lunes, 23 de noviembre de 2020

Pichichis: Manuel Badenes

Cuando Antonio Puchades, ídolo y estrella del Valencia, conducía la pelota, gustaba de mirar al área y encontrar al compañero mejor desmarcado. Éste, casi siempre, era Manuel Badenes, algo tosco, pero alto y fornido, solía cazar las pelotas al vuelo y colarlas con la facilidad pasmosa del que ha nacido con el gol en la sangre. Con el Valencia sumó un centenar y en total, en primera división, fueron ciento treinta y nueve dianas las que este delantero, nacido en Castellón, logró anotar en sus catorce temporadas como profesional, una cifra nada desdeñable para una época en la que se jugaban menos partidos y para un jugador que apenas tuvo oportunidades en los equipos punteros de la liga española.

Porque Manuel Badenes jugó en el Barcelona y, a pesar de haber engrosado allí su palmarés con dos campeonatos de liga, jamás se sintió útil y se supo minusvalorado. Por eso aceptó la propuesta del Valencia, porque tenía ya poco más que perder y porque creía que podía borrar el recuerdo del incomparable Waldo. Fue difícil, pero durante momentos hasta lo consiguió, sobre todo con la llegada de Faas Wilkes al equipo ya que con el holandés errante formó una pareja tan compenetrada que fueron muchos los aficionados valencianistas que se volvieron a ilusionar. Juntos jugaron durante dos temporadas, el tiempo que tardó en secarse el grifo y saber aceptar una oferta a la baja de un equipo de menor rango. Pero cuando creía que ya no quedaba gol, llegó el trofeo Pichichi. En Valladolid jugó dos años, en un anotó dieciséis goles y en el otro diecinueve, cifras de auténtico depredador que, sin embargo, no sirvieron para evitar que el equipo pucelano se marchase a segunda. Comenzó entonces su particular calvario de frustraciones, tras Valladolid fue a Gijón y tras Gijón marchó, de nuevo, a su Castellón natal, pero durante aquellas tres temporadas sufrió tres descensos consecutivos de categoría que le hicieron plantearse su valía para el fútbol de élite.

Y es que un goleador, a parte de marcar quiere siempre que sus goles sirvan para ganar puntos y, cuando no es así, un puede sentir la conciencia tranquila pero el alma estará siempre vacía. Y es que, Badenes ya había sufrido el fracaso en su etapa como jugador del Barcelona, jamás se supo tan inútil como en aquellos últimos años de su carrera, porque cuando jugaba de azulgrana era joven y sabía que la vida de debía revancha, pero aquellos años en Gijón y Castellón sabía que el fútbol era una vela derretida que se apagaba poco a poco dentro de sus piernas y su corazón.

En sus dos años como barcelonista tan sólo participó en catorce encuentros anotando la considerable cifra de seis goles; casi un gol cada dos partidos para un tipo que no contaba para nadie. Tras aquello, marchó a Valencia para convertirse en el mejor goleador, según estadísticas, de la historia del club, culminando una excelente temporada 1955-56 en la que anotó veintidós dianas en los dieciséis partidos que disputó. Aquellas cifras le han colocado, con el tiempo, como el vigesimoséptimo máximo goleador histórico de la liga, cifra nada despreciable para un tipo cuya valía jamás fue tenida verdaderamente en cuenta por la opinión pública.

Y es que, pese a haber sido convocado en dos ocasiones para jugar con la selección española B y haber anotado cuatro goles en cada partido, jamás fue tenido en cuenta para formar parte de la nacional absoluta, a pesar de saber que era un delantero sin piedad, sin recursos técnicos pero con una capacidad goleadora demasiado estimable como para no haber sido tomada en cuenta. No en vano, aún es hoy el sexto goleador histórico del Valencia, un club centenario en el que han jugador muchas de las estrellas atacantes de la historia de la liga.

