jueves, 28 de agosto de 2008

Esa añorada musiquita de la Champions

Reconozco que tiendo a ser pesimista. Ya me ocurrió en la Eurocopa cuando me despertaba sudoroso tras soñar con un cabezazo furtivo de Luca Toni en el último minuto o cuando pensaba que Arshavin haría un agujero y medio en nuestra defensa. De la naturaleza del hombre derivan ciertos recelos y a mí, la desconfianza me produce pesimismo.

Tenía desconfianza ya desde el sorteo. Nada más salir la bola del Schalke mi móvil pitó dos veces: “Adiós a la Champions”, “Lo tenéis muy jodido”. Para más inri, conecto el Messenger y el saludo de bienvenida de Christian se reduce a un “te acompaño en el sentimiento”. No pintaba bien la cosa. Con tantos malos augurios pensaba yo si realmente nos había caído en suerte el Schalke 04 o lo había hecho el Santos de Pelé. Aún no había rodado el balón y ya estábamos sentenciados.

El monstruo de la desconfianza terminó por hacerme preso después del partido de ida. En mis análisis post partido, más cuando es el Atleti quien pone en el asador carne y sentimientos, suele salirme un pataleo mayor cuando perdemos que cuando nos ganan. La diferencia es sencilla; te ganan cuando son mejor que tú, pierdes cuando no haces nada para ganar. El Atleti en Alemania no hizo ni la mínima intención de jugar un poquito al fútbol. Uno a cero y muchas gracias. Y a esperar al Kun, repetía mi hermano.

Comencé a cavilar sobre la proporción de ventaja que podría darnos el regreso de Agüero para el partido de vuelta cuando las cábalas me jugaban una nueva mala pasada; por más que intentaba recordar la última vez que el Atleti había levantado un resultado en contra en el Calderón, no había un partido que asomase a mi cabeza. Mal asunto. Como para no ser pesimista. Empecé a repasar blogs, foros, enciclopedias… Groningen, Timisoara, Fiorentina, Osasuna, Valencia, Bolton… ¡Aquí está! Temporada 1991/92: Atlético de Madrid 5 – Oviedo 0. Temporada 1998-99: Atlético de Madrid 4 – Real Sociedad 1. Pues no ha llovido ¿Qué más quieres? Peor es nada ¿O acaso no has escuchado a tu padre una y mil veces recordarte aquella remontada ante el Cagliari de Gigi Riva? ¡Pero si de eso hay llovido aún más! Sí, pero ese es el Atleti que nunca debimos dejar de ser.

Se apaga la llama de mi pesimismo y me siento, junto a mi padre, a ver el partido en televisión. Parecen otros, esto no va a ser lo de Alemania. O sí. Pasan los minutos y la ausencia de ocasiones comienza a provocarme una angustiosa desazón ¡Vamos chicos! Apenas ha pasado un cuarto de hora y ya ha quedado claro que el chollo está en el flanco derecho de los alemanes, este Westermann es bastante lento y le cuesta recuperar la posición. “¡Balones a Simao, por favor!

Nada, como quien oye llover. En vez de a Simao se la dan a Perea, compruebo que el cordón de mi zapatilla está desatado y pienso que es un buen momento para agacharme a hacer el nudo; cuando levante la cabeza Perea ya habrá mandado el balón al segundo anfiteatro. Escucho un “bien” ahogado salir de la garganta de mi padre y, atacado por la sorpresa, levanto mi vista hacia la pantalla, Forlán la para con el pecho, deja en el suelo a un defensor y chuta con toda su alma. “¡No puede ser!” Exclamo mientras veo como un alemán mete la cabeza en la línea de gol. El rechace regresa a Perea ¿Vuelvo a intentar atar la zapatilla? Para eso estoy yo ahora, con lo que nos estamos jugando. Centro al primer palo y el Kun, un tipo de 1,70, remata en el primer palo rodeado de cuatro alemanes. Ni que fuera nuestra defensa. Estallo en un grito incontrolable y compruebo, a través de la puerta de la terraza, como el vecino de enfrente asoma una cabeza extrañada desde la ventana ¿Pero este loco no había abandonado ya la casa de sus padres?

