miércoles, 31 de octubre de 2007

Football's coming home

El fútbol, como producto original y debidamente reglado, nació en Inglaterra, pero el espectáculo que hoy conocemos, la dinamo que genera pasiones incansablemente, se cultivó en las playas brasileñas. Este que hoy nos emociona es fruto del de ayer y el de ayer no es si no el símbolo de una nueva concepción del deporte que cambió el rumbo de las pasiones planetarias.

Propongo jugar a recordar los mejores remates, los mejores pases de gol, los mejores regates; seguro que en el origen de cada uno de ellos aparece el imborrable recuerdo de un jugador brasileño. Los clásicos, esos que añoran el fútbol de cinco delanteros y la entrega gratuíta a unos colores, recuerdan con admiración las primeras chilenas de Leónidas. Otros, menos ancianos pero ya arrugados en su frente y en su recuerdo, se emocionan al pensar en las folhas secas de Didí. El gol de Pelé que no fue pero que creo un mito, las patadas atómicas de Rivelino, los penaltis de tacón de Sócrates, la cola de vaca de Romario, la elástica de Ronaldinho... Toda la magia del fútbol, empaquetada en un cajón de sueños, tiene denominación de origen brasileña.

Por ello, por ellos, nos resulta grato conocer que el fútbol, como espectáculo inimitable, regresará a su casa en el verano de 2014. Blatter abrió el sobre y, aunque todos conocíamos el nombre del elegido por el simple hecho de haber sido el único candidato, nos apresuramos a soñar con más chilenas, más folhas secas, más taconazos, más colas de vaca...

Un país que vivirá en casa el regreso de una ilusión, una nueva generación que creció con el mito maldito de dos goles de Schiaffino y Gigghia que rompieron el molde del destino, una vieja generación que clama el resultado de una venganza y la búsqueda obligada de una nueva copa del mundo para el país que más repletas tiene sus vitrinas.

A nadie se le ocurrirá un nuevo maracanazo porque nadie concibe rivales de semejante carisma, a nadie se le ocurre pensar que jugadores que hoy tienen veinte años llegarán a la cita en plenitud de ganas, recursos y facultades, a nadie se le ocurre pensar que Messi y Agüero pudieran ser la nueva réplica de aquella pareja de uruguayos que silenció Río, porque a lo que todo el mundo acude es al recuerdo de la camiseta amarelha, al deseo de nuevas fantasías y a la ilusión por seguir gozando de un deporte que sigue sin tener fecha de caducidad. Se alzará el telón, pondremos en nuestro viejo equipo de música el disco de The Lightning Seeds y tatarearemos el ritmo pop del país de origen mientras improvisamos unos torpes pasos de samba del país de la perfección porque una vez más football's coming home.

lunes, 29 de octubre de 2007

El Gordo

Los apodos, como los colores, vienen aplicados por las leyes del capricho. A uno lo llaman Gordo por su apellido y debe arrastrar el apodo durante toda su carrera. A uno le hablan del Gordo y su sonrisa se viste de infancia, de fútbol brillante, melancolía y una pierna izquierda majestuosa.

Rafael Gordillo Vázquez arrancaba desde la cal de la banda y culminaba desde los lugares de sentencia. Las medias bajas, los tobillos de goma y el balón siempre cosido a una pierna izquierda fabricada para las grandes ocasiones. De sus botas salían caramelos, de su aspecto desgarbado nacía el carisma de una carrera plagada de grandes momentos, de su zancada escurrida solían crecer las jugadas de mayor peligro.

Gloria en Sevilla y lujo en Madrid, el Gordo sirvió para el trámite y para la heroica. Todos lo querían a su lado porque todos sabían que sus centros significaban tres cuartos de un gol. Toma Rincón, métela. Toma Hugo, sólo tienes que empujarla. Ídolo del beticismo, memoria viva del madridismo.

Y como cada vez que se puso la roja de España ejerció el dominio de quien se sabe defensor y centrocampista en una sola pieza, en sus presencias asegurábamos peligro y en sus ausencias temíamos la falta de destreza. Gordillo se perdió la final de aquella inolvidable Eurocopa y todo el equipo francés sintió en sus carnes el placer de la inactividad en el flanco contrario.

En su juego destacaba la entrega de quien ha vivido una infancia de lamentos y ha soñado con alcanzar cimas de primera categoría, en sus centros destilaba el aroma de una corrala de vecinos y en sus impulsos dejaba la sensación de querer siempre un poquito más de lo conseguido. Gordillo era una pierna izquierda colmada de deseo y satisfacción. Una gozada, el fruto de una imaginación y parte del recuerdo perenne de mi infancia.