Badenes, quien se fue haciendo hombre a base de buscarse la vida, hubo de sobrevivir, como toda la generación de postguerra, en la calle y en la obediencia. Con diecisiete años ya era jugador de fútbol por derecho y con dieciocho ya estaba fuera de Castellón jugando para el Barcelona. Con veinte, en pleno servicio militar en Zaragoza, el Barça permitió al club maño fichar al futbolista durante una temporada en la que jugó veinticuatro partidos y anotó veintiún goles ¿Y este jugador no le vale al Barcelona? Se preguntaban en La Romareda un domingo tras otro. Algo parecido debieron preguntarse en Valencia cuando decidieron ir a por él. Allí jugó hasta 1956 cuando, tras una enconada discusión con la directiva a cuenta de los pocos minutos que su hermano estaba teniendo en el filial, decidió hacer las maletas y marcharse a otros lugares. Curiosamente, tres años después, y ya en el ocaso de su carrera, terminó jugando con su hermano en el Castellón, pero ni uno ni el otro fueron capaces de evitar el desastre.

No obstante, pese al final convulso, su estancia en Valencia fue positiva, saldándose con un título, la Copa del Generalísimo del cincuenta y cuatro, y decenas de tardes en las que Mestalla fue un volcán en erupción. Y eso que sus comienzos no fueron nada fáciles, tardando diez partidos en anotar su primer gol, pero cogiendo una abrupta carrerilla para terminar con dieciséis goles aquel primer acto. Y es que, gracias a sus características, Badenes brilló en el Valencia porque, al alejarse lo suficiente de la jugada, dejaba que tipos más finos y estilistas como Puchades o Wilkes, pudiesen dar rienda suelta a sus virtudes. En el Barça tuvo la competencia insalvable del eterno César, pero de allí en adelante se sintió el delantero titular allá donde fue, incluso en su último año, ya pasado de años y kilos en un Oliva decadente donde no pudo salir de la tercera división. Aquello era poco menos que una despedida crepuscular, un poco darle un último gusto al cuerpo antes de colgar las botas, un volver a los orígenes del fútbol regional después de haber dado sus primeros pasos en equipos de barriadas de Castellón como el Jari Jauja o el Peña Ribalta. Desde allí recordaba, había dado el salto al Castellón aún en edad juvenil después de haber pasado la adolescencia ayudando a su padre en el negocio familiar. Más tarde, con dos títulos de liga cargados en la mochila, regresó a la Comunidad Levantina para formar parte de un Valencia que había perdido a Mundo a la delantera eléctrica y que, pese a la depresión, logró un meritorio subcampeonato de liga. Después, ya en Valladolid, había conquistado el deseado trofeo Pichichi después de una gran temporada en la que igualó a tantos con Ricardo Alós, el tipo que, curiosamente, había llegado al Valencia para sustituirle. Y es que los designios, por más que los busquemos, siempre aparecen agarrados de la mano de la casuística.

Los datos de Badenes se cimentan en una estadística, con sus ciento treinta y nueve goles superó, en su día, los ciento treinta y ocho que el mítico y alabado Ladislao Kubala anotó en liga con la camiseta del Barcelona, un dato nada desdeñable para un tipo que nunca fue considerado figura del fútbol español. Su perfil era bajo y su fútbol no era el más apetecible de ver, pero metía muchos goles, tantos como para haber sido tomado medianamente en cuenta. Uno de sus goles más celebrados fue el que le anotó al Barça en la final de la Copa del Generalísimo ganada por el Valencia en 1954, era su manera de reivindicarse ante aquellos le habían considerado como no apto para jugar en su club.

En Valladolid, por su parte, aún se recuerda su asociación con el delantero Murillo. Aquellas dos temporadas con Murillo y Badenes en la punta de lanza, en Pucela se disfrutaron tardes muy buenas y, aunque el equipo terminó descendiendo a segunda, el jugador sigue siendo historia allí al haber sido el primero en haber conseguido un título de máximo goleador vistiendo la camiseta blanquivioleta. Y es que los verdaderos profesionales son aquellos que dejan huella en cualquier lugar, son los únicos que, con el paso del tiempo, dejan el poso del recuerdo imborrable porque el fútbol son goles pero para el aficionado, ante todo, el fútbol es ver como un jugador se deja la piel por defender un escudo.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Malos tiempos para la lírica

Se apagó el fogón, ya no queda nada, se secó el río de la abundancia y la travesía por el desierto nos

pilla sin provisiones, sin agua y con algún recibo acumulado en la estantería. Las liras suenan hoy desafinadas, las cuerdas del piano buscan un pianista y el director de orquesta vive jubilado en algún paraje en las afueras. No hay música de cámara, no hay, ni siquiera, un rock and roll, pegadizo, no hay instrumentos ni compositores. Son malos tiempos para la lírica.