Queda un mundo. Cabeza, chicos, cabeza. Cabeza y un poquito de presión que me estáis condenando en vida. Cada alemán que coge el balón puede conducirlo durante más de treinta metros sin que nadie le entre al paso. Maniche en el suelo, Raúl en la semiluna del área, Maxi corriendo, Simao en la cal y aquí no roba una pelota ni Dios. Menos mal que el Schalke este no es nada del otro jueves, aún así, cada rechace, cada balón dividido y cada despeje desesperado va a caer a sus pies. Volvemos a las andadas y no tengo ganas de volver a repetir lo del director de juego que necesitamos, al fin y al cabo, terminarán fichando a Coupet para apretarle los guantes a Leo Franco.

Llega el descanso y compruebo que tengo la boca seca. Será de tanto gruñir y tanto divagar en voz alta. Un trago de agua fresca y vuelta a las andadas. Un mensaje “No estamos haciendo nada del otro mundo, pero estos alemanes son muy poquita cosa”. Mi hermano tan analista y tan fiable como siempre. Y encima me dice que los del periódico le han mandado hacer el directo del Real Madrid contra el Sporting. Si es que hay que tener mala baba.

Comienza la segunda parte y, por momentos, creo adivinar que la cosa va tomando otro color. Parece que a los del centro les ha dado por juntarse un poco más y que Maxi ha dejado la banda para echar una mano en la creación. El tipo no es un prodigio técnico, pero sin el balón juega como los ángeles. Con todo, la solución a los problemas sigue siendo la misma de antaño, un viejo lema que comienza a convertirse en coletilla habitual en momentos de complicación; “cuando tengas duda, balón al Kun”. Y el Kun se las arregla él solito. Y Forlán también. Son tan buenos que por momentos pienso que juegan a un deporte distinto. Kun, Forlán, Kun, Forlán, disparo cruzado y gol. Qué bien pinta esto. Vuelvo a gritar como un loco y el vecino vuelve a asomarse con cara de pocos amigos. Nunca me lo ha dicho, pero yo creo que es del Madrid.

Pero como en el guión de nuestra excelsa historia se han empeñado en escribir escenas de pánico y sufrimiento, no podríamos hacerle de menos a los mentores del caos si no tuviésemos nuestro ratito de pasarlas canutas. Los alemanes se agrandan, aunque pierden y el Atleti se achica, aunque gana. Es la táctica de Aguirre así que a nadie le extrañe; si empiezas mal, acabas mal, si empiezas bien, echa al equipo hacia atrás y probablemente también acabes mal. Menos mal que la noche no está para tragedias y que esta nueva defensa no tiene nada que ver con la antigua. Viendo anticiparse y despejar a Ujfalusi y viendo sacar la pelota a Heintinga uno se pregunta si a Pablo le estará dando vergüenza ver el partido. Con todo, Leo Franco tiene que sacar las manos en un par de ocasiones. Se masca la tragedia, cada balón colgado es una visita al infierno y cada balón en pies de Perea y Pernía es un padre nuestro que estás en los cielos… Dice un viejo cantar castellano que “alguien vendrá que bueno me hará”. Algo parecido debe estar pensado Antonio López mientras devora diez uñas y una bolsa de pipas sentado en la grada.

En toda película hay un héroe dispuesto a salvar la vida de sus compañeros y conquistar a la chica para siempre. La chica, disfrazada de afición pintada en rojo y en blanco y entregada en apoteosis en pos de la victoria, no puede sino derretirse cuando ve al Kun encarar por penúltima vez a la defensa alemana. Tras dos quiebros y una media verónica le regala a Luis García la estocada definitiva y creo que me va a dar un ataque de felicidad. Grito de nuevo y el vecino ya ni se asoma. “Ya era hora de que tuvieras una alegría”, debe estar pensando.

