lunes, 30 de junio de 2008

La consecuencia de hacer bien las cosas

A menudo me sorprende lo fácil que es conseguir que la gente se olvide de todo, se entregue a una sonrisa y salga a la calle a celebrar por todo lo alto lo que piensa es el cumplimiento de sus sueños. La vida requiere matices tan sencillos que basta que otros hagan bien su trabajo para que nos sintamos las personas más dichosas del mundo; una parada de Casillas, un penalti marcado por Cesc, una carrera suicida ganada por Torres y todo el mundo a gritarle al mundo que España es la mejor del mundo y que los españoles estamos más contentos que unas pascuas.

Resulta muy común, en nuestra vida de depredadores de momentos, no vivir ajeno a la costumbre. Debe ser por ello que cuando Alemania rompió los pronósticos eliminando a Portugal, la vida permaneció igual en las principales ciudades del país teutón. Los que están acostumbrados a los grandes logros solamente celebran títulos. Otros, menos habituados a la tensión competitivo de las últimas rondas, viven en una continua cuerda floja sin saber controlar su vértigo. Sucede, en la mayoría de las ocasiones, que el oficio de equilibrista le viene grande al valeroso y la caída termina siendo tan espantosa como criticada. Pero cuando apretar los dientes, mantener la distancia y acortar los pasos dan el resultado deseado y se llega al lado opuesto de la cuerda sin sustos ni rasguños, la misión se convierte en heroicidad y las caras se tiñen de rojo y amarillo para dar color a nuestros gestos. No habíamos ganado nada y ya nos sentíamos amos de nuestro propio destino; es lo malo de no haber aprendido a ganar.

Durante años nos entretuvimos tirándonos de los pelos, desvirtuando nuestras mejores características y obviando nuestros defectos con la intención de vender intereses y esconder las verdades. Vivíamos tras el lamento de un codazo sangrante, de un par de penaltis fallados, de un árbitro que no quiso ver un balón que no salía del campo… y lo disfrazamos de maldición. Como aún no está demostrado que la nigromancia sea parte del juego y que el Olimpo tenga su propio favoritismo a la hora de repartir la gloria, hubo unos cuantos que preferimos pensar que nuestro momento no llegaba porque no teníamos los mimbres para alcanzarlo. Se habló de Clemente, de Camacho, de Luis y se crucificó al director de orquesta por el simple hecho de no conseguir lo que otros tampoco habían conseguido. Pensábamos que por tener equipos campeones, nuestra selección también debería serlo y olvidamos que quien gana es porque hace bien las cosas y sabe administrar su talento. Ahora nos sorprendemos de todo aquello porque la fórmula era aún más sencilla de lo que pretendíamos entender y porque ganar, para los que pueden, también resulta sencillo; era lo malo de haberse acostumbrado a perder.

miércoles, 25 de junio de 2008

Actor secundario, espectador principal

Hay muertes que solamente inquietan a quienes aman la historia, que pasan desapercibidas para el mundo global pero significa un hilo de dolor y nostalgia para los que un día fueron testigos de grandes gestas. Hay corazones que se paran con motivo y sin eco y hay otros que se paran de viejos y consiguen resucitar una palabra de recuerdo escondida bajo el manto de la hazaña. Por ello, el día que se paró el corazón de Roque Gastón Máspoli, todos supieron que con él, moría una de las páginas más gloriosas del fútbol uruguayo y una de las páginas más hermosas del fútbol mundial.

Para los que simplemente escucharon su nombre, saben que Máspoli fue el portero de Uruguay en el famoso Maracanazo. Para los que le adoraron, saben que Máspoli es el nombre en mayúsculas de Peñarol de Montevideo. Como portero titular lo ganó todo y como entrenador también. Su aurea de mito, su conocimiento y su verbo pausado guió al equipo carbonero a convertirse en el mejor equipo del planeta y en un auténtico clásico de memoria encendida y alineaciones de carrerilla dentro del fútbol mundial.

En aquel día lejano de 1950, a Máspoli le tocó sufrir, temblar y disfrutar. Sufrir primero ante la imposibilidad de atajar el picudo disparo a bocajarro de Friaça. Temblar después de ver como sus compañeros de equipo y selección Schiaffino y Ghiggia remontaban el marcador. Y disfrutar al fin alzando la copa al cielo junto a la imponente figura del capitán Varela. Dicen que Máspoli fue un tipo sobrio, sin alardes, pero muy sabio y seguro. Conocía el puesto y el puesto le conocía a él. No bastaba más que atajar y seguir jugando. Al fin y al cabo, seguía siendo fútbol.

