jueves, 6 de abril de 2017

El verdadero valor del logro

Regenerarse es un ejercicio demasiado complejo como para tratarlo como una banalidad. Muchas veces alcanzamos el éxito e incluso la excelencia y no nos proponemos mirar hacia otro lado porque la felicidad nos impide mirar más allá de nuestro ombligo. Pero en este mundo globalizado en el que el fútbol se ha convertido en el aparato de poder de mercaderes y operadores de cable, el mejor postor, al final, termina por llevarse a las piezas más codiciadas.

Resulta complicado, pues, para equipos cuyo lugar en la élite es más circunstancial que perenne, conseguir encauzar un ciclo ganador y saber superar las crisis con el ánimo de quien se sabe poderoso. Los cambios son traumáticos y si conllevan una revolución, aunque sea por obligación, lo son mucho más. No sólo no es fácil llegar, lo realmente difícil es mantenerse.

Durante meses nos hablaron del Sevilla como el adalid del fútbol moderno. Un equipo vigoroso, pleno de entusiasmo y con un entrenador con vocación ofensiva. Los mimbres, en principio, sonaban de manera excelente. Tocaban tambores de guerra y el Sánchez Pizjuán era un fortín. No sólo eso, sino que el equipo recuperó algo que había perdido durante sus últimas temporadas; la fiabilidad en los partidos de fuera de casa. Lo que ocurría, más allá de los augurios, es que el equipo, aparte de un buen grupo, era un compendio de futbolistas que jamás se habían visto en vicisitudes similares.

El Sevilla sigue siendo un muy buen equipo más allá de las caídas competitivas. Sus futbolistas son excelentes, su entrenador sigue siendo el mismo loco feliz que aplaudíamos en diciembre y sus aspiraciones, más allá de boutades fuera de contexto, siguen siendo las mismas con las que comenzó la temporada. A estas alturas no está ni más cerca ni más lejos de lo que debería estar; en cuarta posición y a tres puntos de la tercera ¿Qué ha ocurrido, pues, para que hayan saltado las alarmas en torno al Sevilla? Más allá de la realidad, ha ocurrido lo de siempre; la alta expectativa que se genera en torno a los resultados y el optimismo exacerbado implícito en la misma.

Pero la realidad es mucho más dura que la expectación. La realidad es que, Real Madrid y Barcelona aparte, a cualquier equipo de la liga le resulta extremadamente difícil mantener una regularidad de nueve meses por más ilusión que pongan en el empeño. Porque es una liga de dos poderosos que gobiernan con puño de hierro, que debilitan las plantillas de los demás fichando sus mejores jugadores y porque, gracias a ello, mantienen, año a año, dos auténticos All Star en liza con los que saber y poder competir durante toda una temporada. La caída del Sevilla durante el último mes no tiene por qué hablar mal de su plantilla y de su entrenador. Estar cuarto y con aspiraciones de ser tercero a ocho jornadas del final es una posición excelente vista con perspectiva. Si algo pone en valor, sobre todo, es el extraordinario mérito de la liga ganada por el Atleti hace tres años. Porque subirse a la barba de Atila y Alarico no sólo no es fácil siendo un simple guerrillero, es una hazaña de valía colosal.

martes, 4 de abril de 2017

La victoria del cruyffismo

El Barça ha sido durante muchos años un club a la deriva, rodeado de una masa social con un pesimismo recalcitrante y con tantos complejos que no era capaz de mirar hacia el frente y buscar las ciento una oportunidades que tenía frente a sus ojos. En sus dos mayores agonías, un tipo huesudo, de mirada intuitiva y andares chulescos llegó a la ciudad para salvar la catástrofe. Primero llegó como jugador y abrió los ojos al aficionado. La segunda vez lo hizo como entrenador e instauró un monumento en el Camp Nou. Porque aquella manera de jugar el fútbol se convirtió en una patente tan particular que, durante años, no hubo equipo capaz de imitar el estilo.