Y Como amo el recuerdo perenne de mi infancia y me gusta jugar a mitificar aquellos partidos que de niño me inyectaron el fútbol en la sangre, comienzo mis homenajes a los mejores jugadores de la historia del fútbol hablando de Rafael Gordillo, el lateral izquierdo de un equipo que un día consiguió la machada de marcarle doce goles a Malta. Imaginad las fantasías que pudieron generar aquellos jugadores en un niño de siete años...

jueves, 25 de octubre de 2007

El amigo de todos

Para vivir en el filo del alambre que representa la élite, un futbolista debe saber utilizar, en iguales proporciones decisorias, el corazón y la cabeza. El corazón porque sirve para promocionar la búsqueda de la victoria y la cabeza porque es el único hilo conductor entre el balón y la portería contraria. Como el objetivo es el gol, nada mejor que desearlo para poder conseguirlo.

El gol tiene varios caminos y dos principales núcleos generadores que anteceden sin memoria al ritual del remate: un regate o un centro. Para ejecutar un regate con solvencia es necesario mantener el regalo de la armonía en motor físico del cuerpo, conservar intacto cada gramo de habilidad y manejar la cintura con el estilo de un bailarín de alta escuela. Para el pase final entran en juego otros factores; lucidez, inteligencia y percepción. Muchos jugadores están capacitados para driblar un equipo entero y encontrar un vacío de recursos al final de su recorrido. Otros, sin necesidad de hacer un solo regate, son capaces de llegar al área rival con la ventaja que aporta su conocimiento del juego.

A todo aniquilador le gusta tener un amigo a su lado. A todo extremo incisivo le gusta tener un amigo a su lado. A todo llegador le gusta tener un amigo a su lado. Porque un amigo siempre conoce el lugar exacto del balón, porque un amigo conoce el secreto evidente que esconden los dos toques de una pared, porque un amigo conoce cada uno de los rincones de peligro que oculta la elaboración de una jugada.

Y en referencia a este aspecto, no existe mejor amigo que Cesc Fábregas para los jugadores del Arsenal. Porque el amigo de todos cruza la línea divisoria con el control de la pelota y llega al área con el control de la jugada. El amigo de todos se asocia y disocia, engancha y se desengancha, combina y rebobina, avanza, mira, centra y a veces celebra sus propios goles ¿Se le puede exigir más?

martes, 23 de octubre de 2007

Cuando el fútbol bailó la samba

Nombrar a Rudolf Glöckner como uno de los participantes en la que ha pasado a la historia como la mejor final de la historia de los mundiales, sería un ejercicio de confusión y adivinanza traicionera. Decir que el trabajo de Rudolf Glöcker, además de pitar la final del mundial celebrado en México en 1970, fue el de aplaudir con el alma la exhibición brasileña, sería una frase más acorde a la realidad, porque el alemán, invitado de piedra en un espectáculo inolvidable, no tuvo más trabajo que el de señalar el inicio y el final de un partido convertido en leyenda con la fuerza del recuerdo.

El estadio Azteca, situado a dos mil metros sobre el nivel del mar, se alzaba majestuoso como una obra maestra de la arquitectura moderna, al tiempo que se enfrentaba a un clima extremo y angustiante, pero las consecuencias de su azote no llegaron más allá del jadeo agonizante y el pecho empapado de sudor; aquel fue un mundial limpio, tanto que desde el primer al último partido no contó ni un solo jugador expulsado.

Se enfrentaban dos estilos contrapuestos, dos maneras diferentes de vivir el fútbol, dos caminos bifurcados en busca de un tricampeonato, porque ambas selecciones, Brasil e Italia, manejaban con orgullo el brillo de su palmarés y ante los ojos del mundo presumían de sus dos conquistas anteriores; unas, las de Italia, perdidas en el recuerdo de los albores del balompié, y las otras, las de Brasil, encendidas en el recuerdo más presente de cada aficionado que abarrotaba las gradas del Azteca.

Brasil era la samba convertida en fútbol. Un equipo con cinco dieces por delante y cinco obreros con alma de malabarista por detrás, un equipo diez y un diez para el examen de la memoria de cada uno de los espectadores. Una seleccionador dirigida por Zagallo gracias a un rebote del anecdotario, una discusión de entretiempo que consagró como entrenador al otrora magnífico ala izquierda de la canarinha, una gloria vestida de lógica dada la calidad de cada uno de sus futbolistas, un futuro vestido de banquillo gracias a un prestigio ganado bajo el tórrido sol mexicano.