Nadie olvida aquellos conciertos memorables, aquellas notas interpuestas que formaban melodías abrumadoras, aquellas tardes de sofá y cerveza, aquellos puños en alto, aquella garganta viva, aquella manera de sentirse espectador privilegiado de una época que no iba a volver. Sólo que nosotros creíamos que perviviría para siempre, que la gloria es eterna en carne, pero que sólo se convierte en leyenda dentro del pensamiento, sólo cuando el recuerdo la hornea dentro del molde de la nostalgia.

Ya no hay seguridad en el cuarteto de cuerda, ni saxofonistas que den el tempo, ni siquiera un batería que lo barra todo en el área de castigo. La generación espontánea se lo llevó todo; las copas, los honores y una manera de jugar al fútbol que ha terminado impresa en las bibliotecas. Hoy apenas quedan supervivientes de aquel naufragio que comenzó en Brasil y hoy sigue escupiendo cadáveres en nuestras costas del deseo. La roja, aquella que decían era ejemplo de juego y admiración, hoy es sólo un quiero y no puedo plagada de buenos y correctos jugadores, pero no de aquellos extraordinarios peloteros que coincidieron en tiempo y forma para crear una obra de arte que pervivirá en los anales de la memoria.

La selección española se juega su ser o no ser ante una Alemania incierta pero con las cosas claras y, sin embargo, el corazón de la desesperanza no late por un mero partido a vida o muerte en una competición sin sentido, no, el corazón de la agonía late por comprobar como aquel equipo donde los pasajes se compraban con sangre y excelencia es hoy una banda de tipos que intentan jugar a algo y no son capaces de generar ilusión porque las puertas del comercio están abiertas de par en par y puede colarse cualquiera a tratar de dar unas patadas al mismo balón de siempre. El problema es que, aunque el balón no haya cambiado, aunque el palo de la batuta sea el mismo, los futbolistas entran por defecto y los músicos se fueron marchando desde el exceso.

martes, 10 de noviembre de 2020

Imperator

Cualquiera que se haya asomado al fútbol italiano durante los últimos años habrá descubierto que el

juego, más allá de lo tradicionalmente especulativo, se ha convertido en atractivo, rápido, de ida y vuelta, en un entretenimiento tan sorprendentemente agradable que hemos sido muchos los que hemos tenido que pestañear más de dos veces para afrontar la realidad de un fútbol que, desde que perdió poder económico, ganó en voluntad de juego.

Curiosamente, a medida que el Calcio fue ganando en entretenimiento fue perdiendo en competitividad. Esta ecuación de proporción inversa viene dada, sobre todo, a que Italia ya no es la NBA del fútbol, ya no es el país donde, como en los noventa, acudían los mejores futbolistas del planeta y, sobre todo, se ha adaptado a una manera moderna de jugar al fútbol donde prima el espectáculo por encima de la especulación.

En su camino hacia la reconquista del imperio, Italia va ofreciendo beneficios fiscales a los millonarios extranjeros que quieran asentarse en el país y el fútbol va haciendo un esfuerzo para, poco a poco, volver a situarse como opción preferencial en los hogares del mundo. Muy lejos de la Premier y perdida, de momento, la batalla contra la liga, su misión prioritaria es consolidarse en el podio como lugar preferencial y, a partir de ahí, ir creciendo exponencialmente al tiempo que sus equipos se van consolidando, de nuevo como potencias europeas.

El ejemplo más claro de la decadencia del fútbol europeo es el Milan. El equipo que gobernó Europa durante casi dos décadas, con ocho finales de Champions y varios Scudettos, es hoy una sombra que quiere renovar el aire y volver a iluminar su camino. Una sombra pisoteada por los excesos y por haberse convertido en la marioneta de un tipo con mucha grandilocuencia y pocos escrúpulos. Cuando el fútbol se convirtió en una ruina, Berlusconi se echó a un lado y el Milan comenzó su peregrinación por los infiernos.