En los años que sobrevinieron a su retirada, Máspoli se convirtió en alma y voz de Peñarol. A los ocho títulos que consiguió como jugador, sumó otros cinco como entrenador coronando su trayectoria con los títulos sudamericano y mundial conseguidos en 1966 cuando un equipo de ensueño fue capaz de derrotar a River Plate en verano y al Real Madrid en invierno. Si Máspoli ya era leyenda, tras aquellos logros los hinchas le canonizaron.

Y canonizado quedó aquella tarde de 1994 después de que su corazón dijese basta y se marchase en busca de su amado capitán Varela y su admirado Schubert Gambetta; “Sin él no hubiese habido Maracanazo", dijo más de una vez. A Máspoli le chutaron menos aquella tarde de lo que hubo de atajar después por medio de la palabra. Desmintió epopeyas y recordó nostálgico cada minuto. Siempre sonriente, siempre portero, siempre inmortal. Puede que haya alguno capaz de disputarle el título de mejor arquero uruguayo de la historia, pero ningún otro arquero puede discutirle su posición de leyenda. Y es que Roque Gastón Máspoli; gordo, autoritario y atajador, fue único.

martes, 10 de junio de 2008

Razones a posteriori

No quisiera resultar sospechoso de florentinismo. Nadie más que yo ha criticado el sentimiento de soberbia, desprecio y despopularización que sufrió el Real Madrid durante el mandato de Florentino Pérez; un hombre que tuvo más sueños que grandeza y vendió más quimeras que realidades.

No quiero resultar sospechoso porque aún en mi critica y mi rechazo al modelo absolutista del “ser superior”, nace este post como un conato de sorpresa y una voz alentadora hacia algunas de las verdades que, a posteriori, han terminado dando a Florentino la razón en sus desaciertos.

En plena fiebre de soberbia y en pleno apogeo de grandeza por los goles de Ronaldo y el recuerdo del gran gol de Zidane, tras ganarle la liga a una impresionante Real Sociedad y tras permitirse el lujo de despedir a su entrenador y su capitán, Florentino saltó a la palestra por enésima vez para descartar el fichaje del argentino Gabi Milito. Se escudó en las palabras del doctor Del Corral para alegar que su rodilla no sería capaz de aguantar la alta competición y las voces populares se precipitaron para asaltar el gesto despectivo. Dijeron que el motivo era la poca mediatización del defensor y le echaron en cara el fichaje del “cojo” Woodgate. Todo fueron tallos con espinas; la derrota en la final de Copa con Milito en plan mariscal, el hundimiento del Titanic en un último mes desastroso y la galactización de una plantilla cansada de ganar. Le volvieron a recordar lo de Milito y él volvió a recurrir a las palabras de su médico. Nadie le creyó. Hasta que un lustro después Laporta requirió sus servicios como refuerzo de lujo en la zaga azulgrana y la rodilla del argentino hizo crack. Lesión sin rotura, amplios meses de baja sin resentimiento previo. Resultaba que su rodilla no estaba capacitada para aguantar la alta competición.

En plena espiral de derrotas, errores y reproches enfrentados; después de que Mónaco, Zaragoza y Valencia fuesen capaces de demostrar que la fiera no era indomable, Florentino se permitió el lujo de descartar la recuperación del goleador africano Samuel Eto’o. Eto’o, que durante varias temporadas estuvo demostrando que era un goleador más que válido para jugar en el Real Madrid, se pronunció a favor de la oferta del Barça por hacerse con sus derechos y Florentino con la última palabra en la mano confió en la presencia de Ronaldo como bestia inamovible en el ataque madridista. Cuando todos vieron la afrenta se lanzaron a la yugular del presidente y este, como en otras ocasiones a la hora de justificar el visible error, se escudó en lo que le habían contado y no perdió vuelo para afirmar con voz rotunda que “les hemos metido una bomba dentro del vestuario”. Aquello sonaba más a excusa barata que a auténtica capacidad para retener a quien podría haberles hecho más grandes, sonaba más a bravata que a reconocimiento, sonaba más a quitarse un peso que a afrontar las realidades. Hasta que un lustro después el Barça muere de éxito y el Eto’o se revuelve contra el mundo porque ni entiende ni le entienden. Nadie le mira, nadie le habla y la gente protesta. Eto’o no sabe cual es su papel en el Barça y el Barça no sabe qué hacer con Eto’o. Y es que da la sensación de que su presencia es como una bomba dentro del vestuario.

