jueves, 20 de noviembre de 2008

Símbolo de cambio (por Christian Castellanos)

En las canteras de piedra en las que se han convertido en Italia los campos juveniles han hallado uno de esos minerales extraños, difíciles de encontrar. Tiene nombre y apellidos: Claudio Marchisio. Podríamos ser demagogos, pero hay que saber ver la parte positiva que el Calciopoli ha dejado para el futuro: el destape de las mafias y el cierre de carteras obligó a mirar hacia atrás y rascar la piedra para encontrar materia en las capas más altas. En el momento más duro de su historia, la Juventus quiere encontrar en casa la llave que le permita entrar otra vez al exclusivo (y tan injusto) club de los campeones.

La posición de mediocentro es muy delicada. Y entre esas dificultades es donde quiere crecer Marchisio: en el equipo por el que han pasado muchos de los mejores, los más míticos y carismáticos. La suya es una carrera contra los elementos, a contracorriente, contra el tiempo, contra la tradición. Culpa de la presión, de la victoria como sea, de la prohibición de fallar que se impone a los jugadores de la propia cantera, que primero son elevados a los cielos y después, si no responden a las expectativas más fantasiosas, arrinconados en una esquina, arrebatándosele el puesto en el altar de la gloria inmediata sin ninguna piedad. Para seguir en los altares y seguir escalando niveles, gente como Marchisio han de dar el 110% y ponerse una coraza para cubrirse de todo lo que se les venga encima.

Más aún cuando el nuevo elemento es revolucionario y rompe la línea del continuismo. En el seno de un equipo que vive más pendiente del rival que de sus propias posibilidades, aflora el talento natural y aún por pulir de Marchisio. Las exigencias del guión han provocado su entrada súbita en el equipo, con la misión, más que complicada, de hacer creer que no gastarse el dinero en Xabi Alonso y apostar por él fue la decisión correcta. Muchos aficionados al fútbol recordarán al mítico Paulo Sousa, aquel portugués incombustible que hizo carrera en Italia y levantó la Champions con la propia Juventus. Para hacernos una idea, Marchisio es su heredero, en rubio y patrio. Sí, heredero, porque desde Sousa ha sido el único que ha osado a la filosofía rocosa de la Juventus. Marchisio es el metrónomo de la Juve, con una capacidad innata para mantener junto al equipo, cortando y sacando rápido el balón, dándole otro aire y una velocidad más al juego, jugando al primer toque. Un futbolista de 'reciclaje', capaz de recibir balones inservibles de la defensa y empezar la acción de ataque.

Volvió a Turín este verano tras jugar en el Empoli y ser protagonista en el infierno de la Serie B en que le hizo debutar Deschamps. El objetivo ahora es ganarse un puesto entre Sissoko, Poulsen y Zanetti. Él, junto a Giovinco y De Ceglie, son el símbolo del cambio en Italia en general y la Juventus en particular. No le hemos visto temblar ante Fiorentina, Manchester o Real Madrid. Dice que quiere parecerse a Gerrard. De momento es parte de la historia del cambio de la Juventus. Cambio de juego y de política. Estamos en la época de los magnates y los fichajes millonarios, merecen un aplauso los que van a contracorriente en busca del mismo éxito.





P.D. Christian Castellanos es administrador de los más que recomendables blogs Más y más fútbol y Curva bianconera.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Sacar petróleo

Aunque el petróleo lleva funcionando como elemento imprescindible en ciertas tareas del hombre durante varios siglos, es desde mediados del XIX cuando se convirtió en objetivo primordial de empresas e inversores dada su capacidad, tras varios procesos de refinamiento, para servir como combustible o líquido de engranaje para la maquinaria que deslumbraba al mundo en la imparable revolución industrial.

Sucedió que en terrenos yermos y secos, muchos granjeros, oficiantes y buscavidas encontraron el fruto de su felicidad y riqueza gracias al líquido elemento; tener una refinería de tu propiedad te convertía en próspero millonario y excelso inversor de fortunas. Era un fenómeno parecido al de la inspiración en un poeta alicaído, al del encuentro del ingrediente perdido en una fórmula química o al de la demostración de la obra de Dios para un teólogo existencial.

Es como darle la pelota al mejor jugador de tu equipo y ver como este la para, la aguanta y te saca una jugada de gol. El jugador en terreno yermo, poco fértil, con la portería mal perfilada y la espalda contra el pecho del defensor rival. Ver como la para, como se gira y como encara es como contemplar una persecución crucial en una película de Robert de Niro; el semblante serio, la mirada fija en la espalda del enemigo y la sensación de que la secuencia terminará con el malo muerto de un tiro entre las cejas y el balón flotando suavemente en la portería del equipo rival.