Su último título de liga data de hace diez temporadas y entonces, en la capital de Lombardía, reinaba por encima de todos, un futbolista que ya había dominado el Calcio durante el lustro anterior: Zlatan Ibrahimovic. El emperador sueco abandonó Milan para ganar petrodólares y aplausos en París. Durante estos diez años, ha sido dueño del área parisina, amo de los destinos americanos y un infructuoso mago en el secarral de Manchester. Con la madurez más que sobrepasada y el retiro llamando a la puerta, Zlatan se niega a claudicar y quiere dejar para eternidad y un último baile asombroso. Es el máximo goleador del campeonato, es el jugador diferencial del líder, es el futbolista que está sacando las castañas del fuego a un equipo que juega a la remontada histórica pero que aún tiene algún complejo guardado en la mochila.

Zlatan saca la chistera, alza el bastón de mando y se autocorona de laureles. Aquí estoy yo, Imperator y conquistador. Con él, el Milan tiene menos miedo, con él, el Milan quiere saberse, de nuevo, el equipo más importante de la ciudad más importante del país.


martes, 3 de noviembre de 2020

Plan de futuro

La consciencia racional es el primer paso hacia la sensatez. Hacer inventario de elementos y posibles concreciones, revisar las probabilidades, pasar la palabra al lado del raciocinio y saber que el futuro pasa por el presente aunque la actualidad no pinte de rosa un cuadro en matices grises y negros. El Barça, Koeman mediante, sabe que este puede no ser su año pero que el futuro del club pasa por tomar decisiones drásticas que implique empeñar una temporada para arrancar desde cero en futuros compromisos.

El mayor activo de un club es su juventud. La apuesta por futbolistas jóvenes y de calidad es el mejor motor de arranque cuando la crisis deportiva agudiza el alma y estrangula el entusiasmo. Más allá de las certezas, quedan algunas dudas por despejar, como quien heredará el carril izquierdo, quien será el nuevo Busquets y, sobre todo, quien tapará el hueco de Messi cuando el argentino decida que su etapa en el Barcelona ha tocado a su fin.

Todos sabemos que el hueco sentimental, estadístico y deportivo que deje Messi será irremplazable, por ello, el Barcelona está obligado a trabajar desde la sensatez para conseguir que, cuando Messi se marche, el nuevo proyecto ya haya arrancado y no dependa en exclusiva de los goles salvadores del diez de Rosario sino de la coral que el entrenador sea capaz de conjuntar en el terreno de juego. Es por ello que Koeman, con más sensatez que miedo y más aplomo que urgencia, ha tomado dos decisiones que, presente mediante, pueden terminar condicionando el futuro que vive una urgencia histórica desde el día en el que la exigencia se instaló en el entorno acompañada de la figura de Johan Cruyff.

Cruyff dotó al Barça de dos factores que, aún hoy, identifican al club como un paradigma de cara el mundo: el estilo y la necesidad de ganar. Fuera el victimismo histórico del discurso institucional, el Barça creció exponencialmente hasta lograr dieciséis ligas y cinco copas de Europa en los últimos treinta años. Una quimera en los arranques de la década de los noventa y un discurso cargado de exigencia a día de hoy, porque al Barça, desde entonces solo le vale un camino; o la excelencia o nada.

Para alcanzar el hito, el Barça siempre ha necesitado jugadores de buen pie y de incisivo juego profundo. Sublimado en el éxtasis con la presencia de Xavi, Iniesta y Messi, cada proyecto ha intentado derivar aquel momento con futbolistas dotados y futbolistas incisivos. Así, con aquellos, con Neymar, Suárez y algunos otros fuera de la ecuación, Koeman se ve obligado a reinventar el juego sin perder la mácula del estilo, para ello ha de apostar por tipos que comanden durante una década y decidan durante noventa minutos.

Por ello, la apuesta de hipotecar una temporada para ganar un equipo, es más que acertada porque en el plan de futuro de Koeman se sustenta el verdadero proyecto del Barça, porque darle galones a Pedri y a Ansu Fati, significa dar de comer a un equipo que necesita creer en alguien y que ha encontrado en dos adolescentes a sus verdaderas piedras filosofales. Porque los niños aún no deciden campeonatos, aún no comen en la mesa de los balones de oro, aún no gobiernan el fútbol con puño de hierro, pero en la confianza de su fútbol sobrevive la esencia de las mejores virtudes del juego, ese que pasa por el balón y se concreta en el espacio. Pedri es fútbol visionado con microscopio y Fati es vértigo asumido como forma de vida. En la cabeza de uno y en los pies del otro se ha dibujado un esquema cuyo verbo se conjuga en tiempo pluscuamperfecto.