En la última del partido, Agüero vuelve a citar en corto al alemán y le pone a Simao la sentencia definitiva. Mételo tú que a mí me da la risa. Total, penalti y expulsión, que en momentos así da gustirrinín y hasta cierto cachondeo, recordar al ya ex árbitro asistente, Rafa Guerrero, que si llega a estar aquí este lo mismo nos anula más de un gol; mira que el Kun estaba muy solo en el primero y mira que Forlán ya quería quitarse la camiseta antes de rematar el segundo. Total, que a Aguirre le da un ataque de reconocimiento y ordena mostrar el número diez en el cartelillo luminoso del cuarto árbitro. De ahí a que el estadio se viniese abajo solo era cuestión de una centésima de segundo. “Kun, Kun, Kun, Kun”. “No lo cambio por nadie”, le digo a mi padre. “Ni yo tampoco”, me contesta. Faltaría más.

Maxi redondea la noche marcando el penalti y por primera vez en mucho tiempo compruebo que termino de ver un partido del Atleti con una amplia sonrisa decorando mi rostro. “Qué bonito es ganar”, pienso. Y qué bonito será volver a escuchar esa añorada musiquita de la Champions.

lunes, 25 de agosto de 2008

Lo que queremos de un futbolista

En la vida los errores se pagan con la crítica y se olvidan con el tiempo y la sombra de las cosas bien hechas. Durante varias temporadas Samuel Eto’o ha sido víctima de su propio carácter, prisionero de sus palabras y bruja condenada por la inquisición popular. Parece que cada vez que habla, la gente olvida sus goles, sus gotas de sudor derramadas en busca de una victoria y los gritos desconsolados cada vez que la fortuna quiso darle la espalda.

En estos tiempos de evolución constante, parece mentira que instituciones de carácter tan global como sentimental, tiren a la basura su futuro en una búsqueda imposible. Se quiere a un jugador perfecto que además de impecable en el campo sea obediente y respetuoso fuera de él. Como nos gusta tanto o más hablar de lo que rodea al fútbol que del fútbol en sí, nos hemos acostumbrado a ver nuestro deporte como una página más de la prensa rosa. En la búsqueda del morbo encontramos a un camerunés altivo, bocazas y engreído y nos frotamos las manos ante nuestro encuentro con la noticia. No vale que Eto’o haya marcado un centenar de goles con la camiseta azulgrana, ni vale que en su peor temporada, acuciado por el cansancio y lastrado por las lesiones, Eto’o terminase la liga con tantos goles marcados como partidos disputados; una cifra a la altura de los mejores. Da igual, el camerunés ya había abierto la boca y las cifras se resbalaron por debajo de la puerta. Pase usted por ella y olvídese de volver a jugar aquí.


Como los grandes jugadores se han empeñado en tener siempre la razón más allá de las polémicas que suscitasen sus caprichos, para Eto’o resultan más importantes las palabras dirigidas con el balón, que las dirigidas delante de un micrófono. Por ello, un partido tras otro, se empeña en demostrar que el Barça puede seguir buscando un nueve, pero que sería de una torpeza imperdonable olvidar que no se puede peinar el mundo sin conocer lo que tienes en casa. Y lo que tiene en casa el Barça es una bomba de relojería. Quizá en todos los sentidos, porque vivir en continua polémica por las salidas de tono de un niñato impredecible resulta una tarea complicada, pero solamente una minucia comparada con el alivio que produce la posibilidad de alinear cada domingo al mejor nueve del mundo.

miércoles, 20 de agosto de 2008

La final de los postes

Cuando la temida selección húngara de los años cincuenta, conocida como “Los Mágicos Magiares”, se deshizo por motivos políticos, y personales, todos tuvieron que recorrer Europa en busca de una nueva ficha como futbolista y una nueva carrera que terminase de alzar su mito hacia el pedestal de los jugadores inolvidables.

De esta manera llegaron Kocsis y Czibor al Fútbol Club Barcelona. Y allí se encontraron con Kubala, otro húngaro que había huido de las leyes marciales del comunismo soviético y había sido acogido en Cataluña con honores de héroe nacional.

Aquella inolvidable delantera había sido definida en su calidad con la llegada de Tejada y de un joven gallego llamado Luis Suárez, un jugador de pausa venenosa y ejecución letal. Habían conseguido disputar su primera Copa de Europa gracias al título de liga conseguido el año anterior y se habían plantado en la final tras dejar en el camino al Real Madrid, Hradec Kralove y Hamburgo, tres rivales de categoría superior que habían engrosado el nivel de méritos de un equipo que empezaba a construirse para ganar títulos de verdad.