La revolución iniciada por Cruyff se explica mejor desde la derrota que desde la victoria. Hoy todos los clásicos mencionan al Ajax de los setenta y el cero a cinco en el Bernabéu como los principales puntos de inflexión del fútbol en general, primero y, segundo, del Barcelona en particular. Pero el camino se inicia el mismo día que Alemania le gana la final de la Copa del Mundo a Holanda y el planeta termina de soñar con utopías.

El modelo de fútbol total holandés fue engullido por un grupo de alemanes que, justo ese año, empezaron a dominar la Copa de Europa. En el setenta y ocho, la aguerrida argentina volvió a vencer a Holanda justo en el momento en el que el fútbol británico, tan directo y emocional, empezó a dominar el continente. Cuando la década de los ochenta llegaba a su fin, y los equipos italianos se habían apoderado del fútbol convirtiéndolo en un aburrido ejercicio sin lugar a la improvisación, no quedaba ningún vestigio de aquella revolución que había comenzado en Amsterdam un par de décadas antes.

Para entender el Cruyffismo, habremos de situarnos en una de las fechas claves de la historia del fútbol moderno. Una simple final de Copa podría haberlo cambiado todo. El presidente Núñez había llegado a un acuerdo para el regreso de Venables y la cabeza de Cruyff, ya entrenador del Barcelona, pedía del hilo del resultado. Una derrota en aquel partido contra el Madrid, y el holandés regresaría a casa como un loco iluminado que fracasó en el intento. Y aquel no era un Madrid cualquiera, era el mismo equipo que había arrasado en la liga anotando ciento siete goles e igualando el récord de cinco ligas ganadas de manera consecutiva. Prácticamente invencible en España.

El resultado final de aquel partido ha quedado en el tiempo como una mera anécdota comparado con las consecuencias del mismo. El Barcelona no solamente ganó un título, sino que ganó un estilo. Cruyff se mantuvo en el banquillo e impuso un magisterio que aún, a día de hoy, impera en el libro de estilo del Fútbol Club Barcelona. Un estilo al que agarrarse en los malos momentos, un estilo que pasa por la circulación del balón, la apertura del campo y la presión alta. Un estilo que ha convertido al Barça en el club más reconocible a nivel mundial.

Pero el camino hacia la excelencia no fue fácil. Mientras el Barça plasmaba en el césped una manera de ver el fútbol menos superficial de lo que estábamos acostumbrados a ver, en las grandes competiciones, los rudos alemanes y los precavidos italianos seguían dominando el fútbol. Para colmo de males, el tradicionalmente exquisito Brasil vulgarizó su juego y aquel paso atrás le sirvió para ganar su cuarto campeonato mundial. Como para no creer en el juego de precaución y choque. Mientras Barcelona se convertía en la aldea de Astérix, el fútbol mundial viraba hacia un lugar muy efectivo pero mucho más antipático.

El equilibrio, ese grial tan deseado por miles de entrenadores a lo largo de la historia, para Cruyff significaba tener la pelota. Para ello, apostó por un tipo de jugador que estaba en las antípodas de lo moderno. El tipo pequeño, liviano, con el centro de gravedad bajo que utilizaba la cabeza antes que el cuerpo y ejecutaba lo que le pedía la inteligencia antes de lo que le pedía el corazón. Todo era cuestión de pensar. De saber pensar.

Bajo la premisa de la técnica y la inteligencia antes que el físico, llegaron a la Masía chicos como Iniesta, Cesc o Messi. Pero antes que ellos ya había llegado Xavi. Xavi era, sin saberlo, el más cruyffista de todos los futbolistas. Su batalla, como la de Cruyff, fue la más dura de librar. Cuando subió al primer equipo, el reinado de Guardiola languidecía y todos le señalaron como el nuevo cacique del centro del campo. Con unas condiciones técnicas más dotadas para la libertad que para la sujeción, Xavi sufrió en sus carnes la ira de los predicadores. Ni tenía el físico ni las condiciones para jugar como pivote y, sin embargo, en cada partido se dejaba el alma, daba un clínic con la pelota e intentaba esconder sus defectos con una mal entendida capacidad de sufrimiento.