En plena depresión post éxito, cuando el equipo murió de celebridad y los papeles terminaron mojados y los sueños volando con el viento, Florentino desarrugó su chaqueta para sentarse ante la prensa y decir adiós. Fue una de sus mejores obras como presidente, porque tras haber pronosticado el cielo y haber visitado el infierno, supo que su ciclo había terminado y decidió decir adiós dejando el club en una crisis insostenible. En su despedida, dejó clara una consigna en forma de pecado a expiar y como si se tratase de una lección a la que aferrar el aprendizaje dijo: “Les consentí demasiado”. Era cierto. Consentidos, desamparados y desmotivados, los jugadores del Madrid arrastraban la camiseta blanca por los estadios de España y en cada aficionado se descubría una mirada de vergüenza que buscaba el pasado como mejor escaparate en el que reflejarse. Hasta que un lustro después, Joan Laporta deja suelta su correa en el mostrador de sus errores se ven los pecados de su enemigo. Les consintió demasiado y Barça también murió de éxito.

Ajeno y libre de sospecha ante el cumplimiento de los pronósticos florentinianos, a Joan Laporta se le puede considerar inocente en el juicio por la acusación de los dos primeros casos. Como todo aficionado, pensó que el ex presidente blanco había tirado más de tópico inculpador que de auténtico recurso justificativo. Que Milito terminara rompiendo su rodilla sonaba a lotería. Que Eto’o terminara comiéndose el ego de sus compañeros era algo esperado pero prioritariamente controlable. Que se consintiera de más a un equipo en la cima de su éxito, solamente es reprochable al presidente, mucho más viendo como el propio rival se lo avisó en su caída y como en la toma de apuntes no se prestó atención a la lección de las mediocridades. Ahora se quiere empezar de cero e intentamos mirar de nuevo al lado contrario para rendir balances de resultado. El Madrid, tras su caída, también quiso empezar de cero y la afrenta costó un par de años y cientos de críticas. Ya sabe Laporta lo que le espera. De primero, una moción de censura. De segundo, una censura a su gestión. De postre, resultados de incierta censura. Lo que es culpa suya será tenido en cuenta a la hora de achacar errores y lo que no es culpa suya también porque una vez izada la víctima hacia el cadalso, el verdugo solamente buscará la sangre que justifique su sed de razonamiento.

jueves, 5 de junio de 2008

Este no es mi Atleti

Me gusta escuchar la radio durante mi jornada laboral; alterno música, noticias y deportes e intento estar al tanto de todo. En mis trayectos de ida y vuelta, juego con las emisoras que tengo memorizadas en el coche y el martes tocó Onda Madrid. Eran las siete y pico de la tarde y Poblador emitió un corte de la presidenta del Rayo. Doña María Teresa se vanagloriaba del crecimiento de su club mientras asistía a la inauguración de la nueva ciudad deportiva del rayito. Fue en esas que soltó una perlita que me hizo reflexionar seriamente; algo así como "Nuestro objetivo, con el tiempo, es poder ponernos a la altura del Atleti. A la altura del Madrid no podremos llegar, pero a la del Atleti sí". Inmediatamente comencé a imaginarme la cantidad de mensajes que los oyentes rojiblancos comenzarían a enviar en contra de María Teresa Rivero. Pero ella no tiene la culpa de nada. Nos empequeñeció de palabra, sí, pero los que realmente deben pagar nuestra ira son los que nos han empequeñecido de hecho. Intenté componer un post mientras la radio seguía sonando de fondo y simplemente se me ocurrió comparar el Atleti del que yo me enamoré con el Atleti que hoy no enamora a nadie.




El Atleti de mi infancia era raza, lucha, pundonor, juego y sacrificio. Al menos esos son los valores que me enseñaron a amarlo y es lo que representaban el grupo de futbolistas que nos defendían por el hecho de mantener cosido de por vida, el escudo del Atleti en el lado del corazón. El Atleti de mi infancia era contragolpe y gol, cal y canto, grito y abrazo. El Atleti de mi infancia era la herencia de Heredia y Ayala, de Pereira y Leivinha, por eso, el Atleti de mi infancia era carácter y fútbol, dientes apretados y sonrisa confiada.