Sin duda alguna, la eliminatoria que más expectativas había creado y más había ensalzado su categoría había sido la que les había enfrentado ante el Real Madrid. Disputaron dos partidos apasionantes ante el que, hasta el momento, había sido considerado como el mejor equipo del momento y, tras haber salido vivos del primer envite en el Santiago Bernabéu con un agónico empate a dos, un espectacular cabezazo de Evaristo, que había quedado reflejado en una maravillosa foto que dio la vuelta al mundo, había puesto el dos a uno definitivo en el partido de vuelta en el Camp Nou y había terminado por darles el pase a la siguiente ronda, quitándose del medio y de un plumazo, al rival más difícil de cara a conquistar el título.

Sandor Kocsis llegó a Barcelona de la mano de Czibor. Debido a su poderoso remate de cabeza tenía el honor de ser conocido como “Cabeza de Oro”, y es que en cada balón que llegaba desde un extremo, Sandor era capaz de mantenerse en el aire de manera perpetua hasta conseguir un remate limpio y cargado de gol. Él había sido el centro delantero de aquella mágica Hungría de los años cincuenta y él había participado con goles en las dos victorias más sonadas de la historia hasta el momento; los dos enfrentamientos ante una Inglaterra que quería seguir presumiendo de imbatibilidad en los partidos disputados en su viejo estadio de Wembley. Pese a todos aquellos logros, Kocsis tenía una espina clavada en lo más hondo de su recuerdo y no era otra que la derrota que habían sufrido en el estadio Wankdorf de Berna ante Alemania y que les había privado de ser campeones del mundo y rubricar un extraordinario ciclo que les mantuvo más de cuatro años como invictos y temidos por todas las selecciones a las que se enfrentaron. Kocsis jugó aquel fatídico partido en el Wankdorf, anotó un gol y Hungría estrelló tres balones contra los postes. Kocsis estaba jugando de nuevo, siete años después, en el Wankdorf, para ganar la final de la Copa de Europa frente al Benfica, había anotado un gol y el Barcelona había estrellado cuatro balones contra los postes.

Zoltan Czibor llegó a Barcelona de la mano de Kocsis. Debido a su imparable juego de caderas llegó a ser considerado como el mejor extremo izquierdo del mundo, y es que en cada balón que jugaba, Zoltan era capaz de regatear a cuantos rivales le salieran al paso hasta conseguir el espacio suficiente para aportar a sus delanteros un preciso centro hacia el gol. Él había sido el extremo izquierdo de aquella mágica Hungría de los años cincuenta y él había participado con jugadas imposibles en las dos victorias más sonadas del momento; los dos enfrentamientos ante una Inglaterra que tras enfrentarse a ellos dejó de presumir de imbatibilidad en los partidos disputados en su viejo estadio de Wembley. Pese a todos aquellos logros, Czibor tenía una espina clavada en lo más hondo de su corazón y que tenía nombre de derrota ante la Alemania de Fritz Walter en el estadio Wankdorf de Berna, una derrota que les había arrebatado la gloria de un campeonato del mundo y que puso fin a un inolvidable ciclo de cuatro años sin perder en los que se pasearon por Europa con la cabeza alta y el orgullo intacto. Czibor jugó aquel fatídico partido en el Wankdorf, no anotó ningún gol y sus compañeros estrellaron tres balones contra los postes. Y Czibor, enfundado con la camiseta del Barcelona, estaba jugando de nuevo, siete años después, en el Wankdorf, intentando ganar la final de la Copa de Europa frente al Benfica portugués, había anotado un gol y sus compañeros habían estrellado cuatro balones contra los postes.

