lunes, 29 de octubre de 2018

Regalar un tiempo

Los análisis en caliente conllevan reacciones extrapolables. Uno puede mirar al resultado y hacerse cruces con la pataleta o puede analizar las fases del partido y encontrar un motivo para la esperanza. El gran error del Madrid, más allá del desborde mental de los últimos minutos, fue el de regalar cuarenta y cinco minutos. Más allá del arranque de furia y orgullo de los primeros veinte minutos del segundo tiempo, jugar a remar contra uno de los mejores equipos del mundo es como salir a correr después de haberte disparado en el pie. El Barça, durante el primer acto, entendió el juego de presión como el camino de baldosas amarillas. Inocuo en el juego y extrañamente incompetente, el Madrid miraba e intentaba buscar a Bale sin saber, aún, si el galés entró en el partido. Pero, más allá de la manita, quedaron veinte minutos de apogeo en los que el equipo arrancó el cuajo y soltó la anarquía. El problema de jugar a cara o cruz contra el Barça es que, por más que domines, siempre habrá un momento en el que te encuentren la espalda. Valverde interceptó el éxtasis con los cambios y supo que, si había que correr hacia adelante, nadie mejor que Dembelé para dar frenesí al ataque. Era un cara o cruz. Modric y Suárez dispararon al palo, Benzema cabeceó fuera en posición favorable y Suárez cabeceó dentro en posición forzada. Los días, como los bombones de la caja de la película, son dispares y caprichosos. El día que entran, entran. Hace días comenté, ante el mal estado de forma de Suárez, que los futbolistas se recuperan jugando. El uruguayo había reencontrado las sensaciones y ayer reencontró el gol. El marrón de Lopetegui acabó en el peor escenario posible. Pero los que hemos visto muchas veces esta película sabemos de sobra que, cuanto peor está el Madrid en noviembre, más favorito se convierte de cara a marzo.

viernes, 26 de octubre de 2018

El Maradona de los Cárpatos

La anarquía es la condición esencial de cualquier espíritu libre. El motor de arranque desde el que depositar los sueños y, sobre todo, las pretensiones. El lugar común donde, si se cruzan el talento y la condición, implosionan los entusiasmos. Porque al tipo que juega para ser feliz no se le puede pedir nada más que una sonrisa.

Gica Hagi gobernó Rumanía con una pierna izquierda colosal. Tan impresionante fue su aparación que, comparaciones mediante, los más aplicados le bautizaron como "El Maradona de los Cárpatos". No tenía el genio precursor del Diego, ni la milimetricidad en su pierna izquierda, pero allí vivía un cañón y de su cañón vivió gran parte de su leyenda. Conducía la pelota con la cabeza alta, filtraba pases de cuarenta metros y ejecutaba goles desde larga distancia.

No supo gobernar en Madrid porque su condición no era la de un líder al uso. Necesitaba sentirse arropado, protegido, casi mimado. Por ello, tampoco supo encajar en el esquema pragmático que Cruyff quiso dibujar para él, porque él no quería asociarse a una posición, sino a un lugar llamado libertad. Por ello, más allá de su aventura en Brescia, donde realmente supo ser feliz fue en Turquía.

Porque allí no le dieron galones, le dieron la pelota. Y Hagi, con la pelota, era el hombre más feliz del mundo. Llegó siendo casi un señor mayor, pero, probablemente, el Ali Sami Yen jamás vio un futbolista igual. Su legado vive en la memoria de Sisli, el distrito turco donde impartió clases de magia y fabricó goles, aún hoy, inolvidables.

Porque al tipo anárquico hay que darle libertad. Al hombre libre hay que darle una pelota. Y al hombre feliz, sólo hay que dejarle dibujar una sonrisa.

jueves, 25 de octubre de 2018

Balones de oro: Florian Albert

El hijo del herrero se convirtió en futbolista y el futbolista terminó convirtiéndose en estrella. Lo que nadie pronosticaba es que la estrella, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en leyenda. La vida de los humildes está trufada de pequeños momentos que, gota a gota, van rellenando el vaso de la mitificación. Florian Albert no ganó nada con su selección, es más, jamás pasó de los cuartos de final de un mundial y, sin embargo, sigue siendo idolatrado como el mejor jugador de la historia del Ferencvaros. Allí, donde jugó desde su adolescencia, se retiró con honores mientras las alabanzas recorrían cada rincón del planeta. Le conocían como "El Emperador", y como un César en tierra magiar, supo gobernar su ego convirtiendo su fútbol en denominación de origen.