El Atlético es hoy ese granjero yanqui que encuentra petróleo en mitad del desierto. Cada melón despejado hacia arriba y cada salida de tono por parte de sus centrocampistas y nadacampistas agobiados, son convertidos en oro por el Kun Agüero. Un tipo de poca monta, con un físico para el circo que, sin embargo, juega el fútbol como los ángeles. Alguien le comparó con Romario; arrancada brutal y definición parsimoniosa, pero Agüero puede ser mucho más. Tiene más radio de acción, más poder de influencia para sus compañeros y, sobre todo, el alma y el corazón de un futbolista fabricado en la calle. Eso, habiéndose criado en Argentina, ya lo vimos; es sinómino de amo y señor del fútbol.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Por un delito que no cometió

Las manos en los bolsillos, la cabeza agachada y la mirada fija en el suelo. Entró en el viejo mercado tragando saliva, no se atrevía a levantar la frente, avergonzado por el hecho de ser culpable aún sin sentirlo. Por un solo instante arqueó una ceja, levantó la mirada y observó a una señora que peinaba a su hijo con la palma de la mano; una mano que levantó en aspecto inquisitivo, el gesto furioso y el dedo amenazador. “Mira hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”.

De vez en cuando estiraba los brazos e intentaba atrapar el viento mientras soñaba que atajaba el disparo ratonero de Alcides Ghiggia. A Moacir Barbosa siempre le pareció un disparo fácil, un balón ligero empujado por la brisa, una efímera intención de gol que terminaría palmeada por encima del larguero. Quisiera olvidar el momento en el que volvió la cabeza y vio el balón paseando en el fondo de la red. Por ello caminaba siempre con la cabeza baja y la mirada perdida; sentía vergüenza del tiempo, de las palabras y de su maldito instinto. Nunca pudo arrepentirse de nada porque correr hacia atrás es de cobardes y porque para perder finales primero había que jugarlas.

Habían pasado muchos años y nadie olvidaba aquel gol. No podía hacerlo Barbosa y mucho menos el pueblo brasileño. En la soledad de la tarde, con la penumbra sembrando aciagos recuerdos sobre el sofá de su desgastada casa, el timbre del teléfono le sacó de la inopia. Solamente la sonrisa perenne de su mujer le ayudaba a mirar la vida dos pasos por delante de las añoranzas. Querían hacerle un reportaje. Los ingleses, con sus modernos atavíos y sus sofisticados equipos de televisión querían llevarle a la concentración de la selección brasileña y permitir que el viejo Barbosa saludase a sus paisanos y, de paso, desearles suerte de cara al mundial que se disputaría en Estados Unidos. No llegó a pisar el césped. El viejo Zagallo, antaño lobo de la línea de cal convertido en zorro de banquillo, no quiso ni escuchar su nombre; “Ese gafe no se encontrará con mis chicos. Su presencia es lo que menos necesitamos, solamente queremos buena suerte y Barbosa es lo más parecido a una desgracia”. Regresó a su casa con el alma rota y el eterno recuerdo palpitando a flor de piel bajo su pecho. No hubo reportaje, ni homenaje ni, mucho menos, reconocimiento. Respiró hondo y regresó a su viejo sillón, taciturno, pensativo y con los ojos empapados en incomprensión. Volvió a perderse en la sonrisa de su mujer; una vez más, la vida le obligaba a vivir dos pasos por delante de las añoranzas.

De nuevo el micrófono bajo la nariz, de nuevo el periodista midiendo el aguante de la víctima y de nuevo Moacir Barbosa forzado a reinventar su paciencia. “Si no hubiese aprendido a contenerme cada vez que la gente me reprochaba lo del gol, habría terminado en la cárcel o en el cementerio hace mucho tiempo”. Vuelta al suspiro, vuelta al recuerdo y vuelta a la exculpación; viviendo en pecado sin haberlo cometido, buscando la redención entre un circo de miradas inquisidoras. “No fue culpa mía”, vuelve a repetir. “Éramos once”.

Filigranas de la vida; le condenaron por un campeonato perfecto. Barbosa murió en vida la tarde del dieciséis de julio de mil novecientos cincuenta, minutos antes de que le concedieran el trofeo como mejor portero del mundial ¿El mejor portero del mundial culpable de todo? Imposible. Es la misma afirmación que defendió hasta el día de su muerte. “Imposible”, volvió a repetir la noche del siete de abril del año dos mil, mientras sus ojos se cerraban para siempre y el semblante descansaba, por fin, tras cincuenta años de amargura. La prensa brasileña se hizo eco de la triste noticia reflejando un titular: “La segunda muerte de Barbosa”. Ilustrativo, explicativo, emotivo, injusto.

Durante décadas, y aún hoy para la mayoría de brasileños que sobrevivieron al tiempo y al desastre, aquel mundial no lo perdió Brasil sino que lo perdió Barbosa. Es la sensación que quedó en el aire y contra la que tuvo que luchar el viejo portero durante toda su vida. Cariacontecido, se sentaba en cualquier banco del parque y observaba el vuelo de los pájaros. En cierto modo, él había sido como ellos, un soñador con alas, un Ícaro que voló demasiado alto y no supo atajar la pelota en el vuelo más rasante.