El tercer húngaro del equipo era Ladislao Kubala. Él no había disputado un campeonato del mundo pero era el más querido de los tres. Él no había sido reconocido mundialmente pero era el mejor de los tres. Él no había ganado nunca una Copa de Europa para el Barcelona pero sí había conseguido ganarse a la ciudad tras once años en el club. Él había provocado que el viejo estadio de “Les Corts” se quedase pequeño y el club se viese obligado a construir el imponente Camp Nou, donde, cada domingo, más de ciento veinte mil espectadores esperaban impacientes la magia futbolística de su jugador favorito. Kubala era delantero centro, interior y extremo, Kubala era goleador y asistente, Kubala era el santo y seña de un equipo que buscaba la gloria ante el Benfica portugués en el estadio Wankdorf de Berna. Kubala no había jugado su mejor partido y no había anotado ningún gol. Kubala había intentado marcar por todos los medios pero los postes habían evitado en cuatro ocasiones que tanto sus disparos, como los de sus compañeros, se convirtiesen en gol y en victoria.

Cuando el Benfica inició su último contragolpe tras el enésimo disparo al palo de los jugadores del Barcelona, Kocsis y Czibor pudieron volver a ver una jugada que tenían bien grabada en su recuerdo. Recordaron aquel momento en el que un tiro al poste inició un contraataque; el Benfica salió disparado al igual que habían salido los alemanes en aquella fatídica tarde del cincuenta y cuatro, igual que en el partido ante Alemania, cuando el balón llegó al área, el inexpugnable portero Grocsis había resbalado y Rahn había podido rematar a gol y conseguir una victoria que nadie esperaba. Contra el Benfica, cuando el balón llegó al área, el portero Ramallets, ídolo del barcelonismo, también había resbalado y se había metido en su propia portería un gol que coronaba al Benfica como un campeón por el que nadie había apostado una moneda.

Cuando terminó el partido y vio a los jugadores portugueses celebrando su victoria abrazados en el centro del campo, Kocsis tuvo muy claro el motivo de aquel desenlace y así se lo hizo saber a su amigo Czibor mientras rodeaba su cuello con el brazo. “Todo está claro”, concluyó, “Este campo guarda una maldición contra todo húngaro que lo pise”.

jueves, 14 de agosto de 2008

El síndrome de Poncio Pilatos

Cuentan que cuando Jesus fue llevado ante Poncio Pilatos, el Gobernador de Judea, temeroso de decidir sentencia popular contra un líder y provocar con ello una revuelta popular, pidió una jofaina y mientras se lavaba las manos decidió quitar de en medio su palabra y dejar la decisión en manos del pueblo. La gente, obligada ante la falta de arrestos de su Gobernador, tuvo que elegir entre mandar a la cruz al ladrón Barrabás o al alborotador Jesús; el loco profeta que se hacía llamar “Rey de los Judíos”.

En una época en la que dioses y profetas solamente son fruto de las quimeras institucionales, Cristiano Ronaldo se encontró obligado a decidir entre dos de los barrabases de nuestro tiempo. Y como Pilatos que huye de cualquier reproche, dejó la decisión en manos de un silencio que no aclaró amores ni posturas. Como si de un cuento de la lechera se tratase, Ronaldo luce palmito al sol con el cántaro de la fama bien amarrado a la cabeza; sueña, intuye y se regodea, y mientras Real Madrid y Manchester se mueren por sus huesos, él sonríe tímidamente ajeno a las consecuencias que provocaría un resbalón del cántaro de leche.

Al hombre de negocios le gusta que le digan que sí mirándole a los ojos y sellar cada promesa con un firme apretón de manos. Al director de una empresa le gusta que sus empleados piensen en producir, que expriman su talento al máximo y que no pierdan un ápice del entusiasmo con el que llegaron a su puesto de trabajo. Mientras Ronaldo se tambalea como un funambulista de baja categoría, olvida que en fútbol, negocio y empresa se comprimen en un solo dueño: la afición. Y mientras Calderón esperaba un guiño de sinceridad y Ferguson esperaba un guiño de compromiso, las aficiones de Manchester United y Real Madrid seguían mordiéndose las uñas y revolcándose en la cama porque sabían que en la decisión residía parte de su futuro.

En su nueva versión del cuento, Ronaldo dice sí al Manchester sin decir no al Madrid. Quizá el año que viene, quizá al otro; lo que hace presumir que cuando llegue el próximo mes de mayo seguiremos a vueltas, una vez más, con un culebrón cansino, anodino y sin final aparente.