Albert tenía doce años cuando Hungría perdió la final del mundial de Suiza. Aquel día decidió ser futbolista de verdad. Aprendió a moverse sobre el campo como lo hacía Hidegkuti, el tipo que volvía loco a los defensas con sus movimientos improbables. Tras la huída a occidente de la mayoría de estrellas de aquella selección, el fútbol húngaro se quedó huérfano de estrellas. Entonces apareció Albert, casi adolescente, con la camiseta verde del Ferencvaros. En el lugar idóneo y el momento preciso. Allí ganó cuatro ligas pero, sobre todo, ganó el respeto de la mayoría de aficionados al fútbol. Verle jugar era como disfrutar del mejor espectáculo de baile.

Así lo expresaron los aficionados ingleses, aquellos que ya habían quedado asombrados por la magia húngara en el inolvidable partido del siglo de 1953, el día que Hungría derrotó a Brasil en Goodison Park. Cuando Albert dio la tercera asistencia de gol, la gente se puso en pie y comenzó a corear su nombre. Quedaba claro que, Pelé ausente, el fútbol más espectacular se jugaba en los pies de aquel chico húngaro.

Pero Albert ya había jugado un mundial antes de aquel de 1966, había sido en Chile, cuatro años antes y, pese a no superar la barrera de los cuartos de final, había terminado el torneo como máximo goleador. Y es que Albert, un futbolista fino y elegante como muy pocos, había sido, ante todo, un magnífico goleador. Era un diez que goleaba como un nueve, un jugador que conocía los espacios y atacaba desde atrás. Avanzaba tirando paredes y con conducciones vertiginosas y, generalmente, era el finalizador de sus propias jugadas gracias a su terrible disparo con ambas piernas. Tan impresionante fue su legado que, poco después de retirarse, el estadio de Ferencvaros fue rebautizado con su nombre.

Aquellos cuatro goles en Chile provocaron que su nombre fuese apuntado en todas las agendas. La Copa de Ferias de 1965 ganada en un inolvidable partido a la Juventus bajo la lluvia de Turín, le consagró como un futbolista importante. Y la exhibición ante Brasil en la fase de grupos del mundial de Inglaterra terminó de consagrarle como ídolo. De aquella manera, era sólo cuestión de tiempo que la fortuna del reconocimiento terminase llamando a su puerta. En vísperas de la Navidad de 1967 una llamada le anunció que iba a ser galardonado con el Balón de Oro que le acreditaba como mejor jugador europeo del año. Y es que, pese a la ausencia de grandes logros, Albert dignificaba el juego como pocos sabían hacerlo. Decían que se arrugaba ante los duros marcajes y que, en muchas ocasiones, los grandes escenarios le superaban, pero cando tenía el día bueno era un auténtico escándalo. Conocía el juego y lo jugaba como nadie. Dormía la pelota y la manejaba como ninguno.

Jugó en setenta y cinco ocasiones con la camiseta de su país, con la que anotó treinta y un goles, a sumar a los doscientos cincenta y cinco que anotó con Ferencvaros en los dieciocho años que vistió su camiseta. Con dichos números, es difícil no imaginar por qué se convirtió en ídolo. Pero su legado llegó más allá de las estadísticas. Fue un caballero de la pelota que jamás fue expulsado y, por su forma de jugar, el diario inglés  "The Independient", le bautizó como "el aristócrata del deporte".

Su estrella se fue apagando, poco a poco, desde que el Leeds le ganase al Ferencvaros la final de la Copa de Ferias de 1968, pero atrás quedaba el recuerdo de las grandes noches europeas cuando, cada vez que un equipo visitaba el estadio de Ferencvaros, asistía, asombrado, a la exhibición imponente de un tipo que entendía el fútbol como un juego y que hacía del juego un espectáculo. El hombre que sacó a Hungría de su letargo después de que la nostalgia sumiese al país en un amago de depresión.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Ausencias

La costumbre conduce a la saciedad de tal manera que creemos que la voluntad social durará para siempre, porque siempre estará ahí ese tipo capaz de ponernos en el asombro, porque siempre estará ahí ese talento que conseguirá hacernos saltar de nuestros asientos. Cuando el tiempo pasa y los ídolos se marchan, es cuando somos conscientes de que lo que creíamos costumbre era tan sólo un maravilloso ciclo que, como todos, termina perdiéndose en las entrañas del pasado.