Como la victoria no corría tanta prisa como el interés por conseguirla, ambos equipos se dedicaron al mutuo reconocimiento durante los primeros minutos del partido. En aquel tanteo faltaba Rivera, el gran ausente de una fiesta dibujada para él, porque los artistas, donde mejor se mueven es el escenario. Pero Rivera era espectador por antojo de su entrenador y sobre el umbral de su melancólica mirada podía asombrarse ante la majestuosa fisonomía del recinto diseñado por los arquitectos Vázquez y Mijares después de una costosa y justificada vuelta al mundo copiando al detalle el mejor de los rincones de cada uno de los estadios repartidos por cada país. Un gran estadio para un gran evento. Un gran evento con grandes contendientes, contendientes para la historia y las cuentas que nunca fallan que colocaron, por vez primera en la historia, a cuatro campeones del mundo como los cuatro semifinalistas dispuestos a regalar sus lágrimas por un pedazo de cielo.

La torcida brasileña festejaba en la grada todo un carnaval de deseos y antes de hacer historia con una invasión de césped que acompañaría al pitido final, tuvieron que contemplar la gallardía, resistencia y desmoronamiento de un rival que se presentó con dignidad, jugó con orgullo y perdió ahogado en su propio arrojo. Porque Italia era un equipo serio en toda la extensión de su palabra, el prototipo alpino que conjugaba contundencia, especulación y talento. Como además, su nivel competitivo se alzaba más allá de cualquier sospecha, la victoria brasileña se iba a convertir tanto en épica como en inolvidable. Y es que el valor de una victoria crece en una medida proporcional a la de la calidad del rival al que te enfrentas.

Un ejército dirigido desde el banco por el vilipendiado Ferruccio Valcareggi. Vilipendiado por el atropello cometido sobre Gianni Rivera, vilipendiado por aferrarse a la suerte para rebotarse hasta la final, vilipendiado por no saber dar forma ni sentido a su discurso. Pero una vez más, el fútbol dio la razón a la italiana al bueno de Valcareggi, analista del rival y entrenador de sus miedos.

Y eso que el tanteo inicial no pintó del todo mal para el equipo italiano. Dos jugadas aisladas sirvieron para poner en jaque a todo el sector defensivo brasileño; Riva primero y Mazzola después pusieron el "uy" en las gradas y la posible sorpresa en la imaginación. Y es que en Riva estaban depositadas la mayoría de las esperanzas de los tifosi, porque el gigantón había hecho grande al Cagliari con el poder de su fútbol, porque Gigi era leyenda viva de un país que crecía renaciendo mitos de área pequeña.

La media cúpula que dibujaba la estructura del estadio Azteca conseguía multiplicar cada decibelio por diez. De esta forma, cada oportunidad perdida se convertía en un amago de tragedia en las gradas, así como cada grito de ánimo era un perfecto reclamo a la propia vida. Orgullo de un país, el estadio se erguía imponente mientras era testigo del tiempo. México tenía la magia y la magia vibraba en los pies de cada futbolista.

Recuerda Rivelino, que una hora y media antes de caer desmayado por la fuerza de la emoción, puso un balón curvado en el limbo. Recuerda el italiano Burgnich que saltó hacia aquel balón con toda la energía que le proporcionaba su ánimo y que décimas después de caer derrotado al suelo, el cuerpo atlético de Pelé continuaba surcando el viento agarrado a las asas del cielo. Recuerda Pelé que sus piernas fueron muelles y que alcanzó aquel balón pegado a una nube para cabecearlo con fuerza junto al palo izquierdo de Albertosi. Recuerda Albertosi que la estirada fue insuficiente y que en la celebración brasileña encontró la añoranza del que se levanta cada mañana con sueños infinitos.

Con el uno a cero comenzó el sobeteo. La imparable delantera brasileña comenzaba en Jairzinho. Ídolo de Botafogo, donde tuvo que llenar el hueco dejado por el inolvidable Garrincha, a Jairzinho le gustaba jugar vestido con una sonrisa. Tocaba hacia adelante y buscaba el desmarque con la inteligencia del depredador. En el área era insuperable. En la celebración era envidiado.