Si el cántaro de Ronaldo llegase a caer, cada añico quedaría clavado en el corazón de todos aquellos a los que esquiva la mirada. El final, al contrario que en aquel clásico popular, no tendría final infeliz porque esta lechera tiene para montar un negocio de cántaros, leche, ovejas y pastos, pero las consecuencias serían igual de dolientes para todas las partes. Para el Madrid, porque tendría que lidiar contra sus promesas e intentar remontar sus dosis de credibilidad en una prensa que lleva meses vendiendo un pastel que aún no estaba en el horno; para el Manchester, porque tendría que aguantar el tipo con un jugador que no siente identificación con los colores que le sustentan; y el propio Ronaldo porque terminaría de concienciarse de que muchas veces, ni con cuatro reyes de mano, uno no es capaz de ganar un órdago.

Y mientras Ronaldo sigue dale que te pego ante su jofaina y saca lustre al esplendor de sus anillos, las aficiones se desesperan por una palabra suya. Los blancos porque sueñan con un equipo que vuelva a irrumpir en todos los escenarios, los rojos porque ya habían hecho suyo el ídolo que todo lo abarca. En cada sacudida de manos y cada vez que el agua resbala por las muñecas, Ronaldo calla y calla, olvidando que la gente, además de la palabra de un hombre, quiere a un hombre de palabra.

lunes, 11 de agosto de 2008

Cuando en África hablaban de un tal Pelé

A menudo, entre las palabras de los hombres más sabios, encontramos las conversaciones más sencillas y, al mismo tiempo, más trascendentales de nuestra historia. “He descubierto a un joven que es una maravilla”; José Carlos Bauer hablaba con la voz tranquila mientras el barbero remojaba su barba y miraba, reflejado en el espejo, a su viejo amigo Bela Guttman. “¿En África?”. “Sí. A mí no me dejarían probarlo en Brasil, ya que allí tenemos cientos como él, pero seguro que a ti te vendría muy bien”. “Habrá que ir a buscarlo”. “No lo dejes escapar”.

En Portugal se hablaba de un joven portento africano y en África solamente hablaban de un brasileño prestigioso, goleador y mágico al que llamaban Pelé. Nadie había visto jugar jamás a Brasil y mucho menos a Pelé, pero las historias que corrían de boca en boca y las maravillas que se contaban como si de leyendas se tratasen, convertían en vidrio soñador la mirada de cada uno de aquellos flacuchos niños que jugaban al fútbol en las playas y barbechos con los pies descalzos y persiguiendo una raída pelota de trapo.

Al joven portento le gustaba pintarse un número diez en el reverso de su camiseta. Sus vecinos, rivales y compañeros le jaleaban cada vez que le veían golpear la descosida pelota. “Pelé, Pelé, Pelé”. Hablaban de un chico negro, fuerte, ágil, goleador. Hablaban de él. Tras el último partido, empapado en sudor y con la camiseta rota echada sobre su hombro vio acercarse hacia él a un señor de mediana edad, paso lento y mirada caída. Le tendió una mano y le habló en portugués. No le costó entenderlo pese a su complejo acento norteño. “Me manda el señor Bela Guttman. Quiero que vengas conmigo”, se presentó al tiempo que sujetaba firmemente su mano. “Yo soy Eusebio Da Silva Ferreira”.

Era muy bueno. Rápido, fuerte, lo suficientemente hábil como para llegar al área con ventaja y con un golpeo brutal del balón. Le ayudó a hacer el petate, le prometió la gloria, dio un par de explicaciones a su padre y volaron desde Mozambique hasta Lisboa para esconderle, entrenarle y enseñarle a jugar al fútbol.

El veintiuno de junio de 1961, con el verano en pleno nacimiento y el cielo de París tintado de azul, Santos de Brasil y Benfica de Portugal se enfrentaron en la final del prestigioso torneo parisino. Aunque se trataba de un torneo amistoso, la calidad de los equipos que allí se presentaban un año tras otro, había convertido el trofeo en un suculento caramelo lleno de fama y opulencia. En el Santos jugaba aquel Pelé del que tanto se hablaba en África y al que tanto se adoraba en el resto del planeta. En el Benfica no jugaba Eusebio porque Bela Guttman aún no había querido enseñárselo al mundo.