Tanto habíamos hablado, en los pronósticos de preaviso, del primer clásico sin Cristiano en las últimas diez temporadas que, al final, por las vicisitudes del juego y la causalística del destino, terminaremos asistiendo a un clásico sin Cristiano y sin Messi. Hablar de ausencias, muchas veces, conduce al camino fácil de la excusa. No podemos extrapolar este caso al de las pérdidas sencillas, pues hablamos, sin ninguna duda, de los dos jugadores más influyentes de lo que llevamos de siglo.

Cristiano le aportó al Madrid en gol con mayúsculas, pero, sobre todo, le aportó una dosis de competitividad sobre la que cimentó muchos de sus grandes éxitos. El tipo fue creciendo desde la expectativa y terminó convirtiéndose en la pieza angular donde se cimentaban los proyectos, porque en sus pies estaba siempre el remedio contra el fuego. En un Madrid monocromático de otoños fríos e inviernos desoladores, siempre aparecía el mago de la primavera para sacar los conejos de sus chisteras. De sus goles surgió la fortuna de un equipo que no se cansó de ganar a lo grande.

Messi, más que el gol, le aportó al Barça el alma. El chico de cubría el frente de ataque en sus primeros años, hubo de reciclar su juego y, además de hacer de él mismo, hubo de obligarse a hacer de Messi e incluso de Iniesta. Su radio de influencia se hizo más grande y consiguió que el equipo terminase dependiendo exclusivamente de él; porque él no sólo ponía el juego, sino que también ponía el gol. De esta manera, cualquier mal partido de Messi, terminaba con el Barça en la lona y cualquier ausencia terminaba convirtiéndose en un drama incluso antes de llamar a la esperanza.

Y así andan las aficiones a cuatro días de su partido más importante. Unos, desangelados por la falta de gol y otros desesperanzados por la falta de su líder. Más allá de las percepciones, deberíamos cerrar los ojos e intentar simular un partido. No saldrá como imaginamos porque al final entran en juego mil conceptos y, sobre todo, el talento individual. Dicen que el Madrid está depresivo. Puede ser cierto. Pero si en algún momento puede ser capaz de recuperar su estima es enfrentándose a su gran rival contando con la ausencia del único futbolista capaz de hacerle sentirse superior.

martes, 23 de octubre de 2018

El maquinista de la general

El fracaso es el punto de partida idóneo para afrontar cualquier revancha, para dictarse una reivindicación, para ahuyentar un fantasma, porque desde el fracaso se aprende a perder, pero se aprende, sobre todo, a saber ganar. Porque nadie que no haya tragado barro, escupido arena o resbalado sobre césped sintético, sabe realmente el valor que tiene un gol en la élite.

Sólo los obstinados son capaces de derribar un muro cuando les han emparedado en la prisión de las ligas inferiores. Son muchos los ejemplos de grandes futbolistas que quedaron en el camino y que no tuvieron ese punto de encuentro que les permitió ingresar en el club de los elegidos. Otros sin embargo, no supieron aprovechar su oportunidad, y entre el pequeño grupo que tuvo la suerte de reingresar al lugar mágico, destacan aquellos que hicieron de la humildad virtud y del trabajo su modo de vida.

José Luis Morales es un ejemplo más de aquellos batalladores que hubieron de curtirse en campos de tierra. Como el niño que sigue jugando en su barrio, sigue eliminando rivales con la cabeza siempre pendiente del balón. No es el más veloz, ni el más técnico, ni el más goleador, y sin embargo juega a cien por hora, viste los espacios de ocasión y se ha convertido en el mejor estilete de su equipo. Porque sabe que el fútbol, como cualquier juego, no se puede dejar al azar y, por ello, nada mejor que conocer el detalle para enfrentar el momento.

