidió por entrenar decidió que lo primero era escuchar. Y en cada conversación obtuvo convicciones y capacidades, tú, aquí, tú allí y tú para allá, todos los jugadores querían ser entrenados por Juan Castillo porque todos se sentían muy cómodos con Juan Castillo. La vida de entrenador no le fue nada mal y por ello nunca renunció a sus teorías; al jugador lo que es del jugador y al aficionado lo que es del aficionado, balón para uno y goles para el otro. Buscar la felicidad de todos había sido para Juan su primer punto de reflexión, “si me dedico a esto que sea para disfrutar” y Juan llevaba disfrutando durante más de cuarenta años.

Mientras meditaba su adiós una pregunta comenzó a sobrevolar su ego y se salpicó a sí mismo de sus propias miserias ¿Era posible qué hubiese perdido la ilusión por ganar? No, eso nunca. Masculló despacio y se propuso demostrarle al mundo que los guerreros lo siguen siendo hasta el momento en el que mueren, analizó la situación y mientras la lluvia le calaba los músculos decidió que ganar era cuestión de apostar y arriesgó su última carta antes de decidir su propio destino. Ordenó calentar a todo su banquillo y diez minutos después realizó dos sustituciones. Si el extremo no desborda quizá un jugador de toque en el centro del campo venga mejor y si el delantero rápido no avanza porque la lluvia no le deja mejor sacar a un grandote para que las peleé por arriba. Dos soluciones, dos goles y partida ganada.

Pensó, mientras se dirigía al vestuario para recomponerse de nuevo, lo fácil que resultaba ganar cuando las cosas salían bien. Ahora volvió a cruzar la mirada con el entrenador del equipo rival y quiso compadecerle en su interior. “No sabes todo lo que te queda por sufrir, muchacho. Algún día ganarás un partido como este y te sentirás rey de la jungla, hoy te sientes perdedor y me odias, lo sé porque yo también he odiado”.

Y expiando sus pecados se metió en el vestuario para repartir abrazos y felicitaciones. Una vez más, y ya eran muchas, había apostado a ganador y había saldado sus cuentas con el fútbol de por la vía de la victoria. Por ello, por su capacidad, iniciativa y dedicación, la gente le adoraba y el mundo, en general, le respetaba.

En un segundo pasó de la gloria a la nostalgia y sintió la seguridad de que el producto que mayor respeto emanaba dentro de su carácter eran las canas que llevaban años poblando su cabeza. Llevaban años llamándole de usted, pero nunca, hasta entonces se había sentido tan viejo como para plantearse una retirada. Había miles de entrenadores jóvenes, como aquel que aquella noche se había sentado en el banquillo de al lado, que esperaban ansiosos la oportunidad por dar el salto y él, un viejo minado por el negocio, le estaba cerrado la puerta de entrada a una nueva generación. Se preguntó de nuevo si merecía la pena aguantar el frío y la lluvia por un pedazo de éxito y dudó de a cuantas lecciones más llegarían sus pocos años de vida. Decidió que disfrutar era el motivo más sencillo para vivir y, con el gesto indemne por la situación, comenzó a esbozar una leve sonrisa que le colocó en el altar de las viejas glorias ¿Qué más triunfos me quedan? Se preguntó. Y la respuesta quedó tan vacía que hasta él mismo se asustó de sus pocas ganas de seguir instruyendo. Decidió dejarlo y mientras abandonaba el vestuario de su equipo comenzó a echar cuentas sobre su futuro; aquella sería su última temporada y, definitivamente, debería de darle las gracias al fútbol por haberle dado la vida que él siempre había soñado.