viernes, 25 de noviembre de 2011

Pichichi

Había en Bilbao un niño que jugaba en la campa de los ingleses y cuyo físico se asemejaba al de un pichón. Jugaba contra chicos mayores e intentaba colarles el balón entre las piernas mientras dibujaba goles de fantasía en aquellas porterías fabricadas con piedras y montones de arena. Los chicos le llamaban "pichichi" por su físico y el mundo le conoció por aquel apodo mientras fue incrementando su leyenda, primero en los descampados, más tarde en Lamiaco, luego en Jolaseta y, por último, en San Mamés. Templos de vida y memoria. Como aquella que se vistió de luto el día que, agonizando en su lecho, buscó la solapa de su compañero Domingo Acedo para pedirle el último favor: "Chomin, cuida bien de mi mujer y mi hija". Murió joven, en su estela dejó un palmarés trufado de copas del Rey y campeonatos nacionales. Entonces no había liga nacional pero sí había lágrimas para llorar su pérdida; tenía veintinueve años y el Athletic le encargó un busto a Torre Berástegui que, desde entonces, decora la entrada a la zona señorial del estadio y junto al que, como tradición, todos los equipos que visitan San Mamés por vez primera, han de rendirle homenaje en forma de ramo de flores.

Pichichi fue un futbolista de una pieza que no tardó en alcanzar fama y fortuna. Formó parte de la selección española que obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920 e incluso anotó uno de los goles que sirvieron para derrotar a Holanda y certificar, para la gloria patria, aquel segundo lugar que, durante muchos años significó un techo casi inalcanzable para nuestro fútbol. Se trataba de un jugador peculiar, listo, hábil y con una extrema facilidad para llegar al área en situación ventajosa. No tardó en convertirse en el ídolo de la afición del Athletic y en el futbolista más famoso del País Vasco. No en vano, los artistas le buscaron para inspirar en él sus obras de arte. Ejemplo de ello es el famoso cuadro de Aurelio Arteta, titulado "coloquio en los campos de sport", en el que se ve a Pichichi cotejando a una dama, así como la coplilla que, para celebrar los campeonatos, compuso la cupletisa Teresita Zazá y que rezaba así: "Empezando por Pichichi, terminando por Apón, Alirón, Alirón, el Athletic campeón".

En 1916, en el "periodo de entreguerras" que signficaban los meses en los que no había campeonato regional, el Athletic dirimió dos partidos amistosos contra el Fútbol Club Barcelona. Los resultados dejaron claro quien era el mejor equipo del país en aquel momento: Nueve a uno y ocho a cero. Diecisete goles de los cuales, Pichichi firmó siete. Por entonces, Bilbao era la cuna del fútbol español y todo el mundo señalaba con el dedo a aquel joven flaco que jugaba siempre con un pañuelo blanco anudado en la cabeza para evitar heridas con los costurones de la pelota. Nadie podría adivinar entonces que pocos años después, el tifus acabaría con su vida y que en su memoria, el diario Marca, inauguraría un trofeo con su nombre con el que premiarían al máximo goleador de la Primera División española.

Pichichi empezó a vivir del fútbol con dieciocho años cuando quería ser abogado y se retiró con veintinueve porque quiso ser árbitro. Dejó los libros y las aulas de la Universidad de Deusto para cumplir su sueño y el de cientos de hinchas y, once años después, colgó las botas para tomar un silbato que jamás llegó a soplar. Invadido por la nostalgia que le producía el balón, se negó a cumplir aquel sueño espontáneo y se dijo que el arbitraje era para quien tenía vocación. Lo suyo fueron los goles; anotó setenta y ocho en ochenta y nueve partidos jugados con el Athletic. Cuando alcanzó fama y gloria la gente dejó de señalarle como al sobrino de don Miguel de Unamuno para pasar a corear el nombre de Pichichi como el del auténtico Mesías del fútbol bilbaíno.