En un estado de forma descomunal y en una edad en la que muchos comienzan a ver las orejas al lobo, Morales ha confirmado el ejemplo de la cultura del esfuerzo. No dejar nunca de creer y, sobre todo, aprovechar las oportunidades. Su tren llegó tarde, pero supo subirse en marcha y ahora se ha convertido en el maquinista de la general. El sábado silenció el Bernabéu, aquel campo en el que soñó jugar de niño y que le despidó con honores el día que terminó de convertirse en hombre.

lunes, 22 de octubre de 2018

El Real Madrid entra en barrena - por Juanma Trueba

Hay tres protagonistas. El primero es Lopetegui. Su continuidad en el cargo depende de la agilidad del club para encontrar un sustituto. Y no es un presagio, sino una deducción. Su destitución ya se barajó después de perder contra el Alavés y ahora cuesta imaginar un repentino ataque de paciencia; la pistola ya está cargada. El siguiente actor principal fue José Luis Morales. No se recuerda un náufrago tan entusiasta ni un fugitivo tan animoso. Morales se bastó para poner en jaque a la defensa del campeón de Europa (ganó la copa hace cuatro meses, aunque parezcan cuatro años), quién sabe si con la íntima motivación del niño que no fue seleccionado cuando hizo las pruebas para entrar en el Real Madrid. El último papel le corresponde a Oier Olazábal, un guardameta criado en el Barcelona y que en abril de 2015 recibió nueve goles en el Bernabéu, entonces como portero del Granada. También él ajustó cuentas con el pasado.

Antes que por el fútbol, el Real Madrid fue vencido por el destino, no hay tozudez como la suya. Todo lo que podía ocurrir sucedió en los primeros 16 minutos. Un gol de Levante, un penalti a su favor poco después tras consulta al VAR y un gol anulado al Real Madrid por el mismo procedimiento. En una frase resulta fluido (relativamente) pero no lo fue en absoluto. Las esperas de cada decisión se hicieron eternas y el partido se dejó de jugar en el Bernabéu para trasladarse a una habituación repleta de televisores. Es fácil imaginar el sofocón de los árbitros en la sala, los cafés derramados y las manos sudorosas. Tampoco es difícil solidarizarse con los aficionados que aguardaban a que alguien les autorizara a celebrar o deprimirse.

El primer gol del Levante fue una descripción de su escueta hoja de ruta: balones largos a Morales. En esta ocasión fue Postigo quien lanzó al delantero, que aprovechó la indecisión de Varane para batir a Courtois. El plan se repitió una y otra vez, y en cada repetición Morales sembró el pánico, porque además de correr sabe esperar, esto le diferencia de los galgos y las avestruces. Oirán que no dejó de dar carreras, pero en realidad no dejó de pensar. Su partido fue espléndido, manejado como lo hacen las grandes estrellas, consciente de las necesidades de su equipo y del paso del tiempo.

Los nervios merecen más líneas. Casi desde el primer instante, el partido estuvo condimentado con esa angustia que atenaza el cuello y luego se instala en los antebrazos, o en las piernas que de pronto sostienen mal. Ni siquiera cuando el Levante consiguió el segundo gol gracias a un penalti catódico existió la sensación de que el partido estaba resuelto; más bien al contrario. El marcador señalaba el nivel del desafío que debía afrontar el Madrid para completar la proeza, no tan lejana porque su rival, con 80 minutos por delante, daba inequívocas señales de ser endeble en defensa, especialmente en los balones altos.

No tardamos en recordar que el Real Madrid no tiene goles porque se los llevó Cristiano. De manera que los asedios deben ser recalculados. Las proezas quedan ahora mucho más lejos. Además, se ha instalado en las mentes de los jugadores una pesadumbre que afecta directamente a la confianza y que se manifiesta en los remates imprecisos y en los postes, en ese infortunio que se confunde con el desacierto sin que sepamos decir quién empezó antes. Y no resto méritos a las paradas de Oier. Aunque estuvo inseguro en el juego aéreo, tanto como sus defensas, repelió el resto de disparos, como si en lugar de nueve heridas hubiera ganado aquella tarde de 2015 nueve vidas que gastar en el Bernabéu.

