La
memoria, en el fútbol, es un sueño etéreo que dura lo que aguanta el resultado.
La memoria no tiene sonrisa ni perdón, no tiene agradecimiento y, sobre todo,
no tiene paciencia. La memoria es traicionera porque generalmente nos sitúa en
el lugar erróneo al que nos conduce la idealización, nos sitúa en el lugar
equivocado y en el momento equivocado y desde ahí, cuando aún pensamos que
somos los mejores sin saber asumir que no somos más que lo que realmente
estamos capacitados para ser, tomamos la peor decisión posible porque la
autoexigencia, al fin y al cabo, se nos vuelve en nuestra contra.
La
destitución de Ranieri es una broma de mal gusto. Hay que bucear mucho en los
ancestros de la historia del fútbol para encontrar una epopeya parecida a la
que protagonizó el Leicester durante la temporada pasada. Ser campeón de la
Premier cuando los pronósticos te situaban en la Championship es uno de esos
milagros que, por falta de cotidianeidad, nos reconcilian con la vida y, sobre
todo, con el fútbol. Cuando tu nivel real no es el previsto sino el provisto,
es cuando nos saltan las alarmas y perdemos la memoria. A un punto del descenso
y a un gol de la clasificación para octavos de final de la Champions League. Es
posible que algunos, allá en su trono de vanidad, hubiesen esperado mucho más,
pero el nivel del equipo es este y los milagros, por su condición de
extraordinarios, raramente se repiten.