Él fue el primer futbolista en marcar un gol en el estadio de San Mamés; en el templo de dioses y hombres que se alza majestuoso en el barrio e Zorroza y en el que aún resuenan los ecos que aclamaron a sus mitos. Hubo un día en el que Rafael Moreno Aranzadi, alias "Pichichi", se convirtió en uno de ellos. Quizá le dolieron las primeras críticas y se dejó perder por los primeros reproches. El caso es que un día, joven y en forma, decidió decir adiós al fútbol. Meses más tarde, en una celebración familiar, comió una ostra en mal estado que le produjo un tifus mortal. Tenía veintinueve años, una vida por delante y un pasado imposible de olvidar. No le olvidan quienes, aún en la ignorancia, le nombran cada vez que ven la imagen del máximo goleador del momento. Pichichi no era un nueve, pero dio sobrenombre a los amos del área rival. Es la recompensa de los inmortales; dejar su nombre grabado en la memoria colectiva y en el muro de la posteridad.

martes, 22 de noviembre de 2011

Las vidas del gato

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh_elj0hcvpL3Ouv0Sdat4sZDzuW5_bm5oiv9t9xfFgZbukGACL7NCvbN6kPYglaoU5NnEIUrdrgr4rRAvwukDPfUvzkPsaW9-sCC8S4s0F6BDrl35dSq05UjdbLvKEr0XFpo7i3AQiXgs/s1600/torres_chelsea.jpgEn la mirada de un gato viejo, ojo cerrado por una cicatriz, garras despuntadas y lametazos inconstantes sobre un lomo despeinado, encontramos el ardor de mil aventuras sobre tejados adversos, la pasión de cien persecuciones por la acera en busca de la gata del vecino y el rencor, en forma de roneo, por todas aquellas tardes a la sombra de un árbol mientras imaginaba el sabor del gorrión que cantaba sobre la rama.

El futbolista viejo, como el gato que defiende panza arriba su honor y su memoria, cuenta sus vidas en forma de rachas; las hubo buenas, malas y regulares. "Como todo en esta vida", se atrevería a decir cualquier hijo de vecino. El futbolista que nació joven, con la expectativa cosida a la espalda a sólo un centímetro del número, sabe que los tejados están poblados de tejas podridas, trampas escondidas y chimeneas encendidas bajo un humo asfixiante. Por ello, la madurez del que supo ser estrella al tiempo que promesa, está plagada de recuerdos, arrepentimientos y coros de voces que, en muchas ocasiones no le dejan ver la realidad. Escoger la senda adecuada, escuchar la palabra correcta y saber empezar de cero se convierten en momentos vitales a la hora de empezar una nueva vida. El futbolista, como el gato, sueña con el gol que canta sobre una rama, con la victoria del vecino, con conquistar callejones de fortuna y comer raspas de oro sobre titulares ensalzantes.

El problema viene cuando la séptima vida asoma tras los ecos de la penúltima esquina. Todos los tejados han sido recorridos, todos los pájaros han sido cazados y todas las vecinas han sido conquistadas ¿Quedan más jugadas, más goles, más oportunidades para el asombro? En ocasiones quedan años, sueños y recorrido, pero quedan dudas, preguntas y debates. El futbolista viejo defiende su honor y su memoria, aquí está mi hoja de servicios y allí vuestras palabras ¿Pero que ocurre con el futbolista joven que ha agotado todas sus vidas? A su alrededor deja de sonar la música, los agoreros aparecen tras los rincones y las tertulias se convierten en la ocasión perfecta para jugar a la diana con su nombre.

Desde que Fernando Torres abandonó el Liverpool su camino ha transcurrido por un tejado minado, ha tropezado con el sistema, con la responsabilidad, con el pasado y con las expectativas. Su mal juego, traducido en sequía goleadora, se extiende a sus participaciones en la selección y hay quien ya le ha fabricado una caja de pino cuando solamente tiene veintisiete años. Las seis vidas anteriores las gastó sacando a un equipo del infierno, revalorando un oso y un madroño, diciendo adiós entre lágrimas y promesas, reiventándose, ganándose un nuevo crédito y afrontando una aventura hacia lo desconocido. La séptima vida llega en su esplendor y, sin embargo, la involución parece estar clamando por la llegada del apocalipsis.

Acabado o no (yo no lo creo), desacreditado o no (para mí no) o desenchufado o no (para mí desubicado), lo cierto es que este verano toca reválida y Torres afrontará, una vez más, el mismo reto que le situó en un escalón por encima de los altares. Pero la bula no es eterna y la Eurocopa no es una pachanga, más allá del pasado y el crédito, viven el presente y la realidad, y ésta dicta que el viaje a Polonia se debe ganar en el campo y hasta ahora, Torres, no lo está haciendo.