El gol de Marcelo a falta de 20 minutos hubiera asegurado al menos el empate en cualquier otro momento. Pero ya digo que el pasado ha dejado de ser referente. La opulencia de antes es ahora una sequía que bate récords. El derechazo de Marcelo dejó la racha sin goles en 480 minutos, la más elevada en la historia del club.

Apenas se notó la intervención de Bale, falto de forma, que entró en el descanso por Odriozola. Más reseñable fue la aportación de Benzema, asistente de Marcelo y un peligro constante dentro del área, casi siempre como ideólogo y casi nunca como ejecutor. El problema es que había un muro más alto que el del Levante. Se ha construido en la propia cabeza de los jugadores que, por primera vez en muchos, años, se sienten expuestos a las desgracias que antes sufrían los demás.

Cuando el árbitro pitó el final del partido, el público no supo cómo sentirse, seguramente porque no encontró a quién echar la culpa. El entrenador no ha tenido apenas tiempo para equivocarse. Los jugadores son los de siempre y el delantero reclamado, Mariano, jugó de titular. No faltó actitud ni se bajaron los brazos. Es otra cosa. Algo extraño, indefinible. Tal vez fútbol, la otra cara.

viernes, 19 de octubre de 2018

Trabajo de Klopp

El buen entrenador siempre tiene algo de psicólogo eficiente. Es importante manejar los conceptos imprescindibles, eso se da por descontado; ser un genio en la táctica, en la estrategia y en el planteamiento de los partidos y, para que el plan se ejecute con precisión, contar con un magnífico preparador físico. Pero todo el plan se vendrá abajo si los futbolistas no están realmente convencidos de su valía.

Cuando el Liverpool contrato a Jurgen Klopp con el fin de reflotar una nave a la deriva, lo hizo teniendo en consideración el excelente trabajo realizado en el Borussia Dortmund. En Alemania, Klopp, que como jugador se había convertido en abnegada leyenda del Mainz 05, levantó a un equipo en horas bajas hasta devolverlo a la élite. Y lo hizo desde el trabajo táctico y psicológico. De esta forma fue convirtiendo a un puñado de jugadores de perfil bajo en excelentes futbolistas por los que se terminó peleando media Europa.

En estas circunstancias, faltaba por saber qué sería capaz de hacer Klopp en una liga más exigente y en uno de los equipos con más urgencias históricas del fútbol mundial. El Liverpool, que hacía solamente año y medio había rozado el título de liga, se desintegraba poco a poco después de perder a sus dos futbolistas referentes en ataque. Después de perder los goles que Suárez y Sterling habían asegurado durante un par de magníficas temporadas, el equipo cayó en una depresión alarmante. No sólo había perdido el juego, es que ni siquiera sabía a qué debía jugar. El naufragio se llevó por delante a Brendan Rodgers y hubieron de agarrarse a la tabla de Klopp como penúltima excusa para no ahogarse en el océano.

Si había un futbolista en la plantilla del que la afición había esperado una constante progresión que no llegaba, este era Philippe Coutinho. Hábil, rápido e inteligente, Coutinho pertenecía a una saga de futbolistas especiales que solamente sabe parir un país como Brasil. Fichado por el Inter de Milán cuando era un adolescente, pudo demostrar parte de su valía en su paso por la liga española vistiendo la camiseta del Espanyol. Aquello fueron pequeños detalles de un chico que prometía grandes tardes de fútbol. Engullido por la presión de un equipo en crisis constante, aterrizó en Inglaterra para cambiar de país, pero no de exigencia.

El Liverpool era un equipo que había dejado de ganar, pero con una historia detrás tan gloriosa que exigía un máximo de competitividad. Huérfano de goles y de juego, había perdido tres cuartos de su alma después del adiós de su eterno capitán. Si había un hombre en la plantilla capaz de volver a ilusionar a Anfield, este era Coutinho. El problema es que ya nadie creía en él. Nadie, excepto Jurgen Klopp.

En aquella historia que recomenzó con el trabajo psicológico de su entrenador, Coutinho encontró mil trampas que fue esquivando gracias a su talento. Nadie podía apostar su fortuna por un par de partidos cuando queda más de media temporada por delante, pero los que vimos su pequeño resurgir en el Liverpool, disfrutamos de un Coutinho sin corsés. Un tipo que se sentía importante y un futbolista con ganas de convertirse en la estrella que muchos le dijeron que podía llegar a ser.

