El quince de abril de 1989 el Celta de Vigo derrotó al
Real Madrid en Balaídos. No era un resultado cualquiera si tenemos en cuenta
que el Madrid llevaba treinta y cuatro partidos consecutivos sin conocer la
derrota. No era de extrañar el récord si nos paramos a analizar el equipo; era
un equipo en toda regla que jugaba de memoria. Sin embargo, lo que los goles de
Amarildo debían haber significado como noticia, quedaron empañados por lo que
había ocurrido a más de dos mil kilómetros de allí.
Prácticamente a la misma hora, Liverpool y Nottingham
Forest se enfrentaban en Sheffield en partido de semifinales de la FA Cup. Lo
que hubiese significado un partido más entre dos equipos que habían fraguado
una gran rivalidad debido a sus éxitos durante la década, terminó
convirtiéndose en una tragedia que conmocionó al mundo. Apenas comenzado el
partido, los futbolistas de ambos equipos comenzaron a ver que algo no iba
bien. Una avalancha de aficionados, debido al mal reparto de las entradas y a
las pésimas condiciones de seguridad en el estadio, estaba provocando la
muerte, por asfixia y aplastamiento, de decenas de hinchas del Liverpool.
La tragedia se sintió como un puñal en todo el mundo
del fútbol. Se tomaron medidas, se suprimieron las vallas de los estadios, se
eliminaron las localidades de a pie y se instalaron tornos en el acceso a los recintos.
Como medida cautelar, se retrasó el partido que el Liverpool debía jugar el fin
de semana siguiente frente al Arsenal en Anfield y que habría significado un
pulso casi definitivo en pos del título de liga.
Aquel Liverpool era un equipo espectacular. Arrastraba
el castigo de no poder disputar competición europea por la tragedia que sus
aficionados habían protagonizado en Heysel cuatro años antes, pero, aun así, le
daba de sobra para pasearse por el campeonato inglés. De aquella manera, los
reds habían ganado siete de los diez últimos campeonatos, por lo que nadie
tenía dudas sobre quién era el mejor equipo del país. Opinión que reforzaron
cuando, en un partido épico, pudieron brindarle, a las víctimas de Hillsborough,
una victoria en la final de la FA Cup después de ganar al Everton en uno de los
mejores partidos en la historia de la competición.
El problema del Liverpool en aquella temporada se
llamaba Arsenal. Cualquiera que haya leído “Fever Pitch” de Nick Hornby, puede
hacerse una idea de lo que había sido el Arsenal durante las anteriores dos
décadas. Alternando alguna buena victoria con derrotas esperpénticas, el equipo
se había perdido en una zona de nadie de la que no parecía poder salir. Los
tabloides y las aficiones lo habían bautizado como “Boring Arsenal” debido a
que se había convertido en un equipo insípido, sin juego y sin personalidad.
Sin embargo, aquella temporada había sido distinta. El
equipo había empezado bien. Muy bien. Hasta el punto de que, pasado el Boxing
Day, ya aventajaban en quince puntos al Liverpool, gran favorito para todos en
las apuestas de cara el título. Parecía que aquel año se iban a cumplir las
promesas y el equipo iba a levantar de nuevo la copa de campeón de liga después
de dieciocho años sin ganarla. Pero todo se torció de la peor manera.
Llegaron las dudas, los miedos, las lesiones y las
inseguridades. El Arsenal comenzó a perder, a rascar algún empate y a ganar
partidos al límite de sus fuerzas. Mientras, el Liverpool fue alcanzando su
habitual velocidad de crucero mientras iba subiendo puestos en la
clasificación. De aquella manera se había situado a dos puntos del Arsenal
antes de disputar aquella trágica semifinal de Copa ante el Nottingham Forest.
Es posible que, si aquel partido se hubiese jugado en su fecha, el Liverpool
hubiese aprovechado su dinámica y hubiese ganado al Arsenal sin contemplaciones
en su carrera hacia el título. Nunca lo sabremos. Los sucesos, en el fútbol y
en la vida, son tan inesperados que jugar a la ficción es sólo un motivo para
imaginarnos con una sonrisa en el momento y el lugar en el que secamos nuestras
lágrimas.