El Atleti de mi infancia era Arteche y Landáburu y Marina y Rubio y Pedraza. Recuerdos de álbumes de cromos a medio rellenar y de partidos de domingo donde jugar en el Calderón era una baza segura. El Atleti de mi infancia jugaba por la gente, sufría con orgullo y ganaba por constancia. El Atleti de mi infancia rozó una liga, ganó una Copa y perdió una Recopa. El Atleti de mi infancia era un equipo de cantera, de sentimiento, de goles insistentes y de alineaciones de memoria.

El Atleti de mi infancia era Navarro (o Mejías), Votava, Ruiz, Arteche, Quique Ramos, Pedraza, Landáburu, Julio Prieto, Rubio, Marina y Hugo Sánchez. A veces jugaba Balbino y otras veces jugaba Mínguez. Por allí también estaban Robi y Juanjo y el virtuoso Dirceu. El Atleti de mi infancia era Luis Aragonés con el pelo plateado enojándose en el banquillo y José Luis García Traid exclamando impotencia por el robo de una liga. El Atleti de mi infancia eran derbis de infarto, victorias locales y asaltos visitantes. El Atleti de mi infancia era una camiseta de algodón llena de pelotas y con un número nueve de escai cosido a la espalda.

El Atleti de mi infancia era Don Vicente Calderón llegando al rescate de la nave y Alfonso Cabeza hablando más que logrando e insultando más que ganando. El Atleti de mi infancia era la mirada de mi padre prendida de ilusión con su viejo transistor pegado a la oreja. El Atleti de mi infancia era escuchar a mi hermano pequeño recitar de carrerilla goles y alineaciones. El Atleti de mi infancia fue un equipo, un motivo y una coartada perfecta para volver a clase cada lunes con una sonrisa de satisfacción.

El Atleti de hoy está descolorido, irreconocible, se ha olvidado de lo que un día fue y no sabe qué debe volver a ser. Está representado por una nueva generación de aficionados que, moldeados por el gilismo, están convencidos de que el mundo conspira en nuestra cuenta, que perder es divertido y que somos el pupas. El Atleti de hoy ni juega ni gana, ni promete ni engancha, ni celebra ni sueña. El Atleti de hoy es Agüero y Forlán, y por detrás, un grupo de futbolistas que ni saben a lo que juegan ni conocen el escudo que llevan cosido en su camiseta.

El Atleti de hoy no tiene espíritu ni memoria. Un presente indigno aferrado al sueño de una ronda previa que aún no sabemos que deparará. El Atleti de hoy no es un seguro de vida ni una vida asegurada. El Atleti de hoy no es pleno, no es contagioso, no es racional. El Atleti de hoy no sabe por qué juega, hace mucho que no ve pasar un título de cerca y ya no disputa finales. El Atleti de hoy no cuida su base, contrata mercenarios y nadie es capaz de jugarse el pellejo por un signo suyo en la quiniela.

El Atleti de hoy viene de vuelta de mil fracasos; sorbe la mediocridad que implantaron futbolistas de medio pelo, perdona a quienes lo ficharon y mira con aplomo la vida pasar. A Luis García y a Reyes se les olvida jugar al fútbol y cada defensa fichado es un motivo para la mofa. El Atleti de hoy han sido decenas de entrenadores que no cuajaron, decenas de ideas que soliviantaron y decenas de derrotas que empequeñecieron al club. El Atleti de hoy no sabe lo que es ganar un derbi, ni entiende lo que es un derbi, ni se pone en la piel de un aficionado el lunes después de un derbi. El Atleti de hoy es el recuerdo de Torres representado en un puñado de camisetas que lloran la ausencia y el engaño de quienes lo vendieron sin explicar por qué.

El Atleti de hoy son Gil Marín y Enrique Cerezo; la venta del estadio y un proyecto tras otro arrojado al cubo de la basura. El Atleti de hoy son las canas de mi padre representando cada disgusto y los puntapiés de mi hermano al aire cada vez que un partido acaba en nada. El Atleti de hoy se busca y no se encuentra, se tiene y no se sujeta, da un paso y se trastabilla. El Atleti de hoy tiene mi sonrisa y mis lágrimas, mis sueños y mis pasiones, mis inspiraciones y mis palabras, mi vida y mi muerte. El Atleti siempre fue nuestro, debemos recuperarlo.