Ya se sabe que un buen entrenador debe ser un buen psicólogo. Recuperar la autestima de los futbolistas es un paso fundamental a la hora de recuperar la pasión por competir. Este Barça de Valverde, como el Liverpool de Klopp, es un equipo que vive en el precipicio de la obligación, pero el tipo parece merecer tanto la pena que, durante un tiempo, mantendremos el deseo de verle crecer. Con Coutinho en el frente, junto a Messi, el Barça debe seguir queriendo ganarlo todo, porque hace años que vive obligado a alcanzar lo máximo. El problema de jugar junto a Messi es que, acostumbrarse a la resuloción ajena, suele conducir al acomodamiento. Ya les ocurrió a otro. Por ello, mientras termina de desperezarse, seguiremos esperando al futbolista que resurgió con Klopp.

jueves, 18 de octubre de 2018

Desde el silencio


El silencio es el lugar común donde se escriben los mejores guiones, donde se imaginan los mejores actos de amor y donde se interpretan las mejores melodías de seducción. Desde el silencio somos capaces de reflexionar, de inventar y de admirar. Hay tanto ruido en el exterior que, en ocasiones, somos capaces de sorprendernos a nosotros mismos cada vez que descubrimos una nueva partitura. El maestro de ceremonias nos ha puesto en pie y nos ha tocado el alma. Y nos llegamos a preguntar, pero ¿dónde estaba este tipo?

El genio siempre ha estado ahí, aunque no le hayamos visto. Aunque no le hayamos percibido. El tipo que todo lo hace bien pero no le importa ocupar el rol de secundario. El hombre silencioso que cuando tiene que dar un paso al frente lo hace sin traumas porque sabe que tiene el talento suficiente como para acaparar todas las miradas. Adiós al hombre gris. Hola al genio que enciende todas las luces y nos hace ver todo de diferente color.

Hoy poca gente se acuerda, pero a Andrés Iniesta le costó mucho afianzarse como titular en el Barcelona. Durante un lustro hubo de verse abocado a convertirse en complemento; un parche necesario ante la política de alineaciones consensuadas. Siempre por detrás de Xavi y Deco en el medio y acudiendo al rescate de las ausencias de Ronaldinho o Messi en la parte delantera, Iniesta se convertía en un chico de los recados que igual acudía al quite que lo hacía al regate. La gente solicitaba su presencia, pero siempre había un Edmilson, un Van Bommel o un Giuly que le cortaba el paso.

Cuentan que un día Guardiola acompañó a Xavi al campo de entrenamiento de los jugadores de categoría cadete. Desde la banda le señaló a un chico escuálido, de mirada huidiza y que arrastraba los pies mientras buscaba la pelota. “Tú me vas a retirar a mí”, le dijo. “Pero ese chico te retirará a ti”. El chico era Andrés Iniesta. Un niño que trataba de pasar desapercibido fuera del campo pero que dentro era un dechado de virtudes. Tantas que, pocas semanas después de aquello, el entrenador del primer equipo, Serra Ferrer, le llevó a entrenar junto a las grandes estrellas del equipo. Tenía quince años y apuntó algunos buenos detalles. Terminada la sesión, el propio Guardiola obligó a sus compañeros a saludar al chico. “Este es Andrés Iniesta. Deberíais darle la mano porque algún día estaréis orgullosos de haber podido entrenar con él”.

Ante semejante derroche de admiración no era de extrañar que fuese Guardiola el primer técnico en otorgar galones de verdad a Andrés Iniesta. El tipo que era indiscutible en la selección antes que de serlo en su club. El que había ganado el corazón de sus aficionados, pero no el de sus entrenadores. Para ello, su nuevo entrenador hubo de limpiar la plantilla de condicionantes y prescindió de Deco, de Edmilson, de Van Bommel, de Giuly y de Ronaldinho. Tenía claro que el futuro del equipo pasaba por la evolución de dos tipos que él consideraba como irrepetibles. Lío Messi y Andrés Iniesta. El primero aún tenía veintiún años, pero el segundo ya había cumplido los veinticuatro.