Los ciento siete mil espectadores que abarrotaban las gradas comenzaron a tocar sus sones de batucada. La fiesta del fútbol presagiaba una leyenda y en el olvido quedaron las guerras centroamericanas que tiñieron de sangre la fase de clasificación. Como solamente quedaba un balón como testigo de la historia, se propusieron los brasileños secar las lágrimas al ritmo de su danza.

Recuerda Tostao, que una hora antes de acabar desnudo por el césped, empezó a jugar como en un patio de recreo. En sus recuerdos confiesa tener presente las sonrisas de sus compañeros y la preocupación latente en el banquillo ante la burla confiada a la que estaban sometiendo a un rival dormido pero no muerto. Fueron minutos de horizontalidad, alegría y filigranas comandados por Gerson. Porque Gerson era el toque omnipresente de un equipo que bailaba a su alrededor, el jefe de operaciones de un grupo de artistas, el lanzador perfecto de cada sueño carioca.

Observaba Zagallo, aterido por la inquietud, como sus jugadores jugaban con el fuego de la confianza. El pobre Zagallo, puesto en su pedestal por una decisión política y arrimandose al fuego de la obediencia que en su día quemó a Joao Saldanha, vilipendiado por la crítica y cesado de su cargo por la fe ciega a una de sus más notables conclusiones. Y es que para Saldanha, Pelé no estaba en condiciones para ir al mundial. Con esa firmeza en sus argumentos, el bueno de Saldanha no duró más de un periquete en el cargo y es que en Brasil, pronunciar en vano el nombre de Pelé era aún peor que faltarle al segundo mandamiento.

Recuerda Gerson, que una hora antes de acabar empapado por la tormenta de su propio llanto, comenzó a jugar con sus propias pretensiones. Como el resultado final le impidió condenar sus momentos de soberbia, dejó como anécdota el sobeteo indeciso que terminó con Clodoaldo y Félix en el suelo y con el balón besando las redes tras disparo de Boninsegna. Era el empate a uno, y aunque por momentos pareció que solamente había un equipo sobre el terreno de juego, la partida recuperaba sus fichas perdidas y empezaba otra vez de cero.

El dorsal número nueve lo portaba Tostao. Él era quien servía de acompañante a Pelé en la punta de ataque y él era el que se descolgaba hacia atrás y engañaba a los rivales mientras dejaba el espacio libre al rey creador. En cada uno de sus movimientos derramaba sentido de juego y en cada uno de sus centros apostaba a caballo ganador, porque en él se iniciaba el vértigo definitivo.

Fueron goles, rondos y movimientos que el mundo entero pudo disfrutar desde el sillón de su casa, porque el esplendor de aquel mundial nació con las retransmisiones televisivas. Aquel fue el primer mundial televisado y en la magia de la tecnología se hizo más grande la leyenda de aquel equipo brasileño. Y recuerda Zagallo, que una hora antes de abandonar el estadio subido a los hombros de un aficionado, pudo celebrar y lamentar al mismo tiempo un disparo de Pelé que alcanzó las mallas italianas pero que el señor Glöckner había decidido anular al coincidir en su ejecución con el pitido que señalaba el final del primer tiempo. De nuevo aparecía el señor Glöckner, de quienes todos se habían olvidado sumergidos en la pasión de un espectáculo desenfrenado.

Pelé era el auténtico redentor del pueblo. En Brasil era el Corcovado de Sao Paulo vestido con la camiseta blanca del Santos y en México era el Mesías de un equipo que añoraba los momentos de gloria aún presentes en el recuerdo. En las botas de Pelé, el balón Telstar fabricado por Adidas, parecía la etiqueta de un sello legendario, porque Pelé tocaba el balón con la suavidad de un ángel vestido de corto y la elegancia de un caballero ataviado para la mejor gala. Y recuerda Pelé, que media hora antes de terminar descalzo y navegando en una nube de brazos, sintió que en el ronco jadeo de cada futbolista italiano se escondía la renuncia involuntaria al sueño de todas las infancias.

Aquella irrepetible delantera se acostaba en su perfil izquierdo en las botas firmes de Rivelino. Él era el dueño del juego de un Fluminense lanzado hacia sus mejores días, él era el dueño de la mejor pierna izquierda del campeonato, él era el autor de los goles más necesarios del equipo, como aquel disparo ante Perú que sirvió para barrer a todos los fantasmas de una patada y para llorar la victoria ante Didí, entrenador enemigo aquel día e ídolo irrepetible en la juventud de cada uno de los futbolistas brasileños.