Las entreguerras nunca fueron un periodo fructífero para el Barça, pero terminan siendo positivas porque le obligan a mirar atrás. Y atrás está Cruyff. Está el estilo. Y Xavi era el alma de ese estilo. Entenderlo solamente era cuestión de encontrar a la persona adecuada. Rijkaard dotó al Barça de ese equilibrio cruyffista del que adoleció durante un lustro e hizo regresar el fútbol por la puerta grande al Camp Nou. Lo que reinició Rijkaard lo sublimizó Guardiola y raramente se hubiese entendido dicha sublimación sin la presencia en el equipo del pequeño Xavi Hernández.

La revolución de los pequeños condujo a la selección española a un cambio de estilo y mentalidad. Dirigidos por el ya consagrado Xavi, una maravillosa sinfonía integrada por tipos antes improbables como Iniesta, Cesc, Cazorla, Mata, Pedro, Silva y Navas, entre otros, consiguieron hacer realidad los sueños imposibles del aficionado español. España no solamente fue campeona de Europa y del mundo, lo fue con un fútbol tan espectacular que enseñó al resto del mundo que aquello que pintaban como una bicoca; lo de jugar bien y ganar, era posible.

Esa España no hubiese sido posible sin Cruyff. Él sentó las bases de un fútbol que, aunque nos parecía quimérico, se convirtió en una seña de identidad. Primero en Barcelona, después en España y, seguidamente, en el resto del mundo. Cuando Alemania perdió frente a España la final de la Eurocopa de 2008, Joachim Low supo que aquel era el estilo a imitar. Durante años el fútbol se había empeñado en el choque y continuación. Un estilo muy respetable. Hubo entrenadores que quisieron imponer la belleza, pero se dieron de golpe contra el pragmatismo. Les llamaban soñadores y románticos. Como si soñar con el romanticismo fuese pecado. Pero cuando los profetas de lo aburrido dejaron de ganar, volvieron la vista hacia lo bello y cayeron en la cuenta de que la funcionalidad no debía estar reñida con la estética.

Entonces, la Alemania que durante años había vivido de la segunda jugada, la que competía cada parcela del centro del campo con un puñado de músculo, la que anotaba un gol tras cada bostezo, la que había ganado a Holanda la final de 1974, se convirtió en campeón del mundo tratando la pelota como si fuese un tesoro, dejando para la historia un uno a siete a Brasil en su propia casa que se convertirá, por derecho, en uno de los tesoros de la Copa del mundo. Díganme ustedes si eso no es una victoria del Cruyffismo.

lunes, 3 de abril de 2017

La disyuntiva

La disyuntiva es esa herramienta de doble filo que el entrenador debe manejar con soltura y habilidad con ambas manos. La mano derecha, como rey en plaza, debe ser usada para que los vasallos, convertidos en este mundo mediático, en niños ricos con hambre de acaparación, cumplan sus órdenes a rajatabla y solamente se salten el guión para producir excesos maravillosos. La mano izquierda, al contrario, debe ser usada con precisión para lograr que no quede suelta ninguna pieza del engranaje. Ya sabemos como se las gastan los futbolistas; a más prensa más ego, a más ego, más necesidad de sentirse imprescindible.

Durante la segunda temporada de Ancelotti como entrenador, el Real Madrid funcionó como un reloj desde septiembre hasta enero. Encadenó una racha de triunfos tan impresionante que hizo temblar los cimientos del libro Guiness de los records. Su contundencia, establecida en la parte superior del vértice de ataque, se acomodaba en la línea de creación. Allí, mientras a Kroos le respetó el físico y a Modric le respetaron las lesiones, se bulló un fútbol vertiginoso y, en ocasiones, deslumbrante.

En aquella línea de creación, apareció el colombiano James Rodríguez para dotar al equipo de una nota de distinción que lo convertía definitivamente en diferente. Muchos disintieron del fichaje debido a su alto precio. Daba la sensación de que se pagaba ochenta millones por un tipo por el simple hecho de haber hecho un par de apariciones espectaculares en el mundial. Pero el tiempo, una vez más, fue ese imparcial juez que dio razones a quienes creyeron en el colombiano.