El primer tiempo fue un monólogo del Santos. Los brasileños no jugaban tan rápido como lo hacían los grandes equipos europeos, pero eran muy precisos y, técnicamente, eran inigualables. En sus vueltas al mundo habían ganado fama y leyenda; una delantera mágica formada por Dorval, Coutinho, Pelé y Pepe que jugaban de una manera distinta a lo visto hasta entonces. Los defensas portugueses los buscaban y los encontraban siempre un segundo más tarde. Se recreaban, venían y volvían, salían hacia un lado y regresaban al centro, combinaban, driblaban y disparaban. Y sobre todo goleaban. Tres a cero al descanso y la sensación de que el Benfica, pese a ser el campeón de Europa en vigencia, no era equipo suficiente para enfrentar al gran Santos.

Inexplicablemente, Pelé no había estado. Sí en presencia, pero no en aportación. Parecía como si la afrenta no le motivase lo suficiente como para lanzarse a demostrar su valía. Una escueta participación en algún gol, alguna pincelada furtiva y par de regates marca de la casa; pero del futbolista decisivo del que todos hablaban, nada de nada. Y Eusebio lo veía todo desde el banquillo. A él le llamaban Pelé en su Mozambique natal; no podía ser que aquel futbolista fuese el Pelé del que tanto le habían hablado. Recordó sus partidos de barrio en los que formaba equipos con sus amigos y siempre se hacían llamar Brasil, sus remates imposibles imaginando que imitaba al gran Pelé del que todos hablaban, su número diez pintado en la espalda, sus intentos por regatearse al mundo entero. Pero aquel no era el futbolista del que le habían hablado; parecía bueno, pero no era mágico.

La segunda mitad comenzó como había terminado la primera. Un baile a cámara lenta, un espectáculo de salón, un ejercicio constante de precisión. Un gol más y Guttman con el velo del ridículo pintado en su mirada. Media vuelta y dirección al banquillo; “Caliente”. Eusebio se levantó del banco y recorrió la banda en dos interminables carreras; se moría por jugar. Su entrenador, sabio como pocos y laureado como el que más, sabía que aquel baño no podía continuar durante mucho más tiempo. Corría el minuto veinte de la segunda parte y pidió el cambio. El público vio saltar al joven Eusebio y comparó el perfil con el del número diez del equipo del Santos. Este, blanco impoluto, deambulaba por el campo con la cabeza distraída y el cuerpo inmóvil. Aquel, vestido de rojo, ancho de espaldas y de mirada asesina, giraba la cabeza sobre su cuello y pataleaba el terreno con el ansia del que sueña triunfar desde el primer minuto.

Guttman había guardado a la joven perla en el cajón de sus mejores secretos. Pulió su técnica con entrenamientos durísimos y lecciones constantes. Había fichado un atleta y no cesó hasta convertirlo en un jugador de fútbol. Cuando había estimado que era hora de presentarlo en sociedad le instó a hacer las maletas y hacer que acompañase a París al resto del equipo. Y allí, frente a Pelé y su grupo de impresionantes compañeros, el preparador húngaro lanzó a Eusebio hacia el vacío, confiando que sus condiciones se impondrían por encima de cualquier adversidad. En tan solo diez minutos el marcador se ajustó tan al límite que los espectadores pensaron estar viendo una película de misterio y agónico suspense. Eusebio tomó el balón tres veces cerca del área y con tres zapatazos marca de la casa anotó tres goles que pusieron en vilo a todo el Santos y en alerta al mismo Pelé.

Pelé había estado ausente y desmotivado hasta entonces. Contempló atónito los tres goles de Eusebio, analizó aquel conato de remontada y por fin sonrió. Alguien a su medida, una horma para su zapato. Ya era hora. Necesitaba demostrar que era el mejor jugador del mundo y no pensaba permitir que aquel muchacho se entrometiese en su reinado y, mucho menos, le quitase protagonismo en los lances de aquel partido. Si hasta entonces se había dedicado a descuidar el balón y asumir su rol de mero espectador, sería desde aquel momento cuando se viese al auténtico Pelé. Un Pelé de quince minutos. En su primera intervención se le vio imparable, tocado por el ánimo, inquieto por resurgir. Eusebio predijo que se vería otro Pelé, motivado por su presencia, ansioso por demostrar al mundo que el día que le habían apodado como “O Rei” no se habían equivocado.