Pasó Hillsborough y el Liverpool – Arsenal se aplazó
al viernes veintiséis de mayo cuando ya se habían disputado todas las jornadas
de la liga inglesa. La atención, pues, fue total. Todo el país se centró en
Anfield pues allí jugarían los dos únicos equipos con opciones de levantar el
título de campeón. Las cuentas eran claras y casi todas favorecían al
Liverpool. El empate le valía, perder por un gol también. El Arsenal solamente
sería campeón si ganaba por una diferencia de dos goles y, mirando hacia
pasado, el recuerdo le señalaba que su última victoria en Anfield había sido
quince años atrás. Además, hacía más de tres años que el Liverpool no perdía
por más de un gol un encuentro como local.
Recuperando a Nick Hornby, cualquiera que haya leído
“Fever Pitch” puede tener el conocimiento de lo que significó, para los hinchas
del Arsenal, aquel último partido de la temporada 1988-89. No tenían muchas esperanzas,
pero algo les mantuvo frente al televisor durante los noventa y dos minutos.
Fue un partido aburrido, sin apenas profundidad y con dos equipos más
pendientes de no encajar que de anotar un gol. George Graham, entrenador del
Arsenal, había sorprendido a todos con una línea de cinco defensas y un solo
hombre en punta, el infatigable Alan Smith.
Smith era el típico punta inglés de la época con el
que cualquier entrenador hubiese ido a la guerra. En un fútbol de balones
largos y prolongaciones, el nueve del Arsenal se había ganado fama de
procurador de goles en adversidad. No era veloz ni hábil, pero saltaba un poco
más que los demás e iba al choque con tanta fe como el más férreo de sus
marcadores. Era listo para meter el cuerpo y hábil en el remate de cabeza.
Y así llegó el primer gol. Una falta lateral botada
por Winterburn y que Smith cabeceó a la red ante la escasa oposición de la zaga
red. Cero a uno y cuarenta minutos por delante. Por algún motivo, los
aficionados del Arsenal habían empezado a creer. Una fe que se fue diluyendo
con el paso de los minutos a medida que el Liverpool se iba haciendo dueño del
balón y de la situación.
El partido entró en parada. Porque el Liverpool sabía
que no debía descuidar su espalda y porque el Arsenal se abocaba al milagro de
algún balón suelto. Se perdió ritmo y aparecieron los nervios. Los gunners
dejaron algún espacio y el Liverpool desperdició dos buenas ocasiones antes de
que en el electrónico apareciesen los dígitos que anunciaban que se había
cumplido el tiempo reglamentario.
Fue entonces cuando emergió de nuevo la figura de Alan
Smith. Un balón a ninguna parte del lateral Dixon fue ganado por el delantero
inglés quien prolongó hacia la carrera del centrocampista Michael Thomas.
Thomas, un chico fuerte, con algo de criterio en su juego, y que gustaba del
ida y vuelta, se coló entre una frágil zaga red para plantarse cara a cara con
Bruce Grobbellar y batirle por bajo con el exterior del pie.
Se desató la locura. El Arsenal ganaba por dos goles en Anfield y era campeón de liga. Un hito que no repetía desde hacía casi dos décadas. Un título que reivindicaba a un club que, durante los primeros años del siglo había sido insignia del país y se había convertido en una comparsa de los equipos del noroeste. Un gol que levantó a un país, a una ciudad y a una afición que sentía el fútbol como un estado de ánimo. Ese estado de ánimo que, durante años, estuvo tan dormido como su equipo y que, de repente, se había despertado de la manera más épica posible. Con un gol en el último minuto en el estadio del mejor equipo del mundo. Igual que había hecho el Celta de Vigo el día que el mundo lloró por el fútbol, el Arsenal consiguió romper algo el dia que el mundo sonrió con su triunfo. El renacimiento del fútbol inglés comenzó con aquella internada de Thomas en el área de Anfield.