James es un tipo listo que conoce como pocos los conceptos del juego. En su caso, del buen juego. Aprovecha su falta de velocidad para tirarse a un costado y arrancar hacia adelante con paredes. En su caso, encontró dos socios perfectos en Benzema y Marcelo. Sabe poner la pelota en el área en el momento preciso y, si se presenta la ocasión, golea con belleza porque tiene un toque de balón excepcional.

Todo pareció venirse abajo cuando James se lesionó del tobillo recién nacido el año 2015. Quedaba un mundo por disputarse y de los pies del colombiano habían nacido casi la mitad de las jugadas de gol del equipo. Pero la preocupación se tornó en menor cuando apareció en liza el malagueño Isco Alarcón.

Isco es un futbolista completamente diferente. Menos centrocampista que James, es más habil en la conducción, más desequilibrante en el regate y más rápido para filtrarse entre líneas. Mientras Modric y Kroos sujetaron al equipo, Isco pudo jugar con libertad y mostró lo mejor de su repertorio. Se hizo habitual de los vídeos de Youtube y la red se inundó de sus pequeños detalles: rabonas, caños, taconazos, sombreros.

Pero Isco es un jugador menor cuanto más se aleja del área. Cuando hubo de asumir más responsabilidad en la creación es cuando se vieron sus carencias. Falto de físico y de entendimiento, sus conducciones se convertían en interminables y cuando llegaba al borde del área encontraba al rival armado, por lo que le costaba un mundo convertirse en el genio creativo de meses atrás.

Comprobadas las carencias, resultó lógico que Ancelotti volviese a apostar por James cuando este se recuperó de su lesión. El equipo no volvió a la fiabilidad de antaño porque Modric seguía en la enfermería y a Kroos se le acabó la gasolina. Pero durante algunas semanas se atisbó la esperanza de que el equipo podía regresar a la excelencia del primer tercio de curso. Quedaba claro que para el 4-4-3, James era más útil porque era mejor como centrocampista.

Ahora, sin embargo, hemos comprobado que las piezas, para Zidane, encajan de una manera completamente diferente. El francés le ha utilizado, con éxito, en el 4-4-2 que pergeña cada vez que el malagueño hace acto de aparición. Teniendo en cuenta de que la BBC sigue siendo poco más que innegociable y que el medio sigue siendo gobernado por Modric y Kroos, Zidane, que habla poco pero piensa bien, ha sabido adaptar las condiciones de Isco a los partidos menores.

Y es aquí donde aparece la disyuntiva de Zidane y su capacidad para manejar al futbolista con ambas manos. Para un puesto donde el mediapunta juega con respaldo, Isco es un futbolista ideal, porque podría convertirse, bien arropado por detrás y con dos o tres tipos por delante, en una versión reciclada del mejor Valerón que vimos en el Dépor. Un regateador insultante y un pasador excelso con una gama de recursos a la altura de los mejores. James, por el contrario, sería capaz de aportar al equipo ese factor que tan contento pone a los entrenadores: equilibrio. Y, además, ese punto de fantasía que vive en su pierna izquierda y que le convierte en distinto a los demás. Pero más allá de las características queda el poso del peso que ambos jugadores tienen en la plantilla. A día de hoy, con James apartado de la competitividad y con Isco en fulgurante ascenso, queda saber cual es el papel real de ambos en la mejor plantilla del mundo, porque más allá de su ordinario o extraordinario rendimiento, queda la sensación de que cuando el equipo se juega los garbanzos, ambos son carne de banquillo y que el once de gala de verdad, ese que se recuerda de carrerilla por jugar clásicos, derbis y finales, no cuenta en ningún caso con su presencia.

Zidane tiene, pues, a dos peloteros únicos y un esquema que parece invariable. Es un tipo enfrentado a una disyuntiva maravillosa. Querría saber cómo encajarlos y pese a su rendimiento aún no sabe en qué lugar situarlos. Algunos creen que entrenar tantos egos es un ejercicio de maquiavélica habilidad, un viaje en la cuerda floja con el éxito como único objetivo. Pero habría muchos lobos de banquillo que venderían su piel por estar en el pellejo del francés.