Desde aquel momento, Iniesta se convirtió en imprescindible. Asumió que Messi era la estrella en su equipo y que la selección tornaba alrededor de Xavi Hernández. Consagrado aquel y retirado este, se vio obligado a asumir el rol de protagonista y lo hizo con la mayor naturalidad del mundo. Han pasado ya diez años desde que nació aquel gran Barça de Guardiola, aunque a muchos les parezca un mundo, y aquel chico terminó convirtiéndose en el hombre a través del cual gravitaba el juego de una de las mejores selecciones del mundo. Y Andrés, que parecía seguir flotando en silencio sobre el césped, manejaba el tiempo y el espacio con la soltura de un Jedi. Adoctrinaba a sus jóvenes padawans y utilizaba la fuerza para hipnotizar a los contrarios. El hombre silencioso que jubiló a Xavi y del que muchos aún se sienten orgullosos por haber podido entrenar con él, se convirtió en el ídolo de toda una generación. Y lo hizo a su manera, sin estridencias y componiendo partituras de emoción. El silencio se hace grande cuando lo maneja Andrés Iniesta, y eso se observa en los ojos ensombrecidos de sus nuevos compañeros. Cuando él habla, los demás callan. Cuando ellos hablan él escucha. Y sigue jugando. Y sigue componiendo.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Seña de identidad

La sublimación del arte se desarrolla en momentos de improvisación y se plasma en instantes de puro ingenio. Existen tipos capacitados para la batalla, otros nacen predispuestos al trabajo y los hay tan abnegados que terminan siendo ídolos por el simple hecho de la insistencia. Pero para la genialidad no sirve cualquiera. Para el asombro, para la inspiración más pura existen una serie de tipos tocados con la varita mágica de la condición.

Dennis Bergkamp fue un tipo demasiado frío para sufrir y demasiado talentoso para desgastarse en carreras incoherentes. Como el galgo que acechaba, enjuto, el momento de acechar, ahorraba sus esfuerzos para sus momentos de área grande. Allí, donde el nerviosismo convertía en pólvora la ansiedad, él detenía el mundo e inventaba barbaridades.

Rebotado del físico fútbol italiano de los noventa, recaló en el incipiente Arsenal de Wenger para recuperar su fútbol y entusiasmar con su causa. De estilete fino en Amsterdam, llegaba rebotado de Milán convertido en un sospechoso habitual. Las acusaciones eran tan falaces como incoherentes; incompetente, incapaz, insostenible. Intentaron exprimir sus defectos mientras obviaban cuales eran sus virtudes. El talento, como concepto implícito de su condición, desbordaba cada uno de sus actos. Sublimó el fútbol y puso en pie a Londres mientras debaja boquiabierta a toda Inglaterra. Y alcanzó su momento más sutil el día que enfrentó a la defensa del Newcastle e inventó un regate que, por inmortal, terminó convirtiéndose en una seña de identidad.

martes, 16 de octubre de 2018

También se puede perder

Cómo dijo el analista, ni antes éramos tan buenos ni ahora somos tan malos. En esta fea costumbre nuestra de analizarlo todo desde el propio ombligo, tendemos a olvidar que muchas veces nos jugamos los trastos contra otro equipo y que el otro equipo, igual que el nuestro, también juega y también tiene sus bazas. España, que murió por homicidio y no por inanición, se encontró enfrente a un equipo que había trabajado el partido y cumplió su plan a la perfección. Presión en el medio y juego directo tras recuperación. Muchas veces, los planes más sencillos resultan los más difíciles de ejecutar.

Como el fútbol es un juego de contrastes, se puede interponer una línea de tres atacantes dispersos para atormentar a una línea de cuatro zagueros en zona de nadie. Luis Enrique ordenó adelantar las líneas para no dejar respirar a los ingleses, y el plan hubiese surtido efecto si Saúl y Thiago hubiesen sabido gobernar la zona ancha, pero allí, en el campo de minas programado por Southgate, terminó implosionando el juego inglés. Cada pérdida era una contra letal que terminaba en un mano a mano contra De Gea. El portero, vendido ante la adversidad, no pudo sino mirar como el balón perforaba sus redes una y otra vez.