Condujo el balón con maestría, combinó con elegancia y definió como el artista que realmente era. En un momento anotó dos goles y dejó servida una sentencia que debió haberse cerrado mucho antes. Por unos instantes había parecido que nacía un nuevo rey para el fútbol mundial; instantes después, el fútbol mundial fue consciente de que tenía rey para mucho tiempo. Mientras Pelé se retiraba del campo observó como el joven africano se dirigía hacia él con el paso rápido y la mirada nerviosa. Ambos sonreían, ambos estaban satisfechos, ambos ignoraban que el siguiente número de France Football, impresionado ante el espectáculo mostrado, titularía en letras grandes “Eusebio 3, Pelé 2”. Ambos se tendieron la mano y se saludaron deportivamente. El brasileño no dejaba de sonreír, el africano, dominado por la nostalgia y el recuerdo de las historias que había escuchado en su Mozambique natal, no pudo sino afirmar la verdad: “Realmente, eres tan bueno como me habían contado”.

martes, 5 de agosto de 2008

¿Cómo decirle que tiene cosas por aprender?

Como los vinos de cosecha inmejorable, los buenos futbolistas saben captar el paso del tiempo para ganar en cuerpo, experiencia y calidad. En la virtud está la clave y en la clave está el éxito. Los que saben jugar con los pies, saben que el fútbol de verdad, el que conduce directamente al salón de la fama, vive en la cabeza. Con los regates, amagos y carreras imposibles se levanta al público de sus asientos; pero solamente con los goles, los últimos regates, los pases decisivos y los desmarques inteligentes se levantan las copas de campeón.

En la velocidad de ejecución reside la mayor virtud de Lionel Messi. El pequeño delantero argentino es capaz de driblar a la misma velocidad que va imaginando la jugada. En su fornido tren inferior reside el gran secreto de su resistencia a las caídas; pueden darle patadas, empujones o agarrones, pero Messi raramente cae al suelo por voluntad de la inercia. Y mientras continúa en su carrera viva hacia el gol, sigue produciendo ovaciones al tiempo que los aplausos se van acumulando en los cajones del tiempo. Primero la admiración con la arrancada, después el ánimo con la carrera y, por último, el jaleo fruto del gol. Messi es tan bueno que ni los que le conocen son capaces de adivinar su límite, Messi es tan decisivo que hasta los que le conocen saben que tienen la obligación de enseñarle a jugar al fútbol.

Guardiola debe sentirse como el profesor que intentaba explicarle a Einstein los secretos de la física. Enseñar a jugar al fútbol a un mago del balón debe ser como enseñar a hacer la guerra a un general sin campaña. “Tienes las condiciones, te faltan los conceptos”. Durante los dos últimos años, los puristas del análisis afirmaron que, sin Giuly, el Barça había ganado en lentitud y había perdido en profundidad. Los que quieran comparar a Giuly con Messi se llevarán las manos a la cabeza y la certeza de que no existe comparación alguna a nivel técnico entre los dos futbolistas, pero si algo debe entender Messi es que el balón no es propiedad privada de ningún futbolista y que, muchas veces, alejarse a lugares insospechados crea más peligro que acercarse al balón por pura hambre de cabalgata.

En la espalda del defensor reside el terreno fértil de cara a la definición, el espacio necesario para encontrar la victoria, la situación de ventaja y la búsqueda del santo grial del fútbol. Cuando un futbolista conquista ese territorio consigue, a partes iguales, poner en ventaja a su equipo y conseguir que el equipo rival de dos pasos hacia atrás rendido por sus propios miedos. La diferencia entre arrancar a veinte metros del área de hacerlo a cincuenta metros está en el ahorro de esfuerzo físico, en la situación de ventaja ante una defensa desguarnecida y en la posibilidad impagable de no hacer más regates de los necesarios. Cuando Messi aprenda todo esto no solamente será el mejor jugador del mundo sino uno de los cinco o seis mejores jugadores de la historia.