Recuerda Carlos Alberto, que una hora antes de agarrar por derecho la Copa Jules Rimet, sintió que la llegada imparable de Gerson iba a abrir el camino definitivo hacia todos sus sueños. Corría el minuto sesenta y seis y el imponente centrocampista del Sao Paulo encontró el balón en la cercanía del área. Como por allí no había ningún jugador italiano dispuesto a impedir lo irremediable, el número trece la pegó con el alma y lo deseó con el corazón. El balón encontró la escuadra de Albertosi y el partido murió mientras toda Brasil desgarraba su garganta con el zapatazo de su director de orquesta.

Y es que para los jugadores italianos, aquel disparo inalcanzable sirvió como renuncia definitiva al último esfuerzo. Y no era la falta de ánimo lo que impidio a los transalpinos luchar por una final que se habían ganado a pulso, sino la falta de corazón y de aliento. Porque cada carrera regalada a sus ciudadanos escondía el cheque pagado por conseguir el pasaporte a la final. En el partido de semifinales ante Alemania habían alcanzado el cielo, pero nunca pudieron imaginar que desde aquel cielo iban a encontrar el infierno en plena final.

Aquel irremediable esfuerzo fue la guadaña de un equipo que tuvo que rendirse ante la evidencia de un Brasil que jugaba al fútbol bailando samba. Aquel equipo fue el canto definitivo de un fútbol que jamás se ha vuelto a presenciar y que quizá por ello haya quedado hoy como auténtico ejemplo de perfección. Y fue en plena liberación de egos cuando Gerson y Pelé dibujaron un plano de perfecta armonía y permitieron que Jairzinho marcase su gol y entrase en la historia definitiva como el único jugador capaz de anotar un gol en todos los partidos de un mundial.

El partido entró entonces en una dinámica cada vez más autodestructiva para Italia y cada vez más desaforada para Brasil. El combate simuló al del boxeador intratable que juega con pequeños golpes a destrozar el rostro de un rival totalmente noqueado. A los italianos no les quedaban fuerzas ni para dar patadas y terminaron, con su honradez, vistiendo aquel mundial como el más limpio de la historia y es que, pese a ser la primera vez que los colegiados tuvieron la oportunidad de mostrar las difamadas tarjetas, no encontraron la ocasión, en todo el campeonato, de enseñar el color rojo de su cartulina. Y ausente en su falta de actividad, el señor Glöcker, de nuevo olvidado por el tronío del momento, pudo ser testigo de excepción de uno de los momentos más maravillosos de la historia del fútbol.

Corría el minuto ochenta y cinco cuando Clodoaldo encontró el balón en su medular y, tras combinar en corto con Gerson y Pelé, realizó tres bicicletas para deleite de su torcida, se la dio a Rivelino, situado a su izquierda, para que enviase un pase largo, paralelo a la línea de banda, que recogió Jairzinho pegado a la cal. Jairzinho avanzó hacia adentro y encontró a Pelé. En solo cinco pases, toda la línea defensiva italiana había quedado descolocada y en aquel desorden encontró Pelé el abismo descomunal que se abría en el flanco enemigo. Un solo y preciso toque bastó para dejar al lateral Carlos Alberto solo ante el portero rival. El número dos rompió la pelota y Brasil puso un inalcanzable e inolvidable cuatro a uno en el marcador de una final memorable por sus goles y sus detalles.

Ya habían borrado del mapa a Checoslovaquia, Rumanía, Inglaterra, Perú y Uruguay. Ahora era Italia la que mordía el polvo ante su talento. No era de extrañar que cada uno de los futbolistas brasileños se sintiesen protagonistas de un cuento legendario, no fue de extrañar que en la cabeza de cada futbolista carioca sobreviva el recuerdo de un mundial que demostró al mundo que se puede jugar al fútbol con una sonrisa y dibujando pasos de samba en cada toque de balón.

miércoles, 17 de octubre de 2007

La exaltación del logro

Pocas veces se ha visto en fútbol una demostración de alegría semejante. Ninguna celebración se recuerda tanto como la de Tardelli. Ningún gol reivindicó tanto como el que sentenció el mundial de España.

A una selección a la que no le faltaba nada, le sobraba el despecho de sus enfrentamientos. Tras una primera fase plagada de dudas, el equipo se pertrechó en su calidad para agarrarse al orgullo. Allí jugaban tipos memorables como Zoff (el imbatible), Scirea (el infranqueable), Antognoni (el jugón), Conti (el malabarista) y Rossi (el goleador) y como tales, pronunciaron el discurso de su valía donde todo buen futbolista debe saber hacerlo; sobre el terreno de juego. Más allá del estilo, más allá del sistema, de Bearzot y de la prensa, nadie podrá olvidar jamás que aquella Italia era un equipazo.