Había atrapado todas menos una. Por arriba, por abajo, en duelo directo y en disparo lejano, cabezazos a bocajarro y despejes desafortunados, colocados y mordidos, rectos y curvos. Incluído aquel penalti detenido a Labruna en el cuarenta y nueve y que había coronado a Vasco como campeón sudamericano. Había sido el mejor portero de Brasil; el mejor de la época, el mejor de siempre.

El presidente de la federación le llamó a su despacho, había llegado la hora de la jubilación y Barbosa tomó sus bártulos para despedirse por siempre de Maracaná. El mismo estadio que le condenó para siempre había sido su lugar de trabajo durante los últimos cuarenta años. El césped bien cuidado, el material siempre repuesto, los vestuarios adecuados para los futbolistas, las gradas dispuestas para los aficionados. Regates del destino, defenestrado primero y condenado a cuidar el estadio después. En su último día de trabajo en el estadio más grande del mundo le ofrecieron la portería maldita como regalo y Barbosa reunió a los pocos amigos que le quedaban para ofrecerles un ritual. Tomó los dos postes, el larguero y la red y prendió fuego a sus males y sus recuerdos en el patio de su casa. Creyó espantar los malos espíritus, más solamente borró una pequeña gran parte de la historia del fútbol.


Repudiado en las concentraciones, señalado en los mercados y expulsado de los bares donde intentó tomar una taza de café acompañada de nostalgia. Barbosa terminó muriendo solo y sumido en la pobreza. Incomprendido y triste, desamparado y desconocido. Poco antes de caer en el sueño eterno dejó testamento de sus pesares delante del último micrófono que visitó su aposento: “En Brasil, la pena mayor de cárcel que establece la ley es de treinta años. Yo hace casi cincuenta que pago por un delito que no cometí”.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Mito padre de un mito

Imponer una modernidad necesita del triunfo de una revolución y toda revolución necesita una nueva inventiva, capacidad de sorpresa y ganas de romper con el pasado. En el fútbol cada revolución modernista ha sido un paso hacia delante y el primero en avanzar dos pasos en la línea defensiva fue el triestino Cesare Maldini.

Suele ocurrir que los clásicos recelan, por miedo a la novedad, de la intención revolucionaria de algunos jugadores. No suele ser así cuando descubren el tope de sus capacidades competitivas. Nereo Rocco fue uno de los personajes más importantes del Milan en el siglo XX. Técnico de férreas pretensiones y clásica escuela, hizo del Milan un equipo rocoso y difícil de ganar. En ataque basaba sus bienes en el instinto creativo de Nils Liedholm y Juan Alberto Schiaffino. Para su defensa confió en las pretensiones de grandeza del joven Cesare Maldini.

En su debut como rossonero ayudó a destrozar a su querida Triestina, en su primera temporada ya se consagró como el mejor defensor italiano y durante toda su carrera creó escuela y abrió las puertas a los defensores técnicos, participativos y orgullosos de ejercer en la zona de atrás. Maldini sacaba el balón con limpieza, se permitía florituras y en su cabeza llevaba memorizados cada uno de los movimientos del delantero rival. Por ello, el día que se enfrentó a Eusebio en la final de la Copa de Europa de 1963 asumió el reto como un partido más trascendental que la final en sí; Eusebio apenas pudo tocar la pelota y el Milan se convirtió en el primer equipo italiano en alzar la orejona de los campeones continentales. Y el gran Cesare estaba allí, capitán al mando y director de orquesta. Si los grandes equipos se forman desde atrás, aquel Milan era mitad talento, mitad energía defensiva y dos italianos tenían la culpa de todo; uno era un imberbe descarado llamado Gianni Rivera, el otro era un corpulento defensor, alma, espíritu y corazón, llamado Cesare Maldini.

Pero el tiempo suele pasar dejando ocultas las huellas de cada camino. Las esquirlas de cada zancada y los ecos de cada celebración se fueron apagando y hoy ya nadie recuerda a ese señor espigado y con la mirada caída como uno de los tres mejores defensas centrales italianos de la historia. Nadie identifica ya a Cesare Maldini con el jugador que vistió durante más de trescientos partidos la camiseta rossonera, ni con sus famosas “maldinates” convertidas en regates furibundos en el área propia. El tiempo, la vida y el fútbol tienen memoria hasta donde alcanza la sonrisa y hoy, el capitán milanista de los años sesenta es, simplemente, el padre de Paolo Maldini. La estirpe de un hombre deja una cima difícil de alcanzar; los logros de un padre son un reto para un hijo, los logros de un hijo son un orgullo para un padre.