Lo que arregló España en la segunda parte fue más el problema coyuntural que el conceptual. Debió aprender, al menos, que si todos reman, el barco avanza. Inglaterra, con un botín suculento, se aculó en tablas y la roja supo que, para las remontadas sólo sirven los arrebatos de orgullo. Lo intentaron hasta el último suspiro y por ello no podremos reprocharles nunca nada. Hay una enorme diferencia entre morir nadando contra la marea a morir tan sólo con la pose. Aquella tarde en Rusia ante el anfitrión fue el ejemplo perfecto de cómo no se debe perder. Lo de anoche, en Sevilla, fue el ejemplo perfecto de que, por muy claro que lo tengas, también se puede perder.

lunes, 15 de octubre de 2018

Manu

La memoria es el lugar donde se instala la complacencia, el sitio común al que recurrir cuando la añoranza preside el desengaño. Una zurda mágica, un toque de distinción, una vaselina al portero adelantado. Nada más bello que una ejecución certera cuando los nervios aprisionan el estómago, nada más espectacular que una definición ajustada cuando el delirio se contrapone al deseo.

El Athletic que yo conocí era un equipo campeón por los cuatro costados. Competía como el león que representaba su imagen, sufría como un luchador en la arena, celebraba como un niño el día de su cumpleaños. Dirigidos por Javi Clemente, como una hueste imperial, arrasaba campos con victorias y críticas con jugadas conceptuales. Pelota directa, segunda jugada, balones cruzados y apariciones esporádicas. Y entre medias de aquel frenesí, un tipo que ponía la pausa.

Manu Sarabia jugaba con las medias caídas y el porte desgastado de quien parece no ponerle ganas. Era lo contrario a la furia que alimentaba al equipo y lo inherente a la clase que promulgaba el escudo. Jugaba entre líneas, tiraba paredes, abría al extremo y, en más de una ocasión, encontraba el lugar preciso para vacunar al portero con la precisión de un cirujano.

Fue héroe en Sevilla el día que España fue portada en el mundo tras arrollar a Malta con un arrebato de pasión y fútbol. Fue héroe en Canarias el día que el Athletic subió al cielo y regresó a la ría con un campeonato que se hacía de rogar. Y fue héroe en Bilbao después de que su gente le viese llorar como un niño después de cumplir el sueño de su vida. Un jugador de club que se marchó por la puerta de atrás después de un encontronazo con el tipo que se creyó más fuerte que él. Lo que Clemente no supo es que los héroes son tipos que dibuja la gente y contra el corazón no se puede provocar una lucha incontrolada.

lunes, 8 de octubre de 2018

Impaciencia

La impaciencia es la dueña del desgobierno, es la cerradura donde encaja la llave de la desilusión, la esencia del pesimismo. La impaciencia es un viaje escarpado porque todo lo queremos con premura, porque todo lo deseamos sin condición.

No hace más de veinte días, el Sevilla era decimosegundo, a un punto del descenso y a ocho de la cabeza. Surgieron los agoreros y afloraron los pesimistas. Renacieron los viejos fantasmas y se creyó que el proyecto, por viciado, ya se había podrido. Nadie quiso ver connotaciones más allá de la derrota y hubo que esperar a que el equipo se asentara para que se descubriese que, más allá del horizonte, había un camino correcto.

Más complicada es la misión en los equipos poderosos. Acostumbrados a ser caballo de Atila y quemar la hierba a su paso, cada pinchazo es un rejonazo en el orgullo y, sobre todo, es una brecha en la frente. Porque la soberbia, generalmente, les convierte en ciegos y, cuando el sol les deslumbra, creen que siguen en Ítaca y son incapaces de asimilar que lo suyo es una odisea.

No tardarán en retroactivarse porque al final, como vasos comunicantes, viven en constante conexión. Se alimentan de los fracasos del rival y, poco a poco, Messi mediante en un caso y talento abrumador en el otro, irán activando mecanismos para acomodarse en la zona alta de la tabla, pero a todos debería servir el ejemplo del Sevilla porque cuando la herida se infecta, nada mejor que apretar los dientes y buscar remedio. Los lamentos, como las excusas, son sólo pólvora para el viento.