Tras vencer a Argentina, dar la campanada ante Brasil y noquear a la vistosa Polonia, Italia se plantó en la final y en la mirada alzada de cada futbolista podía distinguirse la convicción del que no está dispuesto a dejar pasar una oportunidad. Y después de una primera parte de tanteo, Rossi puso rumbo a la gloria con su habitual oportunismo. El tiempo dejó que el partido discurriera con un memorable hilo de tensión, porque lo mejor aún estaba por llegar.

Marco Tardelli era un tipo demasiado corriente. Introvertido, solitario y bregador, los aficionados lo admiraban como el auténtico profesional que era. En una permisible comparación con el presente podríamos decir que Tardelli era el Gattuso de la época, con la sensible diferencia de que los Gattusos de aquel tiempo (Tardelli, Ancelotti, Berti...), además de corazón, tenían también cabeza. Como futbolista, siempre fue una pieza insustituíble, porque con él por detrás, los de delante jugaban sin miedos al vacío.

Cómo la cabeza del buen futbolista, además de para despejar, sirve para analizar la jugada, cuando Tardelli vio a Scirea sobrepasar su zona de influencia para conducir el balón hacia el área, pensó que quizá su presencia era más necesaria para generar el peligro que para intentar ahuyentarlo. Conti tomó las riendas y Tardelli fue apareciendo por allí en silencio, como si no quisiera dar muestras de su presencia en la fiesta más importante del mundo. Conti lo dejó en pies de Rossi y Rossi se lo devolvió a Scirea, fue entonces cuando el mundo comenzó a alertarse frente al televisor; el balón ya estaba en el área. El resto de la jugada se resolvió en el flash inolvidable de tres sencillos toques: Scirea - Bergomi - Scirea.

La finalización de la jugada es uno de los legados más importantes que le ha dejado el fútbol a la historia. Tardelli aparece en el borde del área, libre de marca, controla la pelota en un toque complicado y en mitad de una caída hacia la gloria golpea el balón con toda su alma poniéndolo lo más lejos posible del alcance de Schumacher.

Pero no es tanto el gol como su celebración lo que ha quedado grabado para siempre en los anales de la leyenda, porque en la carrera frenética de Tardelli cabía todo el entusiasmo del que se sabe protagonista ante los ojos del mundo, porque en el grito exultante nacía una nueva manera de concebir la alegría más absoluta, porque en aquella celebración se juntaron todos los recuerdos y deseos de un grupo de jugadores prejuzgados, vilipendiados y, sobre todo, inolvidables.

lunes, 15 de octubre de 2007

La tecla

Nada resulta más sencillo de conseguir que lo evidente. Cuando la verdad, los recursos y el aficionado claman por un mismo motivo, nada mejor que mirar atrás y repasar errores ¿Qué estamos haciendo mal? Sencillamente, no poner a los mejores.

Algunas selecciones pueden presumir de tener los mejores extremos, otras alardean de la contundencia de sus defensores y las hay convencidas de la victoria por la clase y definición de sus delanteros. Pero solamente nosotros podemos presumir de Cesc e Iniesta. Ahí sí hay fútbol. Ahí residía la paja en el ojo de Luis.

Como el fútbol es un juego de pelota, nadie mejor para gozarlo que quien sabe tratar el cuero como si de un hijo se tratara. Resulta que los cuatro mejores futbolistas de nuestro país comparten puesto y que Luis no se atrevía a desquebrajar su sistema para dar cabida a lo mejor de su casa. Discriminado Guti, conservaba intacta la posibilidad de utilizar a Xavi, Cesc e Iniesta. De repente, click, sonó la tecla y España jugó al fútbol. Con lo fácil que era y las vueltas que le dimos.

Como seguimos sin alcanzar un logro de verdad, nos agarraremos a la prudencia para celebrar una victoria que necesitábamos como agua de mayo. Como se trata solamente de un partido, descansaremos la garganta y apretaremos los puños para confiar en nuestros recursos. El fútbol demostró el sábado que el equilibrio no se basa en un sistema, ni en las idas y venidas mentales de un seleccionador, sino que lo único que se necesita es poner a los mejores. Sólo entonces suena la tecla, click, y, milagro, aparece el fútbol.